La casa de la seda (27 page)

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Authors: Anthony Horowitz

—¡Deténganse! —gritó. Llegó de una zancada hasta los dos hombres, que habían colocado el ataúd en diagonal y lo estaban sujetando, a punto de meterlo en el carromato—. ¡Bajen el ataúd al suelo! Quiero examinarlo. —Los hombres eran peones toscos y mugrientos, padre e hijo, por lo que se parecían, y se miraron burlonamente antes de obedecer. El ataúd se quedó en la gravilla—. ¡Ábranlo!

Los hombres dudaron esta vez; una cosa era transportar un cadáver, y otra mirarlo.

—Está bien —les tranquilizó Trevelyan, y lo extraño fue que en ese mismo momento recordé de qué le conocía y dónde nos habíamos visto antes.

Su nombre completo era Percy Trevelyan y había acudido a nuestra casa de Baker Street hacía unos seis o siete años, porque necesitaba urgentemente los servicios de mi amigo. Recuerdo ahora que tenía un paciente, Blessingdon, que se comportaba de forma extraña, hasta que al final le encontraron colgado de una soga en su habitación... La policía consideró que era un suicidio, un veredicto que Holmes descartó de inmediato. Era extraño que no le hubiera reconocido inmediatamente, pues yo admiraba a Trevelyan y había estudiado su obra sobre trastornos nerviosos; había ganado un premio Bruce Pinkerton, ni más ni menos. Pero las circunstancias de la vida no le habían tratado muy bien entonces, y claramente tampoco ahora, pues había envejecido considerablemente, y su mirada era de agotamiento y frustración, lo cual cambiaba por entero su aspecto. Recordé que no llevaba lentes la primera vez que nos conocimos. Estaba claro que su salud se había deteriorado. Pero era él de todas maneras, reducido su cometido a ser el médico de la prisión, un puesto muy por debajo de sus capacidades, y se me ocurrió, con una agitación que tuve cuidado de esconder, que él debía de haber intervenido en este intento de evasión. Ciertamente, tenía con Holmes una deuda de gratitud y, si no, ¿cuál era la razón de que hubiera fingido no conocerme? Entendí cómo había conseguido Holmes meterse en el ataúd. Trevelyan había dejado a su asistente encargado deliberadamente. ¿Por qué, si no, habría confiado en un hombre que claramente no estaba preparado para tal responsabilidad? El ataúd estaría situado cerca. Todo estaría planeado. El fallo era lo lentos que habían sido los trabajadores. Ya deberían haber estado a medio camino de Muswell Hill. La ayuda de Trevelyan no había servido para nada.

Uno de los peones sacó una palanqueta. Observé mientras la metía bajo la tapa. Presionó y la cubierta del ataúd se abrió, astillando la madera. Los dos hombres dieron un paso al frente y la levantaron. Harriman, Hawkins, Trevelyan y yo nos acercamos como si fuéramos uno.

—Es él —gruñó Rivers—. Es Jonathan Wood.

Era cierto. El cadáver que yacía boca arriba era una figura marchita, con la cara gris, que estaba definitivamente muerto y que definitivamente no era Sherlock Holmes.

Trevelyan fue el primero en recobrar el control.

—¡Por supuesto que es Wood! —exclamó—. Se lo dije. Murió por la noche. Afección coronaria. —Hizo un gesto con la cabeza a los sepultureros—. Ya pueden cerrar el ataúd y llevárselo.

—Pero ¿dónde está Sherlock Holmes? —gritó Hawkins.

—¡No puede haber abandonado la prisión! —contestó Harriman—. De alguna manera nos ha engañado, pero todavía debe de estar dentro, esperando una oportunidad. Debemos dar la alarma y registrar el lugar de arriba abajo.

—Pero ¡eso llevará toda la noche!

La cara de Harriman estaba tan blanca como su pelo. Giró sobre sí mismo, casi dando una patada a consecuencia de su irritación.

—¡No me importa si se tarda toda la semana! Debemos encontrar a ese hombre.

No lo encontraron. Dos días más tarde, estaba a solas en la residencia de Holmes, leyendo una crónica de los hechos que yo mismo había presenciado.

La policía todavía es incapaz de explicar la misteriosa desaparición del famoso detective asesor Sherlock Holmes, que estaba retenido en la prisión de Holloway por su relación con el asesinato de una mujer en Coppergate Square. El inspector J. Harriman, que está a cargo de la investigación, ha acusado a las autoridades de la prisión de negligencia, una acusación que ha sido rebatida enérgicamente. El hecho es que el señor Holmes de alguna manera se consiguió esfumar de una celda cerrada y atravesar una docena de cerrojos de tal modo que refuta las leyes de la naturaleza. La policía ofrece una recompensa de cincuenta libras a cualquiera que suministre información que pueda llevar a su descubrimiento y captura.

La señora Hudson había reaccionado ante ese insólito estado de las cosas con una sorprendente indiferencia. Por supuesto, había leído los reportajes del periódico, y había pronunciado una parca frase al servirme el desayuno: «Son tonterías, doctor Watson». Parecía personalmente ofendida, y me reconfortó que, después de todos estos años, conservara la fe en su inquilino más famoso, pero a lo mejor ella lo conocía mejor que nadie, y había aguantado todo tipo de rarezas durante el largo periodo que había estado con ella, incluyendo visitantes desesperados y en ocasiones indeseables, que tocara el violín a altas horas de la madrugada, los ocasionales ataques causados por la cocaína líquida, las largas temporadas de melancolía, las marcas de disparos en el empapelado y hasta el humo de la pipa. Era cierto que Holmes le pagaba generosamente, pero ella casi nunca se quejaba y le fue fiel hasta el final. Aunque entra y sale de mis crónicas, realmente la conocía muy poco, ni siquiera sé cómo llegó a poseer la finca del 221B de Baker Street (creo que la heredó de su marido, aunque lo que le pasó a él ya no lo sé). Cuando Holmes se fue, se quedó viviendo sola. Ojalá hubiera hablado con ella un poco más y la hubiera sabido valorar.

En cualquier caso, mi soledad fue interrumpida por la llegada de la señora Hudson, y con ella, otra visita. Había oído sonar la campana y pisadas en la escalera, pero, absorto como estaba, no había reparado en esos sonidos, así que no estaba preparado para la llegada del reverendo Charles Fitzsimmonds, el director de la Granja Escuela Chorley para Chicos, y mucho me temo que le saludé con una mirada de extrañeza, como si nunca nos hubiéramos visto. El hecho de que estuviera envuelto en un grueso abrigo negro, más un sombrero y una bufanda que le tapaba la barbilla, contribuyó a que no le reconociera. Sus ropas le hacían parecer incluso más gordo que antes.

—Me perdonará por interrumpirle, doctor Watson —dijo, despojándose de las capas superiores y dejando al descubierto el alzacuello, que puso en marcha mi memoria—. No sabía si venir, pero pensé que debía hacerlo... ¡Por supuesto que debo! Pero primero tengo que preguntarle algo, señor: este asunto tan extraordinario con Sherlock Holmes ¿es cierto?

—Es cierto que Holmes es sospechoso de un crimen del cual es totalmente inocente —contesté.

—Pero he leído ahora que ha escapado, que ha conseguido liberarse de la reclusión a la que le había sometido la ley.

—Sí, señor Fitzsimmonds. También ha conseguido evadirse, de una manera completamente misteriosa incluso para mí de los que le acusaban.

—¿Sabe dónde está?

—No tengo ni idea.

—Y el niño, Ross, ¿ha tenido alguna noticia de él?

—¿A qué se refiere?

—¿Le han encontrado ya?

Evidentemente, Fitzsimmonds no había leído los reportajes de la espantosa muerte del muchacho, y enseguida reparé en que, por muy sensacionalistas que hubieran sido, el nombre de Ross no se había mencionado. Así que recaía sobre mí contarle la verdad.

—Me temo que llegamos tarde. Encontramos a Ross, pero estaba muerto.

—¿Muerto? ¿Cómo ocurrió?

—Alguien le golpeó hasta la muerte. Abandonaron su cadáver en la orilla del río, cerca de Southwark Bridge.

El director pestañeó sorprendido y se derrumbó en una silla.

—¡Por Dios, que está en los cielos! —exclamó—. ¿Quién le hace algo así a un niño? ¿Qué clase de maldad existe en este mundo? Entonces mi visita aquí es inútil, doctor Watson. Pensaba que podría ser capaz de ayudarles a localizarlo. Había encontrado una pista, o más bien mi querida esposa, Joanna, fue quien la descubrió. La traje aquí con la esperanza de que supiera dónde estaba el señor Holmes y poder dársela, para que, a pesar de sus propios problemas, él pudiera... —Su voz se apagó—. Pero es demasiado tarde. Ese crío nunca debió abandonar la Granja Chorley. Sabía que nada bueno saldría de su fuga.

—¿En qué consiste esa pista? —pregunté.

—La tengo conmigo. Fue, como ya he dicho, mi esposa quien la encontró en el dormitorio. Estaba dando la vuelta a los colchones, lo hacemos una vez al mes para airearlos y fumigarlos. Algunos de los chicos tienen piojos..., estamos en continua guerra contra ellos. En cualquier caso, en la cama que ocupaba Ross ahora duerme otro chico, pero había un cuaderno escondido ahí.

Fitzsimmonds sacó un librillo con una portada rugosa, desvaída y arrugada. Había un nombre escrito a lápiz con letra infantil en la portada.

—Ross no sabía leer ni escribir cuando llegó, pero conseguimos enseñarle lo básico. Le damos a cada niño de la escuela un cuaderno y un lápiz. Ya verá, cuando lo abra, que dejó de hacer sus ejercicios. Está bastante descuidado.

Parece que pasó el tiempo garabateando. Pero, al examinarlo, hemos descubierto esto y nos ha parecido que podría tener importancia.

Abrió el librito por la mitad para enseñarme una hoja de papel, doblada cuidadosamente y metida como si la intención hubiera sido esconderla. Al sacarla, la desplegó y la dejó encima de la mesa para que yo la viera. Era un anuncio, un folleto para una atracción del tipo que yo había sabido que, en tiempos, predominaban en áreas como Islington o Cheapside, pero que después eran más inusuales. El texto venía decorado con imágenes de una serpiente, un mono y un armadillo. Decía así:

LA CASA DE LAS MARAVILLAS DEL DOCTOR SEDOSO

ENANOS, MALABARISTAS, LA MUJER MÁS GORDA DEL MUNDO

Y EL ESQUELETO VIVIENTE.

Una selección de curiosidades de todos los rincones del planeta.

UN PENIQUE LA ENTRADA.

Jackdaw Lane, Whitechapel

—Por supuesto, no animo a mis niños a que entren en tales lugares —dijo el reverendo Fitzsimmonds—. Espectáculos de feria, cabarés, representaciones a un penique..., me asombra que una ciudad tan grandiosa como Londres tolere tales entretenimientos, donde se celebra todo lo que es chabacano y lo que no es natural. Las enseñanzas de Sodoma y Gomorra me vienen a la mente. Le digo esto, doctor Watson, porque puede ser que Ross escondiera este anuncio sin más razón que saber que iba en contra del espíritu de la Granja Chorley. Puede haber sido por desafío. Tal y como dijo mi esposa, era un muchacho muy testarudo...

—Pero puede que sí tenga conexión —le interrumpí—. Después de abandonarles, se alojó con una familia en King's Cross y más tarde con su hermana. Pero no sabemos dónde estuvo antes. Puede que se quedara con esta gente.

—Exacto. Creo que merece la pena investigarlo, y esa es la razón por la que lo he traído. —Fitzsimmonds recogió sus cosas y se levantó—. ¿Hay alguna posibilidad de que se ponga en contacto con el señor Holmes?

—Todavía estoy esperando que él se ponga en contacto conmigo.

—Entonces, a lo mejor vemos qué saca de esto. Gracias por su tiempo, doctor Watson. Estoy muy consternado por el pobre Ross. Rezaremos por él en la capilla de la escuela este domingo. No. No hace falta que me acompañe. Encontraré la salida.

Cogió su abrigo, su sombrero y su bufanda y se fue de la habitación. Me quedé mirando la hoja, dejando que mis ojos recorrieran la recargada caligrafía y las burdas ilustraciones. Creo que lo debí de leer dos o tres veces antes de ver lo que era obvio. Pero no era un error. Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso. Jackdaw. Whitechapel.

Acababa de encontrar la Casa de la Seda.

DIECISIETE

UN MENSAJE

Mi esposa regresó a Londres al día siguiente. Me había mandado un telegrama desde Camberwell para informarme de su llegada y yo estaba esperándola en el Holborn Viaduct cuando llegó su tren. Tengo que decir que no me hubiera ido de Baker Street por ninguna otra razón. Todavía estaba seguro de que Holmes intentaría contactar conmigo, y no quería ni pensar que tras llegar a su residencia, con todos los riesgos que eso entrañaba, pudiera no encontrarme allí. Pero no podía permitir que Mary cruzara la ciudad sin mí. Una de sus grandes virtudes era la tolerancia, su manera de lidiar con mis largas ausencias cuando me iba con Sherlock Holmes. No se quejó ni una vez, aunque yo sabía que le preocupaba que estuviera expuesto al peligro, y debía explicarle lo que había sucedido mientras ella había estado fuera e informarla de que, lamentándolo mucho, era posible que pasara un tiempo antes de que nos reuniéramos definitivamente. Y la había echado de menos. Esperaba ansiosamente verla de nuevo.

Era ya la segunda semana de diciembre y, después del mal tiempo con el que había empezado el mes, había salido el sol y, aunque hacía mucho frío, todo resplandecía con una apariencia de prosperidad y de buena voluntad. Las calles eran casi invisibles entre el ajetreo de las familias llegadas del campo, que traían con ellos a niños con los ojos muy abiertos en cantidades tales que por sí solos podrían haber poblado una pequeña ciudad. Los rastrilladores de hielo y los que barrían los cruces no estaban. Las confiterías y los ultramarinos estaban bellamente engalanados. Cada escaparate tenía anuncios para hacerse de la asociación del ganso, del rosbif y del pudin, y el mismo aire se llenaba de olor a caramelo quemado y a picadillo de fruta y especias. Mientras descendía de mi berlina y me abría paso hasta la estación, empujando a la gente, reflexioné sobre las circunstancias que me habían apartado de todas estas actividades, de los placeres diarios de Londres en la época de las festividades. Esa era quizás la desventaja de mi asociación con Sherlock Holmes: que me llevaba a sitios sombríos a los que, en verdad, nadie querría ir.

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