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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (30 page)

—Le costará un penique.

Le di el dinero y ella cogió mi mano, desplegándola sobre la suya de tal manera que me colocó enfrente la cinta blanca. Sacó un dedo marchito y empezó a repasar las líneas de la palma de mi mano como si pudiera borrarlas simplemente tocándolas.

—¿Médico? —preguntó.

—Sí.

—Y casado. Felizmente. Sin hijos.

—Ha acertado en las tres cosas.

—Ha conocido recientemente el dolor de la separación. —¿Se estaba refiriendo a la residencia temporal de mi esposa en Camberwell o al breve encarcelamiento de Holmes? ¿Y cómo podía saber algo de cualquiera de los dos? Soy un escéptico, y antes también lo era. ¿Cómo podría no serlo? Durante el tiempo que pasé con Holmes me encontré a mí mismo investigando una maldición familiar, una rata gigantesca y un vampiro; y resultó que los tres tenían explicaciones perfectamente racionales. Por tanto, esperé que la gitana me explicara el origen de su truco.

—¿Ha venido aquí solo? —preguntó.

—No. Con un amigo.

—Entonces tengo un mensaje para usted. Habrá visto una galería de tiro en el edificio que tenemos detrás.

—Sí.

—Descubrirá todas las respuestas que anda buscando en el piso que hay encima. Pero pise con cuidado, doctor. El edifico está en ruinas y el suelo está en pésimo estado. Tiene una línea de la vida muy larga. ¿La ve aquí? Pero tiene debilidades. Estos pliegues... Son como flechas dirigidas hacia usted y todavía faltan más por venir. Debería estar alerta, no fuera a ser que una de ellas le acertara...

—Gracias.

Recuperé mi mano como si la arrancara de las llamas. Aunque estaba seguro de que la mujer mentía, había algo en su actuación que me puso nervioso. A lo mejor era la noche, las sombras escarlatas retorciéndose sobre mí, o pudo haber sido la constante cacofonía, la música y la multitud, lo que estaba abrumándome. Pero tuve la súbita premonición de que este era un lugar diabólico y que nunca deberíamos haber venido. Volví abajo, junto a Holmes, y le dije lo que acababa de pasar.

—¿Así que ahora nos vamos a dejar guiar por adivinas? —Fue su brusca respuesta—. Bien, Watson, no hay otras alternativas claras. Debemos seguir con esto hasta el final.

Caminamos dejando atrás a un hombre con un mono que se le había subido a los hombros, y otro, desnudo hasta la cintura, que exponía una miríada de escabrosos tatuajes que animaba moviendo sus diferentes músculos. La galería de tiro estaba frente a nosotros, con una escalera formando una curva dispar por encima. Hubo una descarga de disparos de rifle. Un grupo de aprendices estaban probando su suerte con las botellas, pero habían estado bebiendo y sus balas desaparecieron en la oscuridad sin causar ningún daño. Con Holmes caminando delante, subimos pisando con cuidado, pues los escalones de madera parecían estar al borde del colapso. Delante de nosotros, un hueco irregular en la pared —que podría haber sido en algún momento una puerta— nos acechaba, con la oscuridad al otro lado. Miré hacia atrás y vi a la gitana, sentada en su caravana, mirándonos con ojos llenos de maldad. La cinta blanca todavía pendía de su muñeca. Antes de que llegáramos arriba supe que me habían engañado, que no deberíamos haber venido aquí.

Entramos en el piso de arriba, que alguna vez debía de haber sido usado para guardar café, pues su olor todavía se hacía patente en el aire mugriento. Pero ahora estaba vacío. Las paredes estaban mohosas. Había una gruesa capa de polvo en todas partes. El suelo crujía bajo nuestros pies. La música del organillo parecía muy lejana y aislada, y el murmullo de la multitud también había desaparecido. Todavía había suficiente luz, que se reflejaba de las antorchas que resplandecían por toda la feria, como para iluminar la habitación, pero era desigual, se movía constantemente de tal manera que proyectaba sombras distorsionadas a nuestro alrededor, y cuanto más nos adentráramos, más oscuro estaría.

—Watson... —murmuró Holmes, y el tono de su voz fue suficiente para decirme lo que deseaba. Saqué mi arma y encontré consuelo en su peso, en el tacto del frío metal contra la palma de mi mano.

—Holmes —dije—, estamos malgastando nuestro tiempo. Aquí no hay nada.

—Y, sin embargo, un niño ha estado aquí antes que nosotros —contestó él.

Miré más allá y vi, tirados en el suelo de una esquina lejana, dos juguetes que habían sido abandonados allí. Uno era una peonza; el otro, un rígido soldado de plomo cuadrándose, aunque con la mayor parte de la pintura desgastada. Había algo infinitamente patético en ellos. ¿Habían pertenecido a Ross alguna vez? ¿Había sido este su refugio antes de que fuera asesinado, y eran estos los únicos recuerdos de la infancia que nunca había tenido? Me encontré dirigiéndome a ellos, separándome de la entrada, justo como habían planeado, pues demasiado tarde vi al hombre salir del hueco, y tampoco pude evitar el garrote que vino atravesando el aire hacia mí. Me golpearon en el brazo, bajo el codo, y sentí que mis dedos se abrían con una llamarada de puro dolor. El arma percutió contra el suelo. Me abalancé sobre él, pero me pegaron una segunda vez, un golpe que me tumbó. Al mismo tiempo, se oyó en la oscuridad una segunda voz:

—No se muevan de donde están o dispararé.

Holmes ignoró el aviso. Ya estaba a mi lado, ayudándome a levantarme.

—Watson, ¿está bien? Jamás me lo perdonaría si le hirieran gravemente.

—No, no. —Me palpé el brazo, en busca de una fractura, y supe que solo estaba muy magullado—. No me han herido.

—¡Cobardes!

Un hombre con el pelo ralo, la nariz respingona y ancho de espaldas dio un paso hacia nosotros, lo que permitió que la luz del exterior iluminara su cara. Reconocí a Henderson, el inspector de aduanas (o eso fue lo que nos dijo) que había enviado a Holmes directo a la trampa del fumadero de opio de Creer. Nos había dicho que era un adicto, y esa parte debía de ser una de las pocas verdaderas de su historia, pues todavía tenía los ojos inyectados en sangre y la palidez enfermiza que recordaba. Sostenía un revólver. En ese momento, su cómplice cogió mi propia arma y arrastró los pies para adelantarse, manteniéndola apuntada hacia nosotros. No conocía a este segundo hombre. Era fornido y parecía un sapo, con el pelo rapado y las orejas y los labios hinchados, como un boxeador tras una pelea desafortunada. Su garrote era, de hecho, un bastón pesado, y todavía pendía de su mano izquierda.

—Buenas tardes, Henderson —contestó Holmes con una voz en la que no pude detectar nada más que desapasionamiento. De la manera en la que hablaba, podría haber estado saludando a un viejo conocido.

—¿No se sorprende de verme, señor Holmes?

—Al contrario, estaba esperándolo.

—¿Y recuerda a mi amigo, Bratby?

Holmes asintió. Se volvió hacia mí.

—Este es el hombre que me sujetó en la oficina de Creer's Place, cuando me obligaron a beber el opiáceo —explicó—. También esperaba que estuviera aquí.

Henderson dudó, después se rio. Ya había desaparecido cualquier pretensión de debilidad o inferioridad que hubiera fingido cuando había venido a donde nos alojábamos.

—No le creo, señor Holmes. Mucho me temo que se le embauca fácilmente. ¿No encontró lo que andaba buscando donde Creer? Tampoco lo ha encontrado aquí. Me parece que usted se conduce como un fuego de artificio..., en cualquier dirección.

—¿Y cuáles son sus intenciones?

—Hubiera pensado que para usted serían obvias. Creíamos que lidiaríamos con usted en la prisión de Holloway y, considerándolo todo, le habría ido mejor si se hubiera quedado allí. Así que esta vez nuestros métodos van a ser un poco más directos. Mis instrucciones son matarle, dispararle como a un perro.

—En ese caso, ¿sería tan amable de satisfacer mi curiosidad en un par de cosas? ¿Fue usted quien mató a la chica en Bluegate Fields?

—De hecho, sí. Fue lo suficientemente estúpida como para volver a la taberna en la que trabajaba y resultó bastante fácil cogerla.

—¿Y a su hermano?

—¿El pequeño Ross? Sí, fuimos nosotros. Fue algo horroroso tener que hacerlo, señor Holmes, pero él se lo buscó. El chico se pasó de la raya, y teníamos que dar ejemplo.

—Muchas gracias. Es exactamente lo que pensaba.

Henderson se rio por segunda vez, pero nunca había visto una expresión más desprovista de buen humor.

—Bien, es usted un cliente con sangre fría, ¿verdad, señor Holmes? Y supongo que ya se lo había figurado antes, ¿cierto?

—Por supuesto.

—Y cuando esa vieja bruja les mandó aquí, ¿ya sabía que les estaba esperando?

—La adivina habló con mi socio, no conmigo. Presupongo que le pagó para que dijera lo que usted quería.

—Cruce su palma con seis peniques y hará cualquier cosa.

—Acabemos con esto —apremió el hombre llamado Bratby.

—Todavía no, Jason. Todavía no.

Por una vez, no necesité que Holmes me explicara por qué estaban esperando. Lo tuve muy claro. Cuando habíamos subido las escaleras, había un gentío agrupado alrededor de la galería de tiro, y los disparos resonaban abajo. Ahora, por el momento, guardaban silencio. Los dos asesinos estaban esperando a que el chasquido de los rifles volviera a empezar. El sonido disfrazaría dos tiros más aquí arriba. Matar a alguien es el crimen más espantoso que un ser humano es capaz de cometer, pero este asesinato doble, calculado y a sangre fría, me pareció particularmente vil. Todavía me estaba sujetando el brazo. No era capaz de sentir nada desde que me habían golpeado, pero me puse en pie con dificultad, determinado a que esos hombres no me mataran estando de rodillas.

—También podrían bajar las armas y dejarse arrestar —comentó Holmes. Estaba muy tranquilo y empecé a preguntarme si en realidad había sabido todo el tiempo que los dos hombres estarían allí.

—¿Qué?

—Nadie va a matar a nadie esta noche. La galería de tiro está cerrada. La feria se ha acabado. ¿Acaso no lo oyen?

Por primera vez, me di cuenta de que el organillo había parado. Parecía que la multitud se había ido. Fuera de la habitación vacía y en ruinas, todo estaba silencioso.

—¿De qué está hablando?

—No le creí la primera vez que nos vimos, Henderson. Pero me pareció oportuno caer en su trampa, aunque solo fuera para ver lo que planeaba. Pero ¿realmente pensó que haría lo mismo una segunda vez?

—¡Bajen las armas! —gritó una voz.

En los siguientes momentos, hubo tal confusión que, en ese instante, apenas fui capaz de verle sentido a todo ello. Henderson alzó su arma, intentando dispararme o disparar a alguien detrás de mí. Nunca lo sabré, pues su dedo nunca pudo apretar el gatillo. Al mismo tiempo, hubo una descarga de disparos, la boca de un arma dando un fogonazo blanco, y fue literalmente levantado del suelo, con una fuente de sangre desbordándose desde su cabeza. El socio de Henderson, el hombre al que se había referido como Bratby, se dio la vuelta. No creo que fuera a disparar, pero bastó con que estuviera armado. Una bala le hirió en el hombro y otra en el pecho. Le oí gritar mientras caía de espaldas y mi arma salía despedida de su mano. Hubo un repiqueteo cuando su bastón golpeó el suelo de madera y empezó a rodar. No estaba muerto. Resollando, llorando de dolor y de sorpresa, se encogió en el suelo. Hubo una breve pausa, un silencio casi tan agresivo como la violencia de antes.

—Ha dejado que se prolongara demasiado, Lestrade —comentó Holmes.

—Estaba interesado en lo que tenía que decir el criminal —contestó el inspector. Miré a mi alrededor y vi que Lestrade estaba allí, con tres oficiales de policía entrando ya en la habitación, examinando a los hombres a quienes habían disparado.

—¿Les ha oído confesar los asesinatos?

—Por supuesto, señor Holmes. —Uno de sus hombres había llegado hasta donde estaba Henderson. Le hizo un breve reconocimiento y negó con la cabeza. Había visto la herida. No me sorprendió—. Mucho me temo que este no se enfrentará a la justicia por sus crímenes.

—Algunos dirían que ya lo ha hecho.

—Aun así, le habría preferido vivo, aunque solo fuera de testigo. Estoy arriesgando mi cuello por usted, señor Holmes, y el trabajo de esta noche todavía me podría costar muy caro.

—Le costará otra mención de honor, Lestrade, y usted lo sabe muy bien. —Holmes volvió su atención hacia mí—. ¿Qué tal lo está llevando, Watson? ¿Está herido?

—Nada que un poco de linimento y un whisky con soda no puedan curar —contesté—. Pero dígame, Holmes, ¿ya sabía que todo esto era una trampa?

—Tenía una fuerte sospecha. Me parecía inconcebible que un niño analfabeto guardara un folleto doblado bajo su cama. Y como nuestro difunto amigo Henderson ha dicho, ya nos habían engañado una vez. Empiezo a aprender cómo trabajan nuestros enemigos.

—Lo que significa...

—Le usaron para encontrarme. Los hombres que le seguían en Holborn Viaduct no eran policías. Estaban al servicio de nuestros enemigos, que le facilitaron lo que parecía ser una pista insuperable, con la esperanza de que usted supiera dónde estaba yo y me la entregara.

—Pero el nombre, la Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso... ¿Me está diciendo que ese hombre no tiene nada que ver con todo esto?

—¡Mi querido Watson! Sedoso no es un apellido tan raro. Podrían haber utilizado a Sedoso, el zapatero de Ludgate Circus, o Sedoso, el almacén de madera en Battersea.

O el sedero, o la calle de la Seda, o cualquier cosa que nos hubiera hecho creer que nos estábamos acercando a la Casa de la Seda. Era necesario llevarme a un sitio abierto para deshacerse finalmente de mí.

—¿Y usted, Lestrade? ¿Cómo es que está usted aquí?

—El señor Holmes se puso en contacto conmigo y me pidió que viniera, doctor Watson.

—¡Usted creía en su inocencia!

—Desde el principio, no dudé de ella. Y cuando examiné el asunto de Coppergate Square, pronto tuve claro que había algo amañado en el caso. El inspector Harriman dijo que estaba por la zona porque venía de un intento de asalto a un banco en White Horse Road, pero no hubo tal asalto. Miré en la agenda de avisos. Visité el banco. Y me pareció que, si Harriman estaba dispuesto a mentir sobre eso al tribunal, también podría estar mintiendo sobre otras cosas.

—Lestrade se arriesgó —interrumpió Holmes—. Su primera reacción fue devolverme a la prisión. Pero él y yo nos conocemos bien, a pesar de nuestras diferencias, y hemos colaborado demasiadas veces como para pelearnos por una falsa acusación. ¿No es cierto, Lestrade?

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