La casa de la seda (31 page)

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Authors: Anthony Horowitz

—Lo que usted diga, señor Holmes.

—Y en el fondo, él está tan ansioso como yo por terminar con este caso y llevar a los verdaderos culpables ante la justicia.

—¡Este está vivo! —exclamó uno de los oficiales de policía. Mientras Holmes y yo habíamos estado hablando, ellos habían estado examinando a nuestros agresores.

Holmes se acercó hacia donde Bratby estaba tendido y se arrodilló a su lado.

—¿Puede oírme, Bratby? —Hubo un silencio, después un quejido suave como el de un niño dolorido—. No hay nada que podamos hacer por usted, pero todavía tiene tiempo para reparar algo del daño que ha hecho, para arrepentirse de alguno de sus crímenes antes de que se encuentre con su artífice. —Muy quedamente, Bratby empezó a llorar—. Lo sé todo acerca de la Casa de la Seda. Sé lo que es. Sé dónde se encuentra... De hecho, fui allí la pasada noche, pero estaba vacía y silenciosa. Es la única información que no puedo descubrir por mí mismo y, sin embargo, es vital si vamos a acabar con este negocio de una vez por todas. Por su propia salvación, dígame cuándo es el siguiente encuentro.

Hubo un largo silencio. A pesar de todo, sentí una oleada de compasión por este hombre que iba a coger su última bocanada de aire, a pesar de que me hubiera intentado matar —y a Holmes— hacía solo unos minutos. Pues todos los hombres son iguales en el momento de la muerte, ¿y quiénes somos nosotros para juzgar, cuando un juez más grande aguarda?

—Esta noche —dijo. Y murió.

Holmes se levantó.

—Por fin la fortuna está de nuestra parte, Lestrade —dijo—. ¿Nos acompañará un poco más? ¿Y le acompañarán unos diez hombres, por lo menos? Necesitan ser decididos y resueltos, pues le prometo que no olvidarán lo que vamos a descubrir.

—Estamos con usted, Holmes —contestó Lestrade—. Pongámosle un final a esto.

Holmes tenía mi arma. No había visto cuándo la había recuperado, pero una vez más la puso en mi mano, mirándome a los ojos. Supe lo que me estaba pidiendo. Asentí y nos pusimos en marcha.

DIECINUEVE

LA CASA DE LA SEDA

Regresamos a la colina de Hamworth Hill, a la Granja Escuela Chorley para Chicos. ¿Adonde, si no, podría habernos conducido la investigación? Era de aquí de donde había salido el anuncio, y parecía obvio que alguien lo había puesto bajo el colchón de Ross para que el director lo encontrara, sabiendo que nos lo traería a nosotros y llevándonos a la trampa de la feria de invierno del doctor Sedoso. Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que Charles Fitzsimmonds hubiera estado mintiéndonos todo el tiempo y que también formara parte de la conspiración. Y, sin embargo, todavía me resultaba difícil de creer, pues me había parecido un modelo de decoro con su sentido del deber, su preocupación por el bienestar de los chicos, su respetable mujer, la angustia con la que había recibido la noticia de la muerte de Ross. No era fácil imaginarse que todo eso no había sido más que una farsa, y me sentí seguro, incluso entonces, de que si se había visto sumido en algo maligno y oscuro, habría sido sin su conocimiento o voluntad.

Lestrade había llevado consigo a diez hombres por separado en cuatro carruajes que nos habían seguido, silenciosamente, subiendo la colina que parecía elevarse sin fin desde el norte de Londres. Todavía empuñaba un revólver, al igual que Holmes y yo mismo, pero el resto de sus hombres no estaban armados, así que, si se daba el caso de que se estuviera preparando una confrontación física, la rapidez y la sorpresa resultarían esenciales. Holmes dio la señal y los carruajes se pararon a una corta distancia de nuestro objetivo, que no era la escuela en sí misma, tal como yo me había imaginado, sino el edificio cuadrado al otro lado de la calle que en otro tiempo había sido el taller del carrocero. Fitzsimmonds nos había dicho que se utilizaba para dar recitales de música y en esto, por lo menos, debía de haber dicho la verdad, pues había varias berlinas aparcadas fuera y podía oír la música de piano que salía de allí.

Nos situamos detrás de un grupo de árboles donde podíamos permanecer sin ser vistos. Eran las ocho y media y había empezado a nevar, grandes plumas blancas caían del cielo nocturno. El suelo ya estaba blanco y hacía bastante más frío aquí, en la cima de la colina, que el que había hecho en la ciudad. Todavía me dolía considerablemente el golpe que me habían dado en la feria, mi brazo palpitaba y mi otra herida se contraía en solidaridad con él, y temía que me empezara a subir la fiebre. Pero estaba decidido a no mostrar nada de todo eso. Había llegado hasta aquí y vería el final. Holmes estaba esperando algo y yo tenía una fe infinita en su criterio, incluso aunque nos tuviéramos que quedar allí toda la noche.

Lestrade debió de darse cuenta de mi incomodidad, pues me dio con el codo y me pasó una petaca de plata. La llevé a mis labios y bebí un sorbo de brandy antes de devolvérsela al menudo detective. La limpió con la manga, bebió y la guardó.

—¿Cuál es el plan, señor Holmes? —preguntó.

—Si quiere coger a esa gente con las manos en la masa, Lestrade, entonces debemos averiguar cómo entrar sin despertar sospechas.

—¿Vamos a irrumpir en un concierto?

—No es un concierto.

Oí el quedo repiqueteo de otro carruaje acercándose y me volví para observar una berlina guiada por un par de excelentes yeguas grises. El conductor les estaba dando latigazos, pues la colina era empinada y el suelo era traicionero, por el barro y la nieve que provocaban que las ruedas resbalaran. Miré a Holmes. Tenía una mirada diferente a cualquier otra que yo pudiera haber visto. La describiría como una especie de fría satisfacción, una percepción de que le habían dado la razón, y que al final podía buscar su venganza. Sus ojos brillaban, pero los huesos de sus pómulos se perfilaban oscuros por debajo, y pensé que ni siquiera el ángel de la muerte parecería tan amenazante cuando finalmente nos encontráramos.

—¿Lo ve, Watson? —susurró.

Escondidos tras los árboles, no podíamos ser vistos, pero al mismo tiempo teníamos una vista sin obstáculos tanto del edificio de la escuela como de la carretera en ambas direcciones. Holmes señaló y, a la luz de la luna, vi un símbolo pintado en dorado en el lateral del carruaje: un cuervo y dos llaves. Era el escudo familiar de lord Ravenshaw y recordé al hombre engreído con los ojos abotargados cuyo reloj había sido robado y al que habíamos conocido en Gloucestershire. ¿Sería posible que también estuviera involucrado en esto? El carruaje giró en el camino de la entrada y se paró. Lord Ravenshaw descendió, claramente reconocible a pesar de la distancia, llevando un abrigo negro y sombrero de copa. Caminó hacia la puerta principal y la golpeó con los nudillos. La abrió una figura oculta, pero mientras la luz amarilla lo iluminaba todo, vi que sostenía algo que pendía de su mano. Parecía una larga tira de papel, pero, por supuesto, no lo era. Era una cinta de seda blanca. La visita fue admitida. La puerta se cerró.

—Exactamente como yo pensaba —dijo Holmes—. Watson, ¿está preparado para acompañarme? Le advierto que lo que se encuentra al otro lado de esa puerta le puede causar una gran aflicción. Este caso ha sido muy interesante, y he temido durante mucho tiempo que solo pudiera tener un final. Bien, no hay manera de evitarlo. Debemos ver lo que tiene que ser visto. ¿Tiene el arma cargada? Un solo tiro, Lestrade. Esa será la señal para que usted y sus hombres entren.

—Lo que usted diga, señor Holmes.

Dejamos la protección de los árboles y cruzamos la carretera, con los pies haciendo crujir una pulgada de nieve recién caída. La casa se alzaba enfrente de nosotros, con las ventanas cubiertas con cortinas que solo dejaban que se vislumbrara un rectángulo de luz. Todavía podía oír tocar el piano, pero ya no me sugería un recital de música —alguien estaba tocando una balada irlandesa, el tipo de música que se habría escuchado en la peor de las tabernas—. Pasamos al lado de la fila de carruajes, que todavía esperaban a sus dueños, y llegamos a la puerta delantera. Holmes llamó. Abrió la puerta un joven al que no había conocido en mi última visita al colegio, con el pelo oscuro pegado a la cabeza, cejas enarcadas y una actitud que era al mismo tiempo desdeñosa y servicial. Tenía un estilo vagamente militar, con una chaqueta corta, pantalones bombachos y zapatos abotonados. También llevaba puesto un chaleco color lavanda y guantes a juego.

—¿Sí? —El mayordomo, si era eso lo que era, no nos reconoció y nos miró con suspicacia.

—Somos amigos de lord Horace Blackwater —dijo Holmes, y me quedé atónito al oírle nombrar a uno de los que le acusaban en el tribunal.

—¿Les ha mandado aquí?

—Me lo ha recomendado mucho.

—¿Su nombre?

—Parsons. Él es uno de mis colegas, el señor Smith.

—¿Y les ha dado el señor Horace algún recuerdo o sistema de identificación? Normalmente no admitimos a extraños en medio de la noche.

—Ciertamente. Me ha dicho que le diera esto. —Holmes metió la mano en el bolsillo y sacó una cinta de seda blanca. La dejó suspendida en el aire un momento, y después se la tendió.

El efecto fue inmediato. El mayordomo inclinó la cabeza y abrió un poco más la puerta, haciéndonos señas con una mano.

—Entren.

Nos hizo pasar a un recibidor que me sorprendió, pues recordaba la austera y sombría decoración de la escuela al otro lado de la carretera y me esperaba más de lo mismo. Nada podría alejarse más de la verdad, pues estaba rodeado de opulencia, calidez y luces brillantes. Un pasillo con losas blancas y negras, a la manera holandesa, se extendía hasta el infinito, interrumpido por elegantes mesas de caoba con arabescos y patas curvadas puestas contra las paredes entre las diferentes puertas. Las lámparas de gas estaban instaladas en soportes muy adornados, y habían sido giradas para que la luz se reflejara en los muchos tesoros que la casa poseía. Elaborados espejos rococó con marcos de plata brillante colgaban de las paredes, que estaban cubiertas con papel escarlata repujado en oro. Dos estatuas de mármol de la antigua Roma se miraban frente a frente desde sus nichos, y aunque no hubieran llamado la atención en un museo, parecían muy inapropiadas en una casa privada. Había flores, y macetas con plantas por todas partes, en las mesas, en las columnas y en los pedestales de madera, su olor se quedaba impregnando el aire recalentado. La música de piano venía de una habitación al fondo. No había nadie más a la vista.

—Si no les importa esperar aquí, caballeros, informaré al dueño de la casa de que se encuentran aquí.

El criado nos condujo por una puerta hasta un salón tan bien decorado como el pasillo de fuera. Tenía una alfombra gruesa. Un sofá y dos sillones, todos tapizados de violeta oscuro, habían sido colocados alrededor de la chimenea, donde varios troncos ardían. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas de pesado terciopelo y gruesos bastidores, que ya habíamos visto desde fuera, pero había una puerta de cristal donde la cortina se había descorrido que llevaba a un invernadero con helechos y naranjos, con una gran jaula en el centro que tenía dentro un periquito verde. Un lateral de la habitación estaba lleno de estanterías, y el otro, con un aparador en el que se exponían todo tipo de adornos, desde porcelanas de Delft blancas y azules y fotografías enmarcadas a un retablo con dos gatitos disecados sentados en sillas de miniatura, juntando sus patitas como si fueran marido y mujer. Había una mesa auxiliar con caballetes al lado del fuego con varias botellas y vasos.

—Por favor, acomódense —dijo el mayordomo—. ¿Les puedo ofrecer algo de beber? —Los dos la rechazamos—. Entonces, si se quedan aquí, regresaré en breve.

Salió de la habitación, con pisadas silenciosas a causa de la alfombra, y cerró la puerta. Estábamos solos.

—¡Por el amor del cielo, Holmes! —exclamé—. ¿Qué es este lugar?

—Es la Casa de la Seda —respondió adustamente.

—Sí. Pero ¿qué...?

Alzó una mano. Había ido hacia la puerta y estaba escuchando si había alguien fuera. Una vez satisfecho, la abrió cuidadosamente y me hizo una seña.

—Tenemos una dura prueba por delante —susurró—. Casi me arrepiento de haberle traído aquí, viejo amigo. Pero debemos asegurarnos de que esto acabe.

Nos deslizamos fuera. El mayordomo había desaparecido, pero la música seguía sonando, ahora un vals, y me sorprendió percibir que las notas estaban un poco desafinadas. Caminamos por el pasillo, adentrándonos en el edificio, lejos de la puerta principal. En algún sitio, por encima de nosotros, oí un breve grito, y se me heló la sangre, pues estaba seguro de que era un niño. Un reloj, suspendido en la pared y marcando las horas pesadamente, mostraba que eran las nueve menos diez, pero estábamos tan confinados, habíamos perdido tanto el contacto con el mundo exterior, que podría haber sido cualquier hora del día o de la noche. Llegamos a una escalera y empezamos a subir. Mientras ascendíamos los primeros escalones, oí que una puerta se abría en algún lugar del pasillo y la voz de un hombre que creí reconocer. Era el dueño de la casa. Se había puesto en camino para vernos.

Nos apresuramos y doblamos la esquina justo a tiempo para que dos figuras —el mayordomo que nos había recibido y otra— nos pasaran por debajo.

—Adelante, Watson —susurró Holmes.

Llegamos a un segundo pasillo, este con las lámparas de gas apagadas. Estaba empapelado con motivos florales, y había muchas más puertas a cada lado, con óleos voluminosamente enmarcados, que resultaron ser imitaciones chabacanas de los grandes clásicos. Se olía algo en el aire que era al mismo tiempo dulce y desagradable. Aunque la verdad no se me había revelado por completo, todos mis instintos me decían que abandonara ese lugar, y deseaba no haber venido nunca.

—Debemos escoger una puerta —masculló Holmes—. Pero ¿cuál?

Las puertas eran idénticas, no tenían señales, de roble lustrado con los picaportes de porcelana blanca. Escogió la que estaba más cerca y la abrió. Juntos, miramos dentro. El suelo de madera, la alfombra, las velas, el espejo, la jarra y el barreño, el hombre con barba que nunca habíamos visto antes, sentado, vestido solo con una camisa blanca abierta por el cuello, y el muchacho en la cama tras él.

No podía ser cierto. No quería creerlo, pero no podía negar la evidencia ante mis propios ojos, pues este era el secreto de la Casa de la Seda. Era un burdel, ni más ni menos, pero uno diseñado para hombres con un grotesco vicio, y la riqueza suficiente como para permitírselo. Estos hombres tenían predilección por los jovencitos, y sus desgraciadas víctimas habían sido escogidas entre esos mismos escolares que había visto en la Granja Chorley, recogidos de las calles de Londres sin familiares ni amigos que se preocuparan por ellos, sin dinero y sin comida, ignorados en su mayor parte por una sociedad en la que eran poco más que una molestia. Habían sido sobornados o forzados a una vida de miserias, amenazados con la tortura o la muerte si no accedían. Ross había sido uno de ellos por un tiempo. No me sorprendía que se hubiera escapado. Y no me sorprendía que su hermana hubiera tratado de acuchillarme, creyendo que había venido para llevármelo de vuelta. ¿En qué tipo de ciudad vivía, me pregunté, en la que a finales de siglo se abandonaba a sus jóvenes por completo? Podían enfermar. Podían morirse de hambre. Cosas peores. A nadie le importaba.

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