La casa de la seda (33 page)

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Authors: Anthony Horowitz

—He hecho llamar a más hombres —nos dijo Lestrade—. Es un tema muy feo el que tenemos aquí, señor Holmes, y va a necesitar a alguien con más rango que yo para solucionarlo. Déjeme decirle que hemos enviado a los niños de vuelta a la escuela al otro lado de la carretera, y que tengo a dos oficiales vigilándoles, pues todos los profesores de este horrible lugar están implicados en lo que ha pasado, y los he arrestado. A dos de ellos, a Vosper y a Weeks, creo que ya los conoce.

—¿Y Fitzsimmonds y su esposa? —pregunté.

—Están en el salón y les veremos en breve, aunque hay algo que quiero enseñarles antes, si creen que podrán soportarlo. —Apenas podía creer que la Casa de la Seda contuviera más secretos, pero seguimos a Lestrade a la parte de arriba, mientras él hablaba todo el camino—. Había otros nueve hombres aquí. ¿Cómo les llamo? ¿Parroquianos? ¿Clientes? Incluidos lord Ravenshaw y otro hombre que les resultará conocido, cierto doctor llamado Ackland. Ahora puedo ver por qué estaba tan ansioso por perjurar contra usted.

—¿Y qué me dice de lord Horace Blackwater? —preguntó Holmes.

—No estaba aquí esta noche, señor Holmes, aunque estoy seguro de que averiguaremos que venía con frecuencia. Pero vengan por aquí. Les enseñaré lo que hemos descubierto y a ver si pueden encontrarle un sentido.

Caminamos por el pasillo donde nos habíamos encontrado a Harriman. Las puertas estaban abiertas, revelando las habitaciones, todas ellas lujosamente decoradas. No tenía deseos de entrar en ninguna de ellas —la piel se me erizaba del disgusto—, pero seguí a Holmes y a Lestrade y me encontré en una habitación tapizada de seda azul, con una cama de hierro forjado, un sofá bajo y una puerta que llevaba a un baño con agua corriente.

En la pared opuesta había un armario bajo que encima tenía un tanque de cristal que contenía varias piedras y flores secas colocadas de tal forma que parecía un paisaje en miniatura; a lo mejor pertenecía a un naturalista o a un coleccionista.

—Esta habitación no se estaba utilizando cuando entramos —explicó Lestrade—. Mis hombres siguieron por el pasillo hasta la siguiente habitación, que no es nada más que un armario, y solo lo abrieron por casualidad. Ahora miren. Esto es lo que encontramos.

Nos hizo fijar la atención en el tanque de cristal y, al principio, no pude ver por qué lo estábamos examinando. Pero después me di cuenta de que había una pequeña abertura hecha en la pared de detrás, perfectamente disimulada por el cristal, así que era virtualmente invisible.

—¡Una ventana! —exclamé. Y comprendí su significado—. Todo lo que sucediera en esta habitación se podía observar.

—No solo observar —masculló Lestrade, con tono grave.

Nos volvió a llevar al pasillo, y abrió la puerta del armario. Estaría vacío, de no ser por una mesa en la que había una caja de caoba. Al principio, no estaba seguro de lo que estaba viendo, pero entonces Lestrade destapó la caja, que se abrió como un acordeón, y me di cuenta de que era una cámara y que su lente, al final de un tubo corredizo, estaba presionado contra el otro lado de la abertura que acabábamos de ver.

—Una cámara de placa de un cuarto de Le Merveilleux, hecha a mano por J. Lancaster e Hijos, de Birmingham, si no me equivoco —comentó Holmes.

—¿Es esto parte de su depravación? —inquirió Lestrade—. ¿Tenían que registrar lo que pasaba aquí?

—Creo que no —contestó Holmes—. Pero ahora entiendo por qué a mi hermano Mycroft le recibieron tan hostilmente cuando empezó con sus investigaciones y por qué no pudo ayudarme. ¿Dice que tiene a Fitzsimmonds abajo?

—Y a su esposa.

—Entonces creo que es hora de que ajustemos las cuentas.

El fuego todavía ardía en el salón y la habitación era cálida y confortable. El reverendo Charles Fitzsimmonds estaba sentado en el sofá con su esposa y me alegré de ver que había cambiado su atuendo eclesiástico por una chaqueta de traje y una corbata negra. No creo que hubiera podido aguantar más sus pretensiones de ser parte de la iglesia. La señora Fitzsimmonds se sentó rígida y retraída, evitando nuestros ojos. No pronunció una sola palabra en toda la entrevista que siguió. Holmes se sentó. Yo me quedé de pie de espaldas al fuego. Lestrade permaneció en la puerta.

—¡Señor Holmes! —Fitzsimmonds aparentaba complacerse con la sorpresa de verle—. Supongo que debo felicitarle, señor. Ciertamente se ha mostrado usted tan formidable como me habían hecho creer. Consiguió escapar de la primera trampa que le tendimos. Su desaparición de Holloway fue extraordinaria. Y ni Henderson ni Bratby han regresado a este establecimiento, ¿así que deduzco que les sonsacó en Jackdaw Lane y que están bajo arresto?

—Están muertos —dijo Holmes.

—Habrían terminado ahorcados de todas maneras, así que supongo que no hay gran diferencia.

—¿Está preparado para responder a mis preguntas?

—Por supuesto. No tengo ninguna razón para no hacerlo. No estoy avergonzado de lo que hemos estado haciendo aquí en la Granja Chorley. Algunos de los policías nos han tratado muy rudamente y... —Hizo una señal a Lestrade, que estaba en la puerta —. Le puedo asegurar que presentaré una queja oficial. Pero la verdad es que solo hemos estado suministrando lo que cierto tipo de hombres han pedido durante siglos. Estoy seguro de que ha estudiado las antiguas civilizaciones de los griegos, los romanos y los persas, ¿no es cierto? El culto a Ganímedes era de lo más honorable, señor. ¿Acaso se siente asqueado ante la obra de Miguel Ángel o los sonetos de William Shakespeare? Bien, estoy seguro de que no desea discutir la semántica del asunto. Tiene usted el control, señor Holmes. ¿Qué desea saber?

—¿Fue idea suya la Casa de la Seda?

—Por completo. Le puedo asegurar que la Sociedad para la Educación de Descarriados Adolescentes y la familia de nuestro patrono, sir Crispin Ogilvy, quien, como le dije, puso el dinero para la adquisición de la Granja Chorley, no tienen ni idea de lo que hemos estado haciendo, y estoy seguro de que se sentirían tan consternados como usted. No es que necesite protegerles. Solo le estoy diciendo la verdad.

—¿Fue usted quien ordenó que mataran a Ross?

—Lo confieso, sí. No estoy orgulloso, pero era necesario para garantizar mi propia seguridad y la continuidad de este negocio. No estoy confesando el asesinato material, entiéndame. De eso se encargaron Henderson y Bratby. Y también podría añadir que se engaña a sí mismo si cree que Ross era inocente, un angelito que se juntó con malas compañías. La señora Fitzsimmonds tenía razón: era una buena pieza y se buscó su propio final.

—Creo que ha mantenido un registro fotográfico de sus clientes.

—¿Han estado en la habitación azul?

—Sí.

—Ha sido necesario de vez en cuando.

—Supongo que su propósito era el chantaje.

—El chantaje esporádicamente, y solo cuando era absolutamente necesario, pues no le sorprenderá saber que he acumulado una considerable cantidad de dinero con la Casa de la Seda y no he tenido necesidad de encontrar otra forma de ingresos. No, no, no, tiene más que ver con la autoprotección, señor Holmes. ¿Cómo cree que fui capaz de convencer al doctor Ackland y a lord Horace Blackwater de que se presentaran en un juicio? Era un acto de supervivencia por su parte. Y es por esta misma razón por la que puedo decirle que mi esposa y yo nunca nos someteremos a juicio en esta ciudad. Conocemos demasiados secretos de demasiadas personas, algunas de las cuales ocupan puestos muy elevados, y tenemos las pruebas cuidadosamente guardadas. Los caballeros que ha encontrado aquí esta noche son una pequeña selección de mis agradecidos clientes. Tenemos ministros y jueces, abogados y lores. Más aún, le puedo nombrar a un miembro de la familia más noble del país que ha sido un visitante frecuente, pero, por supuesto, él confía en mi discreción, tal como yo confío en que me protegerá si se da el caso. ¿Ve adónde voy, señor Holmes? Nunca le permitirán sacar este asunto a la luz. De aquí a seis meses mi esposa y yo estaremos libres y, sin hacer ruido, comenzaremos de nuevo. A lo mejor será necesario trasladarse al continente. Siempre he tenido una cierta predilección por el sur de Francia. Pero donde sea y cuando sea, la Casa de la Seda resurgirá. Tiene mi palabra.

Holmes no dijo nada. Se levantó y juntos, él y yo, abandonamos la habitación. No volvió a mencionar a Fitzsimmonds esa noche, y tampoco tuvo nada que decir sobre el asunto a la mañana siguiente. Pero para entonces ya estábamos ocupados de nuevo, pues la aventura había empezado en Wimbledon y allí fue adonde volvimos.

VEINTE

KEELAN O'DONAGHUE

La nieve de la noche anterior había transformado Ridgeway Hall de manera asombrosa, acentuando su simetría y volviéndola intemporal. Ya había pensado que era espléndida las dos veces que la había visitado, pero mientras me acercaba por última vez, en compañía de Sherlock Holmes, pensé que era tan perfecta como las casas en miniatura que uno podía ver en los escaparates de las jugueterías, y casi me pareció un acto de vandalismo pisotear el camino de entrada con las ruedas de nuestro vehículo.

Era temprano, por la tarde, al día siguiente y debo confesar que, si me hubieran dado la oportunidad, habría pospuesto esta visita por lo menos otras veinticuatro horas, pues estaba agotado de la noche anterior y mi brazo, donde me habían golpeado, me dolía hasta el punto de que apenas podía cerrar los dedos de la mano izquierda. Había pasado una noche espantosa, desesperado por dormirme para poder sacar de mi mente todo lo que había visto en la Granja Chorley, y sin ser capaz de hacerlo precisamente porque estaba demasiado fresco en mi memoria. Me había levantado para ir a la mesa a desayunar, y me había irritado ver a Holmes descansado, restablecido del todo, saludándome de esa manera suya cortante y seca, como si nada malo hubiera pasado. Había sido él quien había insistido en hacer esta visita, y ya le había enviado un cable a Edmund Carstairs antes de que yo me hubiera levantado. Me acordé de nuestro encuentro en La Bolsa de Clavos, cuando yo había descrito lo que le sucedía a la familia, y a Eliza Carstairs en particular. Estaba tan preocupado ahora como entonces, y le daba una gran importancia a su repentina enfermedad. Insistió en verla él mismo, aunque estaba más allá de mi comprensión cómo podría ser capaz de ayudarla cuando ni otros médicos ni yo mismo habíamos podido.

Llamamos a la puerta. La abrió Patrick, el criado irlandés que había conocido en la cocina. Miró inexpresivamente a Holmes, después a mí.

—Ah, es usted. —Puso mala cara—. No esperaba verle de vuelta.

Nunca había sido recibido en una casa con tanta insolencia, pero Holmes parecía divertirse.

—¿Está el señor en la casa? —preguntó.

—¿De parte de quién?

—Mi nombre es Sherlock Holmes. Nos están esperando. ¿Y quién eres tú?

—Patrick.

—Ese acento es de Dublín, si no me equivoco.

—¿Y a usted qué le importa?

—¿Patrick? ¿Quién es? ¿Por qué no está Kirby aquí? —Edmund Carstairs había aparecido en el recibidor y vino hacia nosotros, claramente nervioso—. Debe disculparme, señor Holmes, Kirby debe de estar todavía arriba con mi hermana. No esperaba que abriera la puerta el chico de los recados. Ya te puedes ir, Patrick. Vuelve a tu lugar.

Carstairs estaba tan pulcramente ataviado como lo había estado todas las veces que le había visto, pero los días de angustia habían dibujado visibles líneas en su cara y sospeché que, al igual que yo, no había dormido bien.

—Recibió mi cable —dijo Holmes.

—Sí, pero usted evidentemente no recibió el mío. Pues claramente expuse, como ya le había dado a entender al doctor Watson, que no necesitaba más sus servicios. Siento decirlo, pero no ha ayudado en nada a mi familia, señor Holmes. Y debo añadir que me enteré de que había sido arrestado y que tenía serios problemas con la ley.

—Esos asuntos han sido resueltos. En cuanto a su cable, señor Carstairs, la verdad es que lo recibí, y leí lo que me decía con interés.

—¿Y ha venido de todas maneras?

—Acudió por primera vez a mí porque estaba siendo aterrorizado por un hombre con gorra, un hombre que usted pensaba que era Keelan O'Donaghue, de Boston. Le puedo decir que ahora tengo un buen conocimiento de los hechos, y me gustaría compartirlos con usted. También le puedo decir quién asesinó al hombre que encontramos en la pensión de la señora Oldmore. Puede tratar de convencerse a sí mismo de que estas cosas ya no le importan, y si ese es el caso, déjeme que se lo diga en pocas palabras. Si desea que su hermana muera, no me dejará entrar. Si no, me invitará y escuchará lo que le tengo que decir.

Carstairs dudó y pude ver que luchaba consigo mismo, que de alguna extraña manera parecía tenernos miedo, pero al final el sentido común se impuso.

—Por favor —dijo—, déjenme que coja sus abrigos. No sé lo que está haciendo Kirby. Algunas veces pienso que esta casa se viene abajo.

Nos despojamos de nuestras capas, y señaló hacia el salón donde nos había recibido por primera vez.

—Si me lo permite, me gustaría ver a su hermana antes de que nos sentemos —comentó Holmes.

—Mi hermana ya no puede ver a nadie. La vista le falla. Apenas puede hablar.

—No necesito que hable. Solo deseo ver su habitación. ¿Todavía se niega a comer?

—Ya no es que lo rechace. Es incapaz de ingerir nada sólido. Lo más que puedo hacer es obligarla a tomar un poco de sopa caliente de cuando en cuando.

—Todavía cree que está siendo envenenada.

—Desde mi punto de vista, es esa creencia irracional la que se ha convertido en la principal causa de su enfermedad, señor Holmes. Como ya le dije a su socio, he probado cada bocado que ha pasado por sus labios y en mí no ha tenido efecto. No entiendo la maldición que ha recaído sobre mí. Antes de conocerle, yo era un hombre feliz.

—Y espera serlo de nuevo, estoy seguro.

Subimos a la habitación del ático en la que ya había estado. Cuando llegamos a la puerta, el criado, Kirby, salía llevando una bandeja con la sopa, el plato sin tocar. Miró a su señor y negó con la cabeza, indicando que una vez más la paciente se había negado a comer. Entramos. Me afligí al ver a Eliza Carstairs. ¿Cuánto hacía desde la última vez que la había visto? Poco más de una semana, y, sin embargo, en ese tiempo se había deteriorado visiblemente, hasta el extremo de recordarme al esqueleto viviente que había visto anunciado en la Casa de las Maravillas del Doctor Sedoso. Tenía la piel tensa de esa manera tan horrible que les sobreviene a los pacientes cuando el fin se acerca, los labios retraídos exponiendo así las encías y los dientes. El bulto de su cuerpo bajo las sábanas era pequeño y penoso. Sus ojos nos miraban, pero no veían nada. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían las de una mujer treinta años mayor que Eliza Carstairs.

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