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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (13 page)

»Sin embargo, sin embargo... ¿de qué manera encaja la Casa de la Seda en todo este acertijo? ¿Y qué tenemos que deducir de la cinta de seda anudada en la muñeca del chico? Ese es el meollo del asunto, y otra vez me tengo que culpar. ¡Me lo advirtieron! Esa es la verdad. Honestamente, Watson, hay veces en las que me pregunto si no debería dejar esta profesión y buscar fortuna en otra parte. Todavía hay unos cuantos ensayos que me gustaría escribir. Siempre me ha gustado la apicultura. Ciertamente, a la luz de mis logros en esta investigación, no me puedo llamar a mí mismo detective. Un niño ha muerto. Ya ha visto lo que le han hecho. ¿Cómo voy a vivir con esta culpa?

—Mi querido colega...

—No diga nada. Hay algo que le tengo que mostrar. Me advirtieron. Podría haberlo previsto...

Habíamos llegado. Holmes se precipitó hacia la casa, subiendo los escalones de dos en dos. Le seguí más lentamente, pues aunque no hubiera dicho nada, la herida del día anterior me estaba doliendo más que en el momento en el que me la infligieron. Cuando llegué al salón, vi que se inclinaba para coger un sobre. Era una de las muchas rarezas de mi amigo, que aunque vivía rodeado de un tremendo desorden hasta llegar al caos, con cartas y papeles apilados por doquier, podía encontrar lo que estaba buscando a la primera.

—¡Aquí está! —anunció—. El sobre no nos dice nada. Mi nombre está escrito, no así mi dirección. Se entregó en mano. Quienquiera que lo enviara no intentó disimular su caligrafía, y sin duda la reconoceré de nuevo. Notará la «e» tirando al estilo griego de «Holmes». Esa floritura superior no saldrá tan fácilmente de mi cabeza.

—¿Y qué hay dentro? —pregunté.

—Puede verlo usted mismo —respondió Holmes, y me pasó el sobre.

Lo abrí y, con un escalofrío que no pude evitar, saqué una corta cinta blanca de seda.

—¿Qué significa esto, Holmes? —inquirí.

—Me pregunté lo mismo cuando la recibí. En retrospectiva, parece que era un aviso.

—¿Cuándo se la mandaron?

—Hace siete semanas. En esa época estaba solucionando un caso extraño en el que estaba metido un prestamista, el señor Jabez Wilson, a quien habían invitado a participar...

—¡En la Liga de los Pelirrojos! —interrumpí, pues recordaba bien el caso y había sido lo suficientemente afortunado como para presenciar su conclusión.

—Exactamente. Era un problema enrevesado como pocos, y cuando este sobre llegó, mi mente estaba en otra parte. Examiné el contenido y traté de averiguar su significado, pero, al estar ocupado, lo dejé a un lado y lo olvidé. Ahora, como puede ver, ha vuelto para atormentarme.

—Pero ¿quién se lo podría haber enviado? ¿Y con qué propósito?

—No tengo ni idea, pero solo por ese crío asesinado pienso averiguarlo. —Holmes se estiró y me quitó la cinta de seda. La entrelazó en sus escuálidos dedos y la sostuvo delante de él, observándola como un hombre examinaría una serpiente venenosa—. Si me enviaron esto para proponerme un reto, lo acepto ahora mismo —dijo. Dio un golpe al aire, con el puño sujetando la cinta blanca—. Y le aseguro, Watson, que haré que se arrepientan del día en que me mandaron esta cinta.

OCHO

UN CUERVO Y DOS LLAVES

Sally no volvió a su lugar de trabajo ni esa noche ni las dos siguientes. No era sorprendente, dado que me había atacado y probablemente temería las consecuencias. Además, la muerte de su hermano ya había salido en los periódicos y, aunque no se había mencionado su nombre, era posible que supiera que era él quien había sido encontrado bajo el puente de Southwark, pues así eran las cosas en aquellos días, particularmente en los barrios pobres de la ciudad: las malas noticias tenían una manera de propagarse como el humo que señala un fuego, deslizándose por cada habitación repleta, cada sórdido sótano, suave pero insistentemente, manchando todo lo que tocaban. El propietario de La Bolsa de Clavos se había enterado de que Ross había muerto, Lestrade ya le había hecho una visita y estaba aún de peor humor que cuando le habíamos visto el día anterior.

—¿Acaso no han causado suficientes problemas? —preguntó—. Puede que la chica no valiera para mucho, pero al fin y al cabo era un par más de buenas manos y siento haberla perdido. ¡Y no es muy bueno para el negocio tener a la policía en tu taberna! Ojalá ninguno de los dos hubiera venido nunca.

—No fuimos nosotros los que trajimos los problemas, señor Hardcastle —contestó Holmes, pues había leído el nombre del propietario, Ephraim Hardcastle, sobre la puerta—. Ya estaba aquí y nosotros solo le seguimos. Parece que fue usted la última persona que vio al chico con vida. ¿Le dijo algo antes de irse?

—¿Por qué iba a hablar conmigo o yo a hacerle caso?

—Pero usted dijo que Ross tenía algún negocio en mente.

—No sabía nada de eso.

—Le torturaron hasta la muerte, señor Hardcastle, le rompieron los huesos uno por uno. He jurado encontrar a su asesino y llevarle ante la justicia. No lo puedo hacer si se niega a ayudarme.

El propietario cabeceó lentamente y, cuando habló de nuevo, lo hizo en un tono más calmado.

—Muy bien. El chico llegó hace tres noches y contó una historia de que se llevaba mal con sus vecinos y que necesitaba un lugar donde quedarse antes de poder arreglárselas por su cuenta. Sally me pidió permiso y se lo di. ¿Por qué no? Ya han visto el patio. Hay una tonelada de basura por limpiar y pensé que podría ayudar. Trabajó un poco el primer día, pero por la tarde salió, y cuando volvió, vi que se sentía muy satisfecho de sí mismo.

—¿Sabía su hermana lo que estaba haciendo?

—Puede, pero no me dijo nada.

—Le ruego que continúe.

—Hay poco más que contar, señor Holmes. Solo le vi una vez más, unos minutos antes de que ustedes llegaran. Entró en el bar cuando yo estaba cargando unos barriles y me preguntó la hora, lo cual solo demuestra la poca educación que había recibido, pues la podía haber visto él mismo tan clara como el agua en la iglesia que está al otro lado de la carretera.

—Entonces iba de camino a una cita establecida.

—Supongo que es posible.

—Es seguro. ¿Para qué otra cosa querría saber un chico como Ross la hora, si no fuera porque le habían pedido que se presentara en determinado lugar a determinada hora? Ha dicho que pasó tres noches con su hermana.

—Compartía su habitación.

—Me gustaría verla.

—La policía ya ha estado. La registraron y no encontraron nada.

—No soy la policía. —Holmes depositó unos cuantos chelines en la barra—. Esto es por las molestias.

—Muy bien. Pero esta vez no cogeré su dinero. Usted está siguiendo la pista de un monstruo y me bastará con que haga lo que dice y se asegure de que ya no pueda hacer daño a nadie más.

Nos llevó a la parte de atrás por un pasillo estrecho entre la taberna y la cocina. Un tramo de escaleras conducía a los sótanos y, encendiendo una vela, el propietario nos guio a un deprimente cuartucho escondido bajo estas, pequeño y sin ventanas, con el suelo de madera y sin alfombra. Ahí era donde Sally se arrastraba, agotada tras el trabajo de todo el día, donde dormía en un colchón en el suelo, cubierta solo con una manta. Dos objetos yacían en medio de esa cama improvisada. Uno era un cuchillo; el otro, una muñeca que debía de haber rescatado de la montaña de basura. Mientras miraba sus miembros amputados y su cara adusta y pálida, no pude evitar pensar en su hermano, de quien se habían deshecho con similar indiferencia. Una silla y una pequeña mesa con una vela se ubicaban en una esquina. La policía no habría tardado mucho tiempo en registrar el lugar, pues, aparte de la muñeca y del cuchillo, Sally no tenía otros objetos que pudiera llamar suyos, excepto su nombre.

Holmes barrió la habitación con la mirada.

—¿Por qué el cuchillo? —murmuró.

—Para protegerse —sugerí.

—El arma que usaba para protegerse la llevaba consigo, como sabrá usted mejor que nadie. Esa se la habrá llevado con ella. Este segundo cuchillo está casi romo.

—¡Y lo han cogido de la cocina! —masculló Hardcastle.

—La vela es interesante, creo —Holmes se refería a la vela sin encender de la mesa. La cogió, después se agachó y empezó a gatear por el suelo. Me costó un poco darme cuenta de que estaba siguiendo un rastro de gotas de cera casi invisibles para el ojo humano. Por supuesto, él las había distinguido de inmediato. Le llevaron hasta la esquina más alejada de la cama—. Se la llevó a la esquina que está más lejos... ¿Qué pretendería?... A no ser que... El cuchillo, Watson, por favor. —Se lo tendí y él insertó la hoja en uno de los espacios que dejaba el suelo de madera. Una de las tablas estaba suelta y utilizó el cuchillo para hacer palanca, metió la mano y sacó un pañuelo doblado y atado—. Si es usted tan amable, señor Hardcastle...

El tabernero le alumbró con su propia vela encendida. Holmes desenvolvió el pañuelo, y a la luz de la vacilante llama vimos que contenía varias monedas: tres cuartos de penique, dos florines, una corona, un soberano de oro y cinco chelines. Para dos niños indigentes, era un verdadero tesoro oculto. Pero ¿a quién había pertenecido el dinero?

—Esto es de Ross —dijo Holmes, como si me leyera el pensamiento—. El soberano se lo di yo.

—¡Mi querido Holmes! ¿Cómo puede estar tan seguro de que es el mismo soberano?

Holmes lo sostuvo a la luz.

—La fecha es la misma. Y fíjese también en el diseño. San Jorge cabalga, pero tiene un arañazo en la pierna. Reparé en ello cuando se lo di. Esto es parte de la guinea que Ross se ganó por su trabajo con los Irregulares. Pero ¿qué pasó con el resto?

—Lo consiguió de su tío —masculló Hardcastle. Holmes se volvió hacia él—. Cuando vino aquí y pidió quedarse esa noche, dijo que podía pagar por su habitación.

»Me reí y él me dijo que su tío le había dado dinero, pero no le creí y le dije que a cambio podía trabajar en el patio. Si hubiera sabido que el muchacho tenía esto, le hubiera ofrecido uno de los alojamientos decentes que tengo arriba.

—Esto empieza a tomar forma. Se vuelve coherente. El chiquillo decide usar la información que consiguió en la pensión de la señora Oldmore. Va allí una vez, se presenta y expone sus exigencias. Le invitan a volver... a un determinado lugar, a una determinada hora. Ahí es donde será asesinado. Pero al menos ha tomado una precaución, ha dejado todas sus riquezas a su hermana. Ella las esconde bajo el suelo. ¡Qué desdichada debe de ser ahora, sabiendo que no pudo cogerlas porque usted y yo la ahuyentamos, Watson! Una última pregunta para usted, señor Hardcastle, y nos iremos: ¿alguna vez Sally le mencionó la Casa de la Seda?

—¿La Casa de la Seda? No, señor Holmes. Nunca he oído hablar de ella. ¿Qué hago con estas monedas?

—Guárdelas. La chica ha perdido a su hermano. Lo ha perdido todo. Quizás algún día vuelva y necesite ayuda, y al menos podrá devolvérselas.

Desde La Bolsa de Clavos seguimos el curso del Támesis, volviendo a través de Bermondsey. Me pregunté en voz alta si Holmes pretendía volver a visitar la pensión.

—La pensión no, Watson —dijo—. Pero iremos cerca. Debemos encontrar la fuente de la riqueza del muchacho. Puede ser fundamental para averiguar por qué lo mataron.

—Se lo dio su tío —dije—. Pero si sus padres están muertos, ¿cómo vamos a encontrar al resto de parientes?

Holmes se rio.

—Me sorprende usted, Watson. ¿Realmente es para usted tan desconocido el lenguaje de casi la mitad de la población de Londres? Cada semana miles de trabajadores y temporeros visitan a sus tíos, es decir, a los prestamistas. Ahí fue donde Ross recibió sus ganancias ilícitas. Lo que nos lleva a preguntarnos qué hizo para ganarse los florines y los chelines.

—¿Y dónde lo vendió? —añadí—. Debe de haber cientos de prestamistas solo en esta parte de Londres.

—Así es. Por otro lado, recordará que Wiggins siguió a nuestro misterioso agresor desde un prestamista en Bridge Lane hasta el hotel y que mencionó que Ross siempre estaba entrando y saliendo de ahí. A lo mejor es donde encontraremos a su «tío».

¡Qué lugares más llenos de promesas rotas y esperanzas perdidas eran las casas de empeños! Cada clase, cada profesión, cada camino de la vida estaba representado en sus mugrientos escaparates, la basura de tantas vidas atravesadas con alfileres, como mariposas detrás del cristal. En lo alto, un letrero de madera con tres esferas rojas sobre fondo azul colgaba de unas cadenas mohosas, negándose a balancearse con la brisa, como si afirmara que nada se movía nunca, que una vez que los dueños perdieran sus posesiones, jamás podrían volver a verlas. «Se adelanta dinero por vajillas, joyas, ropa en general y todo tipo de propiedades», ponía en el cartel de abajo, y así era, pues ni siquiera Aladino en su cueva hubiera sido capaz de dar con tal tesoro oculto. Broches granates, relojes de plata, tazas, jarrones de porcelana, portaplumas, cucharillas de té y libros luchaban por el espacio en los estantes con objetos tan dispares como un soldadito mecánico o un arrendajo disecado. Telas de lino colocadas por tamaño, desde pequeños pañuelos a manteles o brillantes colchas bordadas, colgaban a los lados. Un ejército de piezas de ajedrez vigilaba un campo de batalla compuesto de anillos y brazaletes desplegados en un paño verde. ¿Qué obrero había sacrificado sus cinceles y su sierra por unas cervezas y unas salchichas el fin de semana? ¿Qué niña pequeña se las apañaba sin su vestidito de los domingos mientras sus padres se las veían y se las deseaban para encontrar comida que poner en la mesa? El escaparate no solo mostraba la degradación humana: la celebraba. Y quizás era aquí adonde Ross había venido.

Había visto casas de empeño en el West End y sabía que era habitual que tuvieran una puerta lateral a través de la cual era posible entrar sin ser visto, pero no era el caso aquí, pues la gente que vivía por Bridge Lane no tenía tales escrúpulos. Había una puerta principal y estaba abierta. Seguí a Holmes al oscuro interior donde un solo hombre, acomodado en un taburete, leía un libro con una mano, mientras que la otra se apoyaba en el mostrador, los dedos curvados ligeramente hacia dentro como si estuviera girando algún objeto invisible en sus manos. Era un hombre delgado de unos cincuenta años, de aspecto delicado y cara enjuta, la camisa abotonada hasta arriba, chaleco y pañuelo al cuello. Había algo pulcro y meticuloso en su manera de ser que me recordó a un relojero.

—¿En qué puedo ayudarles, caballeros? —inquirió, apenas apartando los ojos del libro. Pero nos debía haber escudriñado mientras entrábamos, pues continuó—: Me parece que están aquí por algún asunto oficial. ¿Son de la policía? Si es así, me temo que no puedo ayudarles. No sé nada de mis clientes. Tengo por costumbre no preguntar. Si hay algo que quieran depositar aquí, les ofreceré un buen precio. Si no, les deseo un buen día.

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