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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (15 page)

—Solo una última pregunta, lord Ravenshaw —dijo Holmes con calma—. Un hombre se estaba yendo cuando nosotros llegábamos. Desgraciadamente, no nos dio tiempo a saludarle. Me pregunto si estaba en lo cierto al reconocer a un buen amigo mío, el señor Tobías Finch.

—¿Amigo? —Tal y como Holmes había sospechado, a lord Ravenshaw no le hizo gracia haber sido descubierto en compañía del marchante de arte.

—Conocido.

—Bien, ya que lo pregunta, sí, era él. No me gusta mucho discutir los asuntos de mi familia, señor Holmes, pero la verdad es que mi padre tenía un gusto deplorable en lo que se refiere al arte y mi intención es la de librarme como mínimo de una parte de su colección. He estado hablando con varias galerías de Londres. Carstairs y Finch es una de las más discretas.

—¿Y el señor Finch le ha mencionado alguna vez la Casa de la Seda?

Holmes hizo la pregunta y el silencio que siguió coincidió con el chasquido de un tronco en el fuego, de tal manera que subrayó la importancia de la pregunta.

—Dijo que la anterior era la última pregunta, señor Holmes, y creo que ya he aguantado bastante su impertinencia. ¿Llamo a mi criado o se van ahora mismo?

—Encantado de haberle conocido, lord Ravenshaw.

—Agradecido por haberme devuelto el reloj, señor Holmes.

Me sentí aliviado al salir de esa habitación, pues casi me quedo atrapado en medio de tantas riquezas y privilegios. Mientras llegábamos al sendero y empezábamos a caminar hacia la verja, Holmes se rio.

—Bien, ahí tiene otro misterio, Watson.

—Parecía sorprendentemente hostil, Holmes.

—Me refiero al robo del reloj. Si se lo robaron en junio, Ross no pudo ser el responsable, pues, como sabemos, estaba en la Granja Escuela Chorley en ese momento. Si hacemos caso a Jones, fue empeñado hace unas cuantas semanas, en octubre. Así que ¿dónde estuvo los cuatro meses restantes? Y si fue Ross el que lo robó, ¿por qué se lo quedó tanto tiempo?

Casi habíamos llegado a la verja cuando un pájaro negro nos sobrevoló, no un cuervo, sino un grajo. Lo seguí con la mirada y, al hacerlo, algo me hizo volverme y echar un vistazo a la entrada de la mansión. Allí estaba lord Ravenshaw asomado a la ventana, observando cómo nos marchábamos. Tenía las manos en las caderas y sus ojos redondos y protuberantes estaban fijos en nosotros. Y aunque me pude equivocar, pues estábamos a cierta distancia, me pareció que su cara reflejaba odio.

NUEVE

EL AVISO

No hay manera de evitarlo —suspiró Holmes irritado—. Vamos a tener que avisar a Mycroft.

Había conocido a Mycroft Holmes por primera vez cuando nos había solicitado ayuda para un vecino suyo, un traductor griego que se había visto asociado con un par de despiadados criminales. Hasta ese momento, no tenía la más remota idea de que Holmes tuviera un hermano siete años mayor que él. De hecho, nunca había pensado que tuviera familia de ningún tipo. Puede parecer extraño que un hombre a quien razonablemente podría llamar mi mejor amigo y en cuya compañía había pasado cientos de horas nunca me hubiera mencionado su infancia, a sus padres, el lugar donde nació ni cualquier cosa relacionada con su vida anterior a Baker Street. Pero así era su naturaleza. Nunca celebraba su cumpleaños y solo me enteré de la fecha cuando la vi escrita en su esquela. Una vez mencionó que sus antepasados habían sido terratenientes, y que uno de sus parientes era un artista de renombre, pero en general prefería llegar hasta el punto de fingir que su familia nunca había existido, como si alguien con tanto talento como él hubiera llegado sin ayuda a este mundo.

Cuando oí que Holmes tenía un hermano, esto lo humanizó un poco..., por lo menos, hasta que conocí al hermano. Mycroft era, de muchas maneras, tan singular como Sherlock: no se había casado, iba por su cuenta, viviendo en su propio y pequeño mundo. Este se limitaba al club Diógenes en Pall Mall, al cual iba todos los días desde las cinco menos cuarto a las ocho de la tarde. Creo que vivía en un apartamento cercano. El club Diógenes era conocido por atender las necesidades de los hombres menos sociables y menos orientados a un club de toda la ciudad. Nadie conversaba nunca con otros. De hecho, hablar no estaba permitido, excepto en el Salón de los Extraños, e incluso ahí no es que la conversación fluyera. Recuerdo haber leído en un periódico que una vez el portero de la entrada le había deseado a alguien que pasara una buena tarde, y que había sido despedido de inmediato. El salón comedor tenía toda la calidez y la cordialidad de un monasterio trapense, aunque la comida era muy buena, pues el club había contratado a un cocinero francés de cierto renombre. Que Mycroft disfrutaba de la comida era evidente viendo su cuerpo, que era casi excesivamente corpulento. Todavía puedo verle encajado en un sillón con una copa de brandy en una mano y un puro en la otra. Siempre era un poco desconcertante encontrarse con él, pues podía vislumbrar de manera fugaz alguno de los rasgos de mi amigo: los ojos grises claros, la misma expresión sagaz, pero parecían extrañamente fuera de lugar, como si hubieran sido trasladados a esa montaña de carne animada. Entonces Mycroft giraba la cabeza y volvía a ser un completo desconocido para mí, el tipo de hombre que de alguna manera te advertía para que te mantuvieras alejado. Algunas veces me pregunté cómo habrían sido los dos de pequeños. ¿Habrían leído juntos?, ¿se habrían peleado?, ¿habrían jugado a la pelota? Era imposible imaginárselo, pues habían crecido hasta convertirse en el tipo de personas a las que les gustaría que se creyera que nunca habían sido chiquillos.

Cuando Holmes me describió a Mycroft por primera vez, me contó que era interventor, y que trabajaba para varios departamentos del gobierno. Pero esto era solamente parte de la verdad y más tarde me enteré de que su hermano era mucho más importante y tenía mucha más influencia. Me refiero, por supuesto, a la aventura de los planos de Bruce-Partington, cuando robaron del Almirantazgo el anteproyecto de un submarino ultrasecreto. Fue a Mycroft a quien encargaron recuperarlos, y fue entonces cuando Holmes admitió que era un personaje clave en ciertos círculos ministeriales, un almacén humano de datos crípticos, el hombre a quien todos consultaban cuando necesitaban saber algo. Holmes creía que, si hubiera escogido ser detective, habría sido igual o incluso mejor que él, y me quedé atónito cuando lo admitió. Pero Mycroft Holmes tenía un peculiar defecto de carácter. Tenía una veta de indolencia tan arraigada que le hubiera incapacitado para resolver crimen alguno, por la simple razón de que habría sido incapaz de tomarse interés alguno en ello. Todavía vive, por cierto. Lo último que oí fue que había sido nombrado caballero y que era el rector de una conocida universidad, pero desde entonces ya se ha retirado.

—¿Está en Londres? —pregunté.

—Rara vez está en otra parte. Le informaré de que vamos a hacerle una visita a su club.

El Diógenes era uno de los clubes más pequeños de Pall Mall, diseñado más como un palacio veneciano de estilo gótico, con ventanas abovedadas demasiado ampulosas y pequeñas balaustradas. Esto producía el efecto de que el interior pareciera sombrío. La puerta principal daba a un atrio que se elevaba a lo largo del edificio hasta una cúpula acristalada al final, pero el arquitecto había abarrotado el lugar con demasiadas galerías, columnas y escaleras, y como resultado muy poca luz era capaz de difundirse por el camino. Las visitas solo estaban permitidas en la planta baja. De acuerdo con las reglas, había dos días a la semana en los que se podía acompañar a un miembro al comedor de la planta de arriba, pero en setenta años que habían pasado desde que se fundó el club, eso todavía no había pasado. Mycroft nos recibió, como siempre, en el Salón de los Extraños, con las estanterías de roble arqueándose bajo el peso de tantos libros, varios bustos de mármol y un mirador que daba a Pall Mall. Había un retrato de la reina sobre la chimenea. Se rumoreaba que había sido pintado por un miembro del club que había deslizado un insulto al incluir un perro callejero y una patata, aunque nunca fui capaz de averiguar el significado de ninguno de los dos.

—¡Mi querido Sherlock! —exclamó Mycroft mientras venía bamboleándose—. ¿Cómo estás? Veo que has perdido peso recientemente. Pero me alegro de ver que te has recuperado.

—Y tú te has curado de la gripe.

—Un brote leve. Me leí tu ensayo sobre tatuajes. Escrito a altas horas de la noche, sin duda. ¿Acaso sufres insomnio?

—Este verano ha hecho demasiado calor. No me dijiste que te habías comprado un loro.

—Y no lo he hecho, Sherlock. Me lo han prestado. Doctor Watson, un placer. Aunque haga casi una semana que no ve a su esposa, espero que esté bien. Acaban de regresar de Gloucestershire, por lo que veo.

—Y tú de Francia.

—¿La señora Hudson ha estado fuera?

—Volvió la semana pasada. Tienes una nueva cocinera.

—La anterior se despidió.

—Por el loro.

—Siempre fue una persona muy nerviosa.

Este intercambio se produjo con tanta rapidez que me sentí como el espectador de un torneo de tenis, girando la cabeza de uno a otro. Mycroft nos guio al sofá y él se acomodó en una chaise longue.

—Sentí mucho enterarme de la muerte de ese chico, Ross —dijo, de repente más serio—. Sabes que te he advertido en contra de usar a esos chicos de la calle, Sherlock. Espero que no fueras el causante de su daño.

—Es demasiado pronto para decirlo con certeza. ¿Has leído los periódicos?

—Desde luego. Lestrade está llevando la investigación. No es mal hombre. El asunto de la cinta blanca, sin embargo..., lo encuentro de lo más inquietante. Diría que, sumada a la extremadamente dolorosa y prolongada manera de darle muerte, fue colocada como aviso. La cuestión más importante que deberías plantearte es si ese aviso era en general o si estaba dirigido a ti en particular.

—Me mandaron un trozo de cinta blanca hace siete semanas. —Holmes había traído el sobre consigo. Lo sacó y se lo pasó a su hermano, que lo examinó.

—El sobre no dice mucho —declaró—. Lo introdujeron en tu buzón con prisa, pues hay una esquina más rozada. Tu nombre ha sido escrito por un hombre culto y diestro. —Sacó la cinta—. La tela viene de la India, como sin duda ya sabrás. Ha sido expuesta a la luz del sol, lo que ha debilitado la tela. Mide exactamente nueve pulgadas, lo que resulta interesante. Fue adquirida a un sombrerero, y cortada en dos, pues aunque un extremo se ha cortado profesionalmente con un par de tijeras afiladas, el otro se ha desgarrado burdamente con un cuchillo. No puedo añadir mucho más, Sherlock.

—Tampoco lo esperaba, hermano Mycroft. Pero me pregunto si me puedes decir lo que significa. ¿Has oído hablar de un sitio o una organización que se llame la Casa de la Seda?

Mycroft negó con la cabeza.

—Ese nombre no me dice nada. Parece como de tienda. De hecho, ahora que lo pienso, creo recordar que hay una sastrería de caballeros con ese nombre en Edimburgo. ¿Podría ser que fuera el lugar donde compraron esta cinta?

—No parece probable, dadas las circunstancias. Lo oímos por primera vez en boca de una chica que probablemente había pasado toda su vida en Londres. Le causaba tal miedo que atacó al doctor Watson, aquí presente, hiriéndole en el pecho con un cuchillo.

—¡Válgame Dios!

—También se lo mencioné a lord Ravenshaw.

—¿El hijo del anterior ministro de Asuntos Exteriores?

—El mismo. Me pareció que su reacción era de alarma, aunque hizo lo que pudo para disimularlo.

—Bien, puedo hacer unas cuantas preguntas por ti, Sherlock. ¿Sería demasiado problema contactarme mañana a la misma hora? Mientras tanto, guardaré esto. —Enrolló la cinta con sus rechonchas manos.

Pero de hecho no tuvimos que esperar veinticuatro horas para oír los resultados de las pesquisas de Mycroft. A la mañana siguiente, sobre las diez, oímos el traqueteo de unas ruedas que se acercaban, y Holmes, que estaba al lado de la ventana, echó un vistazo.

—¡Es Mycroft! —dijo.

Me acerqué a él a tiempo de ver al hermano de Sherlock bajar del landó con ayuda. Me di cuenta de que era un acontecimiento extraordinario, pues Mycroft nunca nos había visitado en Baker Street antes, y, de hecho, solo ocurrió esa vez. Holmes se había quedado en silencio y tenía una expresión sombría en la cara, de la que extraje la conclusión de que algo siniestro había tenido que ocurrir para que se diera esta memorable excepción. Tuvimos que esperar un poco para que Mycroft se reuniera con nosotros en el salón. Las escaleras frontales eran angostas y empinadas, doblemente difíciles para alguien de su tamaño. Al final apareció en el umbral, miró alrededor y se sentó en la silla más cercana.

—¿Aquí es donde vives? —preguntó. Holmes asintió—. Exactamente como la imaginé. Incluso la posición de la chimenea: tu te sientas a la derecha y tu amigo a la izquierda, por supuesto. Es extraño, ¿verdad?, cómo caemos en estos hábitos y cómo nos moldea el espacio alrededor.

—¿Te puedo ofrecer té?

—No, Sherlock. No pretendo estar hasta tarde. —Mycroft sacó el sobre y se lo tendió—. Esto es tuyo. Te lo devuelvo con un consejo que realmente espero que sigas.

—Por favor, continúa.

—No poseo la respuesta a tu pregunta. No tengo ni idea de lo que es ni de dónde se encuentra la Casa de la Seda. Créeme cuando te digo que desearía que fuera de otra manera, pues entonces tendrías más motivos para aceptar lo que te voy a decir. Debes abandonar esta investigación inmediatamente. No debes hacer más pesquisas. Olvídate de la Casa de la Seda, Sherlock. Nunca vuelvas a mencionar esas palabras.

—Sabes que no puedo hacer eso.

—Conozco tu carácter. Es la razón por la que he cruzado Londres y he venido aquí en persona. Imaginaba que, si trataba de avisarte del peligro, solo conseguiría que lo convirtieras en una especie de cruzada personal, y esperaba que el venir aquí subrayara la seriedad de lo que digo. Podría haberme esperado hasta esta tarde y haberte informado de que mis indagaciones no me habían llevado a ninguna parte, y haberte dejado seguir por tu cuenta. Pero no he podido hacer eso porque estoy preocupado porque os estéis exponiendo a un grave peligro, incluyendo al doctor Watson. Permitidme explicaros lo que me ha sucedido desde nuestro encuentro en el club Diógenes. Abordé a una o dos personas que conozco en ciertos departamentos ministeriales. En ese momento, asumí que la Casa de la Seda debía referirse a una conspiración criminal y tan solo deseaba descubrir si alguien de la policía o de los servicios de inteligencia ya lo estaba investigando. La gente con la que hablé no me pudo ayudar. O, por lo menos, eso fue lo que me dijeron.

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