La casa de la seda (19 page)

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Authors: Anthony Horowitz

No había nada más que pudiera hacer, excepto quedarme y mirar mientras el oficial Perkins volvía y, con la ayuda del médico, levantaba a Holmes y se lo llevaba. El arma que había estado empuñando fue envuelta en una tela y también se la llevaron. En el último minuto, mientras le metían en el coche, volvió la cabeza y nuestros ojos se encontraron, y me sentí aliviado al ver que algo de vida brillaba en ellos, y que cualesquiera que fueran los efectos de la droga que había tomado —o que le habían suministrado— se estaban desvaneciendo. Habían llegado más policías y vi cómo cubrían a Sally con una manta y se la llevaban en una camilla. El doctor Ackland estrechó la mano de Harriman, le dio una tarjeta de visita y se fue. Antes de que me pudiera dar cuenta, estaba solo..., y en una parte de Londres infecta y hostil. De repente, recordé que todavía tenía en el bolsillo del abrigo el revólver que Holmes me había dado. Mi mano se aferró a él, y me vino a la cabeza el alocado pensamiento de que quizás debería haberlo utilizado para rescatar a Holmes, agarrándolo y llevándomelo conmigo mientras mantenía a Harriman y a la multitud a raya. Pero tal intento no nos hubiera ayudado a ninguno de los dos. Había otras maneras de defenderse.

Con eso en mente, y el frío acero en mis manos, me di la vuelta y me apresuré en volver a casa.

Tuve una visita a la mañana siguiente temprano. Era el hombre a quien más quería ver: el inspector Lestrade. Mientras entraba dando zancadas, interrumpiéndome el desayuno, lo primero que pensé fue que me traía la noticia de que Holmes había sido liberado y que llegaría en breve. Solo mirar a su cara fue suficiente para que mis esperanzas se truncaran. Tenía una expresión adusta y no sonreía y, por lo que parecía, o se había levantado muy pronto o quizás no había llegado a dormir. Sin pedir permiso, se sentó tan bruscamente a la mesa que me pregunté si encontraría ánimos para levantarse.

—¿Tomará algo para desayunar, inspector? —me aventuré.

—Eso sería muy agradable, doctor Watson. Ciertamente necesito algo para recobrar las fuerzas. ¡Qué asunto! Francamente, clama al cielo. ¡Sherlock Holmes, por el amor de Dios! ¿Acaso ha olvidado la gente cuánto le debemos en Scotland Yard? ¡Que le consideren culpable! Y, sin embargo, no tiene buena pinta, doctor Watson. No tiene buena pinta.

Le serví el té, llenando la taza que la señora Hudson había preparado para Holmes —por supuesto, no tenía ni idea de lo que había ocurrido la noche anterior—. Lestrade sorbió ruidosamente.

—¿Dónde está Holmes? —le pregunté.

—Ha pasado la noche en Bow Street.

—¿Le ha visto?

—¡No me dejaron! En cuanto supe lo que había sucedido por la noche, me dirigí directamente hacia allí. Pero este hombre, Harriman, es un excéntrico y no hay manera de negarlo. La mayoría de nosotros en Scotland Yard, los que compartimos el mismo rango, nos las arreglamos juntos lo mejor que podemos. Pero él no. Siempre se ha mantenido aparte. No tiene amigos ni familia, que yo conozca. Realiza un buen trabajo, le reconoceré eso, pero aunque nos hemos cruzado en los pasillos, nunca le he dirigido más que unas cuantas palabras y él ni siquiera me las ha devuelto. Resulta que le he visto brevemente esta mañana y le he pedido visitar al señor Holmes, pensando que era lo mínimo que yo podía hacer, pero él ha pasado junto a mí ignorándome. Una mínima educación tampoco le hubiera hecho daño, pero este es el hombre con el que estamos lidiando. Está con Holmes ahora, interrogándole. Daría lo que fuera por estar con ellos, pues será una batalla de ingenio como nunca se ha visto. Lo que puedo aventurar es que Harriman ya se ha empeñado en una versión de los hechos, pero por supuesto eso no tiene sentido y por esa razón he venido aquí, esperando que usted me arrojara alguna luz sobre el asunto. ¿Estuvo allí la pasada noche?

—Estuve en Bluegate Fields.

—¿Y es cierto que el señor Holmes fue a un fumadero de opio?

—Fue allí, pero no para consentirse ese odioso hábito.

—¿No? —Los ojos de Lestrade se dirigieron a la repisa de la chimenea y a la caja persa que contenía la aguja hipodérmica. Me pregunté cómo se había enterado del vicio ocasional de Holmes.

—Conoce a Holmes demasiado bien como para creer otra cosa —le reprendí—. Todavía está investigando las muertes del hombre de la gorra y del crío, de Ross. Eso fue lo que le llevó al este de Londres.

Lestrade sacó su cuaderno y lo abrió.

—Creo que será mejor que me cuente los progresos que han hecho usted y el señor Holmes, doctor Watson. Si voy a luchar en su bando, y puede ser que tengamos una batalla real en nuestras manos, entonces, cuanto más sepa mejor. Le pido que no me oculte nada.

Realmente era extraño, pues Holmes siempre se había considerado en competición con la policía y, en circunstancias normales, no les hubiera proporcionado ningún detalle de su investigación. En esta ocasión, sin embargo, no tuve más remedio que poner a Lestrade al tanto de todo lo que había sucedido, tanto antes como después de que el muchacho hubiera sido asesinado, empezando por nuestra visita a la Granja Escuela Chorley para Chicos, que nos había llevado a Sally Dixon y a La Bolsa de Clavos. Le conté cómo ella me atacó, el descubrimiento del reloj robado, nuestra inútil entrevista con lord Ravenshaw, y la decisión de Holmes de poner un anuncio en los periódicos vespertinos. Finalmente, le describí la visita del hombre que se hacía llamar Henderson y cómo nos había llevado a Creer's Place.

—¿Era inspector de aduanas?

—Eso fue lo que nos dijo, Lestrade, pero creo que nos mentía, como en el resto de su historia.

—Puede ser inocente. No sabe lo que pasó en Creer's Place.

—Es cierto que no estuve allí, pero tampoco Henderson, y su misma ausencia es una razón para preocuparse. Examinando todo lo que ha ocurrido, creo que esto fue una trampa que le tendieron a Holmes para incriminarle y que parara su investigación.

—Pero ¿qué es la Casa de la Seda? ¿Por qué alguien se tomaría todo ese esfuerzo para mantenerlo en secreto?

—No lo sé.

Lestrade negó con la cabeza.

—Soy un hombre práctico, doctor Watson, y le tengo que confesar que esto parece estar muy alejado del lugar donde empezamos: un hombre muerto en la habitación de un hotel. Ese hombre, por lo que sabemos, era Keelan O'Donaghue, un sanguinario rufián atracador de bancos de Boston que vino a Inglaterra buscando venganza contra el marchante de arte, el señor Carstairs, de Wimbledon. Así que ¿cómo se llega desde ahí al asesinato de dos críos, el asunto de la cinta blanca, Henderson el misterioso y todo lo demás?

—Eso era exactamente lo que Holmes estaba tratando de descubrir. ¿Puedo verle?

—Harriman se está ocupando del caso, y hasta que no se hayan presentado oficialmente cargos contra Holmes, nadie puede hablar con él. Le llevan a un juzgado esta tarde.

—Debemos estar allí.

—Por supuesto. Ya sabe que no se permiten testigos de la defensa en esta fase, doctor Watson, pero incluso así trataré de hablar en su favor y dar fe de él.

—¿Le retendrán en Bow Street?

—Por ahora, pero si el juez cree que hay caso y, francamente, no veo cómo podría pensar de otra manera, le mandará a prisión.

—¿A cuál?

—No se lo puedo decir, doctor Watson, pero haré todo lo que pueda para favorecerle. Mientras tanto, ¿hay alguien a quien pueda pedirle ayuda? Me imagino que dos caballeros como ustedes tienen amigos influyentes, especialmente después de haberse visto implicados en tantos casos que, podría decirse, requerían discreción. ¿Quizás entre los clientes del señor Holmes hay alguien a quien podrían recurrir?

Mi primer pensamiento fue para Mycroft. No le había mencionado, por supuesto, pero le tenía en mente desde antes de que Lestrade empezara a hablar. ¿Consentiría en verme? Nos había avisado en esta misma habitación, y se había mostrado inflexible en que no podría hacer nada si ignorábamos su consejo. Sin embargo, tomé la decisión de presentarme una vez más en el club Diógenes en cuanto tuviera la oportunidad. Pero eso tendría que esperar a después del juzgado. Lestrade se levantó.

—Le llamaré a las dos —dijo.

—Gracias, Lestrade.

—No me lo agradezca todavía, doctor Watson. Puede que no haya nada que pueda hacer. Este es un caso amañado como no he visto otro. —Recordé que Harriman me había dicho algo similar la pasada noche—. Harriman quiere juzgar a Holmes por asesinato y creo que se debería preparar para lo peor que pudiera suceder.

DOCE

LA EVIDENCIA DEL CASO

Nunca antes había estado en un juzgado y, sin embargo, mientras me acercaba a ese sólido y austero edificio situado en Bow Street acompañado por Lestrade, sentí una extraña sensación de familiaridad, como si fuera lo adecuado que me hubieran convocado allí, y que el que yo acudiera fuera inevitable. Lestrade debió de fijarse en mi cara, pues sonrió con tristeza.

—No creo que esperara encontrarse en un lugar como este, ¿verdad, doctor Watson? —Le respondí que me había leído la mente —. Bien, debería preguntarse cuántos hombres han pasado por aquí gracias a usted. Y me refiero, por supuesto, a usted y al señor Holmes.

Tenía razón. Este era el final del proceso que solíamos empezar, el primer paso en el camino hacia el presidio de Old Bailey y después quizás hacia la horca. Es curioso reflexionar ahora, al final de mi carrera de escritor, cómo todas y cada una de mis crónicas terminaban con el descubrimiento o el arresto del bellaco, y cómo llegados a ese punto, sin excepción, simplemente asumía que su destino no tenía mucha más importancia para mis lectores y los dejaba ahí, como si solo sus maldades justificaran su existencia y, una vez que los crímenes habían sido resueltos, ya no fueran seres humanos con corazones que latían y los ánimos hundidos. Ni una sola vez tuve en cuenta el miedo y la angustia que deben de haber soportado mientras atravesaban estas puertas batientes y caminaban por estos sombríos pasillos. ¿Derramó alguno de ellos lágrimas de arrepentimiento o rezó por su salvación? ¿Luchó alguno de ellos hasta el final? No me importaba. No era parte de mi narración.

Pero mientras echo la vista atrás a esa tarde de diciembre fría como el hielo, cuando Holmes se enfrentó a las mismas fuerzas a las que tan a menudo había dado rienda suelta, creo que quizás cometí una injusticia con ellos; incluso con villanos tan crueles como Culverton Smith o tan confabuladores como Jonas Oldacre. Yo escribí lo que ahora se llaman novelas de detectives. Tuve la suerte de que el detective del que escribía era el mejor de todos. Pero, en cierto sentido, era definido por los hombres y, por supuesto, las mujeres a las que se enfrentó, y yo les hice a un lado demasiado fácilmente. Al entrar a los juzgados, todos ellos vinieron a mi mente demasiado vívidamente, y fue casi como si les pudiera oír llamándome. «Bienvenido. Ahora eres uno de nosotros».

El juzgado era de planta cuadrada y carecía de ventanas, con bancos de madera y vallas, y el escudo real adornando la pared del fondo. Ahí fue donde el juez se sentó, un hombre acartonado y viejo cuya conducta también tenía algo de rígida. Había una plataforma con barandilla enfrente de él, y era ahí adonde llevaban a los prisioneros uno tras otro, pues el proceso era rápido y repetitivo, así que, por lo menos para al espectador, se volvía monótono. Lestrade y yo habíamos llegado pronto, y cogimos sitio en la tribuna abierta al público con otros tantos asistentes, donde observamos cómo a un falsificador, a un ladrón y a un estafador les era decretada la prisión preventiva a la espera de juicio. Y, sin embargo, el juez también era capaz de mostrar compasión. A un aprendiz acusado de embriaguez y comportamiento violento —había cumplido dieciocho años— lo dejó en libertad, con los detalles de su crimen escritos en el libro de casos sobreseídos. Y a dos niños que no podían tener más de ocho o nueve años, que estaban allí por mendigar, los traspasó a la delegación de los tribunales, con la recomendación de que fueran enviados a la Sociedad para Huérfanos y Desamparados, al orfanato del doctor Bernardo o a la Sociedad para la Educación de Descarriados Adolescentes. Fue un poco raro oír el nombre de la última, pues era la responsable de la Granja Escuela Chorley que Holmes y yo habíamos visitado.

Hasta entonces todo había seguido un ritmo, pero Lestrade me dio con el codo y me di cuenta de una nueva sensación de solemnidad en la sala. Más policías de uniforme y secretarios entraron y ocuparon sus lugares.

El ujier del juzgado, un hombre rechoncho que se parecía a un búho con su toga negra, se acercó al juez y empezó a susurrarle en voz baja. Dos hombres a los que reconocí llegaron y se sentaron a cierta distancia en uno de los bancos. Uno era el doctor Ackland; el otro, un hombre con la cara roja que podría haber estado con la multitud a las afueras de Creer's Place, pero en el que no me había fijado hasta entonces. Detrás de ellos, se sentó el propio Creer (Lestrade me lo señaló), frotándose las manos como si intentara secarlas. De repente me di cuenta de que estaban allí en calidad de testigos.

Y entonces llevaron a Holmes, que vestía la misma ropa que llevaba cuando fue detenido, y estaba tan diferente que, si no lo hubiera conocido bien, habría pensado que se había disfrazado deliberadamente para confundirme, como había hecho antes en otras ocasiones. Era evidente que no había dormido. Había sido duramente interrogado e intenté no imaginar las numerosas humillaciones, demasiado familiares para los delincuentes comunes, que se le debían haber infligido. Más flaco que nunca, parecía casi consumido, pero mientras le llevaban al banquillo de los acusados se giró y me miró, y vi en sus ojos un brillo que me dijo que la lucha no había acabado, y me recordó que Holmes siempre había mostrado lo mejor de sí mismo cuando todas las probabilidades parecían estar en su contra. A mi lado, Lestrade se incorporó y masculló algo en voz baja. Estaba enfadado e indignado, y de parte de Holmes, lo que revelaba un matiz de su carácter que yo no había visto hasta entonces.

Se presentó un abogado, un tipo regordete y bajito con labios gruesos y mirada caída, y pronto estuvo claro que había asumido el papel de fiscal, aunque maestro de ceremonias hubiese sido una manera más exacta de describirlo, por cómo dirigía las actas, tratando el juzgado casi como el circo de la ley.

—El acusado es un célebre detective —empezó—. El señor Sherlock Holmes ha alcanzado público renombre a través de una serie de historias que, aunque sean llamativas y sensacionalistas, están basadas en parte en la verdad. —Di un respingo al oír esto e incluso podría haber protestado si Lestrade no se hubiese inclinado y me hubiera tocado el brazo—. Dicho eso, no negaré que hay uno o dos oficiales no tan capaces como los demás en Scotland Yard que le deben gratitud, puesto que, de cuando en cuando, les ha ayudado a orientar sus investigaciones con unas cuantas pistas e indicios que pueden haber dado fruto. —Al oír esto, fue el turno de Lestrade para fruncir el ceño—. Pero incluso los mejores de entre los hombres tienen demonios que vencer, y en el caso del señor Holmes es el opio el que le ha convertido de amigo de la ley en más bajo malhechor. Está demostrado, más allá de toda duda, que entró en un fumadero de opio conocido como Creer's Place en Limehouse justo después de las once la pasada noche. Mi primer testigo es el propietario de ese establecimiento, el señor Isaiah Creer.

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