Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—¿Dónde se encuentra?
—En Londres. No sé exactamente dónde.
—¿Quién la dirige?
—No puedo decírselo. No tengo ni idea.
—Entonces apenas nos ha ayudado, señor Henderson. ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que nos cuenta es verdad?
—Porque puedo probarlo. —Tosió desagradablemente y yo recordé que los labios cortados y la boca seca eran síntomas del uso prolongado de la droga —. He sido cliente desde hace mucho tiempo de Creer's Place. Está decorado para parecer chino, con unos pocos tapices y abanicos, y he visto a unos cuantos orientales por allí alguna vez, enroscados sobre sí mismos en el suelo. Pero el hombre que lo dirige es tan inglés como usted o como yo, y no querría conocer a un tipo más vicioso o ruin. Ojos negros y una cabeza como la calavera de un muerto. Oh, sonreirá y le llamará amigo mientras coge sus cuatro peniques, pero si le pide algún favor o intenta contrariarle, encargará que le den una paliza y le tiren en una cuneta sin pensárselo dos veces. Incluso así, él y yo nos llevamos bien. No me pregunte por qué. Tiene un pequeño despacho al lado del salón principal y algunas veces me ha invitado a fumar ahí (tabaco, no opio). Le gusta escuchar historias de la vida allí abajo, en los muelles. Bueno, fue mientras estaba sentado ahí con él cuando escuché mencionar la Casa de la Seda por primera vez. Utiliza muchachos para que le traigan la mercancía y también para buscar nuevos clientes por los aserraderos y las carboneras...
—¿Muchachos? —interrumpí—. ¿Llegó a conocer a alguno de ellos? ¿Se llamaba alguno Ross?
—No tienen nombres y no hablo con ninguno. ¡Pero escuchen lo que estoy diciendo! Fui hace unas cuantas semanas y uno de ellos entró, y era evidente que llegaba tarde. Creer había estado bebiendo y se encontraba de mal humor. Agarró al chico, le golpeó y le derribó. «¿Dónde has estado?», le preguntó. «En la Casa de la Seda», contestó el crío. «¿Y qué tienes para mí?». El muchacho le tendió un paquete y se escabulló de la habitación. «¿Qué es la Casa de la Seda?», pregunté.
»Ahí fue cuando Creer me contó lo que les acabo de decir. Si no hubiera sido por el whisky, no hubiera tenido la lengua tan suelta, y cuando acabó, se dio cuenta de lo que había pasado y se inquietó. Abrió un pequeño buró al lado de su escritorio y lo siguiente que supe es que me estaba apuntando con un arma. «¿Por qué quieres saberlo? —gritó —. ¿Por qué me haces esas preguntas?».
»«No tengo ningún interés —le aseguré, sorprendido y temeroso a la vez —. Solo estaba sacando temas de conversación. Solo eso».
»«¿Temas de conversación? Esto no es solo un tema, amigo mío. Si alguna vez repites una palabra de lo que te acabo de decir, sacarán tus restos del Támesis. ¿Me entiendes? Si no te mato yo, lo harán ellos». Entonces pareció pensárselo mejor. Bajó el arma, y cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz más bajo. «Esta noche puedes llenar tu pipa sin tener que pagar —dijo—. Eres un buen cliente. Nos conocemos bien, tú y yo. Tenemos que cuidarte. Olvida lo que te he contado y nunca lo vuelvas a mencionar. ¿Me has oído?».
»Y ahí se acabó. Casi lo había olvidado, pero entonces vi su anuncio y, por supuesto, me lo volvió a recordar. Si él supiera que he venido aquí, no dudo de que cumpliría su palabra. Pero si están buscando la Casa de la Seda, deben empezar por su oficina, pues les puede guiar hasta allí.
—¿Dónde se encuentra?
—En Bluegate Fields. La casa en concreto está en la esquina de Milward Street; un sitio sucio y deprimente con una luz roja encendida en la entrada.
—¿Estará usted allí esta noche?
—Estoy allí cada noche, y gracias a su generosidad estaré allí muchas más noches.
—¿Este hombre, Creer, deja alguna vez su oficina?
—Con frecuencia. Su cubil está abarrotado y lleno de humo. Sale a tomar el aire.
—Entonces puede que me vea esta noche. Y si todo va bien y encuentro lo que voy buscando, doblaré su recompensa.
—No diga que me conoce. No repare en mi presencia. No espere más ayuda si las cosas se tuercen.
—Entendido.
—Pues buena suerte, señor Holmes. Le deseo que tenga éxito..., por la cuenta que me trae, no por usted.
Esperamos hasta que Henderson se fue, y Holmes se volvió con los ojos brillantes.
—¡Un fumadero de opio! Y uno que hace tratos con la Casa de la Seda. ¿Usted qué cree, Watson?
—No me gusta nada lo que nos ha contado, Holmes. Pienso que debería quedarse fuera de todo esto.
—¡Bah! Creo que puedo cuidar de mí mismo. —Holmes dio una zancada hacia su escritorio, abrió un cajón y sacó una pistola—. Iré armado.
—Entonces iré con usted.
—Mi querido Watson, no podría permitírselo. Por muy agradecido que esté por sus atenciones, tengo que decir que nosotros dos juntos no nos pareceríamos en nada al tipo de clientes que pudieran estar buscando un fumadero de opio en el este de Londres un jueves por la noche.
—Y, sin embargo, Holmes, insisto. Permaneceré fuera, si eso es lo que desea. Seguramente encontraremos algún sitio cercano. Entonces, si necesita ayuda, un solo tiro y me presentaré allí. El señor Creer puede tener otros matones trabajando para él. ¿Y podemos confiar en que Henderson no le traicione?
—Tiene razón. Muy bien. ¿Dónde está su revólver?
—No lo traje conmigo.
—No importa, tengo otro. —Holmes sonrió y vi el entusiasmo en su cara —. Esta noche visitaremos Creer's Place y veremos qué encontramos.
Hubo más niebla esa noche, la peor de ese mes hasta entonces. Habría rogado a Holmes que pospusiera su visita a Bluegate Fields si hubiera pensado que iba a servir para algo, pero podía ver en su cara pálida, tan parecida a la de un halcón, que no le disuadiría de proceder tal como se había comprometido. Aunque no lo había llegado a decir, yo sabía que era la muerte de ese crío, Ross, lo que le obligaba. Mientras se sintiera, aunque fuera parcialmente, responsable de lo que había ocurrido, no descansaría y apartaría de buen grado todo lo que concerniera a su propia seguridad.
Y, sin embargo, qué angustiado me sentía mientras el coche de punto nos dejaba en un callejón cercano a Limehouse Basin. La niebla, espesa y amarillenta, se desplegaba por las calles, amortiguando todos los ruidos. Parecía infame, como un animal malicioso resoplando a través de la oscuridad a la búsqueda de su presa mientras avanzábamos como si nos estuviéramos metiendo en sus propias fauces. Atravesamos el callejón, atrapados entre paredes de ladrillo rojo, rezumantes de humedad y tan altas que, de no ser por el pálido fulgor de la luna, hubieran tapado por completo el cielo. Al principio nuestras pisadas eran el único ruido que oíamos, pero después el callejón se ensanchó y nos llegaron los ecos del relincho de un caballo, del quedo retumbar de una máquina de vapor, del murmullo del agua y del llanto estridente de un niño que no se podía dormir, desde diferentes direcciones, cada uno de ellos definiendo la oscuridad a su manera. Estábamos cerca de un canal. Una rata, o alguna otra criatura, se escabulló delante de nosotros y se resbaló en el borde del camino, salpicando mientras caía en las negras aguas. Un perro ladró. Pasamos una barcaza recogida a un lado, con las rendijas de luz bajo las cortinas casi imperceptibles y el humo saliendo de su chimenea. Más allá, había un dique seco, un embrollo de barcos apenas visible, suspendidos como esqueletos prehistóricos, las sogas y las jarcias pendiendo, esperando las reparaciones. Doblamos una esquina y todo eso fue engullido inmediatamente por la niebla que cayó como una cortina tras nosotros, así que, cuando me di la vuelta, fue como si hubiese salido de la nada. Delante no había nada, y si nuestro siguiente paso nos hubiese apartado de este mundo, tampoco lo hubiéramos podido saber. Pero después oímos la música distorsionada de un piano, un dedo seleccionando una melodía. Una mujer surgió de repente frente a nosotros y pude echar un vistazo a una cara llena de arrugas, pintarrajeada, con una boa de plumas y un sombrerito chillón. Olí su perfume, que me recordó a flores pudriéndose en un jarrón. Se rio brevemente y se fue. Y finalmente, enfrente de nosotros, vi luces; las ventanas de una taberna. De ahí era de donde salía la música.
Se llamaba La Rosa y la Corona. Solo pudimos leer el letrero cuando estuvimos directamente debajo de él. Era un lugar extraño y pequeño, construido con ladrillos que se sujetaban con un mosaico de tablones de madera, pero que todavía se tambaleaba torpemente como si estuviera a punto de derrumbarse. Ninguna de las ventanas estaba recta. La puerta era tan baja que nos teníamos que agachar para poder entrar.
—Aquí estamos, Watson —susurró Holmes, y pude ver su aliento formando escarcha en sus labios. Señaló —: Ahí está Milward Street, y me imagino que eso es Creer's Place. Ya ve la luz roja en el dintel.
—Holmes, le ruego por última vez que deje que le acompañe.
—No, no. Es mejor que uno de nosotros permanezca fuera por si acaso se me espera; y si es así, usted será mi mejor ayuda.
—¿Cree que Henderson le mintió?
—Su historia me parece del todo inverosímil.
—Entonces; por el amor del cielo, Holmes...
—No puedo estar del todo seguro, Watson, no sin entrar ahí. Es posible que Henderson dijera la verdad. Pero si esto es una trampa, vamos a forzarla y a ver adónde nos conduce. —Abrí la boca para protestar, pero continuó—: Nos hemos topado con algo muy grave, Watson. Este es un asunto extremadamente trascendente y no llegaremos hasta el fondo si nos negamos a correr riesgos. Espéreme una hora. Le sugeriría que aprovechara las comodidades que esta taberna tiene para ofrecer. Si no he vuelto para entonces, vaya tras de mí, pero con mucho cuidado. Y si oye disparos, venga de inmediato.
—Lo que usted diga, Holmes.
Pero fue con enorme recelo como le observé cruzar la carretera, desapareciendo momentáneamente de la vista, mientras la niebla y la oscuridad le envolvían. Apareció al otro lado, de pie, en el resplandor de la luz roja, enmarcado por la puerta. Lejos de allí, oí que un reloj daba la hora, y la campana sonaba once veces. Antes de que el primer repique se apagara, Holmes se había ido.
Incluso con mi abrigo, hacía demasiado frío para esperar fuera durante una hora, y además me sentía incómodo en la calle a esas horas de la noche, particularmente en una barriada cuyos habitantes eran conocidos por ser de la más baja estofa, viciosos y casi criminales. Empujé para abrir la puerta de La Rosa y la Corona y me encontré en una habitación dividida por una estrecha barra que a intervalos tenía grifos de cerveza con tiradores de porcelana dibujada, y dos estantes con una selección de botellas. Para mi sorpresa, entre quince y veinte personas se habían enfrentado al mal tiempo para reunirse en ese pequeño espacio. Estaban apiñados en las mesas, jugando a las cartas, bebiendo y fumando. El aire se había vuelto denso con el humo de los cigarrillos y las pipas, y olía también mucho a la turba de carbón que se quemaba en una abollada estufa de hierro fundido en la esquina. Aparte de unas cuantas velas, esta era la única fuente de luz en la habitación, pero parecía tener el efecto contrario, pues si mirabas el rojo resplandor a través del grueso cristal de la ventana, era como si el fuego estuviera absorbiendo la luz para sí mismo, consumiéndola, y después expulsaba el negro humo y las cenizas por la chimenea hacia la noche. Había un piano ajado al lado de la puerta, y una mujer estaba sentada a él, tocando teclas al azar. Esa era la música que había oído fuera.
Fui hacia la barra, donde un hombre viejo y canoso con cataratas en los ojos me sirvió un vaso de cerveza por un par de peniques, y me quedé allí, sin beber, haciendo caso omiso de mis peores presentimientos, tratando de no pensar en Holmes. La mayoría de los hombres alrededor de mí eran marineros y estibadores, y muchos de ellos eran extranjeros: españoles y malteses. Ninguno de ellos reparó en mí, y me alegré. De hecho, apenas hablaban, ni siquiera entre ellos, y el único sonido de la habitación lo producían los que jugaban a las cartas. Un reloj en la pared mostraba cómo pasaba el tiempo y me pareció que el minutero se arrastraba pausadamente, ignorando las leyes que lo regían. Había estado esperando bastantes veces, con o sin Holmes, a que un maleante se descubriera, ya fuera en los pantanos cercanos a Baskerville Hall, en las riberas del Támesis o en los jardines de varias casas en las afueras. Pero nunca olvidaré la vigilia de cincuenta minutos que pasé en esa estrecha habitación con el flap, flap, flap de las cartas al caer sobre la mesa, las notas discordantes arrancadas al piano y las caras oscuras escudriñando el fondo de sus vasos, como si pudieran encontrar ahí todas las respuestas al misterio de la vida.
Cincuenta minutos exactamente, pues fue a las doce menos diez cuando el silencio de la noche se vio súbitamente interrumpido por dos disparos y, casi inmediatamente, por el estridente pitido de un silbato de policía y el sonido de voces gritando alarmadas. Enseguida estuve en la calle, saliendo de sopetón, decepcionado y enfadado conmigo mismo por haber dejado a Holmes convencerme de que colaborara en esta peligrosa maniobra. Nunca dudé de que era él quien había disparado. Pero ¿lo había hecho para avisarme o estaba en peligro y se había visto forzado a defenderse? La niebla se había levantado ligeramente y me precipité a través de la calle hasta la entrada de Creer's Place. Giré el picaporte. La puerta estaba sin cerrar. Sacando mi propia arma del bolsillo, entré apresurado.
El seco olor del opio quemándose saludó a mis fosas nasales y de inmediato me irritó los ojos y me causó un dolor agudo y palpitante de cabeza, hasta el extremo de no querer respirar por miedo a caer yo mismo bajo el influjo de la droga. Me encontraba en una habitación fría, húmeda y oscura decorada al estilo chino, con alfombras estampadas, lamparitas rojas de papel y tapices de seda en las paredes, tal y como Henderson la había descrito. No había señales del tal Henderson en cuestión. Cuatro hombres yacían en colchones con sus bandejas japonesas y sus quemadores de opio en mesitas cercanas. Tres de ellos estaban inconscientes y muy bien podrían haber sido cadáveres. El último descansaba la barbilla sobre una mano, mirándome con ojos desenfocados. Había un colchón vacío.
Un hombre vino corriendo hacia mí y supe que este debía de ser Creer. Estaba completamente calvo, con la piel blanca como el papel y tan estirada que, con los ojos negros y hundidos, daba la impresión de tener una calavera en vez de la cabeza de un hombre vivo. Pude ver que iba a hablar, a desafiarme, pero entonces vio el arma y se achantó.