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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (12 page)

SIETE

LA CINTA BLANCA

Cuán diferentes hubieran podido ser los resultados si no hubiera habido dos tabernas en Londres llamadas La Bolsa de Clavos. Conocíamos una en Edge Lane, en el centro de Shoreditch, y, creyendo que era el lugar más probable en el que trabajaría la hermana huérfana de un crío de la calle sin un penique, nos dirigimos directamente hacia allí. Era un lugar pequeño y sórdido en una esquina, con el hedor de la cerveza rancia y el humo de cigarrillos rezumando de las propias vigas de madera, pero, aun así, el dueño fue agradable, secándose las manos en un sucio mandil mientras nos inspeccionaba desde la barra.

—No hay ninguna Sally trabajando en este lugar —nos dijo, después de que nos hubiéramos presentado—. Y nunca la ha habido. ¿Qué les ha hecho pensar que podrían encontrarla aquí, caballeros?

—Estamos buscando a su hermano, un chico que se llama Ross.

—Tampoco conozco a ningún Ross —replicó negando con la cabeza—. ¿Seguro que se han dirigido al lugar correcto? Hay otra Bolsa de Clavos en Lambeth, creo. A lo mejor deberían probar suerte allí.

Volvimos a la calle inmediatamente y pronto estuvimos atravesando Londres en un cabriolé, pero ya era por la tarde y, para cuando llegamos a Lambeth, había oscurecido. La segunda Bolsa de Clavos era más acogedora que la primera, pero, en cambio, el dueño no: un individuo hosco con barba, con una nariz rota mal curada y con el ceño fruncido a juego.

—¿Sally? —exigió saber—. ¿Y qué Sally sería esa?

—Solo conocemos su nombre —respondió Holmes—. Y el hecho de que tiene un hermano pequeño, Ross.

—¿Sally Dixon? ¿Esa es la chica que buscan? Tiene un hermano. La encontrarán en la parte de atrás, pero primero díganme qué es lo que quieren de ella.

—Solo deseamos hablar con ella —respondió Holmes. Una vez más, pude sentir la tensión que le bullía por dentro, la infatigable energía y la fuerza de voluntad que le empujaba en cada uno de sus casos. Nunca hubo un hombre que se tomara más a pecho el que las circunstancias conspiraran para frustrarle. Deslizó unas monedas en la barra—. Como recompensa por su tiempo.

—No hace falta —contestó el dueño, pero igualmente las cogió—. Muy bien. Estará en el patio. Pero dudo que consigan algo. No es de las habladoras. Me sentiría más acompañado contratando a una muda.

Había un patio detrás del edificio, con las piedras todavía húmedas y relucientes por la lluvia. Estaba lleno de chatarra de todo tipo, con distintas piezas apiladas junto a las paredes que lo rodeaban, y no pude evitar preguntarme cómo habían llegado allí. Vi un piano roto, un caballito de juguete, una jaula para pájaros, varias bicicletas, partes de sillas y de mesas..., toda suerte de muebles, pero ninguno completo. Una pila de cajas rotas estaba a un lado, y viejos sacos de carbón rellenos de Dios sabe qué, al otro. Había cristales rotos, grandes fardos de papel, pedazos retorcidos de metal y, en medio, descalza y con un vestido de tela demasiado fina para ese tiempo, una chica de unos dieciséis años, barriendo el poco espacio disponible, como si fuera a suponer alguna diferencia. Reconocí en ella los mismos rasgos de su hermano pequeño. El pelo era rubio, los ojos azules y, si no fuera por las circunstancias en las que se encontraba, habría dicho que era guapa. Pero la cruel caricia de la pobreza y la penuria también era evidente en la marcada línea de sus pómulos, los brazos tan delgados como ramas y la suciedad incrustada en sus manos y mejillas. Cuando alzó la vista, su mirada solo reflejaba sospecha y desprecio. ¡Dieciséis! ¿Y cómo habría sido su vida para traerla a este lugar?

Nos paramos enfrente de ella, pero nos ignoró y continuó con su trabajo.

—¿Señorita Dixon? —preguntó Holmes. Las pasadas de la escoba continuaron hacia atrás y hacia delante, sin romper el ritmo —. ¿Sally?

Paró y lentamente irguió la cabeza, examinándonos.

—¿Sí?

Vi que sus manos se habían aferrado al palo de la escoba, agarrándolo como si fuera un arma.

—No queremos alarmarte —dijo Holmes—. No vamos a hacerte ningún daño.

—¿Qué quieren?

Sus ojos mostraban furia. Ninguno de los dos nos acercamos. No nos atrevimos.

—Queremos hablar con tu hermano, Ross.

Sus nudillos se pusieron blancos.

—¿Quiénes son?

—Somos amigos suyos.

—¿Vienen de la Casa de la Seda? Ross no está aquí. Nunca ha estado aquí... y no le encontrarán.

—Queremos ayudarle.

—¡Y qué van a decir si no! Bien, ya les digo que no está aquí. ¡Así que ya se pueden ir yendo! Me ponen enferma. Vuelvan por donde han venido.

Holmes me miró y, con la esperanza de serle de ayuda, di un paso hacia la chica. Pensé que le inspiraría confianza, pero cometí un grave error. Todavía no sé qué pasó. Vi la escoba caer y oí a Holmes gritar. Entonces me pareció que la chica golpeaba el aire frente a mí y sentí algo al rojo vivo cortándome el pecho. Me tambaleé, llevándome la mano a la parte delantera del abrigo. Cuando miré, vi la sangre corriendo por entre mis dedos. Estaba tan estupefacto que me costó un segundo darme cuenta de que había sido apuñalado, o con un cuchillo o con una esquirla de cristal. Por un momento, la chica se quedó parada frente a mí, no como una niña, sino gruñendo como un animal, con los ojos encendidos y los labios replegados en una mueca feroz. Holmes corrió a mi lado.

—¡Mi querido Watson!

Hubo un movimiento detrás de mí.

—¿Qué pasa aquí?

El dueño había llegado. La chica dejó escapar un aullido gutural, después se dio la vuelta y corrió hacia un estrecho pasadizo que daba a la calle.

Me dolía, pero ya sabía que no había sido herido de consideración. Mi grueso abrigo y la chaqueta que llevaba debajo me habían protegido de lo peor que hubiera podido hacer la navaja, y más tarde desinfectaría y vendaría lo que en definitiva resultó ser una pequeña herida. Ahora que lo pienso, recuerdo que hubo otra ocasión, diez años más tarde, en la que me herirían mientras acompañaba a Sherlock Holmes y, aunque pueda sonar extraño, sentí gratitud hacia mis dos atacantes, pues demostraron que mi bienestar físico significaba algo para ese gran hombre, y que no estaba tan fríamente dispuesto hacia mí como algunas veces pretendía.

—¿Watson?

—No es nada, Holmes. Un arañazo.

—¿Qué ha pasado? —exigió saber el propietario. Se quedó mirando mis manos cubiertas de sangre—. ¿Qué le habéis hecho?

—Más bien debería preguntar qué me ha hecho ella a mí —gruñí, aunque ni siquiera al calor del momento fui capaz de sentir rencor hacia esa pobre y malnutrida muchacha que me había atacado con miedo y falta de comprensión, y que en realidad no quería hacerme ningún daño.

—La chica estaba asustada —dijo Holmes—. ¿Está seguro de que no le ha herido, Watson? Vamos dentro. Necesita sentarse.

—No, Holmes. Se lo aseguro, no es tanto como parece.

—Gracias al cielo. Debemos llamar a un cabriolé. Tabernero, hemos venido aquí a buscar al hermano de la muchacha. Un chico de unos trece, también rubio, un poco más bajo y mejor alimentado.

—¿Se refieren a Ross?

—¿Le conoce?

—Se lo dije. Ha estado aquí trabajando con ella. Deberían haber empezado preguntando por él.

—¿Está aquí ahora?

—No. Vino hace unos días, necesitaba un techo que le cobijara. Le dije que podía compartirlo con su hermana a cambio de trabajar en la cocina. Sally tiene una habitación bajo las escaleras y se quedó con ella. Pero ese chico causaba más problemas que los que resolvía, y nunca estaba cuando se le necesitaba. No sé qué estaba planeando, pero tenía algún negocio rondándole, así como se lo digo. Salió corriendo justo antes de que ustedes llegaran.

—¿Sabe adónde?

—No. La chica os lo podría haber dicho. Pero ahora también se ha ido.

—Debo cuidar de mi amigo. Pero si alguno de los dos vuelve, es urgente que me envíe un mensaje a mi residencia en el 221B de Baker Street. Aquí tiene más dinero por las molestias. Vamos, Watson. Apóyese en mí. Creo que oigo un coche acercándose...

Y así, la aventura del día terminó con nosotros dos sentados al lado del fuego, yo con un brandy con soda reconstituyente y Holmes fumando enfurecido. Me paré un momento a reflexionar en las circunstancias que nos habían llevado a ese lugar, pues me parecía que habíamos cubierto una gran distancia desde nuestro primer objetivo, el hombre de la gorra o incluso la identidad del hombre que le había matado. ¿Era esta persona a la que Ross había visto a las afueras de la pensión de la señora Oldmore? Y si era así, ¿cómo es que el muchacho había sido capaz de reconocerla? De alguna manera, ese encuentro al azar le había convencido de que podía sacar algo de dinero, y desde entonces había desaparecido. Debía de haber dicho a su hermana cuáles eran sus intenciones, pues ella había temido por él. Fue casi como si nos estuviera esperando. ¿Qué otra razón tendría para llevar un arma? Y después sus palabras: «¿Son de la Casa de la Seda?». A nuestro regreso, Holmes había buscado en sus archivos y en varias enciclopedias que tenía en sus estantes, pero no habíamos averiguado nada de lo que ella había querido decir. No hablamos de esto. Yo estaba agotado, y era consciente de que mi amigo estaba preocupado con sus propios pensamientos. Tendríamos que esperar y ver qué nos traía el nuevo día.

Lo que nos trajo fue un agente de policía, llamando a nuestra puerta después del desayuno.

—El inspector Lestrade le envía sus saludos, señor. Está en Southwark Bridge y le estaría muy agradecido si usted pudiera ir allí.

—¿Para qué asunto, oficial?

—Asesinato, señor. Uno especialmente horrible.

Nos pusimos los abrigos y salimos de inmediato para tomar un coche hasta Southwark Bridge y cruzar las tres arcadas de hierro que abarcaban el río desde Cheapside. Lestrade nos estaba esperando en la orilla sur, de pie con un grupo de policías que estaban arracimados alrededor de lo que parecía, en la distancia, un montón de harapos viejos. El sol brillaba, pero otra vez hacía mucho frío, y el agua del Támesis nunca había sido más cruel, con sus olas grises rompiendo monótonamente contra la orilla. Descendimos por una escalera de metal en espiral que bajaba curvándose desde la calzada, y caminamos entre el barro y los guijarros. Había marea baja y el río parecía haberse apartado, como si no le gustara lo que había sucedido allí. Había un muelle para barcos de vapor que sobresalía a unos pocos metros de distancia donde unos cuantos pasajeros esperaban, golpeándose las manos para entrar en calor mientras su aliento se congelaba en el aire. Parecían totalmente al margen de la escena que teníamos delante. Pertenecían a la vida. Donde nosotros estábamos solo había muerte.

—¿Este es el que estaban buscando? —preguntó Lestrade—. ¿El chico de la pensión?

Holmes asintió. A lo mejor no se atrevía a hablar.

Al chico le habían dado una paliza brutal. Le habían roto las costillas, los brazos, las piernas, cada uno de los dedos. Mirando esas espantosas heridas, supe que se las habían causado metódicamente, una a una, y que esa muerte Ross la había encontrado al final de un largo túnel de dolor. Finalmente, le habían cortado la garganta de manera tan salvaje que su cabeza casi había sido separada del cuello. Había visto cadáveres antes, tanto con Holmes como durante mi época de médico del ejército, pero nunca había visto nada tan horrible, y no encontraba explicación alguna para que un ser humano pudiera hacerle algo así a un crío de trece años.

—Mal asunto —dijo Lestrade—. ¿Qué puede decirme acerca de él, Holmes? ¿Le empleaba usted?

—Se llamaba Ross Dixon —contestó Holmes—. Sé muy poco sobre él, inspector. Puede preguntar en la Granja Escuela Chorley para Chicos, en Hamworth, pero es posible que no sean capaces de añadir mucho más. Era huérfano, pero tiene una hermana que ha trabajado hasta hace poco en la taberna La Bolsa de Clavos, en Lambeth. Todavía podría encontrarla allí. ¿Ha examinado ya el cuerpo?

—Sí. Tiene los bolsillos vacíos. Pero hay algo fuera de lo común que usted debería ver, aunque solo el cielo sabe qué es lo que significa. Me puso enfermo, eso sí se lo diré.

Lestrade asintió y uno de los policías se arrodilló y levantó uno de los bracitos rotos. La manga de su camisa se apartó dejando ver una cinta blanca anudada alrededor de la muñeca del muchacho.

—La tela es nueva —dijo Lestrade—. Es seda de buena calidad, por lo que puedo ver. Y mire..., no está manchada de sangre ni de suciedad del Támesis. Así que diría que se la ataron al chico después de matarle, como una señal.

—¡La Casa de la Seda! —exclamé.

—¿Qué es eso?

—¿Sabe algo de eso, Lestrade? —preguntó Holmes—. ¿Significa algo para usted?

—No. ¿La Casa de la Seda? ¿Es una fábrica? No he oído hablar de ella.

—Pero yo sí. —Holmes se quedó mirando a lo lejos, con los ojos llenos de horror y reproche hacia sí mismo—. ¡La cinta blanca, Watson! La he visto antes. —Se volvió hacia Lestrade—. Gracias por llamarme e informarme de esto.

—Esperaba que pudiera ser capaz de esclarecerlo un poco. Pudiera ser que, después de todo, usted tuviera la culpa.

—¿Yo? —Holmes dio un respingo como si le hubiera picado un bicho.

—Le advertí acerca de juntarse con esos críos. Dio trabajo al chico. Le puso a buscar el rastro de un conocido criminal. Le concedo que él tenía sus propias ideas y puede que sean las que le hayan causado la ruina. Pero este es el resultado.

No puedo decir si Lestrade buscaba provocarle deliberadamente, pero sus palabras tuvieron un impacto en Holmes que pude presenciar por mí mismo mientras volvíamos a Baker Street. Encogido en una esquina del coche de punto, la mayor parte del camino estuvo en silencio, negándose a mirarme a los ojos. Su piel aparentaba haberse estirado sobre los pómulos, y parecía más demacrado que nunca, como si le hubieran contagiado una enfermedad virulenta. No intenté hablar con él. Sabía que no era mi consuelo lo que necesitaba. Así que observé y esperé mientras él utilizaba su enorme intelecto para soportar el terrible giro que había dado esta aventura.

—Puede que Lestrade tenga razón —dijo al final—. Sin duda, he utilizado a mis Irregulares de Baker Street sin pensármelo demasiado. Me entretenía tenerlos delante de mí formando una fila y darles un chelín o dos, pero nunca les he metido sin motivo en algo peligroso, Watson. Usted lo sabe. Y, sin embargo, me acusan de frivolidad y me tengo que reconocer culpable. Wiggins, Ross y el resto no significaban nada para mí, así como no significan nada para la sociedad que les ha dejado en la calle, y nunca se me ocurrió que este horror pudiera ser consecuencia de mis actos. ¡No me interrumpa! ¿Hubiera permitido a un muchacho permanecer solo enfrente de una pensión en la oscuridad si hubiese sido mi hijo o el suyo? Y la lógica de lo que ha pasado parece ineludible. El crío vio al asesino entrar en la pensión. Los dos sabemos cómo le afectó eso. A pesar de ello, creyó que podría aprovecharse de la situación. Lo intentó y murió. Y por eso debo considerarme responsable.

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