La casa de la seda (21 page)

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Authors: Anthony Horowitz

El juez no necesitó tanta deliberación. Habiendo oído las evidencias, pidió el libro de cargos y anotó el nombre de Holmes, su dirección, su edad y el delito del que se le acusaba. Fueron añadidos los nombres y direcciones del fiscal y sus testigos, y una relación de los objetos que llevaba encima el prisionero en el momento de su arresto. (Incluía un par de quevedos, un trozo de cuerda, un anillo grabado con el sello del duque de Cassel-Felstein, dos colillas de cigarrillo envueltas en el London Corn Circular, una pipeta, varias monedas griegas y una pequeña esmeralda. Hasta hoy me pregunto qué pensarían las autoridades de todo el conjunto). Holmes, que no había pronunciado ni una palabra a lo largo de todo el proceso, fue informado de que tendría que permanecer custodiado hasta ser presentado al juez de instrucción, y la fecha se fijaría después del fin de semana. Después de eso, iría a juicio. Y ese fue el final. El juez tenía prisa por seguir. Había más casos que juzgar y la luz del día se estaba desvaneciendo. Observé mientras se llevaban a Holmes.

—¡Venga conmigo, Watson! —dijo Lestrade—. Muévase rápido. No disponemos de mucho tiempo.

Le seguí fuera de la sala principal, bajamos unas escaleras y terminamos en una zona subterránea muy desagradable, donde incluso la pintura de las paredes estaba raída y desconchada, y que podría haber sido expresamente diseñada para los prisioneros, para los hombres y mujeres que ya se habían despedido del mundo normal. Lestrade ya había estado antes, por supuesto. Me mostró un atajo por un pasillo hasta una habitación del piso superior, revestida de azulejos blancos, con una sola ventana y un banco que abarcaba toda la habitación. El banco estaba dividido con varios tablones de madera, así que quienquiera que se sentara allí estaría aislado y sería incapaz de comunicarse con los que estuvieran a su lado. Me figuré que era la sala de espera de los prisioneros. A lo mejor Holmes había estado aquí antes del juicio.

Justo después de que llegáramos, hubo ajetreo en la puerta y apareció Holmes, escoltado por un policía de uniforme. Me abalancé sobre él e incluso podría haberle abrazado si no fuera porque me di cuenta de que, a sus ojos, sería una humillación más que sumar a la lista. Aun así, mi voz se resquebrajó al hablarle.

—¡Holmes! No sé qué decir. La injusticia de su arresto, la manera en la que le han tratado... No me lo puedo imaginar.

—Es ciertamente de lo más interesante —me contestó—. ¿Cómo está, Lestrade? ¿Un extraño giro del destino, no cree? ¿Qué opina?

—Realmente no sé qué pensar, señor Holmes —masculló Lestrade.

—Eso no es nada nuevo. Parece que nuestro amigo Henderson nos condujo a una bonita trampa, ¿verdad, Watson? Bueno, no olvidemos que ya me lo estaba esperando y que igualmente ha resultado sernos útil. Antes de esto, sospechaba que nos habíamos topado con una conspiración que iba mucho más allá de un asesinato en una habitación de hotel. Ahora estoy seguro de ello.

—Pero ¿de qué sirve saber esas cosas si le van a meter en prisión y su reputación quedará destrozada? —pregunté.

—Creo que mi fama sabrá cuidarse de sí misma —dijo Holmes—. Si me ahorcan, Watson, le encomendaré a usted que persuada a sus lectores de que todo esto fue un malentendido.

—Puede bromear con todo esto, señor Holmes —gruñó Lestrade—, pero tengo que advertirle de que tenemos muy poco tiempo. Y que las pruebas contra usted parecen, en una palabra, irrefutables.

—¿Qué le parecieron los testimonios, Watson?

—No sé qué decir, Holmes. Esos hombres no parecen conocerse. Provienen de diferentes zonas del país. Y, sin embargo, están completamente de acuerdo acerca de lo que ocurrió.

—Pero ¿todavía me creería a mí antes que a nuestro amigo Isaiah Creer?

—Por supuesto.

—Entonces déjeme que le diga que lo que le conté al inspector Harriman es realmente lo que pasó. Cuando entré en el fumadero de opio, se me aproximó Creer y me saludó como a un nuevo cliente, es decir, con una mezcla de cordialidad y cautela. Había cuatro hombres yaciendo inconscientes, o simulándolo, en los colchones, y uno de ellos era de hecho lord Horace Blackwater, aunque, por supuesto, yo no lo sabía en aquel momento. Fingí que había ido para sacarle rendimiento a mis cuatro peniques y Creer insistió en que le siguiera a su oficina para que le pagara allí. Como no quería levantar sospechas, hice lo que me pedía y, en cuanto atravesé la puerta, dos hombres se me abalanzaron, cogiéndome del cuello e inmovilizándome los brazos. A uno de ellos, Watson, le conocemos. ¡Era el mismísimo Henderson! El otro tenía la cabeza rapada y los hombros y brazos de un luchador, y la misma fuerza. No me podía mover. «Ha sido muy incauto, señor Holmes, metiéndose en asuntos que no le conciernen, y muy poco prudente al creer que podía enfrentarse a gente más poderosa que usted», dijo Henderson, o algo por el estilo. Al mismo tiempo, Creer se me acercó con un vaso lleno de un líquido apestoso. Era algún tipo de opiáceo, y no hubo nada que pudiera hacer mientras me forzaban a tragarlo. Eran tres contra uno. No pude alcanzar mi arma. El efecto fue casi inmediato. La habitación empezó a dar vueltas y toda la fuerza de mis piernas desapareció. Me soltaron y me caí al suelo.

—¡Canallas! —exclamé.

—¿Y después? —preguntó Lestrade.

—No recuerdo nada más hasta que me desperté con Watson a mi lado. La droga debía de ser muy potente.

—Todo eso está muy bien, señor Holmes. Pero ¿cómo explica los testimonios que hemos oído del doctor Ackland, de lord Horace Blackwater y de mi compañero, Harriman?

—Están conchabados.

—Pero ¿por qué? No son personas de la calle.

—Claro que no. Si lo fueran, me vería impelido a creerles. Pero ¿no le parece extraño que tres ejemplares tan extraordinarios salieran de la oscuridad exactamente al mismo tiempo?

—Lo que dijeron tenía sentido. No pronunciaron una sola palabra dudosa en el estrado.

—¿No? Permítame disentir, Lestrade, pues yo oí unas cuantas. Podemos empezar por el buen doctor Ackland. ¿No le parece sorprendente que dijera que estaba demasiado oscuro para ver quién disparó y testificara en la misma frase que pudo ver el humo que salía del arma? Debe de tener una visión única, este doctor Ackland. Y después está el mismo Harriman. Puede que merezca la pena que compruebe que realmente hubo un intento de robo en un banco en White Horse Road. Me parece demasiado oportuno.

—¿Por qué?

—Porque si yo fuera a robar un banco, esperaría hasta después de medianoche, cuando las calles están algo menos pobladas. También me dirigiría a Mayfair, Kensington o Belgravia, a cualquier lugar donde sus habitantes hubieran depositado suficiente dinero como para hacerlo rentable.

—¿Y Perkins?

—Perkins es el único testigo honrado. Watson, me pregunto si le podría pedir...

Pero antes de que Holmes pudiera continuar, Harriman apareció en el quicio de la puerta, con una expresión amenazadora.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Por qué no está el prisionero de camino a su celda? ¿Quién es usted, señor?

—Soy el inspector Lestrade.

—¡Lestrade! Le conozco. Pero este es mi caso. ¿Por qué interfiere?

—Conozco muy bien al señor Sherlock Holmes...

—El señor Sherlock Holmes es muy conocido por mucha gente. ¿Vamos a invitarles a todos para que le saluden? —Harriman se volvió al policía que había acompañado a Holmes desde el tribunal, y que había permanecido hasta ese momento en la habitación, cada vez más incómodo—. ¡Oficial! Voy a anotar su nombre y su número, y ya oirá hablar de mí a su debido tiempo. De momento, puede escoltar al señor Holmes al patio trasero, donde un furgón de la policía está esperando para llevarle a su próximo lugar de residencia.

—¿Y dónde será? —preguntó Lestrade.

—Se le retendrá en el Correccional de Holloway.

Me quedé blanco al oír esto, pues todo Londres conocía las condiciones que imperaban en aquella fortaleza sombría y amenazadora.

—¡Holmes! —dije—. Le visitaré...

—Me aflige contradecirle, pero el señor Holmes no recibirá visitas hasta que se complete la investigación.

No hubo nada que pudiéramos hacer Lestrade ni yo. Holmes no intentó oponer resistencia. Permitió al policía que le levantara y le sacara de la habitación. Harriman les siguió y nosotros dos nos quedamos solos.

TRECE

VENENO

Todos los periódicos habían informado de la muerte de Sally Dixon y el posterior juicio. Todavía tengo un recorte ante mí, con el papel tan delicado como si fuera de seda, gastado por el tiempo:

Un grave crimen de naturaleza repugnante se cometió hace dos noches en Coppergate Square, cerca del río y de Limehouse Basin. Justo después de las doce, el oficial de policía Perkins, de la división H, oyó un disparo cuando estaba patrullando la zona y se apresuró al lugar de donde procedía el ruido. Llegó demasiado tarde como para salvar a la víctima, una camarera de taberna de dieciséis años que vivía cerca. Se cree que estaba de camino a su casa cuando fue sorprendida por su agresor, que acababa de salir de uno de los fumaderos de opio por los que esa parte de la ciudad es conocida. El hombre fue identificado como el señor Sherlock Holmes, detective asesor, y fue inmediatamente puesto bajo custodia policial. Aunque ha negado tener nada que ver con el crimen, una serie de testigos muy respetables han testificado en su contra, incluyendo al doctor Thomas Ackland, del Westminster Hospital, y a lord Horace Blackwater, que posee mil acres en Hallamshire. El señor Holmes ha sido trasladado al Correccional de Holloway. Este lamentable suceso una vez más señala el azote de la sociedad que son las drogas y pone en duda la continuidad de la legalidad de esos antros de perdición donde se pueden consumir libremente.

No hace falta que diga que esto no fue agradable de leer en el desayuno del lunes tras el arresto de Holmes. También había matices en el reportaje muy discutibles. La Bolsa de Clavos estaba en Lambeth, así que ¿por qué había asumido el periodista que Sally Dixon estaba de camino a casa? También era interesante que no se hubiera hecho mención del propio capricho de lord Horace en ese «antro de perdición».

Ya había pasado el fin de semana, dos días en los que no había podido hacer nada excepto preocuparme y esperar noticias. Había mandado ropa limpia y comida a Holloway, pero no podía estar seguro de que Holmes las hubiera recibido. No había tenido noticias de Mycroft, aunque no era posible que hubiera pasado por alto las noticias de los periódicos y, además, le había mandado frecuentes recados al club Diógenes. No sabía si indignarme o preocuparme. Por un lado, su falta de respuesta parecía una falta de educación, e incluso irritante, pues aunque era cierto que nos había advertido precisamente en contra de lo que habíamos hecho, seguramente no dudaría en usar toda su influencia, dada la gravedad de la situación de su hermano. Pero, por otro lado, recordé lo que había dicho: «No habrá nada que pueda hacer», y reflexioné sobre el poder de la Casa de la Seda, fuera lo que fuera, para incapacitar a un hombre cuyo crédito llegaba a los círculos más altos del gobierno.

Había decidido pasear hasta el club y presentarme allí en persona cuando la campanilla sonó y, después de una breve pausa, la señora Hudson anunció a una mujer muy bella, con guantes y vestida con elegancia y encanto sencillos. Estaba tan embebido en mis pensamientos que me costó unos momentos reconocer a la señora Catherine Carstairs, la esposa del marchante de arte de Wimbledon cuya visita había puesto en marcha esos infortunados sucesos. De hecho, al verla, me pareció difícil hacer la conexión necesaria, es decir, no se me ocurría cómo una banda de rufianes irlandeses en una ciudad americana, la destrucción de cuatro paisajes de John Constable y un tiroteo con un grupo de los agentes de Pinkerton nos habían podido llevar hasta nuestro pasado inmediato. Aquí se nos presentaba una paradoja. Por un lado, el descubrimiento del hombre muerto en la pensión de la señora Oldmore había sido la causa de todo lo que había pasado, pero, por otro, no parecía haber tenido nada que ver con ello. Quizás era el escritor dentro de mí el que saltaba a la palestra, pero podría haber dicho que era como si dos de mis historias se hubieran hecho un lío entre ellas, pues los personajes de una aparecían inesperadamente en la otra. Tal era mi confusión al ver a la señora Carstairs. Y ahí estaba ella, de pie enfrente de mí, echándose a llorar de repente mientras yo me quedaba contemplándola como un bobo.

—¡Mi querida señora Carstairs! —exclamé, poniéndome de pie—. Por favor, no se aflija. Siéntese. ¿Le puedo traer un vaso de agua?

No podía hablar. La conduje a una silla y sacó un pañuelo que se llevó a los ojos. Le llené un vaso de agua y se lo ofrecí, pero lo rechazó con un gesto de la mano.

—Doctor Watson —murmuró al fin—, debe perdonarme por haber venido aquí.

—En absoluto. Me complace mucho verla. Cuando llegó estaba abstraído, pero le puedo asegurar que ahora goza de mi total atención. ¿Tiene más noticias de Ridgeway Hall?

—Sí. Horrorosas. Pero ¿el señor Holmes no está?

—¿No se ha enterado? ¿No ha visto los periódicos?

Negó con la cabeza.

—No me interesan las noticias. Mi marido no lo aprueba.

Consideré enseñarle el reportaje que acababa de leer, pero decidí no hacerlo.

—Mucho me temo que el señor Sherlock Holmes está indispuesto —dije—. Y lo estará durante algún tiempo.

—Entonces no hay esperanza. No tengo a nadie a quien recurrir. —Agachó la cabeza—. Edmund no sabe que he venido aquí hoy. De hecho, se opuso a ello. Pero le juro que me voy a volver loca, doctor Watson. ¿Acaso no hay fin para la pesadilla que ha venido de repente para destruir nuestras vidas por completo?

Empezó a llorar de nuevo y me senté, impotente, hasta que las lágrimas amainaron.

—A lo mejor podría ayudar si me dice lo que la ha traído aquí —sugerí.

—Se lo diré. Pero ¿puede ayudarme? —De repente se entusiasmó—. ¡Por supuesto! ¡Es usted doctor! Ya hemos consultado a médicos. Los médicos entraban y salían de la casa. Pero a lo mejor usted será diferente. Usted entenderá.

—¿Está enfermo su marido?

—Mi marido no. Mi cuñada, Eliza. ¿Se acuerda de ella? Cuando la conoció, ya se andaba quejando de migrañas y diversos dolores, pero desde entonces su salud ha ido a peor. Ahora Edmund cree que se está muriendo, y no hay nada que nadie pueda hacer.

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