La casa de la seda (20 page)

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Authors: Anthony Horowitz

Creer fue al estrado de los testigos. No había necesidad de juramentos en estas actas. Yo solo podía verle la parte de atrás de la cabeza, que era blanca y sin pelo, y se plegaba de tal manera sobre su nuca que era difícil decir dónde empezaba una y dónde acababa la otra. Inducido por el fiscal, contó la siguiente historia.

Sí, el acusado había entrado en su casa —un establecimiento privado y legal, señoría, donde los caballeros podían satisfacer su hábito con seguridad y comodidad — justo después de las once. Había hablado muy poco. Había pedido una dosis del estupefaciente, la había pagado y se la había fumado inmediatamente. Media hora después, había pedido una segunda dosis. El señor Creer se había preocupado por que el señor Holmes se mostrara agitado e inquieto, pues solo después le habían dicho su nombre y, según le aseguró al jurado, era un completo desconocido cuando le vio por primera vez. El señor Creer había sugerido que una segunda ronda podría no ser lo mejor, pero el caballero protestó de una forma sumamente enérgica y, con el fin de evitar una escena y mantener la tranquilidad por la que era conocido su negocio, le había provisto de lo esencial, a cambio de otro pago. El señor Holmes se había fumado la segunda pipa y su desvarío había llegado hasta tal extremo que Creer había mandado a un chico a buscar a un policía, temiendo que se pudiera resquebrajar la paz. Había intentado razonar con el señor Holmes y calmarle, pero sin éxito. Con la mirada salvaje y sin control, el señor Holmes había insistido en que había enemigos en esa habitación, que le perseguían, que su vida estaba en peligro. Había sacado un revólver y, en ese punto, Creer había insistido en que se marchara.

—Temía por mi vida —le dijo al tribunal—. Mi único pensamiento era sacarle de mi casa. Pero ahora veo que me equivoqué y que debería haber dejado que permaneciera allí hasta que llegara el oficial Perkins, pues cuando le dejé en la calle estaba fuera de control. No era consciente de lo que estaba haciendo. He visto cómo sucedía antes, señoría. Es raro, muy raro. Pero es un efecto secundario de la droga. No tengo ninguna duda de que, cuando el señor Holmes disparó a esa pobre chica, creía que se estaba enfrentando a un monstruo espantoso. Si hubiera sabido que estaba armado, ni siquiera le hubiera suministrado esa sustancia la primera vez, ¡que Dios me ayude!

La historia fue corroborada en todos los aspectos por un segundo testigo, el hombre con la cara acalorada en el que ya me había fijado. Era lánguido y demasiado refinado, un hombre del tipo más extremadamente aristocrático, con la nariz elevada olisqueando el aire a disgusto. No podía tener más de treinta años y estaba vestido a la última moda. No proporcionó nuevos detalles, se limitó a repetir casi palabra por palabra lo que Creer había dicho. Había estado, o eso dijo, tumbado en un colchón al otro lado de la habitación y, aunque estaba en un estado muy relajado, estaba listo para jurar que había sido totalmente consciente de lo que estaba pasando.

—El opio es para mí un capricho ocasional —concluyó—. Me proporciona unas pocas horas en las que me puedo retirar de las preocupaciones y responsabilidades de mi vida. No veo motivo de vergüenza en ello. Conozco a mucha gente que toma láudano en la privacidad de su propia casa precisamente por la misma razón. Para mí, no es tan diferente de fumar tabaco o beber alcohol. Pero claro, yo —se señaló a sí mismo— soy capaz de manejarlo.

Fue entonces cuando el juez le preguntó su nombre para que se quedara en los registros y se creó cierto revuelo.

—Soy lord Horace Blackwater.

El magistrado se quedó mirándole.

—¿Debo suponer, señor, que forma usted parte de la familia Blackwater de Hallamshire?

—Sí —contestó el joven —. Mi padre es el conde de Blackwater.

Me quedé tan impresionado como los demás. Parecía sorprendente, incluso chocante, que el vástago de una de las familias más añejas de Inglaterra se hubiera encontrado en un sórdido fumadero de opio en Bluegate Fields. Al mismo tiempo, podía imaginar el peso que este testimonio iba a añadir al caso contra mi amigo. Este no era cualquier marinero de baja estofa ni un charlatán dando su versión de los hechos. Era un hombre que se podía buscar la propia ruina solo con admitir que había estado en Creer's Place.

Tuvo suerte de que, al ser ese un juzgado de primera instancia, no hubiera periodistas presentes. No hace falta decir que lo mismo se aplicaba para Holmes. Mientras sir Horace descendía, oí a los otros miembros del público susurrar entre sí y supe que estaban aquí solo por el espectáculo, y que este tipo de detalles salaces eran lo que les alimentaba. El juez intercambió unas cuantas palabras con el ujier de toga negra, mientras el estrado era ocupado por Stanley Perkins, el oficial con el que me había encontrado la noche en cuestión. Perkins permaneció envarado, con el casco a un lado, agarrándolo como si él fuera un fantasma de la Torre de Londres y el casco su cabeza decapitada. Fue el que menos dijo, pero, claro, la mayor parte de la historia ya la habían contado. Se le había acercado el muchacho que Creer había mandado y le había pedido que fuera a la casa de la esquina de Milward Street. Estaba de camino cuando oyó dos disparos, y había corrido hacia Coppergate Square, donde había descubierto a un hombre inconsciente con un arma y a una chica tendida en un charco de sangre. Se había hecho cargo de la situación mientras el gentío empezaba a arremolinarse. Había visto de inmediato que no había nada que pudiera hacer por la chica. Describió cómo había llegado yo y había identificado al hombre inconsciente como Sherlock Holmes.

—No me lo podía creer cuando lo oí —dijo—. Había leído algunas proezas del señor Sherlock Holmes y pensar que pueda estar implicado en este tipo de sucesos... Bueno, es difícil de creer.

A Perkins le siguió el inspector Harriman, al que reconocí inmediatamente por su mata de pelo blanco. Por la manera en que hablaba, midiendo cada palabra y enunciándola cuidadosamente para crear efecto, me pude imaginar que había estado ensayando su discurso durante horas, y muy bien podía haber sido el caso. Ni siquiera intentó mitigar el desdén de su voz. La cárcel, y eventualmente la ejecución de mi amigo, parecía ser su única meta en la vida.

—Dejen que le cuente al tribunal mis movimientos de la pasada noche. Así empezó—. Me habían llamado por un intento de robo en un banco en la White Horse Road, que está a corta distancia. Cuando me estaba yendo, oí el sonido de los disparos y el silbato del guardia, y me dirigí hacia el sur para ver si podía ayudar. Para cuando llegué, el oficial Perkins estaba al mando e hizo una labor admirable. Recomendaré al oficial Perkins para un ascenso. Fue él quien me informó de la identidad del hombre que está frente a ustedes. Como ya han oído, el señor Sherlock Holmes tiene una cierta reputación. Estoy seguro de que muchos de sus admiradores se verán decepcionados por la verdadera naturaleza de este hombre, por su adicción a las drogas y sus criminales consecuencias, tan lejos de la ficción de la que todos hemos disfrutado.

»Que el señor Holmes asesinó a Sally Dixon está fuera de toda duda. De hecho, incluso el talento de la imaginación de su biógrafo sería incapaz de sembrar la más mínima duda en las mentes de sus lectores. En la escena del crimen observé que el arma en su mano todavía estaba caliente, que había residuos de pólvora manchándole el puño de la camisa y que había varias salpicaduras de sangre en su abrigo, las cuales solo hubieran podido llegar hasta allí si hubiera estado muy cerca de la chica cuando le dispararon. El señor Holmes estaba semidesvanecido, todavía despertándose del sueño del opio, apenas consciente del terror que había causado. Digo «apenas consciente», pero con eso no afirmo que fuera completamente ignorante. Se sentía culpable, señoría. No se resistió. Cuando le informé de sus derechos y le arresté, no hizo el menor intento de convencerme de que las circunstancias eran otras que las que yo acabo de describir.

»Fue solo esta mañana, después de ocho horas de sueño y una ducha fría, que me vino con un cuento, proclamando su inocencia. Me dijo que no había visitado Creer's Place porque se dejara llevar por las ganas de satisfacer su desagradable vicio, sino porque estaba investigando un caso, los detalles del cual se negó a compartir conmigo. Dijo que un hombre, al que solo conocía por el nombre de Henderson, le había enviado a Limehouse tras una pista, pero que la información que le habían dado había resultado ser una trampa, y que tan pronto como había entrado en el fumadero había sido reducido por la fuerza y obligado a ingerir alguna clase de narcótico. Hablando solo por mí, encuentro un poco raro que un hombre vaya a un fumadero de opio y que después se queje de que ha sido drogado. Y teniendo en cuenta que el señor Creer pasa toda su vida vendiendo droga a los que desean comprársela, es inexplicable que en esta ocasión haya decidido regalarla. Pero ya sabemos que esto es un puñado de mentiras. Ya hemos oído a un ilustre testigo que vio al señor Holmes fumar una pipa y solicitar la segunda. El señor Holmes también afirma que conocía a la chica asesinada y que ella también estaba afectada por esta misteriosa investigación. Estoy dispuesto a creerme esa parte de su testimonio. Podría muy bien ser que la hubiera conocido antes y que en su delirio hubiera podido confundirla con algún criminal imaginario. No tenía otro motivo para matarla.

»Solo me queda añadir que el señor Holmes ahora insiste en que todo forma parte de una conspiración que nos incluiría a mí, al oficial Perkins, a Isaiah Creer, a lord Horace Blackwater y, muy posiblemente, a su misma señoría. Describiría esto como una enajenación, pero es peor todavía. Es un intento deliberado para librarse de las consecuencias de los delirios que tenía la otra noche. Desgraciadamente para el señor Holmes, tenemos otro testigo que, de hecho, vio el asesinato. Estoy seguro de que su testimonio pondrá punto final a estas actas. Por mi parte, solo puedo decir que, en mis quince años en la policía metropolitana, nunca me he topado con un caso en el que la evidencia estuviese más clara y el culpable fuera más obvio.

Casi esperé que hiciera una reverencia. Sin embargo, inclinó respetuosamente la cabeza ante el juez y se sentó.

El último testigo era Thomas Ackland. Casi no le había examinado en la oscuridad y la confusión de la noche, pero ahora que estaba frente a mí, me pareció un hombre bastante feo, con el cabello rojo y rizado (lo que le habría asegurado un puesto en la Liga de los Pelirrojos) cortado de manera muy desigual, con la cabeza alargada y oscuras pecas que asemejaban una enfermedad de la piel. Tenía un bigote incipiente, un cuello peculiarmente largo y ojos azul pálido. Puede, supongo, que haga más grotesco su aspecto, pues mientras hablaba, sentí un profundo e irracional odio hacia el hombre cuyas palabras parecían rubricar finalmente la culpabilidad de mi amigo. He revisado las transcripciones oficiales y, por tanto, puedo exponer con exactitud qué fue lo que le preguntaron y qué fue lo que respondió, para que no se pueda afirmar que mis propios prejuicios tergiversan las actas.

Fiscal: ¿Podría, por favor, decirle al tribunal su nombre?

Testigo: Thomas Ackland.

Fiscal: ¿Es usted de Escocia?

Testigo: Sí. Pero ahora vivo en Londres.

Fiscal: Por favor, cuéntenos algo de su vida profesional, doctor Ackland.

Testigo: Nací en Glasgow y estudié Medicina en esa misma universidad. Acabé mis estudios de Medicina en 1867. Fui profesor universitario en la Real Enfermería y Escuela de Medicina de Edimburgo y, más tarde, profesor de Cirugía Clínica en el Real Hospital de Edimburgo para niños enfermos. Me vine a vivir a Londres hace cinco años, después de la muerte de mi esposa, y se me ofreció dirigir el hospital de Westminster, que es donde trabajo ahora.

Fiscal: El hospital de Westminster fue fundado para atender a los pobres y se sufraga mediante donaciones periódicas. ¿Es así?

Testigo: Sí.

Fiscal: Y usted mismo ha hecho generosas donaciones para el mantenimiento y la ampliación del hospital, según tengo entendido.

Juez: Creo que deberíamos ir concretando, si no le importa, señor Edwards.

Fiscal: Muy bien, señoría. Doctor Ackland, ¿podría, por favor, relatar a los aquí presentes por qué estaba en la vecindad de Milward Street y Coppergate Square la pasada noche?

Testigo: Había ido a visitar a uno de mis pacientes. Es un buen hombre y muy trabajador, pero de familia pobre, y después de que dejara el hospital, me quedé preocupado por su bienestar. Llegué un poco tarde porque antes había ido a una cena en el Real Colegio de Médicos. Me fui de su casa a las once, con la intención de pasear un poco hasta mi casa; resido en Holborn. Sin embargo, me perdí con la niebla y fue por casualidad que me encontraba en ese lugar poco antes de medianoche.

Fiscal: ¿Y qué vio?

Testigo: Lo vi todo. Había una chica, escasamente vestida para este gélido clima, que no tendría más de catorce o quince años. Tiemblo al pensar en lo que podría estar haciendo en la calle a esas horas, pues es una barriada conocida por todo tipo de vicios. Al principio, cuando me fijé en ella, tenía las manos levantadas y estaba claramente aterrorizada. Solamente pronunció dos palabras: «¡Por favor...!». Entonces sonaron dos disparos y cayó al suelo. Supe enseguida que estaba muerta. El segundo disparo le alcanzó en el cráneo, lo que la mató de inmediato.

Fiscal: ¿Vio quién disparó?

Testigo: No, al principio no. Estaba muy oscuro y yo me había quedado estupefacto. También temía por mi vida, pues solo un loco habría sido capaz de hacerle daño a esa inofensiva niña. Entonces me fijé en una figura a poca distancia, que sujetaba un arma todavía humeante en la mano. Mientras yo observaba, gimió y cayó de rodillas. Entonces se desmoronó, inconsciente, en el suelo.

Fiscal: ¿Ha reconocido a esa figura hoy?

Testigo: Sí. Está enfrente de mí, en el estrado.

Hubo otro revuelo en la tribuna, pues estaba claro para todos los espectadores, y también para mí, que esta era la prueba más concluyente de todas. Sentado a mi lado, Lestrade se había quedado rígido, con los labios fuertemente apretados, y pensé que la fe que este había depositado en Holmes, lo cual tenía un gran mérito, probablemente había visto sus cimientos sacudidos. ¿Y qué pasaba conmigo? Debo confesar que estaba totalmente desconcertado. A primera vista, era inconcebible que mi amigo hubiera matado a la chica a la que tan deseoso estaba de interrogar, porque todavía existía la posibilidad de que Sally Dixon nos hubiera dicho algo más acerca de su hermano que nos hubiera conducido a la Casa de la Seda. Y aún quedaba la cuestión de qué estaba haciendo ella en Coppergate Square. ¿Había sido capturada y hecha prisionera antes de que Henderson nos visitara?, y ¿podría él habernos conducido a una trampa con este mismo final en mente? Esa era la única conclusión lógica que se me ocurría. Pero al mismo tiempo recordé algo que Holmes me había dicho muchas veces, a saber, que cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, aunque sea improbable, debe ser verdad. Podía descartar el testimonio que había dado Isaiah Creer, pues un hombre como él era susceptible de ser comprado para decir cualquier cosa. Pero era imposible, o por lo menos absurdo, sugerir que un eminente doctor de Glasgow, un inspector de alto rango de Scotland Yard y el hijo del conde de Blackwater, miembro de la aristocracia inglesa, se hubieran puesto de acuerdo sin una razón aparente para inventarse una historia e incriminar a un hombre que no conocían de antes. Esas eran las opciones que tenía. O los cuatro mentían o Holmes, bajo la influencia del opio, había cometido realmente un crimen terrible.

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