La casa de Riverton (62 page)

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Authors: Kate Morton

Las grandes puertas de hierro están abiertas. Ursula avanza por el sendero en dirección a la casa. El túnel de árboles está tan oscuro, quieto y silencioso como siempre, atento a lo que sucede. Doblamos la última curva y la casa aparece frente a nosotras. La miro, como tantas veces antes: como aquel primer día en Riverton, a los catorce años, cuando estaba tan verde como las manos de un jardinero; como el día del recital, cuando llegué casi corriendo desde la casa de mi madre, llena de ansiedad; como la noche en que Alfred me propuso matrimonio; o la mañana de 1924, cuando dejamos Londres para volver a Riverton. De alguna manera, hoy regreso a mi hogar.

Ahora hay un espacio para que los visitantes aparquen sus automóviles, con suelo de cemento. Está al final del sendero, antes de la fuente de Eros y Psique. Ursula abre la ventanilla cuando nos acercamos a la taquilla donde venden las entradas. Susurra algo al guardián, que nos permite entrar. A causa de mi fragilidad le han dado una autorización especial para que pueda bajar del coche frente a la puerta. Gira en torno a la rotonda —el camino ya no es de grava, está pavimentado— y se detiene en la entrada. Junto al portón hay un banco de hierro. Ursula me lleva hasta allí, me ayuda a sentarme, y vuelve al coche.

Estoy sentada, recordando al señor Hamilton, preguntándome cuántas veces habrá abierto esa puerta antes de sufrir el ataque al corazón en la primavera de 1934…, cuando de pronto sucede.

—Me alegra verte nuevamente por aquí, joven Grace.

Entorno los ojos, mirando hacia el cielo, algo nublado (¿serán mis ojos los que se han nublado?) y allí está, de pie, en el escalón superior.

—Señor Hamilton —llamo. Sé que es una alucinación, pero de todos modos me parece una grosería ignorar a un antiguo compañero de trabajo, sin importar que haya muerto hace sesenta años.

—La señora Townsend y yo nos preguntábamos cuándo volveríamos a verte.

La señora Townsend murió poco después que él, a causa de un súbito ataque cerebral, mientras dormía.

—¿Me han tenido presente?

—Oh, sí. Nos gusta que los jóvenes regresen. Nos sentimos un poco solos. No hay familia a la que servir, sólo muchos ruidos, martillazos y huellas de zapatos polvorientos. —El señor Hamilton menea la cabeza y mira hacia arriba, en dirección al arco de la puerta principal—. Sí, la antigua casa está muy cambiada. Ya verás lo que han hecho con mi despacho —anuncia sonriendo—. Cuéntame cosas de ti, Grace —me pide amablemente.

—Estoy cansada, señor Hamilton. Muy cansada.

—Ya lo sé, muchacha. No será por mucho tiempo.

¿Qué sucede? Ursula está a mi lado. Guarda el tique del aparcamiento en su bolso.

—¿Está cansada? —me pregunta con cierta preocupación—. Trataré de conseguir una silla de ruedas. Una de las reformas ha sido la de instalar ascensores.

Le digo que seguramente será lo mejor, y echo un vistazo al señor Hamilton. Ya no está.

En el vestíbulo, una vivaracha mujer vestida como la esposa de un terrateniente de la década de 1940 nos da la bienvenida y nos explica que nuestra entrada incluye la visita guiada que está a punto de comenzar. Sin darnos tiempo a rehusar, nos incluye en un grupo formado por siete integrantes distraídos: una pareja de excursionistas que vienen desde Londres, un escolar que investiga la historia del lugar, y una familia de turistas estadounidenses. Los padres y el hijo usan el mismo calzado deportivo e idénticas camisetas, con la inscripción «¡Yo escapé de la torre!». La hija adolescente, alta, pálida y seria, va totalmente vestida de negro. Nuestra guía se presenta —dice llamarse Beryl y nos muestra su placa de identificación para confirmarlo—, ha vivido siempre en el pueblo de Saffron Green y podemos preguntarle lo que nos interese saber.

El recorrido comienza por el sótano. El lugar más importante de todas las casas de campo inglesas, declara Beryl, con una ensayada sonrisa y un guiño. Ursula y yo cogemos un ascensor instalado en el lugar donde estaba el armario de los abrigos. Cuando llegamos abajo encontramos al grupo en torno a la mesa de cocina de la señora Townsend, riendo mientras Beryl les lee una lista de los platos tradicionales ingleses del siglo XIX.

La sala de los sirvientes no ha sido objeto de grandes remodelaciones. Sin embargo, la veo infinitamente distinta. Ha perdido su familiar atmósfera sofocante. Advierto que se debe a la iluminación. La electricidad ha destruido la luz titilante, los rincones recogidos. Durante largo tiempo Riverton no tuvo luz eléctrica. Si bien Teddy había instalado la electricidad a mediados de los años veinte, la iluminación no tenía comparación con ésta. Añoro la penumbra, aunque supongo que no es posible conservar aquella iluminación, ni siquiera a efectos de una reconstrucción histórica. Ahora hay leyes que reglamentan ese tipo de cosas, en defensa de la salud y la seguridad, de la responsabilidad pública. Nadie quiere enfrentarse a una demanda porque un visitante tropiece por accidente en una escalera a media luz.

—Síganme —gorjea Beryl—. Saldremos a la terraza por la puerta de servicio, pero no teman, ¡no les pediré que se pongan el uniforme!

Estamos en el jardín desde donde se ve la rosaleda de lady Ashbury. Asombrosamente, está muy similar a la que guardo en la memoria, aunque se han construido rampas entre las hileras de arbustos. Beryl nos explica que ahora un equipo de jardineros se ocupa constantemente del mantenimiento del jardín. Hay muchas cosas que atender: los parterres, el césped, las fuentes, los diversos edificios de la finca. La casa de verano.

El pabellón de verano fue una de las primeras modificaciones que introdujo Teddy cuando Riverton cayó en sus manos, en 1923. Según él, era una pena que un lago tan hermoso, lo mejor de la finca, no se aprovechara. Imaginaba fiestas acuáticas y por las noches, reuniones en las que observar los astros. De inmediato encargó los planos y cuando llegamos desde Londres, en abril de 1924, la construcción estaba casi acabada, los únicos contratiempos habían sido el retraso en el envío de mármol italiano y las lluvias veraniegas.

Llegamos una mañana lluviosa. Una lluvia, incesante y torrencial, había comenzado a caer al pasar por los últimos pueblos de Sussex y no cedía. Los pantanos estaban a rebosar; los bosques, anegados; y para cuando los automóviles consiguieron llegar al final del enfangado camino que conducía a Riverton, la casa no estaba. No a primera vista. Una densa niebla la envolvía haciendo que fuera delineándose gradualmente, como una visión fantasmal. Cuando estuvimos suficientemente cerca, pasé la palma de la mano por la empañada ventanilla y a través de la bruma traté de distinguir los cristales de la ventana del cuarto de los niños. Tuve la angustiosa sensación de que, en algún lugar de esa casa grande y oscura, la Grace que había sido cinco años antes estaba ocupada poniendo la mesa, vistiendo a Hannah y a Emmeline, recibiendo las últimas instrucciones de Myra. Que estaba aquí y allá, antes y ahora, simultáneamente, a merced de los caprichos del tiempo.

El primer automóvil se detuvo. El señor Hamilton surgió de la puerta principal con un paraguas negro, para ayudar a bajar a Hannah y Deborah. El segundo coche continuó hasta la parte trasera de la casa. Me puse el impermeable encima del sombrero, despedí al conductor, y fui corriendo hasta la puerta de servicio.

Tal vez fuera a causa de la lluvia, quizá si hubiera sido un día claro —si el cielo hubiera estado azul, los gorriones se hubieran posado en los aleros y la luz del sol hubiera sonreído a través de las ventanas— el deterioro de la casa no habría sido tan impactante. A pesar de que el señor Hamilton y su equipo se habían esforzado —según dijo Myra habían estado limpiando sin parar—, el edificio estaba en condiciones lamentables. Su aspecto instaba a reparar sin dilación el abandono al que la había condenado el señor Frederick.

Hannah fue la más afectada. Me pareció natural. El estado deprimente de la casa le recordó la soledad de su padre y revivió la antigua culpa de no haber logrado restablecer los lazos que los unían.

—Cuando pienso que él vivió en estas condiciones… —me confesó esa misma noche, antes de dormir— y que mientras viví en Londres no lo supe… Emmeline bromea a menudo sobre ello, pero nunca imaginé que mi padre fuera tan infeliz. —Hannah hizo una pausa—. Esto demuestra lo que ocurre cuando una persona no puede expresar su verdadera naturaleza —concluyó.

—Sí, señora —repuse, sin entender que ya no estábamos hablando de nuestro padre.

Si bien la magnitud del deterioro de Riverton le sorprendía, Teddy no estaba abrumado. Había planeado una renovación total.

—Será muy útil modernizar este antiguo lugar con los adelantos del siglo XX —declaró sonriendo benevolentemente a su esposa una semana después de que llegaran.

Había dejado de llover y él estaba de pie en una esquina del dormitorio de Hannah, inspeccionando la soleada habitación. Ella y yo, sentadas en la
chaise longue
, colocábamos sus vestidos.

—Como prefieras —fue la poco comprometida respuesta de Hannah.

Teddy la miró desconcertado. No comprendía que la restauración del hogar de sus antepasados le resultara indiferente. Todas las mujeres esperaban la oportunidad de poner el toque femenino en su hogar.

—No repararé en gastos —afirmó Teddy.

Hannah lo miró y le sonrió pacientemente, como si se tratara de un pertinaz tendero.

—Lo que tú creas más conveniente.

Sin duda, a Teddy le habría agradado que ella compartiera el entusiasmo de Deborah, se reuniera con los diseñadores, discutiera con ellos las bondades de una u otra tapicería, que se deleitara con la idea de tener en su casa la réplica de un salón del palacio real. Pero no discutió. Para entonces ya se había acostumbrado a no entender a su esposa. Se limitó a menear la cabeza, acariciar la de ella y olvidar el tema.

Si bien Hannah no estaba interesada en las reformas, su estado de ánimo mejoró notablemente a su regreso a Riverton. Yo había supuesto que dejar Londres, y a Robbie, la destruiría y estaba preparada para lo peor. Pero me equivoqué. Por el contrario, estaba más animada que de costumbre. Mientras las obras avanzaban, pasaba mucho tiempo al aire libre. Solía pasear por la finca, llegar hasta los terrenos más lejanos y regresar para el almuerzo con briznas pegadas en la falda y las mejillas radiantes.

Pensé que se había resignado a perder a Robbie. Que si bien era su amor verdadero, había decidido vivir sin él. Un poco ingenuo, lo reconozco. Mi único ejemplo era mi propia experiencia y yo había renunciado a Alfred, había regresado a Riverton y me había acostumbrado a su ausencia. Suponía que Hannah había hecho lo mismo. Que también había optado por el deber.

Un día tuve que ir a buscarla. Teddy había sido elegido como candidato por Saffron, y Deborah había organizado un almuerzo con lord Gifford que comenzaría en media hora. Hannah aún no había regresado de su caminata. Por fin la encontré en la rosaleda. Estaba sentada en un banco de piedra bajo la pérgola, el mismo donde Alfred se había sentado aquella noche, unos años antes.

—Gracias a Dios que la he encontrado, señora —exclamé casi sin aliento mientras me acercaba—. Lord Gifford llegará en cualquier momento y aún no se ha vestido.

Hannah me miró por encima del hombro y sonrió.

—Podría jurar que llevo puesto mi vestido verde.

—Ya sabe a qué me refiero, señora. Todavía no se ha vestido para el almuerzo.

—Lo sé —admitió abriendo los brazos y haciendo girar las muñecas—. Es un hermoso día, sería una lástima comer dentro. Tal vez pueda convencer a Teddy para que almorcemos en la terraza.

—No lo sé, señora. No sé si al señor Luxton le agradará la idea. Ya sabe cómo reacciona cuando hay insectos.

Ella rió.

—Tienes razón, por supuesto. Bueno, era sólo una idea.

Hannah se puso de pie, apretando la carpeta y la pluma contra su pecho. De la parte de arriba sobresalía un sobre sin sello.

—¿Quiere que el señor Hamilton lleve la carta al correo, señora?

—No, Grace —contestó sonriendo—. Te lo agradezco, pero iré yo misma al pueblo esta tarde y la enviaré.

Es fácil comprender por qué me parecía tan feliz. Lo estaba, y no porque hubiera renunciado a Robbie. Me había equivocado. Ni tampoco porque hubiera descubierto un nuevo interés por Teddy o por haber vuelto al hogar familiar. No, era feliz por otro motivo. Hannah tenía un secreto.

Beryl nos lleva a recorrer el Camino Largo. Es un trayecto irregular para recorrerlo en silla de ruedas, pero Ursula es cuidadosa. Cuando llegamos a la segunda verja vemos un cartel. Beryl explica que la parte trasera del jardín orientado al sur está cerrada por reformas. Están trabajando en el pabellón de verano, por lo que hoy no podemos verlo de cerca. No podemos ir más allá de la fuente de Ícaro. Ella abre la cancela y comenzamos a pasar.

El banquete fue idea de Deborah. Era conveniente recordar a la gente que el hecho de que los Luxton ya no vivieran en Londres no significaba que hubieran desaparecido de la escena social. Teddy lo consideró una magnífica propuesta. Las reformas más importantes ya estaban casi terminadas y era una excelente oportunidad de mostrarlas. Hannah estuvo increíblemente complaciente. Más aún, colaboró en la organización de la fiesta. Teddy, tan sorprendido como satisfecho, sabía que lo mejor era no hacer preguntas. Deborah, en cambio, poco habituada a compartir las planificaciones, no estaba tan gratamente sorprendida.

—Seguramente no desearás supervisar todos los detalles —señaló una mañana, mientras tomaban el té.

Hannah sonrió.

—Todo lo contrario, tengo muchas ideas. Podríamos poner faroles chinos, ¿qué opinas?

A instancias de Hannah, la fiesta no fue una reunión íntima para un grupo selecto sino algo espectacular. Ella redactó la lista de invitados y sugirió que montaran una pista de baile para la ocasión. Le dijo a Teddy que la fiesta de celebración del verano había sido, en su día, una institución en Riverton, y podrían revivirla.

Teddy estaba fascinado. Siempre había soñado con ver a su esposa y su hermana trabajando juntas. Le concedió a Hannah absoluta libertad y ella la aprovechó. Tenía sus motivos. Ahora lo sé. Es mucho más sencillo pasar desapercibida en medio de una multitud que en una reunión íntima.

Ursula empuja lentamente la silla de ruedas alrededor de la fuente de Ícaro. La han limpiado. Los azulejos turquesa brillan y el mármol reluce como nunca, pero Ícaro y sus tres ninfas siguen inmóviles en su escena de rescate. Cuando parpadeo, las dos figuras fantasmales vestidas con delantales blancos sentadas en el borde de la fuente desaparecen.

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