Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Él siempre acudía al instante. Abría la puerta y la hacía pasar. Subían las escaleras, lejos del mundo de los demás, inmersos en su propio mundo. A veces no subían inmediatamente. Antes de que ella pudiera decir una palabra, él cerraba la puerta y la besaba.
—Te he esperado tanto tiempo —le decía mientras estaban allí, de pie, uno frente al otro—. Creí que nunca llegarías.
Entonces ella apoyaba un dedo sobre sus labios, le recordaba que debían ser silenciosos y luego subían la escalera.
Un día, mientras yacían juntos en la cama después de hacer el amor, ella se preguntó qué clase de persona viviría en la casa donde estaban. A juzgar por los estantes llenos de libros, habría dicho que se trataba de un escritor.
—Él debe de ser escritor.
—¿Él?
—O ella. ¿Es una mujer?
Hannah miraba a Robbie, celosa de esa mujer fantasma que tenía su propio apartamento, que era amiga de Robbie y lo veía cuando ella no podía verlo.
Él se rió.
—Te estás inventando esa historia.
—Bueno, es un hombre, pero no es escritor, es médico.
—¿Médico?
—Sólo un médico puede tener un estante lleno de libros de anatomía —aseguraba triunfante, convencida de haber acertado.
—Es verdad, aunque él también podría ser un artista. Un artista debe saber de anatomía.
Hannah asentía con gran seriedad.
—Eso me agrada. Un artista. —Y añadía sonriente—: Tenía razón. ¡Ja! Has dicho «él». Es la casa de un hombre.
Al cabo de un tiempo dejaron de jugar a las adivinanzas y comenzaron a jugar a vivir juntos. Un día, en una diminuta habitación amueblada de Hampstead, Hannah preparaba una taza de té para Robbie y él se entretenía mirándola mientras se preguntaba en voz alta si las hebras de té, tan secas y crujientes, todavía servirían.
—Si viviéramos aquí tendría que trabajar en algún lugar para pagar el alquiler —comentó Hannah.
—En un taller de costura —replicó Robbie, que sabía de la escasa afición de Hannah por esa tarea.
—En una librería —replicó ella mirándolo con dureza—. Y tú… tú escribirías hermosos poemas todo el día, sentado aquí, junto a la ventana, y me los leerías cuando yo regresara a casa.
—Nos iríamos a España para escapar del invierno —propuso Robbie.
—Sí, y yo me convertiría en un torero enmascarado. El mejor de toda España —fantaseó Hannah. Luego dejó la taza con las hojas de té flotando en la superficie y se sentó junto a él—. Todos estarían intrigados, tratarían de descubrir mi identidad.
—Pero sería nuestro secreto.
—Sí, sería nuestro secreto.
Un lluvioso día de octubre, Robbie y Hannah estaban acurrucados en la cama, en un apartamento oscuro y diminuto que pertenecía a un amigo de Robbie. Hannah miraba el reloj que estaba sobre el hogar, contando los minutos que le quedaban. Por fin, cuando el minutero dio la hora, ella se incorporó. Buscó el par de medias que había quedado en un extremo de la cama y comenzó a estirarlas. Robbie le acariciaba la espalda.
—No te vayas.
Ella enrolló una media y la deslizó sobre su pie derecho.
—Quédate.
Hannah ya estaba de pie. Dejó caer su enagua a través de la cabeza y la enderezó alrededor de sus caderas.
—Sabes que me quedaría para siempre si pudiera.
—En nuestro mundo secreto.
—Sí. —Hannah sonrió, se arrodilló junto a la cama y extendió el brazo para acariciar la cara de Robbie—. Me gusta. Nuestro propio mundo. Un mundo secreto. Me encantan los secretos —declaró, y suspiró. Había estado pensando en ello. No sabía por qué deseaba tanto compartirlos con él—. Cuando éramos niños, solíamos jugar un juego.
—Lo sé —asintió Robbie—. David me habló de El Juego.
—¿Lo hizo?
Robbie asintió.
—Pero El Juego era secreto —replicó Hannah impulsiva—. ¿Por qué te lo contó?
—Tú misma estabas a punto de contármelo.
—Sí, pero es diferente. Tú y yo… Es diferente.
—Entonces, háblame de El Juego. Olvida que ya lo sé.
Hannah miró el reloj.
—En realidad, debería irme.
—Pues entonces cuéntame algo rápido.
Ella le habló de Nefertiti, de Charles Darwin, de Emmeline y su reina Victoria, y de sus aventuras, a cual más extraordinaria.
—Tendrías que haber sido escritora —le dijo Teddy mientras acariciaba su brazo.
—Sí —contestó ella muy seria—. Podría viajar y vivir aventuras mientras las escribo.
—Todavía estás a tiempo. Puedes empezar a escribir ahora.
Hannah sonrió.
—Ahora no lo necesito. Te tengo a ti, viajo a través de tus palabras.
A veces Robbie compraba vino y lo bebían en copas que pertenecían a otras personas, envueltos en las sábanas de esas mismas personas. Comían pan y queso, y si había un gramófono, escuchaban música. Y en ocasiones, después de asegurarse de que las cortinas estuvieran cerradas, bailaban.
Una tarde lluviosa, Robbie se durmió. Ella bebió el vino que quedaba en su copa y estuvo un rato tendida junto a él, oyendo su respiración, tratando de acompasarla con la propia. Finalmente, logró igualar el ritmo. Pero no pudo dormir, la enorme curiosidad que le provocaba tenerlo tan cerca se lo impedía. Se arrodilló en el suelo y observó su cara. Nunca antes lo había visto dormido.
Estaba soñando. Los músculos que rodeaban sus ojos se contraían ante las escenas que se desarrollaban detrás de sus párpados cerrados. Las contracciones se hicieron más fuertes mientras ella lo observaba. Pensó en despertarlo. No le agradaba verlo así, con su bello rostro crispado.
Entonces Robbie comenzó a gritar. A Hannah le preocupó que alguien pudiera oírlo desde un apartamento contiguo, que algún inoportuno vecino pidiera ayuda, o llamara a la policía.
Apoyó su mano en el brazo de Robbie, pasó suavemente sus dedos por la cicatriz que le resultaba tan familiar. El seguía durmiendo, y gritando. Ella lo sacudió suavemente, lo llamó por su nombre. Le dijo: «Robbie, estás soñando, mi amor».
De pronto él abrió los ojos, redondos y oscuros, y antes de que Hannah pudiera comprender lo que sucedía se encontró en el suelo; él estaba encima de ella apretándole el cuello con las manos. La estaba asfixiando, apenas podía respirar. Trató de decir su nombre, de pedirle que se detuviera, pero no pudo. Fue sólo un instante, luego algo en él volvió a funcionar y recuperó la conciencia. Comprendiendo lo que había hecho, dio un salto hacia atrás.
Ella se puso de pie, y retrocedió velozmente hasta que su espalda chocó con la pared. Lo miraba impresionada, preguntándose qué le había sucedido. Con quién la había confundido.
Él también estaba de pie, contra la pared opuesta, con los hombros encorvados y la cara oculta entre las manos.
—¿Estás bien? —le dijo sin mirarla.
Ella asintió, preguntándose qué había sucedido.
—Sí —respondió por fin.
Entonces él se acercó y se arrodilló junto a ella. Seguramente ella se alejó involuntariamente, porque él tomó sus manos, las puso sobre sus propios hombros y dijo:
—No te haré daño.
Luego levantó el mentón de Hannah para ver su garganta.
—Oh, Dios —exclamó.
—Estoy bien —aseguró ella, esta vez con más firmeza—. ¿Y tú…?
Robbie apoyó un dedo sobre sus labios. Su respiración todavía era agitada. Meneó la cabeza, ausente. Hannah comprendió que intentaba dar una explicación. No podía.
Él le acarició una mejilla. Ella inclinó la cara hacia su mano. Miró fijamente esos ojos oscuros, llenos de secretos no compartidos. Ella anhelaba conocerlos, todos, estaba decidida a lograr que él se los contara. Y cuando él besó su cuello, tan suavemente, se abandonó en sus brazos, como siempre hacía.
Después de aquel suceso, Hannah tuvo que usar chales durante una semana, pero no le importó. En cierto modo, le agradaba tener una marca de Robbie. Hacía más tolerable el tiempo que pasaba sin verlo. Era un recordatorio privado de que él realmente existía, de que ambos realmente existían. En su mundo secreto. A veces miraba esa marca en el espejo, como una flamante esposa mira repetidamente su anillo de boda. Le recordaba quién era. Sabía que, si se lo contaba, él se quedaría horrorizado.
Al principio, en las historias de amor sólo existe el presente. Pero llega un momento en el cual reaparecen el pasado y el futuro. Para Hannah ése fue el momento. Robbie tenía facetas desconocidas. Cosas que hasta entonces ella ignoraba. La maravillosa sorpresa de estar junto a él la había avasallado, sin dejar espacio para nada más que la felicidad inmediata. Pero cuanto más pensaba en esa faceta sobre la que tan poco sabía, más frustrada se sentía. Y más decidida a saberlo todo.
Una fresca tarde de abril, en un cuarto amueblado en Islington, miraban hacia la calle sentados en la cama, junto a la ventana, mientras le atribuían nombres e historias a las personas que pasaban. Así estuvieron un rato, contentos sólo con observar la procesión desde su mirador secreto, hasta que Robbie saltó de la cama.
Ella permaneció en su lugar. Se volvió para mirarlo mientras se sentaba en la silla de la cocina, con una pierna flexionada y la cabeza inclinada sobre el cuaderno. Estaba tratando de escribir un poema. Lo había intentado durante todo el día. Había estado distraído, el juego amoroso no lo había estimulado. A Hannah no le importaba. Inexplicablemente, eso lo volvía más atractivo.
Desde la cama, Hannah observaba los dedos de Robbie: aferraban el lápiz y dibujaban círculos y curvas en la página hasta que se detuvieron, dudaron y luego tacharon furiosamente lo escrito. Robbie arrojó el cuaderno y el lápiz sobre la mesa y se frotó los ojos.
Ella no dijo nada. Sabía que era lo mejor. No era la primera vez que lo veía comportarse de esa manera. Se sentía frustrado por no poder encontrar las palabras adecuadas. Peor aún, estaba asustado. No se lo había dicho, pero ella lo sabía. Lo había observado y había leído sobre el tema, en la biblioteca, en revistas y periódicos. Era lo que los médicos llamaban trauma de guerra. La creciente falta de memoria, la obnubilación del cerebro debido a experiencias traumáticas.
Deseaba ayudarlo, hacer que olvidara. Habría dado cualquier cosa para combatir el permanente temor de que Robbie enloqueciera. Él apartó la mano de sus ojos, tomó una vez más el lápiz y el papel. Comenzó a escribir nuevamente, se detuvo, tachó las palabras que había escrito. Ella se puso boca abajo y se dedicó a mirar a la gente que pasaba por la calle.
En el invierno él consiguió un apartamento con chimenea. Era poco más que una sala de estar, con un sillón y una nevera. Sentados en el suelo frente al hogar, donde ardía el fuego, se calentaban, disfrutando de la tibieza de sus cuerpos y del vino tinto.
Hannah miraba el fuego, y de pronto dijo:
—¿Por qué no hablas nunca de la guerra?
Robbie no respondió. Encendió un cigarrillo.
Ella había leído lo que Freud decía sobre la represión, y creía que si lograba que Robbie hablara podría curarse. Dudó antes de hacer la pregunta.
—¿Es porque mataste a alguien?
Robbie miró el perfil de Hannah, dio una calada a su cigarrillo, exhaló el humo y meneó la cabeza. Después empezó a reír, sin ganas. Extendió su mano y acarició suavemente la mejilla de Hannah.
—¿Es eso? —susurró ella, sin mirarlo.
Él no respondió y ella hizo otro intento.
—¿Qué ves en tus sueños?
Robbie apartó su mano.
—Conoces la respuesta. Sólo sueño contigo.
—Espero que no sea así, tus sueños no son muy agradables.
Robbie dio otra calada a su cigarrillo.
—No me hagas preguntas.
—Es el trauma de guerra, ¿verdad? —preguntó Hannah girando hacia él—. He leído sobre ello.
Robbie la miró con sus ojos oscuros, húmedos como pintura fresca, llenos de secretos.
—Trauma de guerra. Siempre me he preguntado quién ha inventado eso. Supongo que era necesario encontrar un nombre adecuado, con el que las damas honorables pudieran describir lo inexplicable cuando sus maridos volvieran a casa.
—¿Te refieres a damas honorables como yo?
—Tú no eres una dama honorable —se burló Robbie.
Ella se ofendió. No estaba de humor para tolerar comentarios despectivos. Se puso de pie y comenzó a vestirse. Primero la enagua, después las medias.
Él suspiró. No quería que Hannah se fuera así, disgustada con él.
—¿Has leído a Darwin?
—¿Charles Darwin? Por supuesto.
—Debí haberlo adivinado. Una chica inteligente como tú.
—Pero ¿qué tiene que ver Darwin con…?
—Adaptación. La supervivencia es el resultado de una buena adaptación. Algunos son más aptos que otros.
—¿Adaptación a qué?
—A la guerra. A vivir gracias a tu ingenio. A las nuevas reglas de juego.
Hannah se detuvo a pensar en lo que Robbie le decía.
—Estoy vivo —señaló francamente— tan sólo porque algún otro cabrón no lo está. Miles de ellos.
Por fin Hannah obtuvo la respuesta que buscaba. Se preguntó cómo se sentiría ella misma en esas circunstancias.
—Me hace feliz que estés vivo —declaró, pero sintió un profundo estremecimiento. Y cuando los dedos de Robbie tocaron su muñeca, ella la apartó involuntariamente.
—Ese es el motivo por el cual nadie habla de ello —continuó Robbie—. Saben que si lo hacen la gente los verá tal como en realidad son: seres envilecidos, moviéndose entre personas comunes, como si aún pertenecieran a su bando. Como si no fueran monstruos que regresan de una excursión criminal.
—No digas eso —pidió Hannah bruscamente—. Tú no eres un criminal.
—Soy un asesino.
—Es diferente, era una guerra. Lo hiciste para defenderte. Y para defender a otros.
Él se encogió de hombros.
—De todos modos, una bala atravesó el cerebro de un hombre.
—Basta —rogó Hannah—. No me gusta que hables así.
—Entonces no deberías haber preguntado.
No le gustaba pensar en Robbie de esa manera, pero no podía evitarlo. Alguien que conocía íntimamente, cuyas manos habían recorrido suave, lentamente, su cuerpo, alguien en quien confiaba, había matado. Eso lo hacía todo diferente. Lo hacía diferente a él. No para peor. Ella no lo amaba menos, pero lo veía de una manera distinta. El había matado a un hombre. A muchos hombres. No importaba el número, los nombres.
Hannah meditaba sobre eso una tarde, mientras lo observaba deambular por el apartamento de un amigo en Fulham. Tenía puestos los pantalones, pero su camisa aún estaba sobre la cama. Ella miraba sus brazos delgados y musculosos, sus hombros desnudos, sus manos hermosas y brutales. Fue entonces cuando sucedió.