La casa de Riverton (56 page)

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Authors: Kate Morton

—Soy muy buena nadadora. Lo mantendré a flote.

—De todos modos, no.

No era la primera vez que el comportamiento de Robbie desconcertaba a Hannah. Su indiferencia ante las formalidades de rigor no tenía el menor parecido con la afectada vulgaridad de las amistades de Emmeline. Su actitud era genuina, y asombrosa.

—Le ruego que reconsidere su respuesta —insistió Deborah. En su voz se percibía un matiz de ansiedad—. Todas las personalidades importantes estarán presentes en esa fiesta.

—No me divierten esas veladas de la alta sociedad —aseguró con rotundidad Robbie—, donde todo el mundo derrocha su dinero en impresionar a unos cuantos estúpidos que no entienden cuál es el juego.

Deborah abrió la boca y la cerró inmediatamente. Hannah apenas logró contener la risa.

—Si está seguro… —dijo Deborah.

—Completamente seguro —aseveró alegremente Robbie—. Gracias, de todos modos.

Deborah agitó el periódico que había dejado sobre el regazo, y simuló reanudar sus crucigramas.

Robbie miró a Hannah, levantó las cejas y le hizo una mueca graciosa. Ella no pudo contener la risa.

Deborah les miró a uno y otro con gesto adusto. Hannah conocía esa expresión —heredada, junto con la ambición de poder, de Simion—, ese rictus de amargura que le provocaba la derrota.

—Usted que se considera un forjador de palabras, dígame, señor Hunter —inquirió Deborah con frialdad—: ¿qué palabra de cinco letras que comienza con «e» significa razonamiento equivocado?

Unos días después, en la cena, Deborah se vengó de Robbie.

—He sabido que el señor Hunter estuvo hoy aquí —declaró, pinchando un trozo de su hojaldre.

—Me trajo un libro. Pensó que podía interesarme —replicó Hannah.

Deborah miró a Teddy, que estaba sentado a la cabecera de la mesa, diseccionando su pescado.

—Me pregunto por qué motivo las visitas del señor Hunter perturban tanto a los sirvientes.

Hannah dejó los cubiertos.

—No hay razón para que los sirvientes se sientan perturbados por las visitas del señor Hunter.

—No, claro —prosiguió Deborah, irguiéndose en su asiento—, debí suponer que ésa sería tu respuesta. Nunca has asumido verdaderamente tu responsabilidad en lo que concierne a dirigir esta casa. —Entonces, se tomó su tiempo para pronunciar lenta y detenidamente cada palabra—. Los sirvientes son como niños, mi querida Hannah. Necesitan rutinas, es casi imposible que funcionen sin ellas. Y a nosotros, sus superiores, nos corresponde proporcionárselas. Como sabes, las visitas del señor Hunter son imprevisibles. Tal como él mismo ha admitido, desconoce los modales que conlleva el comportamiento en sociedad. Ni siquiera llama por teléfono para avisar de su llegada. Para la señora Tibbit es una complicación servir el té para dos cuando tenía todo preparado para servir sólo uno. No es razonable. ¿Estás de acuerdo, Teddy?

—¿De qué hablas? —preguntó Teddy, desviando la vista de su plato de pescado.

—Estaba diciendo que, lamentablemente, en los últimos tiempos los sirvientes están alterados.

—¿Los sirvientes están alterados? —exclamó. Por supuesto, había heredado de su padre el temor de que la servidumbre algún día se rebelara.

—Hablaré con el señor Hunter, y le pediré que en adelante avise por teléfono cuando venga a visitarnos —repuso Hannah.

Deborah simuló reflexionar sobre sus palabras.

—No —refutó, meneando la cabeza—. Me temo que ya es un poco tarde. Tal vez lo mejor sea que deje de visitarnos.

—Un poco exagerado, ¿no te parece, Dobby? —opinó Teddy. Un tierno afecto por su esposo invadió a Hannah—. El señor Hunter da la impresión de ser inofensivo. Bohemio, sin duda, pero sólo eso. Si anuncia su visita por teléfono, seguramente los sirvientes…

—Hay otros aspectos que merecen ser considerados —le espetó Deborah—. No queremos que nadie haga suposiciones equivocadas, ¿verdad, Teddy?

—¿Suposiciones equivocadas? —repitió Teddy, frunciendo el ceño. Luego se echó a reír—. Oh, Dobby, no estarás sugiriendo que alguien puede pensar que Hannah y el señor Hunter… que mi esposa y un tipo como él…

Hannah entrecerró los ojos.

—Por supuesto que no —respondió bruscamente Deborah—. Pero a la gente le encanta hablar y las habladurías no son buenas para los negocios, y para la política.

—¿Para la política?

—Las elecciones, Tiddles. La gente nunca confiará en que sepas manejar al electorado si no eres capaz de controlar a tu esposa —afirmó y se llevó a la boca el tenedor, con gesto triunfal, evitando tocar sus labios pintados.

Teddy parecía preocupado.

—No lo había visto de esa manera.

—Y no tienes por qué hacerlo —intervino serenamente Hannah—. El señor Hunter era un buen amigo de mi hermano. Sus visitas son mi única oportunidad de hablar sobre David.

—Lo sé, mi niña —reconoció Teddy con una sonrisa que era señal de disculpa. Luego se encogió de hombros con impotencia—. De todos modos, Dobby tiene razón. Lo comprendes, ¿verdad? No podemos permitir que la gente malinterprete las cosas.

Desde entonces Deborah vigiló permanentemente a Hannah. Robbie la había rechazado y para resarcir la ofensa quería asegurarse de que se le comunicaran las nuevas normas y de que comprendiera quién las había dispuesto. De modo que cuando volvió a visitar la casa, encontró nuevamente a Deborah sentada junto a Hannah en el sofá del salón.

—Buenos días, señor Hunter —saludó, y le dedicó una amplia sonrisa. Luego siguió desenredando el pelo de
Bunty
, su perrito maltés—. Qué agradable volver a verlo. ¿Cómo le va? ¿Bien?

Robbie asintió.

—¿Y a usted?

—Sigo en la lucha —contestó Deborah.

Robbie le sonrió a Hannah.

—¿Qué le pareció?

Hannah tenía junto a ella el borrador de
La tierra perdida
. Se lo entregó.

—Me ha encantado, señor Hunter. Me conmovió infinitamente.

—Me imaginé que así sería —alegó Robbie sonriente. Hannah echó un vistazo a Deborah, que abrió exageradamente los ojos.

—Señor Hunter, hay algo de lo que quisiera hablar con usted —empezó y le señaló la silla de Teddy.

Robbie tomó asiento y la miró con sus ojos oscuros.

—Mi esposo… —comenzó Hannah, sin saber cómo seguir—, mi esposo…

Entonces miró a Deborah, que fingía estar absorta peinando a su sedosa mascota y se aclaró la voz. Hannah se transfiguró mientras observaba sus dedos largos y delgados, sus uñas puntiagudas.

Robbie siguió la dirección de su mirada.

—¿Qué quiere decirme sobre su esposo, señora Luxton?

—Mi esposo preferiría que dejara de visitarnos.

Deborah dejó a
Bunty
en el suelo y se cepilló el vestido.

—¿Comprende, señor Hunter? —preguntó Deborah.

Boyle entró en la sala con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa, miró a Deborah y salió.

—¿Se queda a tomar el té, verdad? —preguntó Deborah con una voz tan dulce que a Hannah se le erizó la piel—. Por última vez —agregó, mientras servía una taza y se la alcanzaba a Robbie.

Deborah ofició de alegre animadora. Los tres mantuvieron una torpe conversación acerca de las divergencias en la coalición que gobernaba el país y el asesinato de Michael Collins. Hannah apenas prestaba atención. Todo lo que deseaba era hablar unos minutos a solas con Robbie, darle una explicación. Pero sabía que era lo último que Deborah estaría dispuesta a permitir.

Mientras pensaba si tendría alguna vez la oportunidad de volver a hablar con él, y reflexionaba acerca de la dependencia que le había creado su compañía, la puerta de la sala se abrió y Emmeline apareció como una tromba. Regresaba de un almuerzo con sus amigos.

Ese día estaba especialmente hermosa, con su cabello rubio y ondulado, y su nuevo chal terracota, el color de moda, que resaltaba la blancura de su piel. Como solía hacer, espantó a
Bunty
, que se metió debajo del sofá, y se dejó caer despreocupadamente en un extremo, apoyando ostensiblemente las manos sobre el vientre.

—Uff —resopló, indiferente a la tensión que se percibía en la habitación—. Me han cebado como a un ganso de Navidad. Creo que jamás volveré a comer. —Luego se dirigió a Robbie—. ¿Cómo va todo? —le preguntó y sin esperar respuesta, se puso súbitamente de pie y exclamó—: Adivinad a quién vi la otra noche en la fiesta de lady Sybil Colefax. Yo estaba allí sentada, conversando con el querido lord Berners que me contaba lo del piano que ha instalado en su Rolls Royce, cuando de pronto veo llegar nada menos que a los Sitwell, a los tres, más alegres que nunca. El querido Sachy, con sus chistes tan inteligentes, y Osbert, con esos versitos de rimas tan graciosas.

—Epigramas —masculló Robbie.

—Es tan agudo como Oscar Wilde —declaró Emmeline—. Pero quien más me impresionó fue Edith. Recitó uno de sus poemas y nos hizo llorar a todos. Como sabéis, lady Colefax es una admiradora de los intelectuales, y no pude evitarlo, Robbie querido, mencioné que lo conocía y casi se mueren de envidia, me atrevería a decir que no me creyeron, que pensaron que tenía gran talento para inventar historias. No sé por qué. Pero verá, si viene a la fiesta de esta noche, les demostraré que estaban equivocados.

Emmeline hizo una pausa y con un gracioso movimiento tomó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Después soltó una bocanada de humo.

—Les prometí a todos que vendría, Robbie. Una cosa es que la gente dude cuando verdaderamente miento y otra muy distinta que lo haga cuando digo la verdad.

Robbie consideró la oferta durante unos instantes.

—¿A qué hora paso a buscarla?

Hannah parpadeó incrédula. Esperaba que se excusara, como lo hacía cada vez que Emmeline lo invitaba a alguno de sus bailes. Creía que ella y Robbie tenían una opinión similar acerca de las amistades de su hermana. Quizá su desdén no se hiciera extensivo a personas como lord Berner y lady Sybil. Tal vez el atractivo de los Sitwell era irresistible.

—A las seis en punto —indicó Emmeline con una amplia sonrisa—. ¡Qué emoción!

Robbie llegó a las cinco y media. Hannah pensó que, irónicamente, un hombre que tenía por costumbre llegar sin previo aviso era exageradamente correcto cuando debía encontrarse con una persona aún menos fiable que él.

Emmeline todavía estaba vistiéndose, por lo que Robbie tomó asiento en el salón, donde estaba Hannah. Ella agradeció la posibilidad de explicarle lo ocurrido con Deborah, la manera en que había manipulado a Teddy para hacer su voluntad.

Robbie le dijo que no tenía importancia, que había supuesto que se trataba de algo por el estilo. Después hablaron de otras cosas y sin que lo advirtieran el tiempo voló, porque, de pronto, apareció frente a ellos una joven elegantemente vestida preparada para salir. Robbie se despidió de Hannah y partió en compañía de Emmeline.

Durante un tiempo las cosas siguieron de esa manera. Hannah veía a Robbie cuando éste pasaba a buscar a Emmeline. Deborah poco podía hacer al respecto. Una vez hizo un tímido intento, pero Teddy se encogió de hombros y señaló que le parecía lo correcto que la señora de la casa recibiera a los invitados de su hermana menor. Habría sido descortés que lo dejara esperando a solas en el salón.

Hannah trataba de contentarse con esos preciosos y fugaces momentos, pero a menudo se descubría pensando en Robbie. Nunca había especulado acerca de lo que él hacía cuando no estaba con ella. Ni siquiera sabía dónde vivía. Comenzó a imaginar, siempre había sido buena para dejar volar su imaginación.

Afortunadamente, logró eludir el hecho de que él pasaba muchos momentos junto a Emmeline. De todos modos, eso no parecía relevante. Emmeline tenía un grupo de amigos muy numeroso. Robbie era sólo uno más.

Una mañana, mientras ella y Teddy tomaban el desayuno, su esposo señaló el periódico que estaba leyendo y exclamó:

—¿Qué me dices de tu hermana?

Hannah se preguntó qué desastre habría provocado Emmeline en esa ocasión y cogió el diario que su esposo le pasó a través de la mesa.

Había una pequeña fotografía de Robbie y Emmeline saliendo de un club nocturno la noche anterior. Un fiel retrato de Emmeline, riendo, con el mentón en alto, del brazo de Robbie. El rostro de él era menos claro, en el momento en que lo fotografiaron había mirado hacia otro lado. Hannah le devolvió el periódico a Teddy, y él leyó el epígrafe en voz alta.

—La honorable señorita Emmeline Hartford, una de las jóvenes más elegantes de la alta sociedad, fotografiada junto a un extraño y sombrío acompañante. Se dice que el misterioso personaje es el poeta R. S. Hunter. Algunas fuentes aseguran que la señorita Hartford ha comentado que no tardará en anunciar su compromiso.

Teddy dejó el diario sobre la mesa y comió un bocado de huevos revueltos.

—Muy astuta. No creí que Emmeline fuera capaz de guardar un secreto. Supongo que podría ser peor. Podría haber perdido la cabeza por ese Harry Bentley. —Teddy se limpió el bigote manchado de huevo—. Hablarás con él, ¿verdad? Asegúrate de que todo esté en orden. No quiero escándalos.

Esa noche, cuando Robbie fue a buscar a Emmeline, Hannah lo recibió como de costumbre. Conversaron un rato, como solían hacer, hasta que Hannah no pudo contenerse.

—Señor Hunter —comenzó, acercándose a la chimenea—, debo hacerle una pregunta. ¿Hay algo que quiera decirme?

Robbie volvió a sentarse y sonrió.

—Sí, pero ya lo he hecho.

—¿Hay algún otro tema que desee comentarme?

La sonrisa de Robbie se desvaneció.

—Creo que no.

—¿Desea preguntarme algo?

—Si me dice en qué está pensando, tal vez.

Hannah suspiró. Tomó el periódico que estaba en el escritorio y se lo entregó.

El lo hojeó rápidamente y se lo devolvió.

—¿Y?

—Señor Hunter —dijo Hannah en voz baja. No quería que los sirvientes la oyeran, tal vez estuvieran en el vestíbulo—, yo soy la tutora de mi hermana. Si usted desea comprometerse con ella, sería muy cortés de su parte que conversara primero conmigo sobre sus intenciones.

Robbie sonrió, pero advirtió que para Hannah la situación no era divertida y recuperó su expresión seria.

—Lo tengo presente, señora Luxton.

—¿Y bien, señor Hunter?

—¿Perdón, señora Luxton?

—¿Hay algo que quiera pedirme?

—No —respondió Robbie riendo—. No tengo intención de casarme con Emmeline. Jamás. Pero le agradezco que lo haya preguntado.

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