Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—¿Qué tal lo llevas?
Asentí otra vez. Aparentemente era todo lo que lograba hacer. En mi cabeza las palabras se arremolinaban a toda velocidad, no podía controlarlas. Había pasado semanas de dolor, de tristeza, de confusión, esperando su carta, pasando noches en vela mientras imaginaba el momento en que nos reuniríamos y las explicaciones que le daría. Y finalmente…
—¿Estás bien? —preguntó. Su mano se extendió tímidamente hacia la mía, pero luego pareció recapacitar y volvió a posarla sobre el ala del sombrero.
—Sí —logré decir. Sentí la ausencia de su mano sobre la mía—. Gracias por venir.
—No podía dejar de hacerlo.
—¿No te causará problemas?
—Ninguno, Grace —aseguró, haciendo girar el sombrero entre los dedos.
Esas últimas palabras quedaron flotando, solitarias, entre nosotros. Mi nombre sonaba familiar y frágil en sus labios. Dejé que mi atención se dirigiera a la tumba de mi madre, observé el rápido trabajo del sepulturero. Alfred miró en la misma dirección.
—Siento lo de tu madre.
—Lo sé —me apresuré a responder.
—Estuve con ella la semana pasada…
—¿De verdad? —pregunté, dejando de mirar hacia la tumba.
—Le llevé un poco de carbón. El señor Hamilton dijo que no lo necesitábamos.
—¿Eso hiciste, Alfred? —exclamé con admiración.
—Una noche hizo mucho frío, no me agradaba la idea de que tu madre enfermara.
Me sentí llena de gratitud. Me habría considerado culpable si mi madre hubiera muerto a causa del frío.
Sentí que una mano aferraba mi muñeca. Mi tía estaba de pie junto a mí.
—Ya han terminado. Ha sido un buen funeral. No creo que ella hubiera tenido queja alguna —señaló. Yo no había manifestado disconformidad, por lo que no entendí su actitud defensiva—. Estoy segura de que he hecho todo lo que estaba a mi alcance.
Alfred nos observaba.
—Alfred, ésta es mi tía Dee, la hermana de mi madre.
Mi tía lo miró entrecerrando los ojos, con una infundada sospecha que era natural en ella.
—Encantada —saludó. Luego se dirigió a mí—: Tenemos que irnos, señorita —me ordenó, mientras se acomodaba el sombrero y se ajustaba la bufanda—. El propietario vendrá mañana a primera hora y la casa tiene que estar impecable.
Eché un vistazo a Alfred. Maldije el muro de incertidumbre que aún se erigía entre nosotros.
—Bueno, supongo que lo mejor será que…
—En realidad —me interrumpió Alfred— me preguntaba si… es decir, la señora Townsend había pensado que tal vez pudieras venir a tomar el té con nosotros.
Alfred miró a mi tía.
—¿Por qué motivo está tan interesada? —inquirió ella desdeñosamente.
Alfred se encogió de hombros. Sin dejar de mirarme, se balanceaba sobre sus talones.
—Sería una visita a sus antiguos compañeros. Un poco de cháchara, para recordar los viejos tiempos.
—No lo creo oportuno —contestó mi tía.
—Sí —respondí yo con firmeza, encontrando al fin las palabras.
—Muy bien —afirmó Alfred. Percibí alivio en su voz.
—Bueno, como quieras. No es asunto mío —declaró mi tía—. Pero no tardes mucho. No pienses que voy a hacer sola toda la limpieza.
Mientras Alfred y yo caminábamos por el pueblo, pequeños copos de nieve, demasiado livianos para cuajar, quedaban suspendidos en la brisa como motas en el agua estancada. Durante un rato anduvimos sin hablar. El húmedo camino de tierra amortiguaba el ruido de nuestros pasos. En las tiendas las campanillas sonaban para anunciar que un cliente entraba o salía. Ocasionalmente, algún automóvil atravesaba velozmente el camino.
Cuando ya estábamos cerca de Bridge Road, comenzamos a hablar de mi madre. Le conté a Alfred el episodio del botón enredado en la cartera de una transeúnte, del ahora lejano día en que vi el espectáculo de títeres, de la manera en que el destino me había librado del orfanato.
—Creo que tu madre fue muy valiente. Tiene que haber sido difícil afrontar todo sola.
—Nunca se cansaba de decírmelo —confesé, con más amargura de la que hubiera deseado.
—Tu padre debería avergonzarse por haberla abandonado de esa manera —opinó Alfred cuando dejamos atrás la calle donde estaba la casa de mi madre y el pueblo se transformó de pronto en campo.
Al principio creí que había oído mal.
—¿Mi qué?
—Tu padre. Su vergonzoso comportamiento no benefició a ninguno de los dos.
No pude contener mi ansiedad.
—¿Qué sabes sobre mi padre?
Alfred se encogió de hombros ingenuamente.
—Sólo lo que tu madre me contó. Dijo que ella era joven y lo amaba, pero que era un amor imposible, habló de las responsabilidades que él tenía para con su familia, pero en realidad no fue clara.
—¿Cuándo te lo contó? —le pregunté, con una voz tan tenue como la nieve.
—¿Qué?
—Lo de mi padre.
Me envolví en el chal, ciñéndolo firmemente alrededor de los hombros.
—En los últimos tiempos solía visitarla con frecuencia. Estaba muy sola desde que te fuiste a Londres. Cuando tenía un rato le hacía compañía y conversaba con ella.
Me preguntaba si era posible que, después de haberme ocultado celosamente sus secretos durante toda la vida, mi madre al fin hubiera hablado con tanta espontaneidad.
—¿Te dijo algo más?
—No —contestó Alfred—. No mucho. Nada más sobre tu padre. Para ser honesto, yo era quien más hablaba, ella era más dada a escuchar, ¿verdad?
Yo no sabía qué pensar. Todo lo ocurrido ese día era muy perturbador. El entierro de mi madre, la inesperada llegada de Alfred, la revelación de que él y mi madre se veían regularmente y habían hablado sobre mi padre. Un tema vedado para mí, sobre el cual ni siquiera osaba preguntar. Cuando llegamos a la entrada de Riverton apuré el paso, para liberarme de mis emociones. Agradecí estar en medio de la niebla que flotaba en el sendero largo y oscuro. Me dejé llevar por una fuerza que parecía atraerme inexorablemente.
Podía oír a Alfred que, detrás de mí, trataba de caminar más rápido para alcanzarme. Mis pasos hacían crujir las ramas caídas en el suelo. Los árboles parecían escuchar furtivamente nuestra conversación.
—Pensé escribirte, Grace —declaró de pronto—. Responder a tus cartas —continuó, ya junto a mí—. Intenté hacerlo muchas veces.
—¿Por qué no lo hiciste? —le pregunté, sin detenerme.
—No encontraba las palabras adecuadas. Ya sabes cómo funciona mi cabeza. Desde la guerra… —Alfred levantó una mano y se dio unos golpecitos en la frente—. Sencillamente, hay algunas cosas que ya no puedo hacer. No como antes. Las palabras y las cartas están entre ellas —señaló, acelerando el paso para no quedar rezagado—. Además —añadió, tratando de respirar más serenamente— hay cosas que sólo pueden decirse en persona.
Sentí el aire helado en las mejillas. Caminé más lentamente.
—¿Por qué no me esperaste el día del teatro? —pregunté suavemente.
—Lo hice, Grace.
—Pero regresé… apenas pasadas las cinco.
Alfred suspiró.
—Me fui a las cinco menos diez. Debimos de cruzarnos —señaló meneando la cabeza—. Habría esperado más, Grace, pero la señora Tibbit dijo que seguramente lo habías olvidado. Que habías salido a hacer un encargo y que tardarías horas en volver.
—¡Pero no era cierto!
—¿Por qué inventaría algo así? —preguntó Alfred, confundido.
Yo levanté los hombros con impotencia, y los dejé caer.
—Porque así es ella.
Habíamos llegado al final del sendero. Allí, en la colina, estaba Riverton, grande y oscura, el atardecer comenzaba a envolverla. Hicimos una pausa involuntaria antes de seguir hacia la fuente y dirigirnos a la zona del servicio.
—Fui a buscarte —expliqué cuando entramos en la rosaleda.
—No es posible. ¿Lo hiciste?
Asentí.
—Esperé delante del teatro hasta el final. Pensé que podría encontrarte.
—Oh, Grace, lo siento mucho —declaró Alfred, deteniéndose al pie de la escalera.
Yo también me detuve.
—Nunca debí escuchar a la señora Tibbit.
—No podías saberlo.
—Pero debía haber confiado en que regresarías. Es sólo que… —Alfred miró hacia la puerta de la zona del servicio, que estaba cerrada. Cerró la boca, luego suspiró—. Había algo rondando en mi cabeza, Grace. Algo importante de lo que me habría gustado hablar contigo. Ese día estaba alterado, hecho un manojo de nervios —reveló, y meneó la cabeza—. Cuando pensé que te habías olvidado de mí, me alteré tanto que no pude quedarme allí un minuto más. Salí de esa casa tan rápido como pude, caminé sin saber adonde iba.
—Pero Lucy… —dije serenamente, mientras observaba cómo la nieve se derretía en contacto con mis guantes—. Lucy Starling…
Alfred suspiró y miró por encima de mi hombro.
—Invité a Lucy Starling para darte celos, Grace. Admito que fui injusto, lo sé, contigo y con Lucy. —Alfred extendió tímidamente su mano y con un dedo me levantó el mentón para que mis ojos se encontraran con los suyos—. Fue la desilusión lo que me hizo actuar de ese modo, Grace. Durante todo el trayecto desde Saffron iba imaginando el momento de nuestro encuentro, ensayando las palabras que iba a decirte.
Sus ojos color avellana me miraban muy serios, su mandíbula estaba tensa.
—¿Qué ibas a decirme?
Él sonrió nerviosamente.
Se oyó el sonido de los goznes de hierro y la puerta de la zona trasera se abrió, dejando a la vista la gruesa silueta de la señora Townsend. Sus mejillas regordetas estaban rojas por haber estado junto al fuego y la boca dibujaba una «o» de emoción.
—¡Aquí están! ¿Qué hacéis ahí fuera con este frío? —exclamó, y dirigiéndose a los que estaban dentro dijo—: Ya les anuncié que eran ellos. —Se volvió para hablar con nosotros—. Le dije al señor Hamilton: «Oigo voces afuera». Él respondió que era sólo mi imaginación, porque no había razón para que alguien deseara estar a la intemperie en lugar de entrar en un lugar cálido y agradable. Yo contesté que no podía darle una explicación, pero que, salvo que mis oídos me engañaran, ahí estabais. Y así fue. Tenía razón, señor Hamilton —gritó la cocinera antes de extender su brazo e invitarnos a pasar—. Pasad, os vais a morir de frío ahí afuera.
La elección
Había olvidado cómo era la zona de servicio de Riverton: la oscuridad, los techos bajos, el frío suelo de mármol. Había olvidado también el viento invernal que entraba desde el jardín, que silbaba a través de las grietas abiertas entre los bloques de piedra. La casa del número diecisiete, en cambio, contaba con los sistemas más novedosos de aislamiento y calefacción, instalados por iniciativa de Deborah.
—Pobrecita —dijo la señora Townsend abrazándome, invitándome a apoyar mi cabeza en su cálido pecho. Los hijos que nunca tuvo podrían haber disfrutado de una agradable sensación. Pero, como mi madre sabía de sobra, la familia era lo primero que un sirviente debía sacrificar—. Ven, siéntate. Myra, prepara una taza de té para Grace.
—¿Dónde está Katie? —pregunté sorprendida.
Todos se miraron entre sí.
—¿Qué ha ocurrido? Nada desagradable, supongo. Alfred me lo habría dicho.
—Se ha casado —reveló Myra con disgusto antes de dirigirse rápidamente a la cocina.
No podía creerlo. La señora Townsend bajó la voz y dijo velozmente:
—Un tipo del norte, que trabaja en las minas. Yo la había enviado al pueblo con un encargo, y allí lo conoció. Niña tonta. Todo ocurrió con una rapidez espantosa. No me sorprendería que hubiera un bebé en camino.
La cocinera se alisó el delantal, complacida con el efecto que sus palabras habían tenido sobre mí, y miró hacia la cocina.
—Trata de no hablar de eso delante de Myra, está verde de rabia, como los dedos de un jardinero, aunque ella asegure que no es así.
Asentí, demudada. ¿La pava de Katie casada? ¿Con un hijo en camino?
Mientras trataba de acostumbrarme a las importantes novedades, la señora Townsend seguía insistiendo en que me sentara junto al fuego, en que estaba demasiado delgada y pálida y que un poco de su budín de Navidad me ayudaría a restablecerme. Cuando salió para buscar una porción, sentí que todos me miraban atentamente. Aparté a Katie de mis pensamientos y me interesé por saber cómo estaban las cosas en Riverton.
Todos permanecieron en silencio, mirándose unos a otros, hasta que el señor Hamilton habló.
—En fin, Grace, las cosas no siguen como tú las recuerdas.
Le pregunté a qué se refería.
—Todo es mucho más tranquilo ahora —explicó alisándose la chaqueta—. Trabajamos a un ritmo más lento.
—Esto parece un castillo fantasma —comentó Alfred, inquieto. Desde que llegamos se había quedado junto a la puerta—. Los de arriba vagan de un lado a otro como almas en pena.
—¡Alfred! —le llamó la atención el señor Hamilton, aunque con menos vigor del que yo habría esperado—. Estás exagerando.
—No exagero, señor Hamilton. Grace es una de nosotros, podemos decirle la verdad. —Alfred me miró—. Es lo que te conté en Londres. Desde que la señorita Hannah se fue, el amo no ha vuelto a ser el mismo.
—Es cierto que estaba alterado, pero no sólo porque la señorita Hannah se había ido en malos términos con él, sino también porque perdió su fábrica y a su madre —aclaró Myra. Luego se inclinó hacia mí—. Si pudieras ver cómo están las cosas arriba… Todos ponemos nuestro mayor empeño, pero no es fácil. Él no permite que contratemos gente para hacer reparaciones, dice que el ruido de los martillos lo altera. Nos hemos visto obligados a clausurar la mayor parte de las habitaciones. Como asegura que ya no recibirá invitados, cree que no es necesario desperdiciar tiempo y energía en tareas de mantenimiento. Una vez me descubrió limpiando la biblioteca y estuvo a punto de pedir mi cabeza. —Myra echó un vistazo al señor Hamilton—. Ya nadie se ocupa de controlar las cuentas.
—Porque no hay una mujer que dirija la casa —sentenció la señora Townsend, que mientras regresaba con una porción de pudín se lamía la nata del dedo—. Siempre es así cuando falta una mujer.
—Él pasa la mayor parte del tiempo en el salón —prosiguió Myra—, fumando su pipa y mirando por la ventana. O escuchando viejas canciones. A veces da miedo.
—Ya es suficiente, Myra —interrumpió el señor Hamilton, con cierta impotencia—. No nos corresponde criticar al amo —concluyó, y se quitó las gafas para frotarse los ojos.