Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Tal vez eso explique la inusual conversación que tuvo lugar durante la cena, o quizá fue la presencia de la señora Christie lo que indujo a tratar esos temas, por no mencionar los artículos que los periódicos habían publicado en los últimos tiempos.
—Deberían colgarlos a los dos —sugirió Teddy con ímpetu—. A Edith Thompson y a Freddy Bywaters. Y también a ese otro tipo, que mató a su esposa a principios de año en Gales. No recuerdo su nombre, pero era miembro del ejército, ¿verdad, coronel?
—El mayor Herbert Rowse —apuntó el coronel Christie.
Emmeline se estremeció histriónicamente.
—Es inimaginable que alguien asesine a su propia esposa, a la que se supone que ama.
—La mayoría de los asesinatos son cometidos por personas que dicen amarse —señaló la señora Christie.
—En general, la gente se está volviendo más violenta —opinó Teddy, y encendió un cigarro—. Basta con abrir el periódico para comprobarlo. Poco ha ayudado la prohibición de llevar pistolas.
—Esto es Inglaterra, señor Luxton, la tierra de las cacerías de zorro. No es difícil conseguir un arma de fuego.
—Tengo un amigo que siempre lleva consigo un revólver —intervino Emmeline.
—No es cierto —replicó Hannah, meneando la cabeza. Luego se dirigió a la señora Christie—. Me temo que mi hermana ha visto demasiadas películas estadounidenses.
—Es verdad —aseguró Emmeline—. Este amigo al que frecuento, al que concederé el beneficio del anonimato, me contó que era tan sencillo como comprar un paquete de cigarrillos. Se ofreció a conseguir uno para mí cuando lo deseara.
—Apuesto a que es Harry Bentley —afirmó Teddy.
—¿Harry? —exclamó exageradamente Emmeline agitando las negras pestañas de rímel—. Harry es incapaz de matar una mosca. Tal vez te refieras a Tom, su hermano.
—Conoces a demasiada gente indeseable. Como recordarás, llevar armas es ilegal, además de peligroso.
Emmeline se encogió de hombros.
—Aprendí a disparar cuando era casi una niña. Todas las mujeres de mi familia saben usar armas. De lo contrario, la abuela nos habría repudiado. Pregúntale a Hannah. En una oportunidad trató de evitar la cacería, dijo que no le parecía correcto matar animales indefensos. La abuela le respondió sin vacilar, ¿no es así, Hannah?
Hannah alzó las cejas y tomó un sorbo de vino tinto, mientras su hermana continuaba.
—La abuela le dijo: «Es una tontería. Eres una Hartford. Llevas en la sangre la afición por la caza».
—Respeto su punto de vista, pero eso no modifica el mío —sentenció Teddy—. No habrá revólveres en esta casa. No quiero pensar lo que opinarían mis electores si supieran que no respeto la prohibición de tener armas de fuego.
—Futuros electores —precisó Hannah.
Emmeline puso los ojos en blanco.
—Tranquilízate, Teddy —le aconsejó Emmeline—. Si sigues así, tendrás un ataque al corazón y ya no necesitarás preocuparte por las armas de fuego. No he dicho que tenga intención de comprar un revólver. Sólo intentaba referirme a que una chica debe tener mucho cuidado hoy en día, cuando se oyen constantemente historias de esposos que se matan entre sí. ¿Está de acuerdo, señora Christie?
La señora Christie había estado atenta al diálogo con una expresión irónica, divertida.
—Me temo que no tengo mucho que decir sobre las armas. Mi especialidad son los venenos.
—Eso debe de ser inquietante, Archie —opinó Teddy, haciendo gala de un sentido del humor que yo no le conocía—. Una esposa aficionada al veneno.
Archibald Christie sonrió levemente.
—Es sólo una de las encantadoras aficiones de mi esposa.
Los esposos Christie se miraron a través de la mesa.
—No más encantador que tus sórdidas aficiones —replicó la señora Christie—, y mucho menos miserables.
Esa misma noche, ya tarde, después de que los invitados se retiraran, tomé mi ejemplar de
El misterioso caso de Styles
que tenía debajo de la cama. Era un regalo de Alfred y estaba tan absorta releyendo, una vez más, su dedicatoria, que no oí la campanilla del teléfono. Seguramente el señor Boyle había transferido la llamada a la habitación de Hannah. En ese momento no le di importancia. Comencé a preocuparme cuando el mayordomo llamó a mi puerta para decirme que la señora quería verme.
Hannah todavía tenía puesto su vestido de seda gris claro. El cabello rubio y ondulado le enmarcaba el rostro y una diadema de brillantes adornaba su cabeza. Estaba de pie, de espaldas a mí. Se volvió cuando entré en la habitación.
—Grace —dijo, tomando mis manos entre las suyas. El gesto me alarmó, era demasiado personal. Algo había ocurrido.
—Sí, señora.
—Siéntate, por favor —rogó, indicándome que tomara asiento en el sillón, junto a ella. Luego me miró, con sus ojos azules cargados de preocupación.
—¿Qué ocurre, señora?
—He recibido una llamada de tu tía.
En ese instante comprendí de qué se trataba.
—Mi madre.
—Lo siento mucho, Grace —comentó, meneando suavemente la cabeza—. Su hora había llegado. El médico no pudo hacer nada.
Hannah se ocupó de organizar mi viaje a Saffron Green. Al día siguiente, por la tarde, trajeron el coche del garaje. Viajé en el asiento de atrás. Fue muy amable de su parte, era mucho más de lo que yo esperaba, ya tenía previsto tomar el tren. Pero Hannah insistió, disculpándose por no poder acompañarme porque esa noche debía asistir a la cena en la que se proclamaría la candidatura de Teddy.
Miré por la ventanilla mientras el chófer avanzaba por distintas calles. Londres se fue transformando en una ciudad menos grandiosa, más sucinta y decrépita hasta que por fin desapareció detrás de nosotros. Salimos a la carretera, a ambos lados podía ver el campo. A medida que nos alejábamos hacia el este, el tiempo se volvió más frío. Una lluvia de aguanieve salpicaba las ventanillas del coche. El paisaje parecía adormecido. El invierno había despojado al mundo de su vitalidad y color. Los campos nevados se fundían con las nubes color malva. Poco a poco comenzaron a distinguirse los bosques de Suffolk, con sus tonos pardos y verde musgo.
Dejamos la carretera principal y seguimos por el camino a Saffron, que se abría en medio de pantanos fríos y solitarios. Los juncos plateados se estremecían bajo las ráfagas de viento helado, y algunas plantas herbáceas colgaban como encajes de los árboles desnudos. Yo contaba las curvas y, por algún motivo, contenía el aliento. Volví a respirar normalmente cuando dejamos atrás el desvío que llevaba a Riverton. El conductor siguió hacia el pueblo y se detuvo frente a la casita de piedra gris de Market Street, tan silenciosa, como siempre, entre otras dos, iguales a ella. El chófer me abrió la puerta y dejó mi pequeña maleta en la acera.
—Hemos llegado —anunció.
Le di las gracias.
—Pasaré a buscarla dentro de cinco días, tal como me ordenó la señora.
Me quedé observando cómo el automóvil desaparecía del camino, fui hacia Saffron High Street y sentí la imperiosa necesidad de pedirle que regresara, de rogarle que no me dejara allí. Pero era demasiado tarde. Permanecí en la penumbra, mirando la casa donde había pasado los primeros años de mi vida, el lugar donde mi madre había vivido y había muerto. Y no sentí nada.
Desde que Hannah me diera la noticia no había sentido nada. Durante todo el viaje había tratado de recordar: mi madre, mi pasado, yo misma. ¿Adónde habían huido los recuerdos de la infancia? Debían de ser muchos. Experiencias inéditas y definidas. Tal vez los niños están tan cautivados por lo que ocurre en el presente que no tienen tiempo o voluntad de conservar imágenes para el futuro.
Las luces de la calle se encendieron y tiñeron de un color amarillento el aire frío. Nuevamente comenzó a caer aguanieve. Vi las gotas a la luz de los faroles aun antes de sentir mis mejillas húmedas.
Recogí la maleta, saqué la llave. Mientras subía los escalones de la entrada, la puerta se abrió. Apareció mi tía Dee, la hermana de mi madre, sosteniendo una lámpara. Las sombras que se proyectaban en su cara le daban la apariencia de una mujer más vieja y encorvada de lo que era en realidad.
—Ya estás aquí —constató—. Entra.
Mi tía me llevó primero a la sala de estar. Me dijo que estaba usando mi antigua cama, por lo que yo podría dormir en el sofá. Dejé la maleta contra la pared y ella resopló.
—He preparado una sopa para la cena. Tal vez no se parezca a lo que sueles comer en la gran casa de Londres, pero será suficientemente buena para personas sencillas como yo.
—Me encantará la sopa.
Comimos en silencio. La tía ocupó la cabecera de la mesa. A sus espaldas la cocina irradiaba calor. Yo elegí el asiento de mi madre, junto a la ventana. La escarcha se había convertido en nieve y golpeteaba contra los cristales de la ventana. Por lo demás, el único ruido perceptible era el que hacían nuestras cucharas y, ocasionalmente, el crepitar del fuego en la cocina.
—Supongo que quieres ver a tu madre —señaló mi tía cuando dimos por terminada la cena.
Mi madre estaba tendida en su colchón, con el cabello castaño suelto, echado hacia atrás. Yo estaba acostumbrada a verla con el pelo recogido. Pude apreciar que era muy largo y mejor que el mío. Alguien, quizá mi tía, la había cubierto con una manta liviana que le llegaba hasta el mentón, como si estuviera dormida. Parecía más ajada, más vieja, más consumida de lo que recordaba. Era difícil distinguir su silueta bajo la manta. Después de tantos años, el colchón se había ahuecado con la forma de su cuerpo. Incluso parecía que no estaba allí, que se había desintegrado.
Bajamos y mi tía preparó el té. Lo bebimos en la sala de estar sin apenas hablar. Después comenté que estaba cansada debido al viaje, y comencé a estirar sobre el sofá las sábanas y la manta que mi tía me había preparado, pero no pude encontrar el almohadón de mi madre, no estaba en su lugar. Mi tía me observaba.
—Si lo que buscas es el almohadón, lo tiré. Estaba raído y mugriento. Le descubrí un agujero en la parte de abajo. Y pensar que lo suyo era la costura. —Chasqueó la lengua—. Me gustaría saber qué hacía con el dinero que yo le enviaba.
Mi tía se fue a dormir en la habitación contigua a la de su hermana muerta. Oí el crujido del suelo de madera, y el chirriar de los muelles de la cama. Luego la casa quedó en silencio.
Tendida en el sofá, a oscuras, no podía conciliar el sueño. Imaginaba a mi tía observando con mirada crítica los objetos de mi madre, a quien la muerte había tomado desprevenida, sin darle la posibilidad de prepararse para dar mejor impresión. Debería haber llegado yo primero para ocuparme de eso. Por fin, lloré un poco.
La enterramos en el cementerio, cerca del prado de la feria. El cortejo fúnebre fue reducido pero respetable: la señora Rodgers, la propietaria de la tienda de vestidos del pueblo para quien mi madre hacía trabajos de costura. Y el doctor Arthur. Era un día gris, como correspondía a la ocasión. El aire estaba fresco y todos sabíamos que la nieve volvería a caer de un momento a otro. El vicario leyó rápidamente un pasaje de la Biblia, con un ojo atento al cielo. No supe si su mirada se dirigía a Dios o si le preocupaba el tiempo. Habló sobre el deber y la responsabilidad, y la dirección que imprimen al curso de la vida.
No puedo recordar los detalles, mi mente estaba dispersa. Seguía tratando de recordar cómo era mi madre durante mi infancia. Es gracioso. Ahora que soy vieja los recuerdos acuden a mi mente sin que los invoque: mi madre enseñándome cómo limpiar las ventanas para que no quedasen marcas; mi madre cociendo el jamón para Navidad mientras el vapor le quitaba vitalidad a su cabello; mi madre haciendo un gesto de desaprobación cuando la señora Rodgers le decía algo acerca de su esposo. Pero entonces sólo pude ver el rostro hundido de la noche anterior.
Una ráfaga de aire helado azotó mi falda, que se adhirió a las medias. Miré hacia el cielo, cada vez más oscuro, y distinguí una silueta en la colina, junto al antiguo roble. Era un hombre. Un caballero, hubiera asegurado. Tenía un largo abrigo negro y un sombrero rígido y brillante. Llevaba un bastón, o tal vez fuera un paraguas cerrado. En un primer momento no le presté demasiada atención. Supuse que era alguien que visitaba otra tumba. Era extraño que un caballero, que seguramente tendría un cementerio familiar en su propia finca, llorara a un difunto entre las tumbas del pueblo. Pero en aquel momento no lo pensé.
Cuando el vicario arrojó el primer puñado de tierra sobre el ataúd de mi madre, volví a mirar hacia el árbol. El caballero todavía estaba allí. Observándonos, según advertí. Había empezado a nevar, y miró hacia arriba. Pude ver su rostro.
Era el señor Frederick, aunque estaba muy cambiado. Como un personaje de cuento de hadas que ha sido víctima de una maldición, había envejecido súbitamente.
El vicario concluyó apresuradamente, y el hombre de la funeraria ordenó que, habida cuenta de las condiciones climáticas, la tumba se cubriera rápidamente.
Mi tía estaba junto a mí.
—Qué descaro —farfulló.
Creí que se refería al sepulturero o incluso al vicario. Pero cuando seguí la dirección de su mirada comprobé que se refería al señor Frederick. Me pregunté cómo podía saber quién era. Supuse que mi madre le habría dicho quién era en alguna visita de mi tía a Riverton.
—Qué descaro. Presentarse aquí —repitió meneando la cabeza y apretando los labios—. Ni siquiera en esta ocasión puede comportarse correctamente, después de todo lo que hizo.
Para mí sus palabras no tenían sentido. Cuando quise preguntarle a qué se refería, ella ya había dado media vuelta y estaba sujetándose el sombrero mientras le daba las gracias al vicario por el servicio. Interpreté que culpaba a la familia Hartford por los problemas de salud de mi madre, aunque la acusación me parecía injusta. Porque si bien era cierto que los años de servicio habían debilitado su columna, la artritis y el embarazo habían sido los responsables de que perdiera su trabajo.
De pronto todos los pensamientos relacionados con mi tía se evaporaron. De pie junto al vicario, con un sombrero negro en la mano, estaba Alfred.
Desde el otro lado de la tumba me miró y me hizo una seña.
Yo dudé y asentí torpemente. Me castañearon los dientes.
Él avanzó hacia mí. Yo no le quitaba los ojos de encima. Temía que, si lo hacía, él desaparecería. En un instante estuvo a mi lado.