Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Agradezco las amables palabras de lady Pemberton-Brown pero le digo que no es probable que abandone mi puesto en casa de los Luxton. Ella me pide que lo piense. Dice que volverá al día siguiente para saber si he cambiado de idea.
Y lo hace, entre sonrisas y halagos.
Vuelvo a decir que no. Esta vez, con más firmeza. Le digo que tengo claro cuál es el lugar al que pertenezco. Que sé con quién y para quién quiero trabajar.
Unas semanas más tarde, nuevamente en la casa del número diecisiete, Hannah descubre lo ocurrido con lady Pemberton-Brown. Una mañana me llama al salón. En cuanto entro percibo que no está de buen humor, aunque todavía no sé por qué. La veo caminar de un lado a otro de la sala.
—¿Puedes imaginarte lo que significa descubrir, en medio de un almuerzo con siete mujeres que intentan hacerme quedar como una estúpida, que a mi doncella le han ofrecido trabajo en otra casa?
Inspiro. Me ha cogido desprevenida.
—Estaba sentada entre ellas, cuando comenzaron a hablar del asunto, entre risas por si fuera poco, fingiendo sorprenderse de que yo no lo supiera, de que algo así pudiera suceder delante de mis narices. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Lo siento, señora.
—También yo. Necesito confiar en ti, Grace. Y pensé que podía hacerlo, después de tanto tiempo, después de todo lo que hemos pasado juntas.
Aún no he tenido respuesta de Alfred. El desánimo y la preocupación se apoderan de mi voz y le dan un matiz áspero.
—Rechacé la proposición de lady Pemberton-Brown, señora. No se me ocurrió mencionarlo porque no tenía intención de aceptar.
Hannah se detiene, me mira, suspira. Se sienta en el borde del sillón y menea la cabeza. Sonríe levemente, se la ve más pálida de lo habitual.
—Oh, Grace, perdona. Me he comportado de un modo detestable. No sé por qué he reaccionado así.
Durante un minuto guarda silencio, con la frente apoyada en una mano. Cuando levanta la cabeza me mira fijamente y me dice con voz baja y temblorosa:
—Todo es tan distinto a como había imaginado, Grace.
Se la ve tan endeble que de inmediato lamento haberle hablado tan duramente.
—¿A qué se refiere, señora?
—A todo —afirma, mirándome con desánimo—. Todo esto: esta habitación, esta casa, Londres, mi vida. Me siento totalmente desvalida. A veces trato de recapitular para comprender cuándo tomé la primera decisión errónea. —Su mirada se aparta de mí y se dirige a la ventana—. Siento que la verdadera Hannah Hartford huyó para vivir su verdadera vida y me dejó aquí en su lugar —confiesa, volviéndose hacia mí—. ¿Recuerdas que el año pasado fui a ver a una espiritista?
—Sí, señora —digo con recelo.
—No pudo decirme nada. —Por un instante me siento aliviada. Ella continúa—: No pudo. Lo intentó: me pidió que me sentara frente a ella y tomara una carta. Pero cuando se la entregué y la miró, volvió a meterla en la baraja y me pidió que eligiera otra. Por su expresión comprendí que era la misma carta y supe cuál era. La carta de la muerte. —Hannah se pone de pie y recorre la habitación—. Al principio no quiso decírmelo. Tomó mi mano y tampoco se atrevió a contarme lo que leía en ella. Se disculpó explicando que no comprendía el significado, que era confuso, que su visión era borrosa, pero sí me aseguró algo, dijo que la muerte me estaba rondando y que debía estar atenta. No podía precisar si se trataba de muertes del pasado o el futuro, pero había algo oscuro.
Me esfuerzo por demostrar convicción y le digo que no debe permitir que eso la inquiete, que tal vez fuera una maniobra para obtener más dinero de ella, para asegurarse de que regresaría, ansiosa por saber más. Que, después de todo, es una apuesta segura en esta época, dado que todos los habitantes de Londres han perdido algún ser querido, y en especial los que requieren los servicios de una espiritista. Pero Hannah menea la cabeza con impaciencia.
—Sé lo que quiso decir, lo he deducido por mí misma. He leído sobre el tema. Hablaba de una muerte simbólica. A veces el lenguaje de las cartas es metafórico. Soy yo. Interiormente estoy muerta. Lo he sentido durante largo tiempo. Es como si hubiera muerto y todo lo que me ocurre no es más que el extraño y horrendo sueño de otra persona.
No sé qué decir. Le asevero que no está muerta. Que todo es real.
Ella sonríe con tristeza.
—Ah, entonces es peor aún. Si ésta es la vida real, no me queda nada.
Extrañamente sé exactamente lo que debo decir.
Más una hermana que una doncella
.
—Me tiene a mí, señora.
Hannah me mira y coge mi mano. La aprieta casi bruscamente.
—No me dejes, Grace. Por favor, no me dejes.
—No lo haré, señora —afirmo, conmovida por su solemnidad—. Nunca lo haré.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Y para bien o para mal, cumplí mi palabra.
Resurrección
Oscuridad. Silencio. Figuras sombrías. Esto no es Londres. No es la sala de estar del diecisiete de Grosvenor Square. Hannah se ha esfumado. De momento.
Oigo una voz, alguien se acerca a mí en la oscuridad.
—Bienvenida a casa.
Parpadeo lentamente, una y otra vez.
Conozco esa voz. Es Sylvia. Súbitamente me siento vieja y cansada. Incluso mis párpados parecen muertos, funcionan mal, como un par de cortinas con cuerdas gastadas.
—Ha estado dormida mucho tiempo. Nos ha dado un buen susto. ¿Cómo se siente?
Fuera de lugar, de época. De sobra.
—¿Quiere un vaso de agua?
Asiento con la cabeza. No puedo hablar porque tengo un tubito en la boca. Tomo un sorbo. Agua tibia. Algo familiar.
Me siento inexplicablemente triste. No, no es inexplicable. Estoy triste porque la balanza se ha desequilibrado y sé lo que se avecina.
Es sábado otra vez. Ha pasado una semana desde la feria de primavera. Desde mi colapso, como prefieren llamarlo. Estoy en mi habitación, en mi cama. Las cortinas están abiertas y el sol brilla a través de los arbustos. Es por la mañana, hay pájaros. Espero una visita. Sylvia ha estado aquí y me ha preparado para recibirla. Estoy apoyada en una pila de almohadas, como aquella muñeca de miss Polly en la canción. La sábana de arriba está prolijamente doblada, una franja amplia y lisa queda debajo de mis manos. Sylvia está decidida a que luzca presentable y no tengo deseos de resistirme. Que Dios se apiade de mí, incluso le he permitido que me peine y me maquille.
Golpean la puerta.
Ursula asoma la cabeza, comprueba que estoy despierta, sonríe. Hoy tiene el cabello peinado hacia atrás, su cara queda al descubierto. Una cara pequeña y redonda, que me atrae inexplicablemente.
Ahora está junto a la cama, con la cabeza inclinada. Me mira con esos grandes ojos oscuros, los ojos de una antigua pintura al óleo.
Hace la pregunta de rigor.
—¿Cómo está?
—Mucho mejor, gracias por venir.
Ella menea rotundamente la cabeza. Con su gesto parece decirme: «No diga tonterías».
—Tendría que haber venido antes, pero no lo supe hasta ayer, cuando llamé.
—Es mejor que no lo hiciera. He estado muy solicitada. Mi hija estuvo instalada aquí desde que sucedió. Le di un gran susto.
—Lo sé. La he visto en el pasillo —indica y me dedica una sonrisa cómplice—. Me pidió que no la alterara.
—Dios no lo permita.
Ursula se sienta en la silla, junto a mis almohadas, y deja su bolso en el suelo.
—La película —le digo—. Cuénteme cómo va el rodaje.
—Está casi lista. Ya hemos completado la edición final y estamos terminando la posproducción y la banda sonora.
—Banda sonora —repito. Por supuesto, la tragedia debe desarrollarse con música de fondo—. ¿De qué clase?
—Canciones de los años veinte, principalmente melodías de baile. Y algunas composiciones para piano, tristes, hermosas, románticas. Del estilo de Tori Amos.
Mi falta de expresividad hace que continúe, tratando de mencionar músicos que conozco.
—Hay algo de Debussy, de Prokofiev.
—¿Chopin?
Ursula me mira sorprendida.
—¿Chopin? No. ¿Debería estar? No me diga que una de las chicas era fanática de Chopin.
—No, su hermano David tocaba obras de Chopin.
—Oh, menos mal. Él no es uno de los personajes principales. Murió demasiado pronto, no tuvo gran influencia en los hechos.
Es discutible, pero me callo.
—¿Qué tal ha quedado? ¿Es una buena película? —pregunto. Ella se muerde el labio, suspira.
—Creo que sí, eso espero. Me preocupa que hayamos perdido la perspectiva.
—¿Es tal como la imaginó?
—Sí y no —responde, y acompaña su respuesta moviendo la cabeza de un lado a otro—. Es difícil explicarlo. —Ursula suspiró otra vez—. Antes de empezar, cuando todo estaba en mi cabeza, el proyecto tenía un potencial ilimitado. Ahora se ha convertido en una película y siento que está llena de limitaciones.
—Sospecho que es lo que ocurre con la mayoría de los proyectos.
Ella asiente.
—No obstante, tengo una gran responsabilidad para con ellos y su historia. Quería que la película fuera perfecta.
—Nada es perfecto.
—No —admite sonriendo—. A veces creo que no soy la persona indicada para contar la historia. ¿Cómo puedo saber si la he comprendido correctamente?
—Lytton Strachey solía decir que la ignorancia es el primer requisito para un historiador.
Ella frunce el ceño.
—La ignorancia aporta claridad. Selecciona y omite con serena perfección.
—La construcción de un buen relato deja de lado una porción considerable de verdad, ¿es eso lo que quiere decir?
—Algo por el estilo.
—¿Pero la verdad no es lo más importante? Especialmente en una película biográfica.
—¿Qué es la verdad? —pregunto, y si tuviera energía suficiente me encogería de hombros.
—Es lo que verdaderamente ocurrió. —Ursula me mira como si yo hubiera perdido el juicio—. Usted lo sabe, ha pasado años hurgando en el pasado. Buscando la verdad.
—Eso hice, y me pregunto si alguna vez la encontré.
Me estoy cayendo. Ursula lo advierte, me toma suavemente por los antebrazos y vuelve a sentarme. Antes de que ella pueda entrar en discusiones semánticas, yo continúo.
—Cuando era joven quería ser detective.
—¿De verdad? ¿Un detective de la policía? ¿Por qué cambió de idea?
—Los policías me ponen nerviosa.
—Habría sido un problema —señala sonriente.
—En cambio, me convertí en arqueóloga. En realidad no son ocupaciones tan distintas.
—La única diferencia es que las víctimas han muerto hace tiempo.
—Sí. Fue Agatha Christie quien me dio la idea. Uno de sus personajes. El que le dijo a Hércules Poirot: «Usted sería un buen arqueólogo, señor Poirot. Tiene el don de recrear el pasado». Lo leí durante la guerra, la segunda guerra. Por entonces había prometido no leer más relatos de misterio, pero una compañera enfermera tenía el libro, y es difícil abandonar las antiguas costumbres.
Ursula sonríe y de inmediato exclama:
—¡Oh! Eso me recuerda que le he traído algo. —Luego toma su bolso y saca una pequeña caja rectangular. Tiene el tamaño de un libro, pero hace ruido—. Son grabaciones de Agatha Christie. No sabía que había prometido abandonar los relatos de misterio —se disculpa, y se encoge de hombros avergonzada.
—No tiene importancia. Fue una promesa circunstancial, un frustrado intento de dejar atrás mi parte juvenil. Volví a mi antiguo hábito en cuanto la guerra terminó.
Ursula señala el
walkman
que está sobre mi mesilla.
—¿Podemos oírla antes de que me vaya?
—Sí, oigámosla.
Ella rasga el envoltorio de plástico, saca la primera casete y abre el
walkman
.
—Hay una casete dentro. —La toma y me la muestra. Es la cinta que grabo para Marcus—. ¿Es para él? ¿Para su nieto?
Asiento.
—Por favor, déjela sobre la mesilla, la necesitaré más tarde. Es verdad. El tiempo se me está acabando. Lo percibo y estoy decidida a terminar mi tarea.
—¿Ha sabido algo de él? —pregunta Ursula.
—Todavía no.
—Pronto tendrá noticias, estoy segura.
Estoy demasiado cansada para tener fe, pero la suya es ferviente, y asiento de todos modos.
Ursula pone en marcha la cinta de Agatha y la deja sobre la mesilla. Se cuelga el bolso al hombro dispuesta a marcharse.
Estrecho su mano muy suavemente.
—Quiero pedirle algo, un favor, antes de que Ruth…
—Por supuesto, lo que sea —asiente Ursula con gesto inquisidor. Ha detectado la urgencia en mi voz—. ¿De qué se trata?
—Riverton. Quiero ver Riverton. Quiero que usted me lleve.
Ella cierra la boca, frunce el ceño. La he puesto en un aprieto.
—No sé, Grace, ¿qué dirá Ruth?
—Dirá que no, por eso se lo pido a usted.
Ursula mira hacia la pared. La he perturbado.
—Tal vez pueda traerle algunas de las escenas que filmamos. Las he grabado en vídeo.
—No —descarto con firmeza—. Necesito volver. Pronto. Necesito ir allí pronto.
Sus ojos vuelven a mirarme y antes de que asienta con la cabeza sé que aceptará.
Le devuelvo el gesto en señal de gratitud. Luego señalo la casete.
—Tuve oportunidad de conocerla, ¿sabe? A Agatha Christie.
Finales de 1922. Teddy y Hannah recibían invitados para cenar en la casa del número diecisiete. Teddy y su padre tenían negocios en común con Archibald Christie, algo relacionado con un invento que él estaba interesado en desarrollar.
Durante esos primeros años de la década, el matrimonio Luxton recibía invitados con frecuencia. Pero recuerdo en particular esa cena por diversos motivos. Uno de ellos es la presencia de Agatha Christie. Hasta ese momento sólo había publicado un libro,
El misterioso caso de Styles
, pero en mi imaginación Hércules Poirot ya había reemplazado a Sherlock Holmes, mi amigo de la niñez, y formaba parte de mi nuevo mundo.
También Emmeline estaba allí. Había pasado un mes en Londres. Tenía dieciocho años y había sido presentada en sociedad en la casa del número diecisiete. A diferencia de lo ocurrido con Hannah, no se hablaba de la necesidad de encontrarle un esposo. Sólo habían pasado cuatro años desde el baile de Riverton, y sin embargo los tiempos habían cambiado, y también las chicas. Se habían liberado de los corsés para someterse voluntariamente a la tiranía de las dietas. Todas tenían las piernas largas, el pecho plano y la cabeza vaporosa. Ya no susurraban cubriéndose la boca, no se ocultaban detrás de tímidas miradas. Bromeaban, bebían, fumaban e insultaban en camaradería con los chicos. Los vestidos eran más sueltos, y las telas más livianas, así como también lo eran las pautas morales.