Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—No —Emmeline bostezó—, ya lo conoces. Sabes cuál es su actitud una vez que toma una decisión.
—Sí —asintió Hannah—. Sin embargo, supuse…
Su voz se fue apagando y por un instante todos permanecimos en silencio. Deborah estaba de espaldas, pero pude advertir que sus orejas estaban alertas como las de un pastor alemán atento. Seguramente Hannah también lo había notado porque se irguió y cambió de tema con fingida alegría.
—No sé por qué me he acordado. Por cierto, he pensado buscar algún trabajo cuando te vayas.
—¿Trabajo? ¿En una tienda de ropa? —preguntó Emmeline.
Deborah soltó una carcajada. Selló el sobre y lo agitó. Dejó de reír cuando vio la expresión de Hannah.
—¿Lo dices en serio?
—Hannah siempre habla en serio —comentó Emmeline.
—El otro día, cuando tú estabas en la peluquería de Oxford Street —le refirió a Emmeline—, vi una pequeña editorial, Blaxland's, con un anuncio en la ventana. Buscaban editores. —Hannah enderezó los hombros—. Me encanta leer, me interesa la política, en gramática y ortografía mis conocimientos superan los de la mayoría.
—No seas ridícula, querida —observó Deborah, al tiempo que me entregó la carta con la indicación de que la despacharan por correo esa misma mañana, y volvió a dirigirse a Hannah—. Nunca te contratarán.
—Ya lo han hecho —contestó Hannah—. Me ofrecí en ese mismo momento. El editor dijo que necesitaba con urgencia un nuevo colaborador.
Deborah inspiró profundamente y obligó a sus labios a esbozar una tenue sonrisa.
—Bien, es un tema que está más allá de toda discusión.
—¿Qué discusión? —preguntó Emmeline fingiendo sinceridad.
—Acerca de lo que es correcto —explicó Deborah.
—No veo qué tiene que ver eso. —Emmeline comenzó a reír—. ¿Tú qué opinas?
Deborah inspiró y se dirigió fríamente a Hannah.
—¿Blaxland's? ¿No son ellos los que publican esos asquerosos opúsculos rojos que los soldados distribuyen en las esquinas? —Luego entrecerró los ojos—. A mi hermano le dará un ataque.
—No lo creo —repuso Hannah—, a menudo Teddy se compadece de los que no tienen trabajo.
Los ojos de Deborah se abrieron ostentosamente, con el asombro de un depredador fugazmente compadecido por su presa.
—No lo entiendes. Tiddles no es tan tonto como para arriesgarse a perder el apoyo de sus futuros electores.
Y si no era así en ese momento, sin duda lo fue esa noche, después de que Deborah hablara con él.
—Además… —añadió poniéndose en pie con aire triunfal, y ajustándose el sombrero frente al espejo de la chimenea—, más allá de la compasión, es inconcebible que a él pueda agradarle que seas aliada de la misma gente que imprimió los subversivos artículos que le hicieron perder su escaño.
El rostro de Hannah se demudó. No lo había tenido en cuenta. Echó un vistazo a Emmeline, que solidariamente se encogió de hombros. Deborah observaba sus reacciones en el espejo. Contuvo las ganas de sonreír y se encaró con Hannah emitiendo un desaprobatorio chasquido con la lengua.
—¿Podrías ser tan desleal?
Hannah suspiró.
—Y mi pobre hermano creyendo que eres una ingenua —afirmó meneando la cabeza—. Se moriría del disgusto si se enterara de todo esto.
—Entonces no se lo digas.
—¿Crees que no debe saberlo? ¿Crees que no habrá cientos de personas a las que les encantará contarle que han visto tu nombre,
su
nombre, impreso en esos panfletos?
—Les diré que no puedo aceptar ese puesto —accedió serenamente Hannah y apartó el almohadón—. Pero buscaré otra cosa. Algo más apropiado.
—Querida niña —exclamó Deborah—, ¿cuándo vas a entenderlo? No existe un empleo apropiado para ti. ¿Qué impresión causará la noticia de que la esposa de Teddy trabaja? ¿Qué dirá la gente?
—Necesito hacer algo más que esperar todo el día en casa a que alguien llame.
—Por supuesto —concedió Deborah tomando el bolso que había dejado en el escritorio—. A nadie le gusta estar ocioso. Pero imagino que aquí hay más cosas que hacer aparte de sentarse a esperar. Como sabrás, una casa no funciona por inercia.
—No —reconoció Hannah—, y con gusto asumiría la dirección de esta casa.
—Será mejor que te dediques a lo que sabes hacer —sugirió Deborah dirigiéndose a la puerta—. Es lo que siempre aconsejo. —Entonces se detuvo, abrió la puerta, se volvió hacia Hannah y le dedicó una leve sonrisa—. Ya sé. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. Te unirás a mi grupo de mujeres del Partido Conservador. Estamos buscando voluntarias para organizar nuestra próxima recepción. Podrías ayudarnos a escribir los sobres de las invitaciones. Y luego, hay que pintar los decorados.
Hannah y Emmeline se miraron cuando Boyle apareció en la puerta.
—El automóvil que viene a recoger a la señorita Emmeline ha llegado. ¿Le pido un taxi, señorita Deborah?
—No se moleste, Boyle —gorjeó Deborah—. Prefiero ir dando un paseo.
Boyle asintió y salió para verificar que el equipaje de Emmeline fuera cargado en el maletero.
—¡Es una idea perfecta! —se felicitó Deborah, con una amplia sonrisa—. Teddy se alegrará de saber que sus dos chicas pasan el tiempo juntas, y se convierten en verdaderas amigas. —Y agregó, en voz más baja—: De esta manera, jamás tendrá que enterarse de este desafortunado asunto.
En la madriguera
No seguiré esperando a Sylvia. Ya he esperado suficiente. Me conseguiré yo misma una taza de té. Los altavoces del improvisado escenario emiten una música enérgica, tintineante, ensordecedora. Un grupo de seis niñas está bailando. Están vestidas con prendas de lycra negra y roja, muy similares a trajes de baño, y botas de tacón negras que les llegan a las rodillas. Me pregunto cómo pueden bailar con ese calzado. Recuerdo a los bailarines de mi juventud, el Hammersmith Palladion, la Dixieland Jazz Band, a Emmeline bailando el
shimmy
.
Apoyo los dedos en el brazo de la silla, me inclino hasta que mis codos se incrustan en mis costillas y trato de ponerme en pie. Me mareo, transfiero el peso del cuerpo al bastón y espero a que el paisaje deje de moverse. Bendito calor. Apoyo cautelosamente mi bastón en el suelo. La lluvia reciente lo ha ablandado y temo quedar atascada. Me guío por las huellas que han dejado otras personas. Es un procedimiento lento, pero seguro.
«Conozca su futuro… Se leen las palmas de las manos…» No soporto a los adivinos. Una vez me dijeron que mi línea de la vida era corta. No pude desprenderme por completo de la vaga aprensión que me causó hasta que pasé holgadamente los sesenta años.
Sigo mi camino sin desviar la vista. Acepto resignadamente mi futuro. Es mi pasado el que me inquieta.
Hannah consultó a un adivino un miércoles por la mañana, a principios de 1921. Los miércoles eran sus días «relajados». Deborah almorzaba en el Savoy Grill y Teddy en el trabajo, con su padre. Para entonces, se había deshecho de su aspecto traumatizado. Parecía un hombre que despierta de un extraño sueño y se siente aliviado al comprobar que sigue siendo el mismo de siempre. Él y Simion compraban petróleo, neumáticos, tranvías y trenes. Simion decía que era fundamental erradicar los otros medios de transporte. Era la única forma de garantizar que la gente siempre tuviera necesidad de comprar los automóviles que él fabricaba. Hannah declaró que era vergonzoso, que prefería poder decidir, pero Teddy y Simion se rieron, alegando que la mayoría de las personas no estaban en condiciones de tomar decisiones sensatas y que era mejor que alguien las tomara por ellos.
Cinco minutos antes, una procesión de mujeres vestidas a la última había abandonado la casa del número diecisiete. Yo estaba recogiendo la mesa donde se había servido el té (nuestra quinta criada nos había abandonado, y todavía no teníamos sustituta). Sólo quedaban Hannah, lady Clementine y Fanny. Sentadas en los sillones, estaban terminando su té. Hannah golpeaba distraídamente el plato con su cuchara. Estaba ansiosa por verlas partir, aunque yo todavía no sabía cuál era el motivo.
—Realmente, querida —declaró lady Clementine mirando a Hannah por encima de su taza de té vacía— deberías pensar en formar una familia. —Volvió la vista a Fanny, que en respuesta se revolvió en su asiento, orgullosa de su considerable peso. Esperaba su segundo hijo—. Los hijos son buenos para el matrimonio, ¿verdad, Fanny?
Fanny asintió, pero no pudo hablar, porque tenía la boca llena de bizcocho.
—Si una mujer casada permanece demasiado tiempo sin hijos —advirtió lady Clementine con gesto adusto— la gente comienza a rumorear.
—Sin duda tiene razón —concedió Hannah—, pero la verdad es que no tendrían motivos para cuchichear. —Su tono era tan jovial que me estremecí. No era sencillo descubrir los conflictos que se ocultaban bajo esa fachada, las amargas discusiones que el tema provocaba. Lady Clementine miró a Fanny, y ésta alzó las cejas.
—¿Hay algún problema abajo?
Al principio pensé que se refería a la falta de criadas. Pero enseguida comprendí el verdadero significado cuando Fanny sugirió entusiasta:
—Puedes consultar con un médico. Un médico
de señoras
.
En realidad, era poco lo que Hannah podía decir. Aunque, por supuesto, podía decirles que se ocuparan de sus propios asuntos. Tal vez en otro momento lo habría hecho, pero el tiempo la había aplacado. Por lo tanto, guardó silencio. Se limitó a sonreír y a esperar que se marcharan.
Cuando eso sucedió, se desplomó nuevamente en el sofá.
—Por fin. Creí que no se irían nunca.
Acababa de colocar la última taza en la bandeja.
—Lamento que tengas que hacer esto, Grace —declaró Hannah observándome.
—No se preocupe, señora. Seguramente no será por mucho tiempo.
—Eso no importa, tú eres una doncella. Le recordaré a Deborah que es necesario encontrar una nueva criada.
Me demoré colocando las cucharas de té. Hannah no dejaba de mirarme.
—¿Puedes guardar un secreto, Grace?
—Bien sabe que sí, señora.
Sacó una hoja de periódico doblada que tenía escondida en la cintura de su falda, la desplegó y me la entregó.
—Lo encontré en la contraportada de uno de los periódicos de Boyle.
El anuncio decía: «Adivina. Renombrada espiritista, se comunica con los muertos. Predice el futuro».
Se lo devolví tan rápido como pude, y después me limpié las manos en el delantal. Entre los sirvientes había oído conversaciones sobre esos temas. Era la última moda, producto del dolor colectivo. Por aquellos días, todos querían que los seres queridos que habían muerto les dijeran una palabra de consuelo.
—Tengo una cita esta tarde —confesó Hannah.
No supe qué decir. Habría deseado que no me lo contara.
—Si me permite dar mi opinión, señora, no me llevo bien con el espiritismo y ese tipo de cosas.
—¿Lo dices en serio, Grace? —preguntó Hannah sorprendida—. De todas las personas que conozco tú eres la más abierta. Sir Arthur Conan Doyle lo practica, ¿sabes? Se comunica regularmente con su hijo Kingsley. Incluso hace sesiones de espiritismo en su casa.
No le dije que ya no era admiradora de Sherlock Holmes, que en Londres había descubierto a Agatha Christie.
—No es eso, señora —me apresuré a decir—. No se trata de que no crea.
—¿No?
—No, señora. Sí creo, ése es el problema. Pero no es algo natural. Se trata de los muertos. Es peligroso interferir.
Ella alzó las cejas. Reflexionó sobre mis palabras.
—Peligroso…
No había abordado el tema correctamente. Al mencionar el peligro la perspectiva se volvió más atractiva.
—Iré con usted, señora.
No se lo esperaba. No sabía si fastidiarse o conmoverse. Finalmente se permitió ambas emociones.
—No —refutó con cierta dureza—. No será necesario. Estaré bien. —Luego su voz se suavizó—. Es tu tarde libre, ¿verdad? Seguramente has planeado hacer algo que te guste. Algo mejor que acompañarme.
No respondí. Por supuesto, ella no tenía modo de saberlo. Mis planes eran secretos. Después de una intensa correspondencia, Alfred había sugerido que viajaría a Londres para verme. Durante los meses que había pasado lejos de Riverton me había sentido más sola de lo que esperaba. A pesar de la minuciosa preparación que recibí del señor Hamilton, el trabajo de una doncella implicaba ciertas presiones que no había previsto, especialmente teniendo en cuenta que Hannah no parecía tan feliz como correspondería a una recién casada. Y la afición de la señora Tibbit a crear problemas obligaba a que ningún miembro del servicio pudiera bajar la guardia lo suficiente como para disfrutar de la camaradería. Por primera vez en mi vida me sentí aislada. Y aunque estaba alerta para no malinterpretar las atentas palabras de Alfred (ya lo había hecho alguna vez), añoraba verlo.
Sin embargo, esa tarde seguí a Hannah. Tenía previsto encontrarme con Alfred al caer la tarde. Si me movía con rapidez, podría cerciorarme de que entraba y salía de aquel lugar en perfectas condiciones. Había oído suficientes relatos sobre sesiones de espiritismo y difícilmente me convencerían de que era un método sensato. La señora Tibbit contaba que su prima había estado poseída, y el señor Boyle conocía a un hombre a cuya esposa la habían desplumado y le habían cortado la garganta.
Y lo más importante, si bien no tenía una posición definida respecto de los espiritistas, sabía cuál era la clase de personas a las que atraían: seres infelices que trataban de conocer su futuro.
En los últimos tiempos, Hannah me tenía preocupada. Su expresión había cambiado.
Cuando se especulaba acerca del largo de las faldas que se usaría en la próxima temporada, asentía o sonreía, y tanto su boca como su mentón habían adquirido el hábito de cambiar de posición, como si degustara vagamente la amargura que, según temía, la invadiría cuando se acercara a la madurez.
En la calle había una niebla espesa, densa y gris. Seguí a Hannah por Aldwych como un detective sigue un rastro: atenta para no quedar demasiado rezagada, para no perderla de vista en medio de la niebla. En la esquina, un hombre con impermeable tocaba con la armónica «Keep the Home Fires Burning». Los soldados sin empleo estaban en todas partes, en cada callejón, debajo de cada puente, en la entrada de cada estación de tren. Hannah buscó una moneda en su bolso y la dejó caer en el platillo del hombre antes de seguir su camino.