Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Mientras el olor del fuego crepitante llenaba el salón y las tonadas irlandesas dejaban paso a los valses vieneses, los tíos mayores se pusieron manos a la obra y escoltaron a las jóvenes que rodeaban el salón. Algunos, con gracia; otros, con gusto. La mayoría sin ninguna de esas cosas. Dado que lady Violet seguía en cama con fiebre, lady Clementine asumió su responsabilidad de carabina y se dedicó a observar a uno de los jóvenes escoceses de mejillas sonrosadas que se apresuraba a invitar a Hannah a bailar.
Teddy también había hecho su elección y le dirigió una amplia sonrisa a Emmeline, que aceptó, radiante. Ignorando el gesto de reprobación que le dirigía lady Clementine, hizo una reverencia, dejó caer un instante los párpados, para abrir luego teatralmente los ojos y erguirse. No le habían permitido aprender danzas, pero el dinero que el señor Frederick empleó en proporcionarles lecciones privadas de protocolo estaba bien invertido. Mientras se acercaban a la pista de baile, observé que se pegaba mucho a Teddy, escuchando embelesada cada una de sus palabras y riendo exageradamente sus bromas.
La noche siguió su curso, y las danzas fueron caldeando el ambiente. La leve acidez de la transpiración se mezcló con el humo de los troncos jóvenes. Cuando llegué con las tazas de crema de calabaza de la señora Townsend, los elegantes peinados habían comenzado a deshacerse y las mejillas estaban sonrosadas sin excepción. A juzgar por las apariencias, los invitados estaban disfrutando la velada, salvo el caso del esposo de Fanny que, abrumado por el barullo del festejo, se había retirado pretextando dolor de cabeza.
Cuando Myra me ordenó ir a ver a Dudley para pedirle más leña, agradecí la oportunidad de huir del nauseabundo calor del salón de baile. En el vestíbulo y en las escaleras se habían reunido grupitos de jóvenes que reían y murmuraban con sus tazas en la mano.
Salí al jardín por la puerta trasera. Estaba a mitad de camino cuando distinguí una figura solitaria de pie en la oscuridad.
Era Hannah. Inmóvil como una estatua, miraba el cielo nocturno. Sus hombros desnudos, bellos y pálidos a la luz de la luna, no se diferenciaban del blanco y resbaladizo satén de su vestido, de la seda de su estola. El cabello rubio, casi plateado en ese instante, coronaba su cabeza. Los rizos le rozaban la nuca. Las manos, cubiertas por guantes blancos, caían a los lados del cuerpo.
Seguramente tenía frío, de pie en el jardín en esa noche invernal, con una estola de seda como único abrigo. Necesitaba una chaqueta, o al menos una taza de sopa. Decidí que iría a buscar ambas cosas, pero antes de que pudiera moverme otra figura surgió de la oscuridad. Al principio pensé que era el señor Frederick, pero cuando se distinguió entre las sombras vi que era Teddy. Llegó al lugar donde estaba Hannah y dijo algo que no pude oír. Ella se volvió hacia él. La luz de la luna bañaba su cara, acariciaba sus labios serenamente entreabiertos.
Ella se estremeció levemente. Pensé que Teddy se quitaría la chaqueta para ponerla sobre los hombros de Hannah, como lo hacían los protagonistas de las novelas románticas que devoraba Emmeline. Pero no lo hizo, adoptó en cambio una actitud que impulsó a Hannah a mirar nuevamente el cielo: le tomó suavemente la mano y se acercó un poco. Ella se tensó cuando los dedos de Teddy tocaron los suyos. Él giró su mano para ver su pálida muñeca y luego la levantó muy lentamente y la llevó hacia su boca, mientras inclinaba la cabeza para que sus labios rozaran la fría piel que quedaba al descubierto entre los guantes y la estola.
Estaba a punto de besar su mano. Hannah no apartó el brazo, observando su cabello oscuro. Su pecho se movía al compás de su agitada respiración.
Temblé. Me pregunté si sus labios serían tibios, o su bigote áspero.
El instante se prolongó, luego Teddy se irguió y miró a Hannah. Sin soltar su mano, susurró algo, a lo cual ella asintió levemente.
Luego él se retiró. Ella lo vio alejarse. Sólo cuando lo perdió de vista, su mano libre se movió para aferrar la otra.
De madrugada, una vez que formalmente el baile llegó a su fin, ayudé a Hannah a cambiarse para dormir. Emmeline, ya dormida, soñaba con sedas, satenes y bailes. Hannah se sentó en silencio frente al tocador mientras yo le desabotonaba pacientemente los guantes. La temperatura de su cuerpo los había aflojado y pude quitárselos con los dedos, sin necesidad del utensilio al que había recurrido para ponérselos. Cuando llegué a las perlas que rodeaban su muñeca ella apartó la mano y anunció:
—Quiero contarte algo, Grace.
—Sí, señorita.
—No se lo he dicho a nadie —vaciló, miró hacia la puerta cerrada y bajó la voz—. Tienes que prometerme que no se lo contarás a Myra, a Alfred, ni a nadie.
—Sé guardar un secreto, señorita.
—Por supuesto. Ya lo has hecho en otras ocasiones. —Hannah inspiró profundamente—. El señor Luxton me ha propuesto matrimonio —reveló, con expresión desconcertada—. Dice que está enamorado de mí.
No supe qué responder. Fingir sorpresa era poco sincero. Volví a tomar su mano. Esta vez no opuso resistencia y continué con mi tarea.
—Eso es estupendo, señorita.
—Sí —repuso ella, mordiéndose la cara interna de la mejilla—. Supongo que lo es.
Cuando nuestros ojos se encontraron tuve la precisa sensación de no haber superado una especie de prueba. Aparté la mirada, deslicé el guante, que se desprendió de su mano como una segunda piel, y comencé con el otro. Ella observaba mis dedos sin decir nada. Algo se estremeció bajo la piel de su muñeca.
—Todavía no le he dado una respuesta —indicó, sin dejar de observarme, expectante. Yo seguía negándome a mirarla a los ojos.
—Sí, señorita —fue todo lo que respondí.
Mientras deslizaba el segundo guante, ella se contempló en el espejo.
—Dice que me ama. ¿Puedes imaginártelo?
Parecía observarse por primera vez, como si tratara de recordar sus rasgos temiendo que cuando volviera a verlos no los reconocería.
¿Por qué entonces no le conté lo que había oído? ¿Por qué no le hablé de las maquinaciones que condujeron a lo que ella creía una declaración espontánea? Supongo que se debió a que no creí que consideraría seriamente la propuesta. Era comprensible que las atenciones de Teddy la halagaran. Al fin y al cabo era apuesto y célebre. Pero Hannah había expresado claramente sus ideas acerca del matrimonio.
Tal vez yo estaba en lo cierto y en aquel momento ella no tenía intención de aceptar. Sólo estaba saboreando la emoción de haber sido elegida. Es difícil saberlo. En cualquier caso, poco importa. Porque más tarde, esa misma noche, sucedió algo que lo cambiaría todo.
Poco antes del amanecer, en medio de las verdes llanuras de Inglaterra, la fábrica del señor Frederick se incendió. Fue un fuego repentino, espectacular y absolutamente devastador. Según dijeron los periódicos, el edificio quedó totalmente destruido, sólo se salvó la estructura. La prima de la señora Townsend, que vivía cerca de Ipswich, le escribió para contarle que los automóviles que estaban dentro de la fábrica parecían esqueletos calcinados, cubiertos de hollín. Su carta decía que el olor a goma quemada continuó flotando en el pueblo mucho después de que se hubiera apagado la última llama.
Para cuando los bomberos llegaron, era demasiado tarde. Sólo pudieron sacudir la cabeza y lamentar el hecho, poco frecuente, de que una fábrica se incendiara en pleno invierno. En verano el sol calentaba el metal y bastaba con que alguna máquina se recalentara para que el entramado de madera se inflamara y el fuego se propagara por todo el edificio. Un infierno en invierno era algo prácticamente inimaginable. Dicho lo cual, llamaron a la policía.
En el pueblo cercano circulaban rumores sobre el señor Frederick y las dificultades que tenía para pagar a sus empleados. Su capataz, Jack Bridges, había esperado su último cheque durante un mes y —como le dijo a la señora Bridges, que a su vez se lo contó a las damas de su congregación religiosa, una de las cuales era la prima de la señora Townsend— si lord Ashbury no hubiera sido tan buena persona, él habría renunciado a su puesto y habría vuelto a trabajar en la fábrica de acero del pueblo vecino, donde el sindicato era fuerte y a los trabajadores se les pagaba un salario más alto que el estipulado por convenio.
Por supuesto, cuando estos detalles llegaron a Riverton ya había transcurrido más de una semana de la catástrofe. El incendio ocurrió el domingo, y los invitados al baile se quedaron hasta el lunes. La casa estaba llena de huéspedes que habían hecho un largo viaje en pleno invierno y estaban decididos a pasar unos días agradables. En consecuencia, nosotros seguimos adelante con nuestras tareas: limpiamos las habitaciones, servimos el té y las comidas.
No obstante, el señor Frederick no se sentía obligado a seguir actuando como si nada sucediera y, mientras sus huéspedes se entretenían en su casa, comían su comida, leían sus libros y criticaban su fábrica, él permaneció recluido en su estudio. Sólo cuando los últimos invitados se marcharon, salió y comenzó a vagar por la casa en silencio, como un fantasma, con el rostro tenso, atormentado por las cuentas impagadas y las perspectivas futuras. Una actitud que se volvió costumbre y lo acompañó hasta sus últimos días.
Los abogados comenzaron a hacer visitas regulares y se le pidió a la señorita Starling que se trasladara desde el pueblo para buscar en los archivos los documentos legales. Se rumoreó acerca de facturas de seguro impagadas, pero el señor Hamilton desestimó esos chismes y nos aconsejó que no diéramos crédito a las habladurías. Se trataba de algún malentendido, dado que el señor Frederick no era una persona que manejara irresponsablemente sus negocios. Al decir esto, la mirada del señor Hamilton se desviaba a la señorita Starling, de quien esperaba una confirmación que nunca llegaba. La diligente mujer pasaba los días en el estudio del señor Frederick, del que salía unas horas más tarde, con aspecto sombrío y semblante pálido, para almorzar con nosotros en el comedor de los sirvientes. Estábamos tan sorprendidos como molestos por su reserva. Jamás dijo una palabra de lo que ocurría en el estudio, a puerta cerrada.
Debíamos evitar que lady Violet, en su lecho de enferma, se enterara de las novedades. El doctor declaró que ya no podía hacer más por ella y que si valorábamos nuestra vida debíamos mantenernos alejados. Porque no le había atacado un simple resfriado sino una gripe particularmente virulenta, que según se decía había llegado desde España. Dios demostraba cruelmente su poder, reflexionó el médico: millones de buenas personas que habían sobrevivido durante los años de contienda morían en los albores de la paz.
Ante el desesperante estado de su amiga, la macabra afición de lady Clementine por la tragedia y la muerte se atemperó un poco, así como su miedo. Ignoró las advertencias del médico y se acomodó en un sillón junto a lady Violet, desde donde le comentaba despreocupadamente lo que sucedía más allá de las paredes de esa caldeada y oscura habitación. Le habló del éxito del baile, del horrible vestido que lució lady Pamela Wroth, y le susurró que tenía suficientes motivos para creer que Hannah no tardaría en comprometerse con el señor Theodore Luxton, heredero de la cuantiosa fortuna de su familia.
Tal vez lady Clementine sabía más de lo que decía, o quizá sólo quería infundir esperanzas a su amiga cuando más las necesitaba. En cualquier caso, tenía el don de adivinar: el compromiso fue anunciado a la mañana siguiente. Cuando la gripe la venció, lady Violet pudo abandonarse felizmente en brazos de la muerte.
Pero no todos recibieron la noticia con la misma satisfacción. Desde el momento en que se anunció el compromiso y los preparativos para el baile se transformaron en planes de boda, Emmeline comenzó a deambular por la casa con paso decidido y cara de pocos amigos. Era evidente que estaba celosa. ¿De quién? Para mí no estaba claro.
Una noche de febrero, mientras le cepillaba el cabello a Hannah, Emmeline se quedó de pie junto ella. Iba tomando, uno tras otro, los objetos que estaban sobre el tocador. En un momento, eligió un pequeño gorrión de porcelana, al que puso nuevamente en su lugar con excesiva brusquedad.
—Ten cuidado —señaló Hannah—, se va a romper.
Emmeline ignoró la advertencia. Tomó un broche de perlas y se lo prendió en el cabello.
—Prometiste que no te irías —espetó, dando a conocer tanto sus sentimientos como los míos.
Hannah se puso tensa. La tormenta por fin había estallado.
—Dije que no buscaría empleo y cumplí. Nunca dije que no me casaría.
Emmeline tomó un frasco de talco, se espolvoreó la muñeca y lo dejó en su lugar.
—Sí, lo dijiste.
—¿Cuándo?
—Continuamente —afirmó Emmeline oliendo su muñeca—. Decías continuamente que jamás te casarías.
—Eso era antes.
—¿Antes de qué?
Hannah no respondió.
Emmeline descubrió el relicario de Hannah sobre el tocador. Acarició con sus dedos la superficie tallada.
—¿Cómo puedes casarte con ese hombre?
—Pensé que te agradaba. A decir verdad, no parecías molesta cuando bailabas con él.
Emmeline se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué tiene de malo?
—Su padre, por ejemplo.
—No voy a casarme con su padre. Teddy es diferente. Quiere cambiar las cosas. Incluso cree que las mujeres deben tener derecho al voto.
—Pero tú no lo amas.
Hannah apenas dudó.
—Por supuesto que sí.
—¿Como Romeo y Julieta?
—No, pero…
—Entonces no deberías casarte con él —declaró y tomó el collar del que pendía el relicario.
—Nadie ama como Romeo y Julieta —alegó mesuradamente Hannah. Sus ojos estaban pendientes de la mano de Emmeline—. Son personajes de ficción.
—Yo sí.
—Es una pena. Mira lo que les sucedió a ellos.
—David no estaría de acuerdo —soltó Emmeline, comenzando a abrir el relicario.
Hannah se irguió y alargó la mano tratando de recuperarlo.
—Dámelo —pidió en voz baja.
—No. —De pronto los ojos de Emmeline se enrojecieron y se llenaron de lágrimas—. Él pensaría que estás escapando, que me abandonas.
Hannah trató de arrebatarle el relicario pero Emmeline fue más rápida y lo apartó.
—Dámelo —repitió Hannah.
—¡Él también era mío!
Emmeline arrojó el relicario sobre el tocador con toda su fuerza. Al chocar contra la superficie de madera, se abrió. Las tres quedamos paralizadas cuando de su interior emergió el minúsculo libro encuadernado a mano con la cubierta descolorida, que aterrizó junto al talco, dejando a la vista el título:
Batalla contra los jacobitas
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