La casa de Riverton (41 page)

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Authors: Kate Morton

PARTE 3
The times - 6 de Junio de 1919

El Mercado de Bienes Raíces

La propiedad de lord Sutherland

Como ya reseñara
The Times
en el día de ayer, la principal transacción de esta semana ha sido la venta privada, a cargo de los señores Mabbett y Edge, de la mansión Haberdeen, el hogar de los antepasados de lord Sutherland. La casa, situada en el número diecisiete de Grosvenor Square, fue vendida al empresario S. Luxton, y será ocupada por el señor T. Luxton y su flamante esposa, la honorable Hannah Hartford, hija mayor de lord Ashbury.

El señor T. Luxton y la honorable H. Hartford, que contrajeron matrimonio el pasado mes de marzo en la mansión Riverton —la casa familiar de la novia, ubicada en las afueras del pueblo de Saffron Green—, se encuentran actualmente en Francia de luna de miel. A su regreso a Inglaterra, previsto para el próximo mes, residirán en la mansión Haberdeen, que será rebautizada como mansión Luxton.

El señor T. Luxton es el candidato del Partido Conservador para ocupar un escaño por Marsden, Londres este, y se presentará a las elecciones que se celebrarán en noviembre.

Capítulo 16

A la caza de mariposas

Un minibús nos ha traído a la feria de primavera. Somos ocho en total. Seis residentes, Sylvia y una enfermera a la que no he visto nunca, una joven con una fina trenza que se balancea sobre su espalda y le roza el cinturón. Supongo que ellos piensan que la salida nos viene bien. Sin embargo, ignoro cuál puede ser el beneficio de cambiar nuestro confortable entorno por una carpa de suelo embarrado llena de puestos donde venden pasteles, juguetes y jabones. Me habría hecho igualmente feliz quedarme en casa, lejos del bullicio.

Como todos los años, detrás del edificio del ayuntamiento se ha improvisado un escenario. Delante de él se han dispuesto sillas de plástico. Los otros residentes y la joven de la trenza se sientan junto al escenario y observan a un hombre que extrae pelotas de ping-pong numeradas de un cubo de metal. Yo prefiero quedarme aquí, en el banco de hierro que está junto al monumento a los caídos en la guerra. Me siento rara. Es el calor, estoy segura. Cuando me desperté esta mañana la almohada estaba húmeda y a lo largo del día no he podido desprenderme de una sensación extrañamente nebulosa. Mis pensamientos son esquivos. Surgen a gran velocidad, perfectamente definidos, y se escurren antes de que pueda aferrarlos debidamente, como si quisiera atrapar una mariposa. Ese revolotear me produce irritación.

Me sentaría bien una taza de té.

¿Dónde se ha metido Sylvia? ¿Me lo dijo? Estaba aquí hace un momento, iba a fumar un cigarrillo. Hablaba de su novio y de sus planes de vivir juntos. En su momento desaprobé esas relaciones que prescinden del casamiento, pero el tiempo tiene su propia manera de hacer que cambiemos nuestros puntos de vista acerca de muchas cosas.

La piel de mi empeine, que queda expuesta al sol, se está chamuscando. Pienso en deslizar los pies hacia la sombra, pero un irresistible masoquismo me tienta a dejarlos donde están. Más tarde Sylvia verá las partes enrojecidas de mis pies y advertirá que me ha dejado sola mucho tiempo.

Desde mi asiento veo el cementerio. En el sector Este se alinean los álamos, cuyas hojas nuevas se estremecen ante la menor brisa. Más allá de la fila de árboles, al otro lado de la loma, están las lápidas, entre ellas la de mi madre.

Ha pasado una eternidad desde que la sepultamos. Un invernal día de 1922, en que la tierra estaba helada, y mi gélida enagua me rozaba las medias. Entonces, la silueta de un hombre, apenas reconocible, se dibujó en la colina. Mi madre se llevó sus secretos con ella, a la tierra dura y fría, pero finalmente los descubrí. Sé mucho sobre secretos. Yo también los he tenido y supuse que cuanto más supiera sobre los secretos ajenos, mejor podría ocultar los propios.

Tengo calor. Hace demasiado calor para ser abril. Sin duda, el calentamiento global es la causa. El calentamiento global, el deshielo de los polos, el agujero de ozono, los alimentos manipulados genéticamente, entre otros males de la década de 1990. El mundo se ha convertido en un lugar hostil. Tampoco el agua de lluvia es segura en esta época, la llaman lluvia ácida.

Eso debe de ser lo que está erosionando el monumento. Uno de los perfiles de la estatua bajo la que me encuentro está dañado; la mejilla del soldado parece picada de viruela; la nariz ha sido devorada por el paso del tiempo. Me recuerda a una fruta caída, que termina roída por un animal carroñero.

El soldado sabe lo que significa el deber. A pesar de sus heridas continúa erguido sobre su monumento, como lo ha hecho durante ochenta años. El ojo solitario observa las llanuras, más allá del pueblo, su mirada vacua se proyecta allende Bridge Street, hacia el aparcamiento del nuevo centro comercial, un lugar digno de un héroe. Él es casi tan viejo como yo. ¿Se sentirá igual de cansado?

Él y su pedestal se han cubierto de musgo, plantas microscópicas proliferan entre los nombres cincelados de los muertos. David está allí, en la primera línea, con los otros oficiales. Y Rufus Smith, el hijo del trapero, muerto en Bélgica, asfixiado en el derrumbamiento de una trinchera. Más abajo, Raymond Jones, el vendedor ambulante del pueblo cuando yo era una niña. Sus hijos son ahora hombres. Ancianos, aunque más jóvenes que yo. Posiblemente estén muertos.

No me sorprendería que este soldado se desintegrara. No se puede pretender que un solo hombre resista la presión de un sinnúmero de tragedias personales, que soporte ser testigo de los casi infinitos ecos de la muerte.

Pero no está solo. Hay uno como él en cada pueblo de Inglaterra. Son las cicatrices de la guerra. Un rosario de heroicas señales diseminadas a lo largo del territorio en 1919, con la intención de curar las heridas. Por entonces teníamos una fe desmesurada en la Liga de las Naciones, en la posibilidad de un mundo civilizado. Ante una esperanza tan firme, los poetas de la desilusión estaban perdidos. Por cada T. S. Eliot, por cada R. S. Hunter, cincuenta jóvenes brillantes defendían los sueños de Tennyson sobre «el parlamento del hombre, la federación del mundo…».

No duró, por supuesto. No fue posible. La desilusión fue inevitable. A los años veinte les siguieron la depresión de los treinta y luego otra guerra. Y después de ella las cosas fueron diferentes. No hubo monumentos triunfales, desafiantes, que se salvaran de la nube en forma de hongo de la Segunda Guerra Mundial. La esperanza había perecido en las cámaras de gas de Polonia. Una nueva generación de heridos en el campo de batalla fue enviada de vuelta a casa y un segundo grupo de nombres, los hijos debajo de los padres, cincelado en las bases de las estatuas ya existentes. Y en la mente de todos, la triste certeza de que algún día los jóvenes volverían a caer.

Las guerras hacen que la historia parezca engañosamente simple. Proporcionan puntos de inflexión definidos, separaciones claras: antes y después; ganador y perdedor; bien y mal. La verdadera historia, el pasado, no se le parece, no es plana, no es lineal. No sigue una planificación. Es escurridiza, como un líquido, infinita e incognoscible, como el espacio. Y es modificable. Cuando creemos encontrar un patrón, la perspectiva cambia, aparece una versión alternativa, resurge un recuerdo largamente olvidado.

He tratado de concentrarme en los puntos de inflexión de la historia de Hannah y Teddy. Últimamente, todos los pensamientos me conducen a Hannah. Al mirar hacia atrás me resulta evidente: durante el primer año de su matrimonio determinados hechos fijaron los cimientos de lo que sucedería después. Entonces no podía verlo. En la vida real los puntos de inflexión son arteros, pasan imperceptiblemente a nuestro lado. Desperdiciamos oportunidades, sin darnos cuenta celebramos las catástrofes. Los puntos de inflexión sólo se descubren más tarde, cuando un narrador o un historiador trata de poner en orden las enmarañadas historias de una vida.

Me pregunto cómo se abordará el tema del matrimonio de Hannah en la película. Qué será lo que, a criterio de Ursula, provocó su infelicidad: que Deborah llegara de Nueva York, que Teddy perdiera las elecciones, que no tuvieran un heredero. ¿Estará de acuerdo en que los indicios estuvieron presentes desde la misma luna de miel? Las futuras fisuras eran visibles incluso en la nebulosa luz de París, como una mínima falla en aquellas diáfanas telas de los años veinte: hermosas, frívolas, tan finas que no se podía esperar que fueran duraderas.

Durante el verano de 1919, París se regodeaba en el calor optimista de la Conferencia de Paz de Versalles. Por las noches yo ayudaba a Hannah a desvestirse, tomaba uno de los vaporosos camisones verde claro, rosa o blanco (Teddy era un hombre al que le gustaba el brandy puro y las mujeres puras) mientras ella me contaba sobre los lugares que habían visitado y las cosas que habían visto. Habían subido a la Torre Eiffel, habían paseado por los Campos Elíseos, habían cenado en famosos restaurantes. Pero había otras cosas que atraían a Hannah.

—Los dibujos, Grace —me desveló una noche mientras le quitaba la ropa—. ¿Quién habría dicho que sería tan aficionada al dibujo?

Dibujos, artefactos, personas, aromas. Estaba ávida de nuevas experiencias. Tenía que recuperar años que consideraba desperdiciados, mientras esperaba que su vida comenzara. Había tanta gente con quien hablar: los ricos con los que se encontraban en restaurantes, los políticos que habían concebido el acuerdo de paz, los músicos callejeros que encontraba en sus paseos.

Teddy no era ciego a sus reacciones, a su tendencia a exagerar, a su inclinación al entusiasmo desmedido, pero adjudicaba esa vehemencia a la juventud. Era una característica, encantadora y desconcertante a partes iguales, que lograría superar con el paso del tiempo. Aunque no era eso lo que él esperaba de ella en ese momento; en esa etapa todavía estaba enamorado. Le había prometido que viajarían a Italia el año siguiente y que visitarían Pompeya, el museo de los Uffizi, el Coliseo. Por entonces, no había cosa que no fuera capaz de prometer. Porque Hannah era el espejo donde él se veía, no ya como el hijo de su padre —un hombre establecido, convencional, aburrido—, sino como el esposo de una mujer encantadora e impredecible.

Por su parte, Hannah no hablaba mucho de Teddy. Él era una herramienta, cuya existencia le hacía posible vivir aventuras. Lo cual no significaba que él no le gustara. Solía encontrarlo divertido (especialmente, cuando no intentaba serlo en absoluto), elocuente, una compañía nada desagradable. Los intereses de su esposo eran bastante menos variados que los propios, su inteligencia menos aguda, pero ella aprendió a halagar su ego cuando era necesario y buscó estímulo intelectual en otras personas. Y si eso no era amor, ¿qué importaba? Ella no sentía su ausencia, no entonces. ¿Quién necesitaba amor cuando había tantas otras cosas en su panorama?

Una mañana, cuando la luna de miel se acercaba a su fin, Teddy despertó con dolor de cabeza. Ya había tenido episodios similares, secuelas de una enfermedad de la infancia, y aunque infrecuentes, eran agudos. Todo lo que podía hacer era quedarse en cama, con la habitación a oscuras y silenciosa, y beber pequeñas cantidades de agua. La primera vez, Hannah se inquietó. En general, ella había estado a salvo de los incordios de las enfermedades.

Le propuso quedarse junto a él, pero Teddy era un hombre sensible, que no disfrutaba privando de placer a los demás. Le dijo que ella nada podía hacer, que era un crimen que no disfrutara sus últimos días en París.

Teddy me pidió que la acompañara, era inconcebible que una dama fuera vista sola por la calle, sin importar que estuviera casada.

Hannah no tenía deseos de recorrer tiendas y se había cansado de estar en lugares cerrados. Quería explorar, descubrir París a su modo. Salimos y comenzamos a caminar. Ella no llevaba un plano, sencillamente se dejaba llevar por su intuición.

—Ven, Grace —decía una y otra vez—. Veamos qué hay por aquí.

Finalmente llegamos a un callejón más oscuro y estrecho que los visitados con anterioridad. Un angosto atajo entre dos filas interrumpidas de edificios. Se oía música, que fluía hacia la calle. Había un olor vagamente familiar, algo comestible, tal vez podrido. Y había mucho movimiento, gente, voces. Hannah se detuvo en la entrada, meditó y luego comenzó a caminar por el callejón. No tuve opción y la seguí.

Era una comunidad de artistas. Ahora lo sé. He vivido en los años sesenta, he conocido Haight-Ashbury o Carnaby Street. Puedo identificar con facilidad el desaliño propio de la bohemia, los símbolos de la pobreza artística. Pero en ese momento todo era nuevo para mí. El único lugar que conocía era Saffron, donde la pobreza nada tenía que ver con lo artístico. Avanzamos por el callejón, atravesando pequeños puestos y puertas abiertas con sábanas tendidas para crear divisiones y ambientes. El humo que salía de unos palillos que se quemaban dejaba olor a almizcle. Un niño, con ojos enormes, dorados, espiaba inexpresivo a través de los postigos entreabiertos.

Un hombre sentado sobre almohadones rojos y dorados tocaba el clarinete. Por entonces, yo no sabía el nombre de ese instrumento, una vara negra con anillos y teclas brillantes a la que bauticé como serpiente. Cuando los dedos del hombre pulsaban las teclas dejaba oír una música que no podía identificar, y me hacía sentir vagamente incómoda. Me parecía que de algún modo describía cosas íntimas, peligrosas. Resultó ser jazz. Mucho se hablaría sobre esa música antes de que la década terminara.

A lo largo del callejón había mesas, y hombres sentados frente a ellas, leyendo, conversando o discutiendo. Bebían café y brebajes de colores misteriosos —sin duda, licores— que salían de extrañas botellas. A nuestro paso nos miraban, con interés o con indiferencia, no podría precisarlo. Yo trataba de no mirarles a los ojos. En silencio, rogaba que Hannah cambiara de idea, diera media vuelta y me llevara nuevamente a un lugar iluminado y seguro. Pero mientras mis fosas nasales se llenaban de un desagradable humo extraño y mis oídos de una música también desconocida, Hannah parecía flotar. Su atención estaba dirigida a otro lugar. En las paredes del callejón había pinturas, pero no como las de Riverton. Estas eran dibujos de carboncillo, rostros, extremidades, ojos, nos miraban desde su lugar sobre los ladrillos.

Hannah se detuvo frente a un dibujo grande, el único que mostraba un solo personaje. Era una mujer sentada en una silla, no un sillón, una
chaise longue
, o la cama de un artista. Una simple silla de madera con gruesas patas. Tenía las rodillas separadas y miraba al frente. Estaba desnuda, era negra, el carboncillo brillaba. Desde la pintura, su rostro nos observaba: los ojos grandes, los pómulos prominentes, los labios fruncidos. El cabello recogido sobre la cabeza. Parecía una reina guerrera.

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