La casa de Riverton (19 page)

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Authors: Kate Morton

Caminé lo más rápido que pude, aunque evité correr. Quería alejarme de esa casa y sus niños, que creían que yo, una vulgar criada, era una verdadera dama.

Me sentí aliviada al doblar la esquina hacia Railway Street y dejar atrás el opresivo hedor del carbón y la pobreza. Las privaciones no eran para mí algo ajeno —muchas veces mi madre y yo tuvimos que arreglarnos como pudimos— pero podía advertir que Riverton me había cambiado. Me había acostumbrado a su abrigo, su comodidad, su abundancia. Esas cosas habían comenzado a formar parte de mis expectativas. El viento helado azotaba mis mejillas, y mientras avanzaba presurosa y cruzaba la calle detrás del carro del lechero, tomé la decisión de no renunciar a ellas. Nunca perdería mi puesto, como había hecho mi madre.

Justo antes de llegar a la intersección con High Street, me escondí en un oscuro hueco, bajo un toldo de tela, y me acurruqué junto a una brillante puerta negra con una placa metálica. Mi aliento se quedó suspendido en el aire, blanco y frío, mientras buscaba el objeto comprado en mi abrigo y me quitaba los guantes.

En casa del vendedor apenas había mirado el libro; y no pude comprobar si era el título pedido. Ahora podía estudiar minuciosamente la cubierta, recorrer con los dedos el lomo de cuero y el relieve de las letras que formaban el título:
El valle del miedo
. Susurré para mis adentros esas inquietantes palabras. Luego levanté el libro a la altura de mi nariz y aspiré el olor a tinta de sus páginas. El aroma de lo posible.

Guardé el preciado y prohibido bien dentro del forro de mi abrigo y lo apreté contra mi pecho. Mi primer libro nuevo. Mi primer objeto nuevo. Sólo tenía que deslizarlo en el cajón del ático sin despertar las sospechas del señor Hamilton o confirmar las de Myra. Obligué a los guantes a volver a cubrir mis dedos entumecidos, contemplé con ojos entrecerrados el resplandor helado de la calle y emprendí el camino, chocando de frente con una joven dama que se dirigía a la entrada cubierta por el toldo.

—Oh, perdóneme —declaró, sorprendida—. ¡Qué torpe soy!

Cuando la miré, mis mejillas ardieron: era Hannah.

—Espere… —pidió un poco desconcertada—. La conozco… usted trabaja para mi abuelo.

—Sí, señorita. Soy Grace, señorita.

—Grace.

Mi nombre fluyó de sus labios.

—Sí, señorita. —Debajo del abrigo, mi corazón tamborileaba sobre el libro.

Ella se aflojó la bufanda azul dejando a la vista un retazo de piel blanca como la nieve.

—Una vez nos salvaste de morir a manos de la poesía romántica.

—Sí, señorita.

Hannah miró hacia la calle, donde el viento gélido transformaba el aire en aguanieve, e involuntariamente se estremeció de frío.

—Hace un día muy desapacible para salir.

—Sí, señorita —respondí.

—No me hubiera atrevido a desafiar este clima —añadió, mirándome con las mejillas congestionadas— si no hubiera acordado una lección de música adicional.

—Tampoco yo, señorita, si no tuviera que recoger el pedido de la señora Townsend. Hojaldres para el almuerzo de Año Nuevo.

Hannah observó mis manos vacías, y luego el lugar del que yo había salido.

—Un extraño sitio para comprar dulces.

Seguí su mirada. En la placa metálica de la puerta negra se leía «Señora Dove, Escuela de Secretarias». Traté de encontrar una respuesta. Nada podía explicar mi presencia en ese lugar. Nada, excepto la verdad. No podía arriesgarme a que descubrieran lo que había comprado. El señor Hamilton había dejado bien claras las normas respecto al material de lectura. Pero ¿qué otra cosa podía decir? Corría el riesgo de perder mi puesto si Hannah le decía a lady Violet que yo recibía clases sin autorización.

Antes de que pudiera inventar una excusa, Hannah se aclaró la voz y jugueteó con un paquete envuelto en papel manila.

—Bueno… —dijo. La palabra quedó suspendida en el aire, entre nosotras dos.

Esperé apesadumbrada la acusación que sobrevendría.

Hannah cambió de lugar, enderezó el cuello y me miró de frente. Permaneció así un momento y por fin habló.

—Bueno, Grace —declaró con firmeza—, por lo que parece cada una de nosotras tiene un secreto.

Me quedé tan atónita que al principio no pude responder. Mi nerviosismo me había impedido comprender que ella se sentía igual que yo. Tragué saliva, y aferré el borde de mi oculta carga.

—Señorita…

Ella asintió y luego hizo algo que me confundió: se acercó a mí y tomó vehementemente mi mano.

—Te felicito, Grace.

—¿En serio, señorita?

—Lo sé, porque he hecho lo mismo —confesó señalando su paquete y me dirigió una mirada emocionada—. Aquí no hay partituras, Grace.

—¿No, señorita?

—Y la verdad es que no recibo clases de música —explicó, abriendo los ojos—. Aprender cosas por placer, en tiempos como éstos. ¿Puedes siquiera imaginar algo así?

Yo negué con la cabeza, perpleja.

Ella se inclinó hacia delante y me preguntó con actitud cómplice:

—¿Qué prefieres? ¿La dactilografía o la taquigrafía?

—No sabría decirle, señorita.

Ella asintió.

—Por supuesto, tienes razón. Es tonto hablar de preferencias. Una cosa es tan importante como la otra —afirmó y sonrió levemente—. Aunque debo admitir cierta predilección por la taquigrafía. Tiene algo divertido, es como…

—¿Un código secreto? —pregunté, recordando el arcón chino.

—Sí —respondió con los ojos brillantes—, eso es, exactamente. Un código secreto. Un misterio.

—Sí, señorita.

Entonces se irguió y con la cabeza señaló la puerta.

—Bien, será mejor que entre. La señorita Dove estará pendiente de mi llegada y no me atrevo a hacerla esperar. Como sabrás, la impuntualidad la enfurece.

Hice una reverencia y caminé hasta quedar fuera de la protección del toldo.

—¿Grace?

Giré, parpadeando a causa del aguanieve.

—¿Señorita?

Ella se llevó un dedo a los labios.

—Ahora compartimos un secreto.

Asentí y nos miramos fijamente para sellar nuestro acuerdo hasta que, aparentemente satisfecha, ella sonrió y desapareció detrás de la puerta negra de la señora Dove.

El 31 de diciembre, cuando 1915 agotaba sus últimos minutos, los sirvientes nos reunimos en torno a la mesa de nuestra sala para recibir el Año Nuevo. Lord Ashbury nos había permitido beber una botella de champán y dos de cerveza y la señora Townsend había transformado en un banquete los escasos víveres de la mermada despensa. Todos nos apiñamos cuando el reloj marcó el último minuto y brindamos cuando señaló el inicio del Año Nuevo. El señor Hamilton nos guió para entonar las conmovedoras estrofas de «Auld Lang Syne». Luego la conversación giró, como es costumbre, acerca de los planes y promesas para el nuevo año. Katie ya nos había informado sobre su decisión de no volver a picotear pastel de la despensa cuando Alfred hizo su anuncio.

—Me he alistado —informó mirando directamente al señor Hamilton—. Iré a la guerra.

Contuve el aliento. Los demás permanecieron en silencio, esperando la reacción del señor Hamilton. Por fin, el mayordomo habló.

—Bien, Alfred —declaró y sus labios se estiraron dibujando una sonrisa poco alentadora—, es una decisión muy importante que, por supuesto, transmitiré al amo en tu nombre, aunque no creo que él desee tu partida.

Alfred tragó saliva.

—Gracias, señor Hamilton, pero yo mismo hablé con él cuando llegó de Londres. Me dijo que hacía lo correcto y me deseó suerte.

El mayordomo asimiló sus palabras. Sus ojos parpadearon ante lo que percibió como una actitud desafiante por parte de Alfred.

—Desde luego, lo correcto.

—Partiré en marzo —continuó tímidamente Alfred—. En primer lugar deberé completar un periodo de entrenamiento.

—¿Y luego qué? —preguntó la señora Townsend, que finalmente lograba pronunciar palabra, con las manos firmemente apoyadas en sus acolchadas caderas.

—Luego… —una sonrisa de emoción surgió en los labios de Alfred— supongo que luego iré a Francia.

—Bien —declaró formalmente el señor Hamilton, recuperando la compostura—, esto merece un brindis. —Se puso de pie y levantó su copa. Los demás le imitamos, vacilantes—. Por Alfred, para que regrese junto a nosotros tan feliz y saludable como ahora.

—Sí, sí —afirmó la señora Townsend, incapaz de disimular su orgullo—. Y cuanto antes, mejor.

—No tan pronto, señora Townsend —apuntó Alfred con una sonrisa burlona—. Quiero vivir algunas aventuras.

—Hazlo y cuídate, hijo —concedió la cocinera con los ojos brillantes.

Mientras los demás volvían a llenar sus copas, Alfred se dirigió a mí.

—Pongo mi granito de arena para defender el país, Grace.

Asentí, deseando que supiera que nunca fue un cobarde, que jamás pensé eso de él.

—¿Me escribirás, Grace? Prométemelo.

—Por supuesto, lo haré.

Él me sonrió y sentí que el calor subía por mis mejillas.

—Yo también tengo novedades para anunciar en este festejo —intervino Myra, dando unos golpecitos a su copa para pedir silencio.

—No irás a casarte, ¿verdad, Myra? —preguntó Katie con la voz entrecortada.

—No, por supuesto —respondió Myra con cara de pocos amigos.

—¿De qué se trata entonces? —quiso saber la señora Townsend—. ¿Vas a decirnos que tú también nos dejas? No creo que pueda soportarlo.

—No exactamente —indicó Myra—. Me he ofrecido en la estación del pueblo para ser guarda de tren. He estado buscando una manera de servir a la causa y vi el anuncio en el periódico que el señor Hamilton nos leyó la semana pasada. Ya he hablado con la Señora, quien declaró estar de acuerdo en tanto pudiera seguir en mi puesto. Opinó que el hecho de que el servicio se esfuerce por contribuir con los objetivos de la guerra es un reflejo del espíritu que anima esta casa.

—En efecto —asintió el señor Hamilton—, así es, en tanto el servicio siga haciendo su contribución
dentro
de la casa. —Se quitó las gafas, se frotó cansinamente el tabique de su larga nariz, volvió a colocárselas, y me dirigió una mirada severa—. Lo siento por ti, muchacha. Dado que Alfred se marcha a la guerra y Myra tiene dos trabajos, sobre tus hombros recaerá una gran responsabilidad. No tengo probabilidad alguna de encontrar una persona que nos ayude. No en este momento. Deberás hacerte cargo de una gran parte del trabajo de la casa hasta que las cosas vuelvan a la normalidad. ¿Lo comprendes?

—Sí, señor Hamilton —asentí solemnemente, mientras caía en la cuenta de por qué últimamente Myra había empleado su tiempo en verificar mi eficiencia. Había estado instruyéndome para que ocupara su lugar, con el fin de que le resultara más sencillo obtener autorización para trabajar fuera de la casa.

El señor Hamilton meneó la cabeza y se frotó las sienes.

—Tendrás que atender la mesa, ocuparte de los salones, servir el té. Y tendrás que ayudar a vestir a las señoritas Hannah y Emmeline mientras estén aquí.

Su letanía de tareas continuó pero ya no lo escuché. Me excitaba demasiado la perspectiva de que entre mis nuevas responsabilidades estuvieran las hermanas Hartford. Después de mi encuentro casual con Hannah en el pueblo, había aumentado la fascinación que me producían ambas, pero sobre todo ella. En mi imaginación, alimentada por revistas sensacionalistas e historias de misterios, era una heroína hermosa, inteligente y valiente.

Aunque en aquel momento no podría haberlo expresado en esos términos, percibo ahora la naturaleza de esa atracción. Éramos dos jóvenes de la misma edad, vivíamos en la misma casa, en el mismo país, y vislumbraba en Hannah brillantes perspectivas que yo jamás podría tener.

La primera jornada como voluntaria de Myra estaba prevista para el viernes siguiente. Eso nos dejaba un tiempo escaso y precioso para ponerme al tanto de mis nuevas obligaciones. Todas las noches mi sueño era interrumpido por un pinchazo en el tobillo o un codazo en las rodillas, seguidos de instrucciones demasiado importantes para correr el riesgo de que las hubiera olvidado al llegar el día.

Pasé en vela la mayor parte de la noche del jueves. Mi mente luchaba tenazmente para librarse del sueño. A las cinco en punto, con el estómago revuelto, apoyé suavemente mi pie desnudo en el frío suelo de madera, y me puse los leotardos, el vestido y el delantal.

Hice mis tareas habituales en un suspiro. Luego regresé a la sala de los sirvientes y esperé. Me senté a la mesa. Mis dedos estaban demasiado tensos para tejer, de modo que escuché cómo el reloj marcaba lentamente los minutos.

A las 9.30 el señor Hamilton comprobó que la hora de su reloj coincidiera con la que marcaba el reloj de pared. Eso me recordó que debía retirar las bandejas del desayuno y ayudar a las jovencitas a vestirse. Bullía anticipadamente de entusiasmo.

Sus habitaciones estaban arriba, junto al cuarto de juegos. Golpeé una vez, rápidamente y sin hacer demasiado ruido, por mera formalidad, tal como me había indicado Myra. Luego abrí la puerta del dormitorio de Hannah. Era la primera vez que veía la habitación Shakespeare. Myra, reacia a perder el control, había insistido en llevar ella misma las bandejas del desayuno antes de partir hacia la estación.

Era oscura, por efecto del empapelado descolorido y los pesados muebles. La cama, la mesilla y el dosel eran de caoba tallada. Una alfombra color bermellón cubría el suelo, casi hasta el zócalo. En la pared, sobre la cabecera, había tres cuadros a los que la habitación debía su nombre, dado que —según había dicho Myra— correspondían a sendas heroínas de obras teatrales escritas por el mejor dramaturgo inglés de todos los tiempos. Yo di por ciertas sus palabras, aunque ninguna de ellas me pareció especialmente heroica. La primera estaba tendida en el suelo, sosteniendo ante sí un frasco que contenía un líquido. La segunda estaba sentada en una silla, y a lo lejos se veían dos hombres, uno de piel blanca y otro de piel negra. La tercera, tendida en un arroyo, con el largo cabello flotando hacia atrás, salpicado de flores silvestres.

Cuando me acerqué, Hannah ya se había levantado. Estaba sentada frente al tocador con un camisón de algodón blanco, el empeine de los pálidos pies apoyado en la alfombra, como si rezara, y la cabeza inclinada sobre una carta. Tuve la sensación de verla por primera vez. Myra había abierto las cortinas y un débil rayo de sol entraba por la ventana iluminando la espalda de Hannah para jugar con sus largas trenzas rubias. Ella no advirtió mi presencia.

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