Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué hizo?
Myra echó un vistazo hacia la cocina, comprobando con satisfacción que Katie no podía oírla. Allí abajo, en Riverton, había un orden establecido desde hacía tiempo, arraigado y perfeccionado a lo largo de siglos de servicio. Si bien yo era la criada de menor rango —objeto de reprimendas, y sólo apta para realizar tareas menores—, Katie, la fregona, era objeto de desprecio. Me gustaría decir que esa infundada falta de equidad me irritaba; que aun cuando no me indignara, al menos era consciente de su injusticia. Pero hacerlo significaría adjudicar a la jovencita que era entonces una empatía que no poseía. En cambio, disfrutaba del mínimo privilegio al que accedía gracias a mi posición. Dios sabe que ya había suficientes personas por encima de mí.
—Nuestro señor Frederick le dio muchos disgustos a sus padres cuando era un muchacho —prosiguió Myra entre dientes—. Era tan impetuoso que lord Ashbury lo envió a Radley sólo para que no desprestigiara a su hermano en Eton. Llegado el momento, tampoco lo enviaron a Sandhurst, aunque estaba previsto que fuera oficial de la Armada.
Yo asimilaba la información mientras Myra continuaba.
—Es comprensible, por supuesto, considerando que el mayor James estaba haciendo una gran carrera en las fuerzas armadas. Es poco lo que se necesita para manchar el nombre de una familia. No querían correr riesgos. —Myra dejó de masajearse el cuello y tomó un salero ennegrecido—. No tiene importancia. Todo fue para bien. Él tiene sus automóviles y tres hermosos hijos. Podrás comprobarlo durante la representación.
—¿Los hijos del mayor James actuarán junto con los del señor Frederick?
La expresión de Myra se ensombreció.
—¿Cómo puedes pensar algo así, niña? —espetó en voz baja.
El aire se volvió denso. Había dicho algo impropio. Myra me fulminó con la mirada, obligándome a desviar la vista. Había pulido la fuente que tenía en mis manos hasta dejarla brillante y pude ver en ella cómo mis mejillas se sonrojaban.
—El mayor no tiene hijos. Y no los tendrá —siseó Myra y me quitó el trapo; sus dedos largos y finos rozaron los míos—. Ahora ocúpate de tus tareas. Con tu cháchara no me dejas trabajar.
Uno de los aspectos más difíciles de comenzar a servir en Riverton era que se daba por sentado que automáticamente estaría al tanto de todos los pormenores acerca del funcionamiento de la casa y los hábitos de la familia. Sabía que en parte se debía a que mi madre había trabajado aquí antes de que yo naciera. El señor Hamilton, la señora Townsend y Myra suponían —infundadamente— que ya me habían enseñado lo que necesitaba saber sobre Riverton y los Hartford, y que me harían sentir estúpida si me viera obligada a confesar mi ignorancia. En particular, Myra —si la explicación no convenía a algún fin personal— solía insistir muy despectivamente en que, por supuesto, yo sabía que a la Señora le gustaba que las ventanas quedaran entreabiertas unos cuatro dedos, sin importar qué día hiciera. Debía de haberlo olvidado o, peor aún, me hacía la tonta con toda intención.
Myra esperaba que yo supiera lo que había ocurrido con los hijos del mayor y nada de lo que pudiera decirle lograba convencerla de que no era así. Por eso, a lo largo de las dos semanas que siguieron a nuestra conversación, la evité tanto como fue posible, teniendo en cuenta que vivíamos y trabajábamos juntas. Por la noche, mientras Myra se preparaba para acostarse, yo me quedaba quieta en la cama, fingiendo dormir. Era un alivio que ella apagara la vela y el cuadro del ciervo agonizante desapareciera en la oscuridad. Durante el día, cuando nos cruzábamos en la sala de los sirvientes, Myra alzaba desdeñosamente la nariz y yo respondía a su actitud según se esperaba, mirando el suelo.
Afortunadamente, hubo infinidad de cosas que nos mantuvieron ocupadas mientras preparábamos el recibimiento de los invitados adultos de lord Ashbury. Teníamos que abrir y ventilar las habitaciones de huéspedes del ala este, quitar las fundas y lustrar los muebles. Había que traer la mejor ropa de cama de las enormes cajas guardadas en el ático, remendarla donde la hubiera atacado la polilla y luego lavarla en grandes tinas de cobre. Como llovía y no fue posible usar las largas cuerdas para tender ropa de detrás de la casa, hubo que tenderlas en el cuarto de secado que se utilizaba en invierno; estaba en el ático, junto a los dormitorios del personal de servicio femenino, donde el tiro de la chimenea de la cocina —que subía por la pared y atravesaba el techo para salir por el tejado— siempre irradiaba calor.
Y allí fue donde aprendí nuevas pistas sobre El Juego. Porque dado que llovía y la señorita Prince estaba decidida a enseñar a los niños Hartford los mejores versos de Tennyson, éstos acabaron buscando sitios cada vez más recónditos donde esconderse. El más alejado de la pequeña biblioteca donde recibían sus clases fue el armario del lavadero, entre la tina y la chimenea. Y por tanto, allí se establecieron.
Yo nunca los vi jugar. Regla número uno: El Juego era secreto. Pero escuchaba, estaba atenta y una o dos veces la tentación me venció y, después de asegurarme de que no había nadie rondando, espié dentro del armario. Así lo supe.
El Juego era antiguo. Llevaban años jugándolo. Aunque en realidad sería más correcto decir «viviéndolo». Lo llevaban viviendo años. Porque El Juego era mucho más de lo que su nombre insinuaba. Era una compleja fantasía, un mundo alternativo adonde ellos escapaban.
No había disfraces, espadas, sombreros con plumas. Nada que indicara que se trataba de un juego. Ésa era su naturaleza. Era secreto. Todo el equipo estaba en el arcón, un baúl lacado en negro que algún antepasado había traído de China, como parte del botín de sus exploraciones y saqueos. Era del tamaño de una caja de sombreros cuadrada —ni muy grande, ni muy pequeña— y la tapa tenía incrustaciones de piedras semipreciosas que formaban una escena: un río, un puente que lo cruzaba, un templete en una de las orillas, sauces que se inclinaban desde el barranco, hacia la ribera. Sobre el puente se veían tres siluetas y un pájaro solitario volaba sobre ellas.
El arcón que los tres custodiaban celosamente contenía todos los elementos necesarios para El Juego. Porque aunque les exigía correr, esconderse y batallar, el verdadero placer era otro. Regla número dos: todos los viajes, aventuras, exploraciones y avistamientos debían ser registrados. Los niños se metían apresuradamente dentro, exaltados ante el peligro, para registrar sus últimas aventuras en forma de mapas y diagramas, códigos y dibujos, piezas teatrales y libros.
Los libros eran miniaturas encuadernadas con hilo, la escritura era tan pequeña y apretada que había que mirarlos detenidamente para descifrarlos. Se titulaban:
La huida de Koshei, el inmortal; El encuentro con Balam y su oso; El viaje a la tierra de los tratantes de blancas
. Algunos estaban escritos en un código que yo no podía comprender, aunque si hubiera tenido tiempo de investigar, sin duda hubiera encontrado la clave, escrita en papel y guardada en el baúl.
El juego propiamente dicho era simple. En realidad, lo habían inventado Hannah y David, que por ser los mayores eran los instigadores de la aventura. Ellos decidían qué lugar era propicio para explorar. Los dos habían formado un gobierno con nueve consejeros, un ecléctico grupo de ilustres Victorianos mezclados con antiguos faraones egipcios. Nunca había más de nueve consejeros a la vez y si la historia proporcionaba una nueva figura demasiado atractiva para negarle la admisión, uno de los miembros originales debía morir o ser destituido. (La muerte siempre acontecía en cumplimiento del deber, y era solemnemente anunciada en uno de los minúsculos periódicos que se guardaban en el arcón).
Junto con los consejeros, cada uno representaba su propio papel. Hannah era Nefertiti y David se transformaba en Charles Darwin. Emmeline, que sólo tenía cuatro años cuando se establecieron las reglas, había elegido ser la reina Victoria. Una elección poco atractiva a juicio de sus hermanos, aunque comprensible teniendo en cuenta la corta edad de Emmeline, que, por cierto, no era el compañero de juegos más apropiado. No obstante, Victoria fue admitida en El Juego, generalmente en calidad de víctima de un secuestro que daba lugar a un peligroso rescate. Mientras Hannah y David escribían sus relatos, a Emmeline se le permitía decorar los diagramas y sombrear los mapas: azul para el océano, púrpura para las profundidades, verde y amarillo para la tierra.
En ocasiones David no estaba disponible. Si la lluvia amainaba durante una hora, se escurría para jugar a las canicas con los otros niños de la finca o se dedicaba a practicar en el piano. Entonces Hannah se aliaba con Emmeline. Las dos se escondían en el armario de la ropa de cama con una provisión de terrones de azúcar robados de la despensa de la señora Townsend e inventaban nombres especiales, en idiomas secretos, para describir al traidor que había huido. Pero por mucho que lo desearan, nunca jugaban El Juego sin David. No podían siquiera imaginarlo.
Regla número tres: los participantes no podían ser sino tres, ni más ni menos. Tres. Un número favorecido tanto por el arte como por la ciencia: tres son los colores primarios, los puntos necesarios para determinar la ubicación de un objeto en el espacio, las notas que forman un acorde. Tres son los vértices del triángulo, la primera figura geométrica: un hecho incontrovertible, dos puntos no pueden definir una superficie. Los vértices de un triángulo pueden moverse, pueden variar sus lealtades, la distancia entre dos de ellos puede disminuir a medida que se alejan del tercero, pero juntos siempre definen un triángulo. Autosuficiente, real, completo.
Aprendí las reglas de El Juego porque las leí. Escritas con letra prolija e infantil en un papel amarillento, oculto debajo de la tapa del arcón. Siempre las recordaré. Cada uno de ellos las había firmado:
Por acuerdo general, este tercer día de abril de 1908, David Hartford, Hannah Hartford
—y por fin, con una letra más grande y apretada— las iniciales
E. H.
Para los niños las reglas eran algo serio y El Juego requería de un sentido del deber que los adultos no habrían comprendido. A menos, por supuesto, que se tratara de los sirvientes, cuyo conocimiento del deber era indiscutible.
De modo que eso era. Sólo un juego de niños. Y no el único al que jugaban. Finalmente crecieron, lo olvidaron, lo dejaron atrás. O eso pensaron. Cuando los conocí, estaba en sus últimos estertores. La Historia intervendría en él: la aventura real, las huidas de verdad, la adolescencia acechaba sonriente desde un rincón.
Tan sólo un juego de niños y sin embargo… ¿Lo que finalmente sucedió habría sido posible sin él?
Amaneció el día en que llegaban los invitados y se me otorgó permiso especial —con la condición de que hubiera completado mis tareas— para observarlos desde el balcón del primer piso. Al caer la noche, con la cara apretada entre dos barrotes de la balaustrada, esperé ansiosamente que los neumáticos de los automóviles hicieran crujir la grava de la entrada.
Las primeras en llegar fueron lady Clementine Boyle, una amiga de la familia con el esplendor y el brillo de la anterior reina, y la señorita Frances Dawkins, a la que todos llamaban Fanny: una joven flacucha y parlanchina, que había quedado a cargo de lady Clementine cuando sus padres murieron en el naufragio del
Titanic
y que, según se rumoreaba, con sus diecisiete años estaba enérgicamente dedicada a encontrar un marido. De acuerdo con las palabras de Myra, lady Violet deseaba fervientemente que Fanny formara pareja con su hijo viudo, el señor Frederick, aunque él era completamente indiferente al respecto.
El señor Hamilton las condujo al salón, donde lord y lady Ashbury los esperaban, y anunció su llegada con una elegante reverencia. Las observé sin ser vista mientras desaparecían en la habitación, lady Clementine en primer lugar, Fanny detrás. Me llamó la atención la bandeja de cócteles del señor Hamilton, donde las redondeadas copas de brandy se disputaban el espacio con las aflautadas copas de champán.
El señor Hamilton regresó al vestíbulo. Estaba estirando los puños de su traje —un gesto habitual en él— cuando llegaron el mayor y su esposa. Ella era una mujer de poca estatura, regordeta, con cabello castaño. En su rostro, si bien tenía un gesto amable, estaba grabado el dolor. Por supuesto, sólo retrospectivamente puedo describirla de esa manera, pero incluso en ese momento supuse que era víctima de alguna desgracia. Myra podía no estar dispuesta a divulgar el misterio de los hijos del mayor, pero mi joven imaginación, alimentada por novelas góticas, era terreno fértil para intuirlo. Además, por aquel entonces, los sutiles matices que intervenían en la atracción entre un hombre y una mujer eran algo ajeno a mí, y sólo podía atribuir a una tragedia que un hombre tan alto y apuesto como el mayor estuviera casado con una mujer tan fea. Imaginaba que alguna vez debió de ser encantadora, hasta que alguna terrible penuria se abatió sobre ella y le arrebató toda la belleza y juventud que había poseído.
El mayor, aún más adusto de lo que sugería su retrato, preguntó —como era su costumbre— por la salud del señor Hamilton, echó una mirada de amo y señor al vestíbulo y guió a Jemina hacia el salón. Antes de que desaparecieran detrás de la puerta, vi su mano tiernamente apoyada en la espalda de su esposa, un gesto que de alguna manera no armonizaba con su porte, y que jamás he olvidado.
Mis piernas ya estaban agarrotadas por estar en cuclillas cuando por fin oí que el automóvil del señor Frederick se acercaba por el sendero de grava. El señor Hamilton miró el reloj con un gesto de reprobación y luego abrió la puerta de entrada.
El señor Frederick era más bajo de lo que esperaba; ostensiblemente más bajo que su hermano. Pero no pude distinguir sus rasgos más allá de la montura de sus gafas. Porque aun cuando se había quitado el sombrero, se alisaba con la mano el cabello claro sin levantar la cabeza.
Sólo cuando el señor Hamilton abrió la puerta del salón y anunció su llegada, el señor Frederick parpadeó y su mirada cambió de dirección: paseó vacilante por la habitación, registrando los mármoles, los retratos, el hogar de su juventud, antes de posarse en el balcón donde me había apostado. Y en ese instante fugaz, antes de que fuera tragado por la ruidosa habitación, su rostro empalideció como si hubiera visto un fantasma.
La semana pasó velozmente. Con tantos huéspedes en la casa, estuve ocupada aseando las habitaciones, llevando bandejas con té, poniendo la mesa para los almuerzos. Me gustaba. No me amedrentaba el trabajo: mi madre se había asegurado de que así fuera. Además, anhelaba que llegara el fin de semana, y con él, el recital. Porque mientras los demás sirvientes estaban concentrados en la cena de celebración del verano, yo sólo podía pensar en el recital. Desde la llegada de los adultos apenas había visto a los niños. La niebla se había esfumado, dejando paso a cielos claros y días templados, demasiado hermosos para desperdiciarlos entre cuatro paredes. Todos los días, mientras iba por el pasillo hacia el cuarto de los niños, contenía el aliento esperando encontrarlos allí, pero el tiempo siguió siendo bueno y ese año no volvieron a usar la habitación. Se llevaron sus ruidos, sus travesuras y su Juego fuera de la casa.