Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Era el salón de Riverton. Incluso el empapelado era el mismo: «Tulipanes brillantes», un diseño
art nouveau
rojo borgoña del Silver Studio, tan flamante como el día en que los empapeladores llegaron desde Londres. En el centro, frente a la chimenea, un sofá Chesterfield tapizado en cuero, cubierto con sedas de la India, iguales a las que el abuelo de Hannah y Emmeline, lord Ashbury, había traído del extranjero cuando era un joven oficial de la armada. El reloj del barco estaba en el lugar habitual, sobre la repisa de la chimenea, junto al candelabro de Waterford. Alguien se había tomado el enorme trabajo de conseguir ese objeto, pero a cada segundo se revelaba su falsedad. Aun ahora, unos ochenta años después, recuerdo el sonido del reloj de la sala. El modo serenamente insistente de marcar el paso del tiempo: paciente, certero, frío, como si de alguna manera hubiera sabido, incluso entonces, que el tiempo no era amigo de quienes vivían en aquella casa.
Ruth me acompañó hasta el sillón y me dejó allí con el encargo de que permaneciera sentada mientras ella averiguaba dónde estaban los baños «por si fuera necesario». Detrás de mí había gran ajetreo. Algunas personas arrastraban enormes reflectores con patas como de insecto; alguien, en algún lugar, reía. Pero dejé que mi mente vagara. Pensaba en la última vez que estuve en ese salón —el real, no esa escenografía—, el día que supe que me iría de Riverton y jamás regresaría.
Se lo anuncié a Teddy. No le gustó nada, pero para entonces había perdido la autoridad que alguna vez tuvo. Los hechos se la habían arrebatado. Tenía la atónita palidez de un capitán que, consciente de que su barco se hunde, es incapaz de evitarlo. Me pidió que me quedara, me imploró, por lealtad hacia Hannah, alegó, ya que él no me inspiraba ese sentimiento. Y casi lo hice. Casi.
Ruth me dio un golpecito para llamarme la atención.
—Mamá, Ursula está hablándote.
—Lo siento, no me he dado cuenta.
—Mamá es un poco sorda —apuntó Ruth—. Algo previsible a su edad. He tratado de que la examinaran, pero es de lo más obstinada.
Soy obstinada, lo sé. Pero no soy sorda y no me gusta que la gente suponga que lo soy. Mi visión es escasa sin gafas, me canso con facilidad, ya no tengo un solo diente propio y sobrevivo gracias a un cóctel de píldoras, pero puedo oír tan bien como siempre. Lo que sucede es que con la edad he aprendido a escuchar sólo lo que deseo oír.
—Le estaba diciendo, señora Bradley, Grace, que debe de ser extraño volver al pasado. Bueno, a una especie de pasado. Eso seguramente habrá disparado todo tipo de recuerdos.
—Sí —respondí, con una voz deliberadamente tenue—. Así es.
—Me complace saberlo —declaró Ursula, sonriente—. Lo consideraré una señal de que lo estamos haciendo bien.
—Oh, sí.
—¿Hay alguna cosa que esté fuera de lugar? ¿Hemos olvidado algo?
Miré ese escenario de nuevo. Me detuve minuciosamente en los detalles, en el conjunto de símbolos heráldicos colocados junto a la puerta: en el centro, un cardo escocés semejante al grabado de mi relicario.
Sin embargo, faltaba
algo
. A pesar de su fidelidad, el escenario estaba extrañamente desprovisto de atmósfera. Como una pieza de museo, parecía decir: «Esto es el pasado, interesante, pero lejano y muerto».
Y, como una pieza de museo, carecía de vida.
Desde luego, era comprensible. Para mí, los años veinte son la época de mi juventud: una época de emoción, confusión, dicha y horror. Para los escenógrafos, la década de 1920 es historia antigua. Un periodo que debe ser cuidadosamente investigado y reconstruido, que les requiere prestar tanta atención a los detalles curiosos como si estuvieran diseñando un castillo medieval.
Advertí que Ursula me miraba, esperando con entusiasmo mi veredicto.
—Es perfecto —repuse por fin—. Todo está en su lugar.
Luego ella añadió algo que me sobresaltó:
—Salvo la familia.
—Sí —afirmé—. Salvo la familia. —Mientras parpadeaba, por un momento pude verla. Emmeline, tendida en el sofá, todo piernas y pestañas; Hannah leyendo con el ceño fruncido uno de los libros de la biblioteca; Teddy caminando sobre la alfombra de Besarabia.
—Tengo la impresión de que Emmeline llevó una vida muy entretenida —opinó Ursula.
—Sí.
—La investigación sobre ella fue sencilla. Su nombre aparece prácticamente en todas las crónicas de sociedad de entonces. Por no mencionar las cartas y los diarios íntimos de la mitad de los hombres solteros de la época.
—Siempre fue popular —observé, después de asentir con la cabeza.
Medio ocultos por el flequillo, los ojos de Ursula me miraban.
—Pero definir el personaje de Hannah no fue tan fácil.
—¿No? —pregunté, después de aclarar la voz.
—Era más misteriosa. No se trata de que los periódicos no la mencionaran; que lo hacían. También tenía sus admiradores. Sin embargo, aparentemente no eran muchas las personas que realmente la conocían. La admiraban, incluso la veneraban, pero en el fondo no sabían nada de ella.
Pensé en Hannah. La hermosa, inteligente, anhelante Hannah.
—Era una personalidad compleja.
—Sí —asintió Ursula—, ésa fue mi impresión.
—Una de ellas se casó con un estadounidense, ¿verdad? —preguntó Ruth, que había estado escuchando.
La miré, sorprendida. Siempre se había propuesto
no
saber absolutamente nada sobre los Hartford.
Ella me devolvió la mirada.
—He estado leyendo algunas cosas.
Eso significaba que se había preparado para la ocasión, sin importar cuán desagradable le resultara el asunto.
Ruth volvió a dirigirse a Ursula y habló cautelosamente, arriesgándose a cometer un error.
—Creo que se casó después de la guerra. ¿Cuál de las dos fue?
—Hannah. —Por fin lo había hecho. Había dicho su nombre en voz alta.
—¿Qué ocurrió con la otra hermana? —continuó Ruth—. ¿Emmeline se casó alguna vez?
—No —respondí—. Estuvo comprometida.
—Innumerables veces —acotó Ursula, sonriendo—. Por lo visto no podía decidirse por un solo hombre.
Pero lo hizo. Finalmente lo hizo.
—Supongo que jamás sabremos con exactitud qué ocurrió esa noche —opinó Ursula.
—No. —Mis pies cansados comenzaban a protestar a causa de los zapatos de cuero. Por la noche estarían hinchados. Sylvia gruñiría y luego insistiría en que los pusiera en remojo—. Supongo que no.
Ruth se irguió en su asiento.
—Pero seguramente
usted
sabrá lo que ocurrió, señorita Ryan. Después de todo, es el tema de su película.
—Desde luego —contestó Ursula—. Sé lo fundamental. Mi bisabuela tenía parentesco político con las hermanas Hartford y estaba en Riverton esa noche. Su relato se ha convertido en una suerte de leyenda familiar que pasó de una generación a otra. Mi bisabuela se lo contó a mi abuela, ella a mi madre, y por fin llegó hasta mí. En realidad, he oído la historia muchas veces. Me causó una enorme impresión y siempre supe que algún día la transformaría en una película —explicó sonriendo, mientras se encogía de hombros—. Sin embargo, hay algunos agujeros en la historia. Tengo muchas carpetas con material que obtuve en mi investigación. Los informes policiales y los periódicos están repletos de datos, pero todo es de segunda mano. Y sospecho que además la información ha sido duramente censurada. Desgraciadamente, las dos personas que fueron testigos del suicidio han muerto hace años.
—Debo decir que me parece un tema algo morboso para una película —comentó Ruth.
—Por el contrario, es fascinante —rebatió Ursula—. Una prometedora figura de la poesía inglesa se mata una noche, junto a un oscuro lago, en el transcurso de una fiesta de la alta sociedad. Los únicos testigos son dos hermosas hermanas que desde entonces no vuelven a dirigirse la palabra. Una, su novia. La otra, según se rumoreaba, su amante. Es terriblemente romántico.
Los nudos de mi estómago se aflojaron un poco. De modo que ella pensaba abordar el núcleo de la historia de la manera habitual. Me pregunté por qué había supuesto otra cosa. Y también: qué equivocado sentido de la lealtad había hecho que me preocupara tanto; por qué, después de tantos años, todavía me preocupaba lo que la gente pudiera pensar.
Pero lo sabía. El señor Hamilton me lo había dicho el día de mi partida, cuando estaba de pie en el escalón superior de la entrada de servicio, con la bolsa de cuero donde había guardado mis escasas pertenencias, mientras la señora Townsend lloraba en la cocina. Me dijo que era algo que llevaba en mi sangre, que lo mismo había sucedido con mi madre, y antes de ella, con sus padres; que era una estúpida por haber decidido partir, por no valorar un buen puesto, con una buena familia. Había criticado la pérdida de lealtad y orgullo que caracterizaban al pueblo inglés y había jurado que no permitiría que esa actitud se infiltrara en Riverton: no habíamos luchado y ganado la guerra para después abandonar nuestras tradiciones.
En ese momento sentí pena por él, tan rígido, tan seguro de que al dejar el servicio elegía el camino de la ruina moral y económica. Sólo mucho tiempo después comencé a comprender cuán aterrorizado debía de estar, cuán despiadados debían de haberle parecido los rápidos cambios sociales que lo cercaban y le mordían los talones. Cuán desesperadamente ansiaba mantener las antiguas usanzas y certezas.
Pero en parte había estado en lo cierto. No en cuanto a las consecuencias ruinosas; mis finanzas y mi moral no empeoraron por haber abandonado Riverton. Sin embargo, una parte de mí nunca se iría de esa casa o, más bien, una parte de esa casa nunca me dejaría. Durante años, el olor a Giffen —el producto que se usaba para pulir la plata—, el ruido de los neumáticos sobre la grava, el sonido de algún timbre me devolvían a mis catorce años, al cansancio después de un largo día de trabajo, a la taza de chocolate en el comedor de servicio mientras el señor Hamilton leía en voz alta algunos pasajes de
The Times
—aquellos que consideraba adecuados para nuestros impresionables oídos—, Myra fruncía el ceño ante algún comentario irreverente de Alfred y la señora Townsend roncaba suavemente en la mecedora, con sus agujas de tejer y la madeja apoyadas sobre su generoso regazo.
—Aquí está —indicó Ursula—. Gracias, Tony.
Junto a mí había aparecido un joven, trayendo una improvisada bandeja con tazas y un viejo tarro de mermelada lleno de azúcar. Dejó su carga en la mesa auxiliar donde Ursula comenzó a servirla. Ruth me pasó una de las tazas.
—Mamá, ¿qué es esto? —preguntó mientras sacaba un pañuelo y lo pasaba por mi cara—. ¿No te sientes bien?
Yo sentía que mis mejillas estaban húmedas.
Era el efecto del olor del té y de estar allí, en esa habitación, sentada en ese sofá. Era el peso de los recuerdos lejanos. De los secretos largamente guardados. El choque de pasado y presente.
—Grace, ¿puedo hacer algo por usted? —Esta vez era Ursula quien hablaba—. Tal vez desee que apaguemos la calefacción.
—Voy a tener que llevarla a casa —anunció Ruth—. Sabía que no era una buena idea. Es demasiado para ella.
Sí. Quería volver a casa. Estar en casa. Me sentía flotar. El bastón guiaba mi mano. Las voces se arremolinaban a mi alrededor.
—Lo siento —repuse, a nadie en particular—. Es sólo que estoy cansada. Muy cansada. Desde hace años.
Me dolían los pies que protestaban por su confinamiento. Una persona atenta —Ursula quizá— tendió su mano para sostenerme y aferró mi brazo. Un viento frío golpeó mis mejillas húmedas.
Poco después me encontré en el coche de Ruth. Las casas, los árboles, las señales del camino iban quedando vertiginosamente atrás.
—No te preocupes, mamá. Ya ha pasado todo —aseguró Ruth—. Me siento responsable. No debí haberte llevado.
Posé mi mano en su brazo. Percibí su nerviosismo.
—Debí haber confiado en mi instinto —prosiguió—. Fue una estupidez de mi parte.
Cerré los ojos. Escuché el zumbido del radiador, la cadencia del limpiaparabrisas, el rumor del tráfico.
—Eso es, trata de descansar un poco —indicó Ruth—. Pronto estarás en casa. No tendrás que volver mas a ese lugar.
Sonreí, sentí que me relajaba.
Es demasiado tarde. Estoy en casa. Estoy de vuelta.
Identificado el cuerpo hallado en Preston's Gorge: una beldad local muerta
El cuerpo encontrado ayer por la mañana en Preston's Gorge ha sido identificado como el de una bella dama y actriz de cine de la zona, la honorable señorita Emmeline Hartford de veintiún años de edad. La señorita Hartford viajaba de Londres a Colchester cuando su automóvil chocó con un árbol y todo cuesta abajo hacia el desfiladero.
En Godley House, la casa de la señora Frances Vickers una amiga de la infancia de la señorita Hartford esperaban su llegada el domingo por la tarde. Ante la demora la señora Vickers dio aviso a la policía.
El juez de instrucción llevará a cabo una investigación para determinar la causa del accidente, pero la policía no sospecha que se trate de un crimen. De acuerdo con los testigos, lo mas probable es que el accidente fuera resultado de la alta velocidad y del suelo resbaladizo a causa del hielo.
La hermana mayor de la señorita Hartford es la honorable señora Hannah Luxton quien está casada con el diputado del Partido Conservador por Saffron Walden el señor Theodore Luxton. Tanto el señor como la señora Luxton han evitado hacer comentarios. No obstante los abogados de la familia Gifford & Jones han hecho pública una declaración en su nombre en la que hablan de su conmoción y solicitan respeto a su privacidad.
Esta no es la primera tragedia que acaece a la familia en los últimos tiempos. El verano pasado la señorita Emmeline Hartford y la señora Hannah Luxton fueron testigos desafortunados del suicidio de lord Robert S. Hunter en la finca Riverton. Poco tiempo antes, en reconocimiento a su obra poética lord Hunter había recibido el premio de literatura que otorga
The Times
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El cuarto de los niños
Hace una mañana templada, anticipo de la primavera, y estoy sentada en el banco de hierro del jardín, debajo del olmo. Me hace bien tomar un poco de aire fresco —eso dice Sylvia—, de modo que aquí estoy, escondiendo el rostro ante el tímido sol invernal y volviendo a mostrarlo, como si arrullara a un bebé; mis mejillas están tan frías y mustias como un par de melocotones dejados demasiado tiempo en la nevera.