Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Alguien me estaba llamando. Una voz familiar de mujer llegaba desde la orilla del lago situado tras el edificio. Bajé la cuesta apartando con las manos las ramas más altas. Una silueta estaba en cuclillas en la orilla.
Era Hannah, con su vestido de novia. Su rostro pálido surgió de las sombras. El barro le salpicaba la frente ensuciando las rosas que la adornaban. Me miró. Su voz me heló la sangre.
—Llegas muy tarde —advirtió, y señaló mis manos—. Llegas demasiado tarde.
Miré mis jóvenes manos, impregnadas del oscuro barro del lago, y en ellas, el frío cadáver de un perro de caza.
Por supuesto, sé lo que motivó ese sueño: la carta de una cineasta. Últimamente no recibo muchas cartas; ocasionalmente, una postal de un amigo con un exagerado sentido del deber para contarme que está de vacaciones; una comunicación formal del banco donde tengo mis ahorros; una invitación al bautizo de un niño cuyos padres, descubro con sorpresa, ya han dejado de ser niños.
La carta de Ursula había llegado un martes por la mañana, a finales de noviembre, y cuando Sylvia vino a hacer mi cama la trajo consigo. Levantó sus cejas exageradamente delineadas y agitó el sobre.
—Tiene correo. Por el sello, parece venir de Estados Unidos. ¿Tal vez su nieto? —La ceja izquierda se arqueó enfatizando la interrogación y la voz se transformó en un ronco susurro—. Algo terrible. Sencillamente terrible. Y él… un joven tan bueno.
Cuando Sylvia terminó de lamentarse, le di las gracias por la carta. Me cae simpática. Es una de las pocas personas capaces de descubrir, más allá de las arrugas de mi cara, la persona de veinte años que habita en mí. No obstante, me niego a entablar con ella una conversación sobre Marcus.
Le pedí que abriera las cortinas. Ella frunció los labios un instante, antes de emprenderla con otro de sus temas favoritos: el clima, la probabilidad de que nevara en Navidad, los estragos que eso causaría a los internos artríticos. Hice los comentarios de rigor, pero mi mente estaba ocupada en el sobre que tenía en el regazo, preguntándose acerca de la escritura despareja, los sellos de otro país, los bordes desgastados que hablaban de una larga travesía.
—Bueno, ¿quiere que le lea la carta para que sus ojos no se cansen? —sugirió Sylvia, dando a las almohadas el voluntarioso toque final que las dejaría mullidas.
—No, gracias. ¿Podría en cambio alcanzarme las gafas?
Cuando por fin se fue, tras prometer que regresaría para ayudarme a vestirme una vez finalizada su ronda, extraje la carta del sobre. Las manos me temblaban mientras me preguntaba si, por fin, él regresaría.
Pero la carta no era de Marcus sino de una joven que estaba haciendo una película sobre el pasado. Me pedía que supervisara los escenarios y juzgara su autenticidad, que recordara objetos y lugares de tiempos lejanos. Como si no hubiera pasado toda la vida tratando de olvidar.
Ignoré la carta. La plegué cuidadosa y serenamente, guardándola dentro de un libro que hacía tiempo había desistido de leer. Y después suspiré. No era la primera vez que recordaba lo que había sucedido con Robbie y las hermanas Hartford en Riverton. Una vez vi la última parte de un documental en la televisión. Algo que estaba mirando Ruth, acerca de corresponsales de guerra. Cuando la cara de Robbie llenó la pantalla y su nombre apareció escrito debajo en una tipografía sencilla, se me erizó la piel. Pero eso fue todo. Ruth no se inmutó, el narrador continuó, y yo seguí secando los platos de la cena.
En otra ocasión, mientras leía en el periódico la guía de programas de televisión, mis ojos toparon con un nombre familiar. Uno de los programas conmemoraba los setenta años de la cinematografía británica. Me fijé en la hora en que se emitiría. Mi corazón estaba alborotado, dudaba si me atrevería a verlo. Al final fue una verdadera decepción. Casi no mencionaban a Emmeline. Sólo mostraron algunas fotos publicitarias —ninguna de ellas reflejaba su verdadera belleza— y un fragmento de una de sus películas mudas,
La dama espera
, donde aparecía muy rara: con mejillas hundidas y movimientos torpes, como los de una marioneta. No se hacía referencia a otros filmes, a los que habían causado el escándalo. Supongo que no los consideraban dignos de mención en estos días promiscuos e indulgentes.
Pero, si bien ya me había encontrado con esos recuerdos con anterioridad, la carta de Ursula me resultó perturbadora. Era la primera vez, en casi setenta años, que alguien me asociaba con esos hechos cayendo en la cuenta de que una joven llamada Grace Reeves estuvo ese verano en Riverton. En cierto modo aquello me hizo sentir vulnerable, identificable. Culpable.
No. Mi decisión era categórica. No respondería a la carta. Y así fue.
No obstante, me sucedió algo curioso. Los recuerdos que durante largo tiempo había arrinconado en los oscuros confines de mi mente encontraron grietas por donde filtrarse. Las imágenes surgieron con una claridad que me dejó pasmada, con total nitidez, como si el tiempo no hubiera pasado. Tras las primeras y tímidas gotas siguió el diluvio: conversaciones enteras, palabra por palabra, con sus más mínimos matices. Las escenas se desarrollaban como en una película.
Yo misma me sorprendí. Las polillas han abierto agujeros en mis recuerdos recientes; sin embargo, el pasado lejano está claro y nítido. Últimamente los fantasmas de aquella época me visitan a menudo y me asombra descubrir que no me preocupan demasiado. Al menos, no tanto como suponía. En efecto, los espectros de los que he tratado de escapar toda mi vida se han convertido casi en un consuelo, algo que agradezco. Espero ansiosa su aparición, como si fueran protagonistas de una de esas series de las que siempre habla Sylvia, y que le hacen completar sus rondas a toda prisa para poder verlas en la sala principal. Había olvidado —o eso creía— que en medio de la oscuridad quedaban recuerdos brillantes.
La semana pasada, cuando llegó la segunda carta, el mismo fino papel escrito con la misma letra garabateada, supe que diría «sí», que aceptaría inspeccionar los escenarios. Sentía curiosidad, algo que no había experimentado desde hacía tiempo. No hay muchas cosas que despierten curiosidad a los noventa y ocho años, pero quería conocer a esa Ursula Ryan que planeaba revivirlos a todos, que tanto se apasionaba con esa historia.
De modo que le escribí una carta, le pedí a Sylvia que la enviara y acordamos una cita.
El salón
Esta mañana, cuando desperté, descubrí que durante la noche el hilo que me había tenido en vilo toda la semana se había convertido en nudo. Sylvia me ayudó a ponerme un vestido de seda nuevo, el que Ruth me compró para Navidad, y a cambiar mis zapatillas por el par de zapatos de calle que habitualmente languidecen en mi guardarropa. El cuero estaba rígido y Sylvia tuvo que esforzarse para poder calzármelos, pero ése es el precio del decoro. Soy demasiado vieja para aprender nuevos hábitos y no tolero la propensión de los internos más jóvenes a usar sus zapatillas cuando salen.
Mi cabello, que siempre fue claro, es ahora blanco como el algodón, y muy quebradizo. Su debilidad aumenta con el paso de los días y tengo la certeza de que una mañana me despertaré y comprobaré que he perdido hasta el último pelo; sólo encontraré en mi almohada unas hebras blancas que se esfumarán ante mis ojos. Tal vez no muera nunca, sino que simplemente continuaré consumiéndome hasta que un día, cuando el viento del norte sople, me transporte de aquí para fundirme en parte del cielo.
Los cosméticos devolvieron algo de vida a mis mejillas, pero estuve atenta a no abusar de ellos. Debo ser cauta para no parecer un modelo de funeraria. Sylvia siempre se ofrece a «maquillarme un poco» pero considerando su afición por los párpados sombreados de púrpura y el lápiz labial de colores estridentes temo que el resultado sea catastrófico.
Con cierto esfuerzo abroché el relicario de oro. Su elegancia decimonónica resultó incongruente con mi sencilla vestimenta. Lo enderecé, mientras me preguntaba si era presuntuoso y qué diría Ruth al verme.
Miré hacia abajo. El pequeño marco de plata que está sobre mi tocador tiene una foto de mi boda. Preferiría no tenerla allí —hace tanto tiempo de aquello, y el matrimonio duró tan poco, pobre John…— pero es un gesto de consideración hacia Ruth. Supongo que a ella le agrada creer que lo echo de menos.
Sylvia me ayudó a llegar hasta el salón de visitas —todavía me irrita llamarlo de esa manera— donde estaba servido el desayuno, y donde esperaría a Ruth, que —pese a creer que estaba cometiendo un error— había accedido a llevarme a los estudios Shepperton. Le pedí a Sylvia que me dejara en la mesa que estaba en el rincón y me trajera un zumo. Después ocupé mi tiempo leyendo nuevamente la carta de Ursula.
Ruth llegó a las ocho y media en punto. Posiblemente tuviera dudas acerca de lo atinado de la excursión, pero es y siempre ha sido empedernidamente puntual. He oído que los niños nacidos en tiempos difíciles nunca se libran de esa atmósfera asfixiante y Ruth —una niña de la segunda guerra— confirma la regla. Es muy diferente de Sylvia, que tan sólo con quince años menos va de aquí para allá con faldas ajustadas, se ríe sin recato y cambia el color de su cabello cada vez que cambia de «novio».
Esa mañana Ruth atravesó la sala, bien vestida, inmaculadamente acicalada, pero más rígida que una escoba.
—Buenos días, mamá —saludó, rozando mi mejilla con sus labios fríos. Luego echó un vistazo al vaso medio vacío que tenía delante de mí—. ¿Ya has terminado tu desayuno? Espero que hayas tomado algo más aparte de eso. Es probable que encontremos tráfico en el camino y no tengamos tiempo de parar. —Miró su reloj—. ¿Necesitas pasar al baño?
Negué con la cabeza mientras me preguntaba en qué momento me había convertido en la hija.
—Llevas el relicario de papá. Hacía años que no lo veía —comentó, acercándose para enderezármelo y asintiendo en señal de aprobación—. Era apuesto, ¿verdad?
Asentí a mi vez, conmovida por el hecho de que las pequeñas mentiras dichas a los niños sean incondicionalmente creídas. Sentí una corriente de afecto hacia mi quisquillosa hija, y contuve rápidamente la mustia y antigua culpa que siempre aflora cuando miro su cara ansiosa.
Ella me cogió del brazo, lo enlazó con el suyo y puso el bastón en mi otra mano. Muchos de los internos prefieren andadores o incluso sillas de ruedas con motor, pero yo aún me siento cómoda con mi bastón y soy un animal de costumbres que no encuentra motivo para reemplazarlo por algo más costoso.
Ruth puso en marcha el motor de su coche y nos hundimos en el tráfico que avanzaba lentamente. Es una buena chica mi Ruth: fuerte y leal. Ese día se había vestido muy formal, como si fuera a visitar a su abogado o al médico. Sabía que lo haría. Querría dar una buena impresión. Mostrarle a esa directora de cine que, más allá de lo que su madre hubiera hecho en el pasado, Ruth Bradley McCourt era un miembro respetable de la clase media.
Viajamos un trecho en silencio. Luego Ruth se puso a sintonizar la radio. Sus dedos parecían los de una anciana; vi sus nudillos hinchados a través de los cuales esa mañana habría pasado trabajosamente los anillos. Es sorprendente advertir cómo envejece una hija. Miré mis manos, cruzadas sobre el regazo. Unas manos tan ocupadas en el pasado —dedicadas tanto a tareas menores como a otras complejas—, que ahora yacían grises, fláccidas e inertes. Por fin Ruth eligió un programa de música clásica. Durante un rato el locutor habló, un tanto estúpidamente, sobre su fin de semana. Luego comenzó la música de Chopin. Fue una coincidencia, por supuesto, que precisamente ese día yo escuchara el vals en do sostenido menor.
Ruth detuvo el coche frente a unos edificios enormes, blancos y cuadrados como hangares de aviones. Apagó el motor y se quedó sentada un instante, mirando hacia adelante.
—No sé por qué tienes que hacer esto —declaró serenamente, con los labios entrecerrados—. Has logrado tanto en tu vida, has viajado, estudiado, criado una hija… ¿Por qué quieres ser recordada por lo que fuiste hace tanto tiempo?
Ella no esperaba una respuesta y yo no se la di. De pronto Ruth suspiró, salió rápidamente del coche, sacó mi bastón del maletero y sin decir una palabra me ayudó a bajar.
Ursula estaba esperándonos: era una chiquilla con el cabello rubio muy largo y liso que le caía sobre la espalda y un tupido flequillo cubriéndole la frente. La clase de chica a la que podía haberse calificado de poco agraciada si no hubiera sido bendecida con unos maravillosos ojos negros que recordaban un antiguo retrato al óleo: redondos, profundos y expresivos, con el nítido matiz de la pintura fresca.
Sonrió, hizo un gesto de saludo y se acercó presurosa a nosotras; tomó mi mano, la que tenía enlazada al brazo de Ruth, y la agitó entusiasta.
—Señora Bradley, me siento tan feliz de que haya accedido a ayudarme…
—Grace —corregí, antes de que Ruth se adelantara a pronunciar «doctora»—. Me llamo Grace.
—Grace —Ursula sonrió—, no encuentro palabras para explicarle la emoción que me causó saber que vendría.
Su acento era inglés, algo que me sorprendió porque el domicilio que figuraba en su carta era estadounidense.
—Muchas gracias por haber actuado de chófer —añadió luego, dirigiéndose a Ruth.
Sentí que el cuerpo de Ruth se apretaba contra el mío.
—¿Acaso podía haber metido a mi madre en un autobús?
Ursula rió. Me agradó comprobar que los jóvenes tienen mucha facilidad para interpretar una actitud poco amistosa como una ironía.
—Entremos, hace frío aquí afuera. Disculpen todo este alboroto. Comenzaremos a rodar la semana próxima y la gente está muy nerviosa intentando tener todo listo para entonces. Esperaba que pudiera reunirse con nuestra escenógrafa pero ha tenido que ir a Londres a conseguir unas telas. Tal vez todavía esté aquí cuando ella regrese. Tengan cuidado al atravesar la puerta, hay un pequeño escalón.
Ella y Ruth me condujeron afanosamente hacia un vestíbulo y luego a lo largo de un oscuro corredor en el que se alineaban sucesivas puertas. Algunas estaban entreabiertas y miré hacia adentro; vislumbré misteriosas siluetas frente a brillantes pantallas de monitor. Nada allí se parecía al estudio de grabación donde había estado con Emmeline muchos años atrás.
—Aquí es —anunció Ursula cuando llegamos a la última puerta—. Entremos, pediré que nos traigan té.
En cuanto abrió la puerta, fui catapultada a través del umbral hacia mi pasado.