Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—No, señorita Prince —contesté—. No los he visto desde hace rato.
—¿Estás segura?
—Sí, señorita.
Ella seguía mirándome fijamente.
—Estoy segura de haber oído voces en esta habitación.
—Sólo la mía, señorita. Estaba cantando.
—¿Cantando?
—Sí, señorita.
El silencio parecía prolongarse eternamente. Sólo se quebró cuando la señorita Prince golpeó tres veces la palma de su mano con el puntero y comenzó a recorrer lentamente el perímetro de la habitación.
Tap… tap… tap… tap
…
Cuando llegó a la casa de muñecas advertí que el lazo de la falda de Emmeline quedaba a la vista. Tragué saliva.
—Yo…, ahora que lo pienso creo haberlos visto cuando miré por la ventana. Estaban en el cobertizo de los botes. Junto al lago.
—Junto al lago —repitió la señorita Prince. Se dirigió hacia las ventanas de estilo francés y trató de distinguirlos entre la niebla. La luz caía sobre su pálido rostro—. «Donde los sauces palidecen, tiemblan los álamos, las leves brisas se estremecen y ensombrecen».
En aquel momento yo no conocía los poemas de Tennyson. Sin embargo, pensé que había hecho una bonita descripción del lago.
—Sí, señorita —repuse.
Un instante después ella se volvió hacia mí.
—Le pediré al jardinero que vaya a buscarlos. ¿Cuál es su nombre?
—Dudley, señorita.
—Le pediré a Dudley que los traiga. No debemos olvidar que la puntualidad es una virtud inestimable.
—No, señorita —convine, haciendo una reverencia.
La señorita Prince atravesó indiferente la habitación y cerró la puerta detrás de ella.
Los niños aparecieron como por arte de magia; se habían ocultado en la casa de muñecas, detrás de las cortinas polvorientas.
Hannah me sonrió, pero yo no podía comprender qué me había pasado. Por qué lo había hecho. Estaba confundida, avergonzada, excitada. Hice una reverencia y salí apresuradamente. Mientras huía por el pasillo sentía que mis mejillas ardían. Ansiaba encontrarme otra vez a salvo, en la sala de los sirvientes, lejos de esos raros y extravagantes niños adultos y de los extraños sentimientos que despertaban en mí.
A la espera del recital
Podía oír a Myra, que me llamaba mientras yo bajaba corriendo las escaleras hacia la sombría sala de los sirvientes. Me detuve al llegar abajo, para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego me apresuré a ir a la cocina. En un caldero de cobre hervía a fuego lento una pata de jamón, impregnando la atmósfera con su aroma. Katie, la fregona, limpiaba sartenes, mientras miraba sin ver los cristales empañados de la ventana. Supuse que la señora Townsend estaba echándose su siesta vespertina antes de que la Señora llamara para la hora del té. Encontré a Myra sentada a la mesa del comedor de servicio, rodeada de jarrones, candelabros, fuentes y copas.
—Por fin apareces —espetó. Tenía el ceño fruncido y sus ojos parecían dos oscuras hendiduras—. Estaba empezando a pensar que tendría que ir a ver qué hacías. Bueno, mocita, no te quedes ahí de pie. Busca un trapo y ayúdame a pulir —ordenó, indicándome que me sentara frente a ella.
Lo hice, y elegí una jarra redondeada que no había visto la luz del día desde el verano anterior. Mientras frotaba las manchas, mi mente seguía en el cuarto de los niños, escaleras arriba. Los imaginaba riendo, bromeando, jugando. Me sentía como si me hubieran obligado a interrumpir demasiado pronto la lectura mágica y excitante de un hermoso libro. Había asignado un extraño encanto a los niños Hartford.
—Con firmeza —indicó Myra, arrancándome el trapo de la mano—. Son las mejores piezas de plata de Su Señoría. Ruega para que el señor Hamilton no te pille rayándolas de esa manera.
Myra tomó la jarra que yo estaba limpiando, la sostuvo frente a mí y comenzó a frotarla con decididos movimientos circulares.
—Así. ¿Ves cómo se hace? Con suavidad, en una sola dirección.
Asentí y volví a mi tarea de pulir la jarra. Me moría de ganas de hacer montones de preguntas sobre los Hartford. Según presentía, Myra podía responderlas. Sin embargo, no me atrevía a formularlas. Estaba en sus manos, lo sabía. Y sospechaba que, por su naturaleza, se ocuparía de que en el futuro mis tareas me alejaran del cuarto de los niños si advertía que, más allá de la satisfacción de la labor cumplida, eso me causaba placer.
Pero, como un enamorado, yo le otorgaba a los asuntos ordinarios un significado especial y estaba ávida de conocer hasta el menor detalle acerca de esos niños. Pensaba en mis libros, escondidos en el ático, en el modo en que Sherlock Holmes podía lograr que las personas dijeran lo que nunca hubieran querido confesar por medio de un astuto interrogatorio. Respiré hondo.
—Myra…
—¿Mmm…?
—¿Cómo es el hijo de lord Ashbury?
Los negros ojos de Myra centellearon.
—¿El mayor James? Oh, es un buen…
—No —interrumpí—. No me refiero al mayor.
Ya había oído hablar de él. Era imposible pasar un día en Riverton sin oír hablar del mayor de los hijos de lord Ashbury, el último de una larga sucesión de hombres de la familia Hartford en asistir a Eton y luego a Sandhurst. Su retrato estaba colgado junto al de su padre —a continuación de la fila de padres que lo precedían—, en lo alto del hueco de la escalera principal, desde donde dominaba el vestíbulo. La cabeza erguida, las brillantes medallas, los fríos ojos azules. Era el orgullo de todo Riverton. Un héroe de la guerra de los Bóers. El futuro lord Ashbury.
Yo me refería a Frederick, el «papá» del que se hablaba en el cuarto de los niños, que parecía inspirar en ellos una mezcla de afecto y respeto reverencial. El segundo hijo de lord Ashbury, cuya sola mención hacía que los amigos de lady Violet tendieran a menear la cabeza y que Su Señoría murmurara, con su copa de jerez en mano.
Myra abrió la boca y volvió a cerrarla. Me recordó esos peces que la corriente trae hasta la orilla del lago.
—No hagas preguntas, y no te contaré mentiras —dijo por fin, alzando el jarrón hacia la luz para inspeccionarlo.
Terminé con la jarra y tomé una fuente. Así eran las cosas con Myra. Tenía una personalidad notablemente caprichosa. Unas veces era comunicativa sin la menor reserva; otras, absurdamente hermética.
Accedió a hablar tan sólo cuando el reloj de la pared señaló que habían pasado cinco minutos, seguramente sin más razón que ésa.
—Supongo que has oído hablar a alguno de los lacayos, ¿verdad? Alfred, sin duda. Estos criados son unos charlatanes. —Tomó otro florero y me observó con desconfianza—. ¿Entonces tu madre nunca te contó nada de la familia?
Negué con la cabeza y Myra arqueó su fina ceja incrédulamente, como si fuera casi imposible que las personas tuvieran temas de conversación que no se relacionaran con la familia de Riverton.
De hecho, mi madre siempre había mantenido la boca deliberadamente cerrada en lo concerniente a esa casa. Cuando era más pequeña la había sondeado, deseosa de escuchar sus relatos sobre la antigua mansión de la colina. En el pueblo circulaban infinidad de historias acerca de ella y yo estaba ansiosa por tener mis propios chismes para intercambiarlos con los otros niños. Pero ella siempre se limitaba a menear la cabeza y a recordarme que la curiosidad mató al gato.
Por fin, Myra habló.
—El señor Frederick… ¿por dónde empezar? —Myra reanudó el bruñido de la plata y continuó hablando entre suspiros—. No es una mala persona. Es muy distinto de su hermano, no ha nacido para ser un héroe, pero no es malo. A decir verdad, la mayoría de nosotros, los de aquí abajo, le tenemos cariño. Según la señora Townsend, siempre fue un pícaro, lleno de ideas extravagantes y cuentos chinos. Y siempre muy amable con los sirvientes.
—¿Es verdad que fue minero?
Esa peligrosa actividad parecía apropiada para la persona que Myra había descrito. De alguna manera confirmaba que los niños Hartford tenían un padre interesante. El mío siempre había sido una decepción: una figura sin rostro que se desvaneció en el aire antes de que yo naciera, y volvía a materializarse sólo cuando mi madre y su hermana cuchicheaban acaloradamente sobre él.
—Durante una época —prosiguió Myra—, se dedicó a tantas cosas que he perdido la cuenta. Nunca ha sido una persona estable nuestro señor Frederick. Nunca se ha adaptado a los demás. Primero fue la plantación de té en Ceilán. Después, la búsqueda de oro en Canadá. Más tarde decidió que iba a hacer fortuna imprimiendo periódicos. Ahora son los automóviles. Que Dios lo bendiga.
—¿Vende automóviles?
—Los fabrica; en realidad, lo hacen quienes trabajan para él. Ha comprado una fábrica cerca de Ipswich.
—Ipswich. ¿Es allí donde vive con su familia? —pregunté, orientando la conversación hacia los niños.
Myra no mordió el anzuelo. Estaba concentrada en sus propios pensamientos.
—Con un poco de suerte, tal vez esta idea funcione. Dios sabe cuánto le complacería a Su Señoría obtener ganancias por el dinero que invierte.
Parpadeé, sin entender a qué se refería. Antes de que pudiera pedirle una aclaración Myra continuó.
—De todos modos, lo verás muy pronto. Llega el martes próximo, junto con el mayor y lady Jemina —afirmó con una rara sonrisa, de aprobación, más que de alegría—. No recuerdo un solo mes de agosto en que la familia no se haya reunido para la ceremonia a la orilla del lago. Ninguno de ellos imaginaría siquiera la posibilidad de perderse la cena de celebración del verano. Es una tradición para la gente de aquí.
—Como el recital —apunté osadamente, evitando mirarla.
—Veo que alguien ya ha estado chismeando contigo sobre el recital, ¿verdad? —observó Myra levantando una ceja.
Ignoré su desagradable comentario. Myra no estaba habituada a que le arrebataran el primer puesto a la hora de divulgar chismes.
—Alfred dijo que los sirvientes estaban invitados a ver el recital —mentí.
—¡Lacayos! —Myra meneó la cabeza con altanería—. Si quieres saber la verdad, jovencita, nunca prestes atención a un lacayo. ¡Invitados! A los sirvientes se les
permite
ver el recital, un gesto muy considerado por parte del amo. Él sabe cuánto significa la familia para todos nosotros, los de aquí abajo, cuánto disfrutamos viendo cómo crecen los más jóvenes.
Myra volvió a dirigir su atención al jarrón que tenía sobre la falda. Yo contuve el aliento, deseando que continuara. Después de un rato, que me pareció una eternidad, lo hizo.
—Este año será la cuarta vez que se represente una obra de teatro. Es así desde que la señorita Hannah cumplió diez años y comenzó a decir que quería ser directora teatral. —Myra asintió con la cabeza—. Todo un personaje, la señorita Hannah. Ella y su padre son tan parecidos como dos huevos.
—¿Cómo? —pregunté.
Myra hizo una pausa para explicarlo.
—Les apasiona viajar —declaró por fin—, los dos tienen infinidad de ideas modernas e ingeniosas, no sé cuál de ellos es más testarudo.
Lo comentó deliberadamente, acentuando cada adjetivo, como advirtiéndome que esas cualidades, si bien eran extravagancias aceptables para los que vivían arriba, no serían toleradas entre las personas de mi condición.
Durante toda mi vida había recibido de mi madre lecciones semejantes. Asentí sabiamente mientras ella proseguía.
—Ellos normalmente se llevan de maravilla, pero cuando no es así, no hay un alma que no se entere. Nadie puede irritar tanto al señor Frederick como la señorita Hannah. Ya desde muy pequeña sabía exactamente cómo sacarlo de quicio. Era una niñita temible, de gran carácter. Recuerdo que una vez estaba terriblemente disgustada con él por algún motivo y se le ocurrió darle un susto tremendo.
—¿Qué hizo?
—Déjame recordar… El señorito David estaba recibiendo clases de equitación. Así comenzó todo. A la señorita Hannah no le hacía la menor gracia que la dejaran de lado. Logró escabullirse de Nanny y, junto con la señorita Emmeline, se alejó rumbo a los terrenos donde los granjeros estaban cosechando manzanas. —Myra meneó la cabeza—. La señorita Hannah convenció a la señorita Emmeline para que se escondiera en un granero. Supongo que no le debió de resultar difícil. La señorita Hannah es muy persuasiva, y además a su hermana la hacía verdaderamente feliz la posibilidad de darse un festín con todas esas manzanas recién cosechadas. Inmediatamente después, la señorita Hannah regresó a casa resoplando y jadeando como si hubiera corrido para salvar su vida, llamando al señor Frederick. En ese momento yo estaba en el comedor, poniendo la mesa para el almuerzo, y oí a la señorita Hannah contarle que dos forasteros de piel oscura las habían encontrado en los huertos. Dijo que habían alabado la belleza de Emmeline proponiendo llevarla a hacer un largo viaje por mar. La señorita Hannah no podía asegurarlo, pero creía que eran tratantes de blancas.
Asombrada por la audacia de Hannah, no pude contener una exclamación.
—¿Qué pasó luego?
Myra se entusiasmó con el solemne relato de aquellos secretos.
—Bueno, el señor Frederick siempre había estado alerta respecto a los tratantes de blancas. Primero su cara empalideció, luego se puso roja y antes de que pudiéramos contar hasta tres cargó a la señorita Hannah en brazos y salió en dirección a los huertos. Bertie Timmins, que ese día estaba cosechando manzanas, nos contó que el señor Frederick llegó en un estado lamentable. Comenzó a gritar órdenes para formar una cuadrilla que saliera en busca de la señorita Emmeline, secuestrada por dos hombres de piel oscura. Buscaron por todas partes, se dispersaron en todas direcciones, pero ninguno vio a dos hombres de piel oscura con una niña rubia.
—¿Cómo la encontraron?
—No lo hicieron. Finalmente ella los encontró. Había pasado una hora, más o menos, cuando la señorita Emmeline, aburrida de estar escondida e indigestada con las manzanas, salió corriendo del granero preguntándose por qué habría tanto alboroto y por qué la señorita Hannah no había ido a buscarla.
—¿El señor Frederick se disgustó mucho?
—Oh, sí —aseguró Myra enfáticamente, puliendo con fuerza—. Aunque no por mucho tiempo. Nunca puede estar enfadado con ella durante mucho tiempo. Los dos están muy unidos. Ella tendría que hacer algo terrible para que su padre se pusiera en su contra. —Myra alzó el reluciente florero; después lo puso junto a los otros objetos ya bruñidos; dejó su trapo en la mesa, inclinó la cabeza y masajeó su delgado cuello—. De todos modos, por lo que oí, el señor Frederick sólo recibió un poco de su propia medicina.