La casa de Riverton (18 page)

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Authors: Kate Morton

—Lo hiciste bien, simulaste todo lo contrario. —Luego se dirigió a Emmeline y le acarició el cabello—. Afortunadamente no eres como los primos, Emme. Un corte espantoso como ése…

Emmeline no daba muestras de haberlo oído. La mirada que le dedicaba a Robbie era muy similar a la que Dudley le había dedicado a su árbol.

A sus pies, olvidado, el ángel de Navidad languidecía, con el rostro estoico, las alas rotas y el vestido dorado manchado de sangre.

The Times - 25 de Febrero de 1916

Un aeroplano para combatir los zepelines

LA PROPUESTA DEL SEÑOR HARTFORD

(Crónica de nuestro corresponsal)

IPSWICH 24 DE FEBRERO

El señor Frederick Hartford, quien mañana ofrecerá una importante disertación sobre la defensa aérea de Gran Bretaña en el Parlamento, me confió hoy algunas de sus opiniones al respecto, en Ipswich, lugar donde se halla su fábrica de automóviles.

El señor Hartford hermano del mayor James Hartford e hijo de lord Herbert Hartford de Ashbury, cree que los ataques con zepelines pueden ser rechazados si se construye un nuevo tipo de aeroplano ligero y rápido de un solo tripulante, semejante al que a principios de este mes propuso el señor Louis Blériot en el
Petit Journal
.

Por ser muy liviano, este nuevo modelo podrá elevarse a gran velocidad. Estará equipado con metralletas y bombas, que podrán ser disparadas tan pronto se detecte un zepelín en vuelo, e incorporará reflectores. Este equipamiento pesa menos que un pasajero.

El señor Hartford no apuesta por la construcción de zepelines porque, en su opinión son torpes y vulnerables. A propósito de esto último, por ejemplo, puede decirse que únicamente pueden actuar durante la noche.

Si el Parlamento da el visto bueno, el señor Hartford planea suspender temporalmente la fabricación de automóviles para dedicarse a los aviones ligeros.

Asimismo, mañana hablará en el Parlamento el empresario don Simion Luxton, igualmente interesado en el tema de la defensa aérea. El pasado año, el señor Luxton compro dos pequeñas fabricas de automóviles en Gran Bretaña y más recientemente adquirió una fábrica de aviones cerca de Cambridge. El señor Luxton ya ha comenzado a fabricar aviones de guerra.

El señor Hartford y el señor Luxton representan la antigua y la nueva imagen de Gran Bretaña. En tanto el linaje de los Ashbury puede rastrearse hasta épocas tan lejanas como el reinado de Enrique VII el señor Luxton es nieto de un minero de Yorkshire que fundo su propia empresa dirigiéndola con gran éxito. Está casado con la señora Luxton, una ciudadana estadounidense heredera de la fortuna del emporio farmacéutico Stevenson.

Capítulo 8

Hasta que volvamos a vernos

Esa noche, en el ático, Myra y yo nos acurrucábamos en un desesperado intento por protegernos del aire gélido. El sol invernal había caído y un viento furioso se abatía sobre los vértices del tejado filtrándose entre las grietas de la pared.

—Dicen que nevará antes de fin de año —susurró Myra estirando su manta hasta el mentón—. Y debo decir que creo que así será.

—El ruido del viento parece el llanto de un bebé —apunté.

—No, se parece a todo menos a eso —precisó Myra.

Y esa noche fue cuando me contó la historia de los hijos del mayor y Jemina. Los dos niños cuya sangre se negó a coagular, que habían muerto uno tras otro y yacían en tumbas cercanas en el frío suelo del cementerio de Riverton.

El primero, Timmy, se había caído del caballo cuando paseaba junto a su padre por los terrenos de Riverton.

Había agonizado durante cuatro días con sus noches, hasta que su diminuta alma encontró descanso y su familia por fin dejó de llorar. Estaba blanco como el papel, toda su sangre acumulada en el hombro inflamado, ansiosa por escapar.

Recordé el libro del cuarto de los niños, con su bello lomo, donde estaba escrito el nombre de Timothy Hartford.

—Sus gritos fueron tan atronadores que no pudimos evitar oírlos —recordó Myra, girando el pie para dejar salir el aire frío—, pero nada comparado con los de ella.

—¿Los de quien? —pregunté en voz baja.

—Los de su madre, Jemina. Comenzaron cuando se llevaron de aquí al pequeño y no cesaron durante una semana. Si hubieras oído ese lamento… Un dolor que haría encanecer el cabello. No comía, no bebía, su palidez llegó a igualar a la del pobre hijo muerto, Dios lo tenga en su gloria.

Temblé. Traté de hacer concordar esa descripción con la de la mujer poco agraciada y regordeta, que parecía demasiado vulgar para experimentar semejante sufrimiento.

—Dijiste hijos. ¿Qué ocurrió con los otros?

—Otro —aclaró Myra—. Adam. Vivió más que Timmy. Todos creíamos que se había salvado de la maldición. Pobre chico, no fue así. Lo habían protegido mucho más que a su hermano. Su madre no le permitía más actividad que leer en la biblioteca. No quería cometer dos veces el mismo error. —Myra suspiró y flexionó las rodillas, acercándolas al pecho para combatir el frío—. Pero no hay en este mundo una madre que pueda evitar que su hijo haga una travesura cuando se lo propone.

—¿Cuál fue su travesura, la que le causó la muerte?

—No hizo más que subir las escaleras. Ocurrió en la casa del mayor en Buckinghamshire. Yo no lo vi, pero Sarah, la criada de la casa, estaba limpiando la sala y lo contempló con sus propios ojos. Contó que el niño estaba corriendo muy rápido, que tropezó y se resbaló. Nada más. Aparentemente no se había lastimado, porque pudo ponerse de pie y seguir andando. Pero esa noche su rodilla se hinchó como un melón maduro, tal como había ocurrido con el hombro de Timmy, y más tarde comenzó a llorar.

—¿También agonizó durante días, como su hermano?

—No, no fue así con Adam —explicó Myra bajando la voz—. El pobre gritó agonizante casi toda la noche llamando a su madre, rogándole que lo librara del dolor. En la casa nadie pegó ojo esa noche, ni siquiera el señor Barker, el mozo de cuadra, que era medio sordo. Todos se quedaron en sus camas escuchando los gritos de dolor del niño. El mayor veló junto a su puerta toda la noche, demostró gran valentía y no derramó una sola lágrima.

Luego, justo antes de que amaneciera, según dijo Sarah, los gritos cesaron súbitamente y en la casa reinó un silencio mortal. Por la mañana, cuando ella le llevó al niño la bandeja con el desayuno, encontró a Jemina acostada en su cama. Tenía a su hijo en brazos, con el rostro tan sereno como el de un ángel, como si sólo estuviera dormido.

—¿Gritaba, como la otra vez?

—No. Sarah dijo que se la veía casi tan serena como a su hijo. Tal vez porque el niño había dejado de sufrir. La noche había terminado y ella lo había visto partir a un lugar mejor, donde las dificultades y las penas ya no podrían acosarlo.

Consideré la situación que Myra había descrito. La súbita interrupción de los gritos del niño. El alivio de la madre.

—Myra —murmuré lentamente—, ¿no crees que…?

—Creo que fue una bendición que el niño muriera más rápidamente que su hermano, eso es lo que creo —me interrumpió Myra.

Nos quedamos en silencio, y por un instante pensé que Myra se había dormido. Pero su respiración no era profunda, por lo que creí que sólo simulaba dormir. Estiré mi manta hasta el cuello y cerré los ojos, tratando de no imaginar escenas con niños gimientes y madres desesperadas.

Ya estaba abandonándome al sueño cuando el susurro de mi compañera rasgó el aire helado.

—Ahora está esperando otro hijo. Nacerá en agosto. Debes multiplicar tus rezos, ¿me oyes? Especialmente ahora, en Navidad, cuando Dios está más cerca de nosotros. —Inesperadamente, Myra se había vuelto piadosa—. Debes rogar que esta vez traiga al mundo un niño saludable. Uno que no se desangre y muera a tan temprana edad —concluyó dándose la vuelta y enrollándose en la manta.

La Navidad pasó, la biblioteca de lord Ashbury fue declarada libre de polvo, y la mañana del 27 de diciembre, desafiando al frío, me dirigí a Saffron Green para cumplir un encargo de la señora Townsend. Lady Ashbury estaba planeando organizar un almuerzo de fin de año, con la esperanza de conseguir apoyo para su comité de ayuda a los refugiados belgas. Myra la había oído decir que tenía interés en ampliar la iniciativa a los expatriados franceses y portugueses en caso de que fuera necesario.

De acuerdo con las palabras de la señora Townsend, no había modo más seguro de impresionar en un almuerzo que ofrecer la auténtica pastelería griega de la señora Georgias. No todo el mundo podía deleitarse con algo así, agregaba dándose aires de grandeza, en particular en esos tiempos difíciles. A mí me tocó ir hasta la tienda de comestibles y preguntar por el pedido especial de la señora Townsend.

A pesar del aire glacial, me gustó la idea de ir al pueblo. Después de días de preparativos para las fiestas —primero la Navidad y luego el Año Nuevo—, agradecía poder salir, estar sola, pasar una mañana lejos de la implacable mirada escrutadora de Myra. Porque, después de algunos meses de relativa tranquilidad, había surgido en ella un especial interés por mis tareas y no dejaba de observarme, reprenderme y corregirme. Tenía la desagradable sensación de que me estaban preparando para una instancia distinta, aún incierta.

Además, tenía un motivo secreto para alegrarme por salir al pueblo. Se había publicado la cuarta novela de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, y yo había acordado con el mercachifle que me reservaría un ejemplar. Me había costado seis meses ahorrar el dinero, aquél sería el primer libro nuevo de mi propiedad.
El valle del miedo
. El título en sí mismo ya anticipaba una historia emocionante.

Sabía que el vendedor ambulante vivía con su esposa y sus hijos en una modesta casa de piedra gris que formaba parte de una sucesión de otras tantas, idénticas a ella. La calle estaba en un lóbrego barrio ubicado detrás de la estación de tren, donde el olor a carbón quemado estaba suspendido en el aire. Los adoquines estaban ennegrecidos y los postes de alumbrado, cubiertos por una película de hollín. Golpeé cautelosa la ruinosa puerta y retrocedí para esperar. Un niño de unos tres años, con unos zapatos polvorientos y un jersey raído, se sentó en el escalón y se dedicó a golpear el tubo de desagüe con un palo. Sus rodillas desnudas estaban cubiertas de costras azuladas a causa del frío.

Volví a golpear, esta vez más fuerte. Por fin la puerta se abrió y apareció una mujer con un ajustado delantal, bajo el cual sobresalía el vientre que mostraba su preñez. En la cadera llevaba un niño con los ojos enrojecidos. Sin decir nada, me lanzó una lánguida mirada mientras yo trataba de encontrar las palabras para dirigirme a ella.

—Hola —saludé en un tono que había aprendido de Myra—. Soy Grace Reeves. Estoy buscando al señor Jones.

Ella permaneció en silencio.

—Soy una cliente. He venido a comprar… ¿un libro? —Mi voz insegura, delataba un matiz de interrogación no buscado.

Imperceptiblemente, en señal de conformidad, sus ojos parpadearon. La mujer alzó un poco más al bebé sobre su cadera huesuda y señaló con la cabeza la habitación que tenía detrás.

—Está al fondo.

Se apartó un poco y yo me apreté para abrirme paso, en la única dirección posible en esa diminuta casa. Tras la puerta estaba la cocina, impregnada por el olor fétido de la leche rancia. Dos niños pequeños, mugrientos a causa de la pobreza, estaban sentados a la mesa haciendo rodar un par de piedras por la deteriorada superficie de madera de pino. El más alto de los dos hizo rodar la suya hasta que chocó con la de su hermano y me miró con sus ojos como lunas llenas en el rostro demacrado.

—¿Buscas a mi papá?

Asentí.

—Está afuera, engrasando el carro.

Debí de parecerle desorientada, porque apuntó con su pequeño dedo en dirección a una puerta de madera que estaba junto a los fogones.

Asentí otra vez y traté de sonreír.

—Pronto comenzaré a trabajar con él, cuando cumpla ocho años —anunció el niño, mientras volvía a concentrarse en su piedra, y se preparaba para un nuevo lanzamiento.

—Tienes suerte —intervino, celoso, el más pequeño.

El mayor se encogió de hombros.

—Alguien tiene que ocuparse de las cosas cuando él no esté y tú eres muy pequeño.

Yo me dirigí a la puerta y la abrí.

Detrás de una cuerda para colgar ropa de la que pendía una hilera de camisas y pañales manchados de amarillo, estaba el mercachifle, encorvado, inspeccionando las ruedas de su carromato.

—Maldita cosa —refunfuñó entre dientes.

Cuando me oyó carraspear, volvió precipitadamente la cabeza y se golpeó contra uno de los palos que servían para tirar del carro.

—Mierda —soltó, y con la pipa colgando del labio inferior, echó un vistazo hacia donde yo estaba.

Traté de recuperar el estilo de Myra sin éxito y tuve que conformarme con la voz que me salió.

—Soy Grace. He venido por el libro. —Esperé la respuesta, que no llegó, y continué—: El de sir Arthur Conan Doyle.

Él se apoyó en el carro.

—Sé quién eres —afirmó y exhaló el dulce aroma del tabaco que se quemaba en su pipa. Luego se limpió las manos de grasa en el pantalón y me miró—. Estoy reparando mi carro para que al chico le resulte más fácil manejarlo.

—¿Cuándo parte?

El hombre miró al cielo, más allá de la hilera de ropa colgada, con sus fantasmagóricas manchas amarillentas.

—El mes próximo, con la infantería de marina —declaró tocándose la frente con su mano sucia—. Siempre quise conocer el océano, desde que era niño.

Cuando me miró, algo en su expresión, una especie de desolación, me hizo apartar la vista. A través de la ventana de la cocina vi a la mujer, al bebé, y a los dos niños observándonos. El relieve del cristal, sucio de hollín, hacía que sus rostros parecieran reflejos en una charca de agua estancada.

El mercachifle miró en la misma dirección.

—Un hombre puede ganarse la vida en la marina. Si tiene suerte —afirmó. Después de tirar su trapo al suelo se dirigió al interior de la casa—. Ven, el libro está aquí.

Completamos la transacción en la diminuta habitación que daba al frente y después me acompañó a la puerta. Tuve cuidado de no mirar a los lados, para no ver los rostros hambrientos que, sabía, me estaban observando. Cuando bajé los escalones de la entrada oí que el hijo mayor decía:

—¿Qué compró esa señora, papi? ¿Compró jabón? Olía como el jabón. Es una buena señora, ¿verdad, papi?

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