La casa de Riverton (43 page)

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Authors: Kate Morton

Aunque no la conocía, supe inmediatamente quién era. Hizo una pausa antes de deslizarse por los últimos escalones y abrirse paso entre el mar de invitados, como si se tratara de una coreografía.

—¡Dobby! —exclamó Teddy cuando ella se acercó. Una amplia sonrisa dibujó hoyuelos en su rostro sereno y bien parecido. Tomó las manos de su hermana y se inclinó hacia ella para darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.

La mujer sonrió.

—Bienvenido a casa, Tiddles —declaró jovialmente, con su acento neoyorquino, plano y enérgico. Su manera de hablar evitaba las modulaciones regulándolo de tal modo que lo ordinario pareciera extraordinario y viceversa—. He decorado la casa, como me pediste. Espero que no te moleste, me he tomado la libertad de invitar a lo mejor de Londres para que también la disfruten —agregó y saludó con la mano a una mujer elegantemente vestida a la que distinguió por encima del hombro de Hannah.

—¿Estás sorprendida, querida? —preguntó Teddy a su esposa—. Queríamos darte una sorpresa. Dobby y yo tramamos todo esto.

—¿Sorprendida? —repitió Hannah echándome un rápido vistazo—. Las palabras no alcanzan siquiera a describir cómo me siento.

Deborah sonrió, de ese modo sagaz tan propio de ella, y puso su mano sobre la muñeca de Hannah, una mano larga y pálida, cuya textura recordaba a la cera solidificada.

—Por fin nos conocemos. Sé que seremos grandes amigas.

El año 1920 empezó mal. Teddy perdió las elecciones. No fue culpa suya, simplemente no era el momento adecuado. La situación se tergiversó por culpa de la clase obrera y de sus detestables periódicos. Se hicieron sucias campañas contra los patronos, que después de la guerra fueron víctimas de falsas acusaciones. Tenían expectativas desmedidas. Debían andarse con ojo, si no querían que les sucediera lo mismo que a los irlandeses o los rusos. Sin embargo, el fiasco de Teddy no tenía importancia. Ya habría una nueva oportunidad. Le encontrarían una candidatura más segura. Si dejaba de lado las tontas ideas que confundían a los votantes conservadores, Simion se comprometía a que en menos de un año su hijo sería miembro del Parlamento.

Estella pensaba que Hannah debía tener un bebé, porque eso sería bueno para Teddy. Para que sus electores lo vieran como un hombre de familia. A menudo les recordaba que estaban casados y que como cualquier matrimonio, más tarde o más temprano, se esperaba que tuvieran hijos.

Teddy comenzó a trabajar con su padre. Todos estuvieron de acuerdo en que era lo mejor. Después de haber perdido las elecciones, había adquirido el aspecto de quien ha sobrevivido a un trauma. Como Alfred cuando regresó de la guerra.

Los hombres como Teddy no estaban acostumbrados a perder, pero deprimirse no era propio de los Luxton. Sus padres comenzaron a pasar mucho tiempo en la casa del número diecisiete, donde Simion a menudo contaba historias sobre su propio padre. El camino hacia la cima no admitía debilidades ni fracasos. El viaje de Teddy y Hannah a Italia se pospuso. Según Simion, podría dar la impresión de que Teddy huía del país y eso no le beneficiaría. La apariencia de éxito genera éxito. Además, Pompeya seguiría estando en el mismo lugar.

Mientras tanto, yo me esforzaba por adecuarme a la vida de Londres. Aprendí con rapidez mis nuevas tareas. El señor Hamilton me había dado incontables instrucciones antes de mi partida de Riverton —desde las obligaciones generales, como ocuparme del guardarropa de Hannah, hasta las más específicas, como asegurarme de que conservara su buen humor—, por lo que, en cuanto al trabajo, me sentía segura. Sin embargo, en mi nuevo ámbito doméstico estaba totalmente desorientada, abandonada a la deriva en el solitario mar de lo desconocido. Porque si bien no se trataba exactamente de personas pérfidas, la señora Tibbit y el señor Boyle ciertamente no eran francos. El intenso y evidente placer que les proporcionaba su mutua compañía era completamente excluyente. Es más, a la señora Tibbit concretamente parecía reconfortarle esa exclusión. La suya era una felicidad que se alimentaba con el descontento de los demás y si le negaban esa satisfacción no tenía escrúpulos en provocarle alguna desgracia a una víctima involuntaria. Rápidamente comprendí que la manera de sobrevivir en esa casa era acompañarme a mí misma, y cuidar mis espaldas. En buena medida, tuve éxito.

Un martes por la mañana encontré a Hannah sola, de pie en una de las habitaciones que daban al frente de la casa. Lloviznaba. Teddy acababa de marcharse al trabajo y ella contemplaba la calle a través de la ventana. Los paseantes caminaban presurosos de aquí para allá.

—¿Quiere tomar su té, señora? —pregunté.

No hubo respuesta.

—Tal vez prefiera que le traiga su bordado o que le pida al chófer que prepare el coche.

Cuando me acerqué comprendí que Hannah no me había oído. Estaba sumida en sus pensamientos y no era difícil para mí adivinarlos. Tenía una expresión que no le había visto desde que era una niña, cuando David se despedía antes de marcharse de Riverton para volver al colegio, un lugar que ella imaginaba lleno de aventuras, aprendizaje, desafíos.

Me aclaré la voz. Ella me miró y al verme se sonrió.

—Hola, Grace.

Volví a preguntarle dónde quería tomar el té.

—En la sala de estar —contestó—. Pero no es necesario que la señora Tibbit se moleste en hacerme bizcochos. No tengo hambre. Encuentro poco agradable comer a solas.

—¿Y después, señora? ¿Pido que traigan el coche?

—Si tengo que soportar una nueva vuelta alrededor del parque me volveré loca. No comprendo cómo las otras esposas lo aguantan. ¿Realmente no se les ocurre nada mejor que dar todos los días el mismo paseo?

—¿Le gustaría bordar, señora? —pregunté, aun sabiendo que no le apetecería. El carácter de Hannah nunca fue afín al bordado, la paciencia que se requería estaba en las antípodas de su temperamento.

—Voy a leer, Grace. Tengo un libro aquí —indicó y me mostró un viejo ejemplar de
Jane Eyre
.

—¿Otra vez, señora?

—Otra vez —repitió, encogiéndose de hombros.

No sabía por qué aquello me causaba tanta preocupación, pero sentí en mis oídos una campanilla de advertencia que no sabía cómo interpretar.

Teddy trabajaba mucho. Nunca supe exactamente qué hacían él y su padre, sólo que llevaban portafolios, hablaban en voz baja y recibían a «personas importantes». Respondiendo a las indicaciones de Teddy, Hannah se esforzaba por asistir a sus reuniones, mantener conversaciones triviales con las esposas de sus asociados o con las madres de los políticos. Entre los hombres, las conversaciones giraban siempre sobre los mismos temas: los negocios, el dinero, la amenaza que representaban las clases marginadas. Como todos los hombres de su clase, Teddy y Simion sentían una profunda desconfianza hacia aquellos que denominaban «bohemios».

Hannah habría preferido hablar de política con los hombres. A veces, cuando ella y Teddy se retiraban por la noche a sus dormitorios contiguos, le hacía preguntas sobre la declaración de la ley marcial en Irlanda. A su esposo le hacía gracia y le decía que no tenía que ocupar su bella cabeza con esas cosas. Para eso estaba él.

—Pero quiero saberlo. Me interesa —alegaba Hannah.

Teddy meneaba la cabeza.

—La política es un juego de hombres.

—Déjame jugar.

—Lo estás haciendo. Tú y yo somos un equipo. Tu trabajo es ocuparte de las esposas.

—Pero es aburrido. Ellas son aburridas. Quiero hablar de cosas importantes, no comprendo por qué no puedo hacerlo.

—Oh, querida —respondía sencillamente Teddy—, porque así son las reglas, no fui yo quien las hizo, pero debo atenerme a ellas. —Entonces sonreía y le daba unos golpecitos en el hombro—. No es tan malo. Al menos tienes a Dobby para ayudarte. Ella es una amiga, ¿verdad?

Hannah no tenía más opción que asentir a regañadientes. Era cierto, Deborah siempre estaba dispuesta a ayudar. Y seguiría haciéndolo, dado que había decidido no regresar a Nueva York. Una revista de Londres le había ofrecido un puesto para dirigir las páginas de moda de la alta sociedad. Una propuesta irresistible: adornar y dominar a todas las damas de su nueva ciudad. Se quedaría en casa de Teddy y Hannah hasta que encontrara un lugar apropiado para vivir sola. Como ella misma había dicho, no había razón para apresurarse. La casa del número diecisiete era un gran hogar, tenía habitaciones de sobra. Especialmente mientras no hubiera niños.

En noviembre de ese año, Emmeline fue a Londres para celebrar su dieciséis cumpleaños. Era su primera visita desde que Hannah y Teddy se habían casado. Hannah estaba ansiosa por verla. Pasó la mañana esperando en el salón. Corrió hacia la ventana cada vez que un automóvil disminuía la velocidad, sólo para regresar desilusionada a su sillón después de comprobar que había sido una falsa alarma.

Cuando por fin un coche se detuvo, estaba tan desanimada que no lo oyó. No advirtió que Emmeline había llegado hasta que Boyle golpeó la puerta y anunció:

—La señorita Emmeline ha venido a verla, señora.

Hannah dio un grito y de un salto se puso de pie. Boyle guió a Emmeline hacia la sala.

—¡Por fin! —exclamó Hannah abrazando con fuerza a su hermana—. Creí que no llegarías nunca. —Entonces retrocedió y se dirigió a mí—. Mira, Grace, ¿no está guapísima?

Emmeline sonrió a medias y rápidamente obligó a su boca a dibujar un gesto enfurruñado. A pesar de su expresión, o tal vez a causa de ella, estaba magnífica. Más alta y delgada. Y en su cara se distinguían nuevos ángulos que dirigían la atención hacia sus labios carnosos y sus grandes ojos redondos. Había logrado dominar esa expresión, mezcla de hastío y desdén, tan propia de sus circunstancias y su edad.

—Ven, siéntate —sugirió Hannah guiando a Emmeline hacia el sofá—. Pediré que traigan el té.

Emmeline se desplomó en un extremo del sofá. Cuando Hannah se alejó, se alisó la falda. Llevaba un vestido sencillo de la temporada anterior. Alguien había intentado reformarlo de acuerdo con la moda vigente, más suelto, sin conseguir ocultar su hechura original. Cuando Hannah regresó después de haber llamado al servicio, Emmeline dejó de preocuparse por su aspecto y recorrió la habitación con una mirada exageradamente desenfadada.

Hannah rió.

—Todo lo eligió Deborah. Es horrible, ¿verdad?

Emmeline alzó las cejas y asintió lentamente.

Hannah se sentó junto a ella.

—¡Qué alegría que estés aquí! Podemos hacer lo que te apetezca durante esta semana. Podemos tomar té con tortas de nuez en Gunther, ver algún espectáculo.

Emmeline se encogió de hombros, pero, según pude advertir, sus dedos habían vuelto a la tarea de alisar la falda.

—Podemos ir al museo, o echar un vistazo a Selfridge's —propuso. Luego titubeó. Emmeline asentía sin entusiasmo. Hannah rió insegura—. Acabas de llegar y ya estoy planificando toda la semana, no te he permitido decir una palabra, ni siquiera te he preguntado cómo estás.

Emmeline miró a su hermana.

—Me gusta tu vestido —dijo al fin. Luego cerró la boca, como si hubiera quebrantado un voto de silencio.

Esta vez fue Hannah quien se encogió de hombros.

—Oh, tengo un guardarropa lleno de ellos. Teddy me los envía cuando viaja. Cree que con un vestido nuevo me compensa por no haberme llevado con él. ¿Por qué una mujer desearía viajar al extranjero si no es para comprar vestidos? De modo que tengo un armario lleno y ningún lugar donde… —Hannah comprendió, se contuvo y sonrió—. Son demasiados vestidos para mí, no tendré ocasión de usarlos —afirmó y miró despreocupadamente a Emmeline—. ¿Te gustaría verlos? Tal vez haya alguno que te guste. Me harías un favor, ya no tengo sitio.

Emmeline la miró inmediatamente, incapaz de ocultar su interés.

—Supongo que podría, si con eso te soluciono algo.

Hannah logró que Emmeline añadiera diez vestidos parisinos a su equipaje y me encargó que mejorara los arreglos de los que había traído con ella. Me invadió la nostalgia por Riverton cuando deshice las descuidadas costuras de Myra, con la esperanza de que no se tomara mis puntadas como una ofensa personal.

A partir de entonces, las cosas entre las hermanas mejoraron: la depresión y la indiferencia de Emmeline se diluyeron, y hacia el final de la semana su relación era muy similar a la que siempre habían tenido. Volvieron a dejarse llevar por una espontánea amistad; las dos se sintieron aliviadas por haber recuperado el statu quo. También yo: últimamente Hannah estaba demasiado lánguida. Deseé que su estado de ánimo perdurara después de la visita.

El último día, Emmeline y Hannah estaban sentadas en ambos extremos del sofá de la sala de estar esperando a que llegara el coche desde Riverton. Deborah —a punto de salir para una reunión en su club de
bridge
— estaba sentada frente al escritorio, de espaldas a ellas, improvisando una nota de condolencia para un amigo de luto.

Emmeline, lujuriosamente recostada, suspiró con nostalgia.

—Podría tomar el té en Gunther todos los días y jamás me cansaría de sus tortas de nuez.

—Lo harías en cuanto perdieras tu fina y elegante cintura —declaró Deborah, rasgando el papel con la punta de su pluma.

Emmeline parpadeó para llamar la atención de Hannah, que contuvo la risa.

—¿Estás segura de que no quieres que me quede? —preguntó Emmeline—. Por mí no hay inconveniente.

—Dudo que papá esté de acuerdo.

—Bah —descartó Emmeline—. No le importará en lo más mínimo —aseguró e inclinó la cabeza—. Me las apañaría perfectamente con que me cedieras el armario de los abrigos, lo sabes. Ni siquiera te darías cuenta de que estoy aquí.

Hannah pareció considerar seriamente la posibilidad.

—Estarás muy aburrida sin mí, lo sabes —añadió Emmeline.

—Lo sé —afirmó Hannah—. ¿Encontraré alguna vez cosas que signifiquen para mí un estímulo permanente?

Emmeline rió y le arrojó un cojín a su hermana. Hannah lo atajó y durante unos instantes se dedicó a colocar sus borlas.

—Emme… no hemos hablado de papá… ¿cómo está? —preguntó sin apartar la vista del cojín.

Hannah no dejaba de lamentar la tensa relación con su padre. En más de una ocasión yo había encontrado en su escritorio las primeras líneas de una carta, que nunca sería enviada.

—Papá sigue igual —repuso Emmeline encogiéndose de hombros—. El mismo de siempre.

—Ah… —suspiró Hannah apenada—, está bien. No había tenido noticias de él.

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