Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Alfred retrocedió y me sonrió, tan joven, tan apuesto a la luz del atardecer.
Luego enlazó su brazo con el mío —era la primera vez que lo hacía— y comenzamos a caminar por la calle. No hablábamos, simplemente caminábamos juntos, en silencio. Sentí a través de la tela de mi camisa el roce de su contacto. Me estremecí. Su calidez, su presión, eran una promesa.
Alfred acarició mi muñeca con los dedos enguantados y experimenté una excitación desconocida. Mis sentidos se habían agudizado, como si alguien me hubiera despojado de una gruesa capa de piel, lo que me permitía sentir más intensamente, más libremente. Me acerqué un poco más. Pensaba cuántas cosas habían cambiado en el transcurso de un día. Había descubierto el secreto de mi madre, había comprendido la naturaleza del vínculo que me unía a Hannah, Alfred me había pedido que me casara con él. Estuve a punto de contarle mis deducciones acerca de mi madre y el señor Frederick pero las palabras murieron en mis labios. Tendríamos tiempo de sobra más adelante. La revelación era demasiado reciente, quería disfrutar a solas, un poco más, del secreto de mi madre. Y quería saborear mi propia felicidad, de modo que permanecí en silencio y seguimos caminando, con los brazos entrelazados, en dirección a la casa de mi madre.
Momentos preciosos, perfectos, que he recordado en infinidad de ocasiones a lo largo de mi vida. A veces imagino que llegamos a la casa, entramos y hacemos un brindis a nuestra salud y nos casamos inmediatamente después. Y vivimos felices el resto de nuestra vida hasta hacernos viejos.
Pero no es lo que sucedió, como tú bien sabes.
Rebobino. Vuelvo a escuchar. Estábamos a mitad de camino, habíamos pasado la casa del señor Connelly —la brisa traía melancólicos acordes de música irlandesa— cuando Alfred dijo:
—Debes comunicarlo en cuanto regreses a Londres.
Miré a mi prometido.
—¿Comunicarlo?
—A la señora Luxton —afirmó sonriente—. Cuando nos casemos ya no tendrás que servirla. Nos mudaremos a Ipswich inmediatamente. Puedes trabajar conmigo si lo deseas, ocuparte de llevar la contabilidad. O si lo prefieres puedes hacer trabajos de costura.
¿Dar la noticia? ¿Dejar a Hannah?
—Pero, Alfred —objeté sinceramente—, no puedo dejar mi puesto.
—Por supuesto que puedes. —En su sonrisa se percibía cierto desconcierto—. Como yo.
—Pero es diferente… —Trataba de encontrar palabras para explicarlo, para que él comprendiera—. Soy una doncella. Hannah me necesita.
—Ella no te necesita a
ti
, necesita una esclava que le ordene los guantes. —Su voz se suavizó—. Eres demasiado buena para dedicarte a eso, Grace, mereces algo mejor. Ser dueña de ti misma.
Quise explicarle que sin duda Hannah encontraría otra doncella, pero yo era más que eso. Que estábamos unidas, ligadas, desde aquel día en el cuarto de los niños, cuando las dos teníamos catorce años, cuando yo me preguntaba cómo me sentiría si tuviera una hermana. Cuando le mentí a la señorita Prince para ayudar a Hannah, tan instintivamente que me asusté.
Decirle que le había hecho una promesa. Que le había dado mi palabra cuando me rogó que no la abandonara.
Que éramos hermanas. Hermanas secretas.
—Además —continuó Alfred—, viviremos en Ipswich, por lo que difícilmente podrás seguir trabajando en Londres —advirtió, y me dio un golpecito cariñoso en el brazo.
Yo miré de reojo su cara tan inconfundible, tan segura, tan libre de ambivalencia, y sentí que mis argumentos se desintegraban, se desvanecían, aun cuando yo misma los había construido. No había palabras que pudieran hacerle comprender en un instante lo que a mí me había llevado años.
Supe que jamás los tendría a ambos, a Alfred y a Hannah. Que debería elegir.
El frío corría bajo mi piel, se expandía como un líquido.
Me solté de su brazo, y le dije que lo lamentaba. Que había cometido un error, un terrible error.
Después me aparté rápidamente de él. No volví a mirarlo aunque sabía que seguía allí, inmóvil, bajo la fría luz amarilla de la calle. Que seguiría contemplándome mientras desaparecía en la oscuridad del sendero, mientras esperaba que mi tía me abriera la puerta, y me deslizaba dentro de la casa. Mientras cerraba entre nosotros la puerta a lo que hubiera podido ser.
El viaje de regreso a Londres fue una tortura. Hacía frío, las carreteras estaban resbaladizas a causa de la nieve, el trayecto parecía interminable. Pero mi propia compañía lo tornó especialmente doloroso. Estaba atrapada, a solas conmigo misma, inmersa en un debate inútil. Durante todo el viaje traté de convencerme de que había tomado la decisión correcta, que la única elección posible era quedarme junto a Hannah, como había prometido. Y cuando el automóvil llegó a la casa del número diecisiete, ya lo había logrado.
Además estaba convencida de que Hannah ya sabía cuál era nuestro vínculo. Que lo había adivinado, que había oído las murmuraciones, o que incluso se lo habían dicho. Porque sin duda eso explicaba el motivo por el cual siempre me había dedicado su atención, eligiéndome como su confidente, desde la mañana en que me topé con ella en el zaguán de la escuela de secretarias de la señorita Dove.
De modo que las dos ya lo sabíamos.
Y el secreto permaneció sin que ninguna lo confesara. Un vínculo silencioso de dedicación y devoción.
Me sentí aliviada de no haberle contado el secreto a Alfred. Él no habría comprendido mi decisión de no revelarlo. Habría insistido en que se lo dijera a Hannah, incluso en que exigiera algún tipo de recompensa. Aun tan amable y cariñoso como era, no habría percibido la importancia de conservar el
statu quo
. No habría comprendido que nadie más debía saberlo. ¿Qué habría ocurrido si Teddy o Deborah lo descubrían? Hannah habría sufrido, tal vez me habría despedido.
No. Era mejor dejarlo así. No había otra alternativa. Era el único modo de proceder.
Un esposo apropiado
Es hora de hablar de cosas que no presencié. De dejar a un lado a Grace y sus asuntos y poner en primer plano a Hannah. Porque mientras estuve lejos de ella, algo sucedió. Lo supe nada más verla. Algo había cambiado, Hannah era diferente. Más brillante. Secreta. Más satisfecha consigo misma.
Fui comprendiendo gradualmente lo que había ocurrido en la casa del número diecisiete y buena parte de lo que sucedió ese último año. Aunque no había visto u oído nada que me permitiera confirmarlo, yo tenía mis sospechas. Sólo Hannah sabía exactamente lo que pasaba. Nunca había sido partidaria de confesiones fervientes. No era su estilo, siempre había preferido los secretos. Pero después de los terribles hechos de 1924, cuando ambas nos enclaustramos en Riverton, se volvió más comunicativa. Y yo fui una buena oyente. Esto es lo que me contó.
I
Fue el lunes posterior a la muerte de mi madre. Yo había partido hacia Saffron Green, Teddy estaba en el trabajo, y Deborah y Emmeline, almorzando. Hannah estaba sola en el salón. Había tratado de escribir cartas pero su carpeta languidecía en el sillón. Carecía de energía para redactar largas notas de agradecimiento a las esposas de los adeptos de Teddy y miraba por la ventana, tratando de adivinar qué clase de vida llevaría la gente que pasaba por la calle. Estaba tan absorta en su juego que no vio a un hombre acercarse a la puerta principal, ni oyó el timbre. Lo supo cuando Boyle llamó a la puerta de la sala de estar y lo anunció.
—Un caballero ha venido a verla, señora.
—¿Un caballero, Boyle? —preguntó Hannah, mirando a una niña que se había librado de su institutriz y corría hacia el helado parque. ¿Cuándo fue la última vez que corrió, tan rápido que podía sentir el viento golpeando en su cara, y su corazón martillando con fuerza su pecho hasta dejarla casi sin aliento?
—Ha dicho que tiene algo que le pertenece y que le gustaría devolvérselo.
Qué fastidio, pensó Hannah.
—¿No puede dejárselo a usted, Boyle?
—Por lo visto no, señora. Asegura que tiene que entregarlo personalmente.
—No creo haber perdido nada. —Hannah apartó con desgana los ojos de la niña y se alejó de la ventana—. Supongo que lo mejor será hacerlo pasar.
El señor Boyle dudó. Parecía estar a punto de decir algo.
—¿Alguna otra cosa?
—No, señora, es sólo que ese caballero… no creo que tenga mucho de caballero.
—¿A qué se refiere?
—Simplemente a que no parece del todo honorable.
—¿No estará desnudo, verdad?
—No, señora, está completamente vestido.
—¿Ha dicho alguna obscenidad?
—No, señora, es bastante cortés.
Hannah vaciló.
—¿Es un francés, bajo y con bigote?
—Oh, no, señora.
—Entonces, Boyle, ¿de qué forma se manifiesta su falta de honorabilidad?
El mayordomo frunció el ceño.
—No puedo precisarlo, señora. Es una sensación.
Hannah simuló tener en cuenta la sensación de Boyle, aunque lo cierto es que éste había despertado su curiosidad.
—Si el caballero afirma tener algo que me pertenece, lo mejor será que lo recupere. Si su comportamiento no fuera honorable, lo llamaré inmediatamente.
—Sí, señora —respondió solemnemente Boyle. Hizo una reverencia y salió de la sala. Hannah se alisó el vestido. Cuando la puerta se abrió nuevamente, Robbie Hunter estaba de pie frente a ella.
No lo reconoció de inmediato. Después de todo, apenas habían compartido unos momentos durante un invierno, diez años atrás. Cuando lo conoció en Riverton, él era un chico de piel suave y lisa, grandes ojos castaños y modales corteses. Y muy tranquilo. Esa era una de las cualidades que enfurecían a Hannah. Con gran dominio de sí mismo, Robbie se había colado silenciosamente en sus vidas, la había inducido a decir cosas que no debía y le había arrebatado a su hermano.
El hombre que estaba de pie frente a ella ahora era alto, e iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Su ropa era bastante ordinaria, pero lo diferenciaba de Teddy y los otros empresarios que Hannah conocía. Tenía un rostro extraordinario, aunque demasiado delgado: los pómulos hundidos y marcadas ojeras. Advirtió la falta de porte a la que se había referido Boyle. Sin embargo, tuvo la misma dificultad para definirla.
—Buenos días.
Él la miró. Hannah sintió que los ojos del inesperado visitante penetraban en su esencia más íntima. Otros hombres la habían mirado antes, pero algo en su particular modo de observarla la ruborizó. Él sonrió.
—No ha cambiado.
Fue entonces cuando Hannah lo reconoció, por la voz.
—Señor Hunter —dijo incrédula. Volvió a observarlo, con un nuevo interés, sabiendo quién era. El mismo cabello oscuro, los mismos ojos castaños. La misma boca sensual, siempre sutilmente sonriente. Se preguntó cómo pudo no haberlo reconocido. Luego se irguió y trató de serenarse—. ¡Qué amable de su parte haber venido a visitarme!
En cuanto pronunció esas palabras, lamentó que fueran tan previsibles. Deseó que no hubieran salido de su boca.
Él sonrió, con algo de ironía, según pudo percibir Hannah.
—¿Quiere sentarse? —le ofreció, señalándole el sillón de Teddy.
Robbie tomó asiento formalmente, como un escolar que obedece una instrucción con la que no vale la pena discutir. Una vez más ella sintió el tedio de su propio convencionalismo.
Él seguía observándola.
Hannah se arregló el cabello con ambas manos, se aseguró de que las peinetas estuvieran en su lugar, acomodó las ondas rubias que le rozaban la nuca, y luego sonrió amablemente.
—¿Hay algo fuera de lugar, señor Hunter? ¿Algo que deba corregir?
—No. Su imagen no ha abandonado mi mente a lo largo de diez años. Sigue siendo la misma.
—No soy la misma, señor Hunter, se lo aseguro —replicó Hannah, tratando de que sus palabras no sonaran demasiado serias—. Cuando nos vimos por última vez yo tenía quince años.
—¿Era realmente tan joven?
Allí estaba otra vez la falta de señorío. No se debía tanto a lo que decía —su pregunta era absolutamente formal— sino a la manera en que lo decía. Como si ocultara un doble sentido que ella no lograba desentrañar.
—Pediré que nos traigan una taza de té, ¿le parece bien? —ofreció Hannah. De inmediato se arrepintió. Eso prolongaría inevitablemente la visita.
No obstante, se puso de pie, tocó el timbre del servicio y se quedó junto a la chimenea, recolocando algunos objetos y tratando de serenarse mientras esperaba que Boyle acudiera a su llamada.
—Tomaremos el té. El señor Hunter era un amigo de mi hermano —explicó Hannah—. Lucharon juntos en la guerra.
El mayordomo miró a Robbie con desconfianza.
—Ah… —exclamó Boyle—. Sí, señora. Le pediré a la señora Tibbit que prepare té para dos. —La deferencia del mayordomo confería a la invitación un carácter totalmente convencional.
Robbie observaba la sala de estar. El mobiliario
art déco
que había elegido Deborah («la última moda»), y que Hannah había tolerado. Su mirada pasó del espejo octogonal que estaba sobre el hogar a las cortinas estampadas con diamantes dorados y marrones.
—Muy moderno, ¿verdad? —comentó Hannah, esforzándose por parecer espontánea—. No podría decir con certeza que me agradan, pero la hermana de mi esposo sostiene que es el punto culminante de la modernidad.
Robbie no parecía oírla.
—David hablaba de usted a menudo. Siento como si los conociera de toda la vida. A usted, a Emmeline, a Riverton.
Ante la mención de su hermano, Hannah se sentó en el borde del sillón. Se había adiestrado a sí misma para no pensar en él, para no abrir el cofre donde guardaba sus tiernos recuerdos. E inesperadamente tenía frente a ella a la única persona con la cual podía hablar sobre él.
—Sí. Hábleme de David, señor Hunter. Me pregunto si estaba… —Hannah dejó inconclusa su interrogación—. Tengo la esperanza de que me haya perdonado.
—¿Perdonado?
—El último invierno que pasamos juntos, antes de que partiera, me comporté como una perfecta maleducada. Mi hermana y yo estábamos acostumbradas a tener a David sólo para nosotras. Temo que fui muy intransigente. No teníamos previsto que usted llegara con él. Pasé todo el tiempo ignorándolo, deseando que no estuviera en nuestra casa.
—No me di cuenta.
Hannah sonrió nostálgicamente.
—Entonces fue un esfuerzo inútil.