La casa de Riverton (64 page)

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Authors: Kate Morton

Todos permanecimos en silencio. Teddy continuó.

—Les pido entonces que eviten hablar de la señorita Emmeline y del accidente. Que pongan especial cuidado en que no queden a la vista periódicos que pudieran comentar el tema. —Teddy hizo una pausa para mirarnos a cada uno de nosotros—. ¿Lo comprenden?

El señor Hamilton pareció volver en sí.

—Desde luego, señor.

—Bien. —Teddy no tenía más que decir. Con una sonrisa lúgubre, se retiró.

—Pero… ¿nos ha pedido que le ocultemos todo a la señorita Hannah? —le preguntó la señora Townsend al señor Hamilton cuando Teddy desapareció.

—Eso parece, señora Townsend. Por ahora.

—Pero es su propia hermana quien ha muerto.

—Esas fueron sus instrucciones, señora Townsend. —El señor Hamilton suspiró y se rascó la nariz—. El señor Luxton es quien manda ahora en esta casa, como antes lo hizo el señor Frederick.

La señora Townsend abrió la boca para discutir esa afirmación pero el señor Hamilton la interrumpió.

—Sabe tan bien como yo que las instrucciones del amo deben ser cumplidas. —Luego se quitó las gafas y las lustró impetuosamente—. Sin importar lo que pensemos de ellas, o de él.

Más tarde, cuando el señor Hamilton estaba en el comedor sirviendo la cena, la señora Townsend y Myra se acercaron a mí, que estaba sentada en el comedor de servicio, arreglando el vestido plateado de Hannah. Se sentaron a ambos lados de la mesa, como dos guardianes encargados de llevarme a la horca.

Myra echó un vistazo a la escalera y dijo:

—Debes decírselo tú.

La señora Townsend meneó la cabeza.

—No es correcto. Se trata de su hermana. Tiene que saberlo.

Enhebré la aguja con hilo plateado y comencé a coser.

—Eres su doncella —alegó Myra—. Ella te tiene cariño. Tienes que decírselo.

—Lo sé —contesté serenamente—. Lo haré.

A la mañana siguiente la encontré, según lo previsto, en la biblioteca, sentada en el sillón que estaba en un extremo, mirando a través de los enormes ventanales hacia el cementerio. Estaba concentrada en algún punto lejano y no oyó que me acercaba. Me quedé en silencio junto al sillón vecino. La luz de la mañana atravesaba los cristales y bañaba su rostro dándole un aspecto casi etéreo.

—Señora —llamé suavemente.

Sin desviar la vista, Hannah declaró:

—Has venido a contarme lo que le ha sucedido a Emmeline.

Sorprendida, tragué saliva. Me pregunté cómo lo sabía.

—Sí, señora.

—Sabía que lo harías, aun cuando él te ordenara lo contrario. Después de todo este tiempo, te conozco bien, Grace —afirmó Hannah, aunque su tono de voz me desorientaba.

—Señora, lamento lo ocurrido con la señorita Emmeline.

Ella asintió ligeramente, sin apartar sus ojos de aquel lejano lugar del cementerio. Permanecí allí un momento, y cuando no hubo duda de que Hannah no deseaba estar acompañada, le pregunté si necesitaba algo, si deseaba que le sirviera el té o le acercara un libro. No me respondió inmediatamente. Parecía no haber oído. Y luego, dijo algo aparentemente fuera de contexto:

—No sabes taquigrafía.

No era una pregunta sino una afirmación, por lo que nada dije.

Más tarde comprendí a qué se refería, por qué en ese momento me habló de taquigrafía. Pero sólo después de muchos años. Aquella mañana todavía no sabía el papel que mi engaño había desempeñado.

Ella se movió suavemente, acercó las piernas al sillón.

—Puedes retirarte, Grace —indicó. Su tono era tan frío que estuve a punto de llorar.

No supe qué decir. Asentí y salí de la sala, sin saber que sería la última conversación que mantendría con ella.

Por fin Beryl nos lleva a la habitación que ocupaba Hannah. Cuando lo anuncia, vacilo. ¿Seré capaz de seguir adelante? Pero está diferente, la han pintado y amueblado con muebles Victorianos que nada tienen que ver con el mobiliario original de Riverton. No es el mismo dormitorio donde nació el bebé de Hannah.

La mayoría de la gente creyó que había muerto a causa del parto, del mismo modo que su madre murió cuando nació Emmeline. Fue algo tan repentino, explicaron, meneando la cabeza, pero yo sabía que sólo era una excusa, una oportunidad. Sin duda fue un parto difícil, pero ella no tenía deseos de vivir. Lo ocurrido junto al lago, la muerte de Robbie y, poco después, la de Emmeline, ya la habían matado, mucho antes de que su bebé se encajara en la pelvis.

Yo había estado junto a ella en esa habitación desde el principio, pero cuando las contracciones se hicieron más intensas y frecuentes, y el bebé comenzó a esforzarse por salir, Hannah fue cayendo progresivamente en el delirio. Me miraba con temor y con ira, me gritaba que me fuera, que era mi culpa. El médico sugirió que hiciera lo que me pedía, alegando que no era raro que las mujeres perdieran el control en el parto y dijeran cosas sin sentido.

Pero no podía dejarla, no en ese estado. Me alejé de la cama pero no abandoné la habitación. Cuando el médico comenzó a cortar, pude ver desde mi lugar, junto a la puerta, su expresión: dejó caer la cabeza y suspiró con una especie de pavoroso alivio. Se rindió. Sabía que, si no luchaba, podría irse. Que todo habría terminado.

La suya no fue una muerte súbita. Había estado agonizando durante meses.

La muerte de Hannah me dejó destrozada. Me sentía despojada de todo. No sabía quién era. Como suele suceder cuando alguien entrega su vida al servicio de otra persona, yo dependía enteramente de Hannah y sin ella no sabía qué hacer.

No era capaz de sentir. Estaba vacía, como un pez al que han abierto para sacarle las vísceras. Realizaba mis tareas como un autómata, aunque sin Hannah no tenía mucho que hacer. Así pasé un mes, yendo de un lado a otro, hasta que un día le anuncié a Teddy que me marchaba.

Él me pidió que me quedara. Cuando me negué, insistió en que lo pensara con calma, ya no por él sino por honrar la memoria de Hannah, que como yo sabía, me había tenido especial cariño y habría deseado que acompañara a su hija, Florence.

Pero no pude. Fui insensible a sus ruegos, a todo. Me resultó indiferente la desaprobación del señor Hamilton, las lágrimas de la señora Townsend. Ignoraba cuál sería mi futuro. Pero tenía la certeza de que no permanecería en Riverton.

Si hubiera tenido en ese momento la capacidad de experimentar alguna sensación, el hecho de abandonar Riverton, dejar el servicio, podría haberme causado un temor indescriptible. El miedo se habría impuesto al dolor atándome para siempre a la casa de la colina. Porque nada sabía acerca de la vida fuera del servicio. La independencia me daba terror. Tenía que reunir valor para enfrentarme a lugares desconocidos, hacer las cosas más simples, tomar mis propias decisiones.

No obstante, encontré un pequeño apartamento en Marble Arch, donde me instalé. Acepté todo tipo de trabajos: hice de limpiadora, costurera, camarera. Me resistía a entablar vínculos estrechos, me alejaba cuando la gente empezaba a hacer demasiadas preguntas, a esperar de mí más de lo que podía dar. Así pasé diez años. Esperando, sin saberlo, la próxima guerra. Y a Marcus, cuyo nacimiento consiguió lo que mi propia hija no había logrado: devolverme lo que la muerte de Hannah me había quitado.

Durante todo ese tiempo apenas pensé en Riverton. En todo lo que había perdido. En realidad debería decir: me negué a pensar en Riverton. Si en algún momento de inactividad descubría que mi mente vagaba por el cuarto de los niños, merodeando por los escalones de la rosaleda de lady Ashbury o balanceándose en el borde de la fuente de Ícaro, rápidamente buscaba cómo distraerme.

Pero me intrigaba saber qué habría sido de la pequeña Florence. Después de todo era casi una sobrina. Recordaba a la recién nacida, con el cabello claro, como el de Hannah, aunque sus ojos eran diferentes: grandes y castaños. Tal vez cambiarían cuando creciera, pero sospechaba que seguirían castaños, como los de su padre. Porque era hija de Robbie.

Durante años estuve dándole vueltas a eso. Por supuesto, es posible que pese a la dificultad para quedarse embarazada de Teddy, finalmente hubiera ocurrido sencilla e inesperadamente en 1924. Cosas más raras suceden. Pero al mismo tiempo, me parecía una explicación demasiado conveniente. Teddy y Hannah no solían compartir lecho en los últimos años de su matrimonio. Teddy había deseado un hijo desde el comienzo y la dificultad para concebirlo sugería que alguno de los dos tenía un impedimento. Pero, como demostró Florence, no era Hannah.

Por eso imaginé que lo más probable era que la niña fuera hija de Robbie, que hubiera sido concebida junto al lago. Que después de haber pasado tantos meses separados, cuando Hannah y Robbie se encontraron esa noche, en el pabellón de verano, no pudieran contenerse. Las fechas concordaban con mi hipótesis. Deborah abrigaba la misma sospecha. Lo supo al ver esos profundos ojos castaños.

No sé si fue ella quien se lo dijo a Teddy. O si tal vez lo descubrió por sí mismo. En cualquier caso, Florence no permaneció mucho tiempo en Riverton. No podía esperarse que la conservaran, habría sido un constante recordatorio de que Teddy había sido engañado por su esposa. La familia Luxton estuvo de acuerdo en que lo mejor sería dejar atrás aquella lamentable historia. Establecerse definitivamente en Riverton, y organizar su retorno a la política.

Según me dijeron, enviaron a Florence a los Estados Unidos. Jemina aceptó criarla y fue una hermana para Gytha. Ella siempre había deseado tener otro hijo. Creo que Hannah habría preferido que su hija fuera una Hartford y no una Luxton.

La visita llega a su fin, y volvemos al vestíbulo. A pesar del interés con que Beryl nos alienta a conocer la tienda de regalos, Ursula y yo obviamos la visita.

Vuelvo a esperar en el banco de hierro mientras ella busca el coche.

—No tardaré —promete.

Le digo que no se preocupe. Mis recuerdos me harán compañía.

—¿Volverás a visitarnos? —me pregunta el señor Hamilton desde la entrada.

—No, no lo creo, señor Hamilton —le respondo.

Él parece comprender. Sonríe.

—Le transmitiré tus saludos a la señora Townsend.

Le hago un gesto de asentimiento y él desaparece. Se disuelve como una acuarela en un rayo de luz.

Ursula me ayuda a subir al coche. Ha comprado una botella de agua en la máquina que está junto a la caja del aparcamiento. En cuanto estoy instalada, la abre, introduce una pajita y me la alcanza. Rodeo con las manos la superficie fría de la botella. Ella enciende el motor y partimos, lentamente. Percibo vagamente que atravesamos el túnel frondoso de la entrada, que es la última vez que recorreré ese trayecto, pero no miro hacia atrás.

Durante un rato viajamos en silencio. De pronto oigo la voz de Ursula:

—Grace, hay algo que siempre me ha intrigado. Las hermanas Hartford vieron cómo él se disparaba, ¿verdad? —Ursula me mira de soslayo y continúa—: Pero ¿qué hacían junto al lago cuando se suponía que debían estar en la fiesta?

No respondo. Ella vuelve a mirarme. Tal vez piensa que no he oído.

—¿Cómo ha resuelto esa situación en la película? —le pregunto.

—Ellas desaparecen de la fiesta, lo siguen hasta el lago y tratan de detenerlo. —Ursula se encoge de hombros—. Busqué por todas partes pero no pude encontrar ninguna declaración policial de Hannah o Emmeline. De las posibilidades que barajé, ésta parecía la más verosímil. Además, los productores creyeron que se conseguiría una escena de suspense más efectiva que si se topaban con él por casualidad.

Asiento con un gesto.

—Podrá juzgarlo usted misma cuando vea la película.

En algún momento pensé asistir al estreno, pero ahora algo que está más allá de mi voluntad me lo impide. Ursula parece saberlo.

—Le llevaré una copia en vídeo en cuanto pueda —propone.

—Me gustaría mucho.

El coche atraviesa la entrada de Heathview.

—¿Lista para recibir el sermón?

Ruth está allí, de pie, esperándome. Me preparo para verla con la boca fruncida en señal de reprobación, pero está sonriendo. Siento que retrocedo cincuenta años, y la veo como cuando era niña. Antes de que la vida tuviera ocasión de desilusionarla. Tiene algo en la mano. Lo agita. Es una carta. Entonces comprendo. Sé quién la ha enviado.

Capítulo 24

Fuera de tiempo

Él está aquí. Marcus ha regresado a casa. La semana pasada ha venido a visitarme todos los días. Unas veces, en compañía de Ruth. Otras, solos él y yo. No siempre hablamos. A menudo él se sienta junto a mí y me toma de la mano mientras dormito. Me gusta que lo haga. Es el más entrañable de los gestos: la infancia brindando consuelo a la ancianidad.

Mi muerte se acerca. Nadie me lo ha dicho, pero lo veo en sus caras. En sus expresiones suaves y complacientes, en sus ojos tristes aun cuando sonríen, en los susurros y miradas que intercambian. Y lo siento dentro de mí. Algo se acelera.

Me alejo del tiempo. Su medida deja de tener sentido: segundos, minutos, horas, días, al cabo de toda una vida no son más que palabras. Todo lo que tengo son instantes.

Marcus trae una fotografía. Me la entrega. Aun antes de mirarla sé cuál es. Mi favorita, tomada en una excavación arqueológica hace muchos años.

—¿Dónde la encontraste?

—La llevaba conmigo —responde tímidamente, pasando su mano por el cabello aclarado por el sol—. Me ha acompañado durante todo el tiempo que estuve de viaje. Espero que no te moleste.

—Me alegra.

—Quería tener una foto tuya. Cuando era niño, ésta me encantaba. Se te ve muy feliz.

—Lo era. La más feliz del mundo.

Miro la foto un momento más, luego se la devuelvo. Él la deja en la mesilla para que pueda verla cuando lo desee.

Cuando me despierto Marcus está junto a la ventana, mirando hacia el jardín. Al principio pienso que Ruth está con nosotros en la habitación, pero la figura que veo junto a las cortinas no es la suya. Es una presencia muy distinta que descubrí hace poco. Desde entonces ha estado siempre allí. Sólo yo puedo verla. Me espera, lo sé, y estoy casi lista. Esta mañana, temprano, grabé la última cinta para Marcus. Ya está todo dicho. He roto mi promesa y él conocerá mi secreto.

Marcus advierte que estoy despierta. Me mira y sonríe, con esa sonrisa amplia, gloriosa.

—Grace —pregunta alejándose de la ventana—, ¿quieres algo, un vaso de agua?

—Sí.

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