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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (26 page)

Asentí.

—¿Cuál fue entonces la causa de la muerte de lord Ashbury? —preguntó.

—El señor Hamilton dice que fue una acumulación de todo. En parte, un ataque, y en parte, el calor.

Mi madre asentía mientras se mordía el carrillo.

—¿Y qué opina la señora Townsend?

—Que no fue por nada de eso. Cree que, sencillamente, murió de pena. —Bajé la voz, y adopté el mismo tono reverente que había utilizado la señora Townsend—. Dice que la muerte del mayor destruyó el corazón de Su Señoría. Que cuando lo mataron todas las esperanzas y los sueños de su padre cayeron con él en suelo francés.

Mi madre sonrió, pero el suyo no era un gesto de felicidad. Meneó lentamente la cabeza, miró la pared que tenía delante, sus pinturas con escenas de mares lejanos.

—Pobre, pobre señor Frederick —comentó.

Sus palabras me sorprendieron. Al principio pensé que había oído mal, o que ella se había equivocado al pronunciar su nombre, porque no comprendía a qué se refería. Pobre lord Ashbury. Pobre lady Violet. Pobre Jemina. ¿Pero Frederick?

—No debes preocuparte por él —señalé—, es probable que herede la casa.

—Para ser feliz no basta la riqueza, niña.

No me gustaba que mi madre hablara sobre la felicidad. La palabra carecía de significado cuando ella la pronunciaba. Con la amargura que reflejaban sus ojos y su casa vacía, era la persona menos indicada para aconsejar sobre el tema. De alguna manera, me sentí reprendida por una ofensa que no supe identificar.

—Trata de decírselo a Fanny —respondí, molesta.

Mi madre frunció el ceño. Comprendí que no sabía de quién hablaba.

—Oh —dije, con una inexplicable alegría—. Lo olvidé, no la conoces. Es la protegida de lady Clementine; pretende casarse con el señor Frederick.

Mi madre me miró y empalideció.

—¿Casarse? ¿Con Frederick?

Asentí.

—Fanny lleva persiguiéndolo durante todo el año.

—¿Y aun así él no le ha propuesto matrimonio?

—No, pero es sólo cuestión de tiempo.

—¿Quién piensa eso? ¿La señora Townsend?

—Myra.

Mi madre se recuperó, esbozó una ligera sonrisa.

—Esa Myra se equivoca. Frederick no volverá a casarse. No después de Penelope.

—Myra no suele equivocarse.

—En esto, se equivoca —afirmó mi madre cruzando los brazos.

Me agradó su certeza. Sentí que sabía mejor que yo lo que sucedía en la casa.

—La señora Townsend está de acuerdo con ella. Dice que lady Violet aprueba esa unión y que, aunque aparentemente al señor Frederick no le importe demasiado la opinión de su madre, en las cuestiones importantes jamás se atrevería a contrariarla.

—No —reconoció mi madre. En su rostro apareció una sonrisa, que luego se desvaneció—. Supongo que no se atrevería —repitió y miró hacia la ventana abierta, por donde se veía el muro de piedra gris de la casa vecina—. Es sólo que, volver a casarse… nunca pensé que lo haría.

Su voz había perdido firmeza. Me sentí mal. Avergonzada de mi deseo de poner a mi madre en su lugar. Seguramente le había tenido cariño a Penelope, la madre de Hannah y Emmeline. ¿Qué otra cosa podía explicar su rechazo a la idea de que el señor Frederick reemplazara a su esposa muerta, su desaliento cuando yo insistí en que era verdad?

Puse mi mano sobre las suyas.

—Tienes razón, madre. He hablado de más. No podemos saberlo.

Mi madre no dijo nada. Me incliné más hacia ella.

—Y a decir verdad, no hay indicios de que el señor Frederick sienta algo por Fanny. Mira con más adoración a su fusta que a ella.

Mi broma fue un intento de halagarla y me sentí mejor cuando me miró. Sentí, además, una sorpresa indefinible, porque en ese momento, con el sol de la tarde acariciándole la mejilla y tornando de un matiz verdoso sus ojos castaños, mi madre me pareció casi bella. Una palabra que jamás habría creído apropiada para ella. Limpia y pulcra, tal vez, pero nunca bella.

Pensé en las palabras de Hannah, en lo que me había dicho sobre la fotografía de mi madre, y eso terminó de convencerme: tenía que verla por mí misma. Ver qué clase de persona era esa joven a la que Hannah había calificado de bella y a la que la señora Townsend recordaba con tanto cariño.

—Siempre fue un gran jinete —declaró, apoyando su taza en el alféizar. Luego, para mi asombro, tomó mi mano entre las suyas y acarició mis palmas agrietadas—. Cuéntame más sobre tus tareas. Por lo que se ve, te han tenido terriblemente ocupada por allí.

—No está tan mal —empecé, conmovida por su raro gesto de afecto—. La limpieza y el lavado de la ropa no son muy interesantes, pero hay otras tareas menos pesadas.

Ella inclinó la cabeza en señal de interrogación.

—Myra ha estado tan ocupada con su trabajo de guarda de tren que he tenido que ocuparme de la mayor parte del trabajo de la casa.

—¿Te gusta lo que haces, mi niña? ¿Allí, en esa gran casa? —me preguntó con voz serena.

Asentí.

—¿Y qué es lo que te gusta de todo eso?

Estar en habitaciones decoradas con delicadas porcelanas y pinturas y tapices. Escuchar cómo Hannah y Emmeline bromean, juegan y sueñan, pensé. Pero de pronto recordé cómo se había sentido mi madre un rato antes y de inmediato encontré una manera de complacerla.

—Me hace feliz —afirmé, admitiendo algo que ni siquiera me había atrevido a reconocer—. Espero convertirme en una verdadera doncella algún día.

Mi madre me miró y frunció ligeramente el ceño.

—Es una buena manera de forjarse un futuro, mi niña —aseveró, en voz baja—. Pero la felicidad necesita del calor del propio hogar. No puede tomarse de jardines ajenos.

El comentario de mi madre seguía rondando en mi cabeza mientras caminaba de regreso a Riverton, a última hora de la tarde. Sin duda, me aconsejaba que no olvidara cuál era mi lugar. Ya me había aleccionado sobre ese tema más de una vez. Quería que tuviera presente que sólo encontraría felicidad junto al carbón que ardía en el hogar de la sala de los sirvientes, no en las delicadas perlas del tocador de una dama. Pero los Hartford no eran extraños. Y si yo obtenía algún placer al trabajar junto a ellos, escuchar sus conversaciones, apreciar sus hermosos vestidos, ¿qué mal podía causarme todo aquello?

Sus celos me habían impactado. Ella envidiaba mi lugar en esa gran casa. Estaba claro que le había tenido cariño a Penelope, la madre de las chicas, porque ¿qué otra cosa podía explicar su reacción cuando mencioné que el señor Frederick volvería a casarse? Y verme en la posición que ella alguna vez tuvo le recordaba que se había visto obligada a abandonarla. ¿Realmente no había tenido otra alternativa? Hannah había dicho que lady Violet había admitido antes madres con hijos. Por otra parte, si a mi madre le molestaba que yo hubiera ocupado su lugar, ¿por qué había insistido tanto en que ingresara en el servicio de Riverton?

Disgustada, di un puntapié a un terrón del suelo que ya había aflojado el casco de un caballo. Era imposible. Nunca lograría desenredar los nudos y los secretos que mi madre había tejido entre nosotras. Pero si ella no consideraba apropiado revelarlos, y se limitaba a ofrecerme herméticos discursos acerca de la mala fortuna y a recordarme cuál era mi lugar, ¿cómo podía esperarse que respondiera a sus expectativas?

Respiré profundamente. No era posible. Mi madre no me dejaba más alternativa que emprender mi propio camino y eso era lo que estaba decidida a hacer. Y si eso significaba aspirar a subir un escalón en la jerarquía del servicio, así sería. Salí del sendero flanqueado por árboles y me detuve un instante para observar la casa. El sol se había ocultado. Riverton estaba a oscuras. Parecía un enorme abejorro negro posado en la colina, acurrucado en el bosque, y en su propia pena. Pero aun así, me invadió una agradable sensación de certeza. Por primera vez en mi vida me sentía segura. En algún lugar, entre el pueblo y Riverton, había perdido la sensación de que, si no me aferraba a ella con todas mis fuerzas, me liquidarían.

Entré en la oscura sala de los sirvientes y me dirigí hacia el sombrío pasillo. Mis pasos resonaron en el frío suelo de piedra. Cuando llegué a la cocina, todo estaba en silencio. El aroma de la carne guisada trepaba por las paredes pero no vi a nadie por allí. Detrás de mí, en el comedor, se oía claramente el tictac de las agujas del reloj. Miré a través de la puerta. Nadie. En la mesa, una solitaria taza de té descansaba sobre su plato, servida para un ser invisible. Me quité el sombrero, lo colgué en un gancho de la pared y me alisé la falda. Mi suspiro reverberó en las paredes silenciosas. Sonreí. Nunca había tenido esa zona de la casa sólo para mí.

Miré el reloj. No me esperaban hasta dentro de media hora. Decidí que tomaría una taza de té. La que me había servido mi madre me había dejado un gusto amargo.

En la mesa de la cocina encontré la tetera todavía tibia, con su cubierta de lana.

La puse sobre el fogón y cogí una taza. La olla silbaba ruidosamente cuando apareció Myra, que se asombró al verme.

—Es Jemina —anunció—. El bebé está en camino.

—Si no lo esperaba hasta septiembre.

—Ya, pero eso él no lo sabe —repuso, arrojándome una pequeña toalla—. Lleva arriba esto y un recipiente con agua fría. No puedo encontrar a los demás y alguien tiene que llamar al médico.

—Pero no llevo el uniforme…

—No creo que a la madre o al niño les importe —señaló Myra y desapareció en el despacho del señor Hamilton para llamar por teléfono.

—Pero ¿qué debo decir? —pregunté a la habitación vacía, a mí misma, a la toalla que tenía en la mano—. ¿Qué hago?

Myra asomó la cabeza por el vano de la puerta.

—Bueno, no lo sé. Tendrás que inventar algo —contestó, agitando una mano en el aire—. Simplemente dile que todo está en orden.

Puse la toalla sobre mi hombro, llené un recipiente con agua y subí, siguiendo las indicaciones de Myra. Me temblaban las manos y vertí algunas gotas de agua en la alfombra del pasillo formando oscuras manchas de color bermellón.

Cuando llegué a la habitación de Jemina, vacilé. Desde el otro lado de la sólida puerta llegaba un quejido ahogado. Inspiré profundamente, golpeé y entré.

La habitación estaba a oscuras, salvo por un potente rayo que se colaba entre las cortinas tímidamente abiertas. El haz de luz estaba salpicado con motas de polvo. La cama de caoba era una masa oscura en el centro de la habitación, donde Jemina estaba tendida, muy quieta, respirando trabajosamente.

Me acerqué a la cama y me agaché tímidamente junto a ella. Dejé el recipiente en la pequeña mesilla.

Jemina gimió y yo me mordí el labio. No sabía qué hacer.

—Está bien —susurré suavemente, como mi madre me decía cuando tuve escarlatina—. Está bien.

Ella se estremeció, y dio tres bocanadas de aire, apretando los ojos cerrados.

—Todo irá bien —repetí. Humedecí la toalla en el agua y la doblé para ponerla sobre su frente.

—James… —le oí decir—. James… —El nombre sonaba hermoso en sus labios.

No había nada que pudiera decir ante eso, por lo que permanecí en silencio.

Se sucedieron más quejidos, más gemidos. Ella se retorcía, llorando sobre la almohada. Sus dedos buscaban un imposible consuelo en la sábana vacía que estaba a su lado.

Luego volvió la serenidad. Su respiración se sosegó.

Le quité el paño de la frente. El calor de su piel lo había entibiado. Lo sumergí nuevamente en la palangana con agua, lo escurrí, volví a plegarlo y me acerqué para ponerlo otra vez sobre su frente.

Jemina abrió los ojos, parpadeó, trató de reconocer mi cara en la oscuridad.

—Hannah —farfulló, suspirando.

Su error me sorprendió. Y me agradó infinitamente. Abrí la boca para corregirla pero me contuve cuando ella alargó su brazo y tomó mi mano.

—Qué bien que estés aquí —declaró, apretándome los dedos—, tengo tanto miedo, no puedo sentir nada.

—Todo está en orden. El bebé está descansando.

Mis palabras parecieron calmarla un poco.

—Sí, siempre es así justo antes de que nazca. Es sólo que… Es demasiado pronto —dijo y giró la cabeza. Cuando volvió a hablar su voz era tan débil que tuve que esforzarme por entenderla—. Todos quieren que sea un niño, pero no puedo. No puedo perder otro.

—Eso no sucederá —señalé, con la esperanza de que así fuera.

—Sobre mi familia pesa una maldición —afirmó, con el rostro todavía oculto en la almohada—. Mi madre me lo advirtió, pero no la creí.

Pensé que había perdido el juicio. Que el dolor la había trastornado volviéndola presa de supersticiones.

—Las maldiciones no existen —indiqué suavemente.

Oí un ruido, una mezcla de risa y sollozo.

—Oh, sí. Es la misma que mató al hijo de nuestra querida y difunta reina. La maldición hace que se desangren. —Jemina se quedó quieta, se pasó la mano por el vientre y giró para mirarme. Su voz era apenas más que un susurro—. Pero las niñas… la maldición no cae sobre ellas.

La puerta se abrió. Myra apareció, seguida por un hombre de mediana edad y una expresión de permanente censura, que resultó ser el médico, aunque no era el doctor Arthur, el médico del pueblo. Acomodamos las almohadas, Jemina se enderezó y encendimos una luz. En determinado momento advertí que había recuperado mi mano. Después me apartaron de la cama y me expulsaron de la habitación.

Las horas pasaron, anocheció, y yo esperé, dando vueltas por la cocina rogando que todo saliera bien. Aun cuando tenía montones de cosas que hacer para entretenerme, el tiempo parecía haberse detenido. Debía servir la cena, abrir las camas, recoger la ropa limpia para el día siguiente. Pero todo el tiempo mi mente seguía junto a Jemina.

Por fin, cuando a través de la ventana de la cocina vi el último resplandor del sol ocultándose en el oeste, detrás del bosque, se oyeron los pasos de Myra bajando la escalera, con el recipiente y la toalla en la mano.

Habíamos terminado de cenar y aún estábamos sentados a la mesa.

—¿Y bien? —preguntó la señora Townsend, aferrando ansiosamente el pañuelo junto a su pecho.

—Bien… —repitió Myra, dejando la palangana y la toalla en la mesa de la cocina. Luego nos miró sin poder contener una sonrisa—. A las ocho y veintiséis minutos la madre ha dado a luz a un bebé, pequeño, pero saludable.

Aguardé impaciente.

—Sin embargo, no puedo evitar sentir cierta pena por ella —agregó Myra levantando las cejas—. Es una niña.

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