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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (27 page)

Eran las diez en punto cuando regresé, después de recoger la bandeja de la cena de Jemina. Se había quedado dormida, con la pequeña Gytha arropada entre sus brazos. Antes de apagar la lámpara que estaba junto a la cama, me detuve un momento para mirar a la minúscula niña: los labios fruncidos, un mechón de cabello rojizo, los ojos cerrados con fuerza. No era una heredera sino un bebé, que viviría, crecería, amaría. Y un día, tal vez, tendría sus propios hijos.

Salí de la habitación de puntillas, llevando la bandeja. Sólo mi lámpara alumbraba el oscuro pasillo, y mi sombra se proyectaba sobre la fila de retratos que colgaban de las paredes. Mientras el nuevo miembro de la familia dormía profundamente al otro lado de la puerta, unos cuantos antepasados Hartford hacían su silenciosa vigilia, observando serenamente la entrada de una casa que alguna vez les perteneció.

Cuando pasé junto al salón principal advertí que una tenue luz se filtraba por debajo de la puerta. En medio de las dramáticas circunstancias de la noche, el señor Hamilton se había olvidado de apagar la lámpara. Gracias a Dios, sólo yo lo había visto. A pesar de la bendición del nacimiento de su nueva nieta, lady Violet se habría puesto furiosa si hubiera descubierto que se violaban sus normas sobre el luto.

Abrí la puerta, y me detuve, petrificada. Allí, en el sillón de su padre, estaba el señor Frederick. El nuevo lord Ashbury.

Tenía las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en una mano, de modo que su rostro quedaba oculto.

En la mano izquierda tenía la carta de David. Pude reconocerla por el inconfundible dibujo del extremo superior. La carta que Hannah había leído junto a la fuente, la que había hecho reír nerviosamente a Emmeline.

La espalda del señor Frederick se estremecía. A primera vista podría haberse dicho que también él reía. Entonces escuché un sonido que nunca he olvidado. Que jamás olvidaré. Un sollozo ahogado, gutural, profundo, inconscientemente lúgubre. Permanecí allí un instante, incapaz de moverme. Después me di la vuelta, fui hacia la puerta y la cerré tras de mí, para no seguir siendo un oculto espectador de su pena.

Un golpe en la puerta me devuelve a la realidad. Es 1999, estoy en mi habitación de Heathview. La fotografía, con nuestros rostros graves e inconscientes, sigue en mis manos. La joven actriz, sentada en su silla marrón, observa las puntas de su largo cabello. ¿Durante cuánto tiempo he estado ausente? Miro el reloj. Acaban de dar las diez. ¿Es posible? ¿Es posible que las barreras de la memoria se hayan desvanecido, que las imágenes y fantasmas del pasado se hayan materializado, y que aun así el tiempo no haya pasado?

La puerta se abre y Ursula vuelve a la habitación. Sylvia entra inmediatamente después, balanceando tres tazas de té en una bandeja de plata, algo más llamativa que la habitual, de plástico.

—Lo siento mucho —dice Ursula volviendo a sentarse en el extremo de mi cama—. No suelo hacer esto. Era urgente.

En un primer momento, no comprendo a qué se refiere. Luego veo que tiene en la mano el teléfono móvil.

Sylvia me alcanza una taza de té y camina alrededor de mi silla para ofrecerle otra taza humeante a Keira.

—Espero que hayan comenzado la entrevista sin mí —señala Ursula.

Keira sonríe y se encoge de hombros.

—Hace tiempo que hemos terminado.

—¿De verdad? —pregunta Ursula, abriendo los ojos por debajo de su espeso flequillo—. No puedo creerlo. Me he perdido toda la entrevista. Tenía mucha curiosidad por escuchar los recuerdos de Grace.

Sylvia pone una mano en mi frente.

—Parece un poco febril. ¿Necesita algún analgésico?

—Estoy perfectamente bien.

Sylvia arquea una ceja.

—Estoy bien —repito, con toda la firmeza que puedo reunir.

Sylvia no me cree, menea la cabeza y deja oír una interjección. Sé que se está frotando las manos. Sé que piensa: «Por el momento, ya verás luego». No duda que estaré pidiendo un calmante para el dolor antes de que mis invitadas hayan subido a su automóvil. No puedo negarlo. Tal vez tenga razón.

Keira toma un sorbo de té verde y deja la taza sobre mi tocador.

—¿Hay un baño?

Puedo sentir que los ojos de Sylvia me perforan.

—Sylvia —intervengo, con voz ronca—, ¿puedes acompañar a Keira hasta el aseo del pasillo?

Sylvia apenas puede contenerse.

—Por supuesto —contesta. Y aunque no puedo verla, sé que está pavoneándose—. Es por aquí, señorita Parker.

Cuando la puerta se cierra, Ursula me sonríe.

—Le agradezco que haya recibido a Keira. Es la hija de un amigo del productor y estoy obligada a prestarle especial atención. —Entonces mira hacia la puerta, baja la voz y elige cuidadosamente sus palabras—. No es mala chica, pero le falta un poco de… tacto.

—No lo he notado.

Ursula ríe.

—Es lo que ocurre cuando se tienen padres que trabajan en esta industria. Estos chicos ven que sus padres reciben premios por ser ricos, famosos y guapos. ¿Quién puede culparlos por querer lo mismo?

—Es lógico.

—No obstante, me hubiera gustado poder hacer de carabina.

—Si no deja de disculparse, conseguirá convencerme de que ha hecho algo incorrecto. Me recuerda a mi nieto.

Ursula parece avergonzada y advierto que hay algo distinto en sus ojos oscuros. Una sombra que no había percibido antes.

—¿Ha resuelto sus problemas? ¿Los del teléfono? —pregunto.

Ella suspira y asiente.

—Sí.

Luego hace una pausa. Yo permanezco en silencio, esperando que siga hablando. Hace ya tiempo que aprendí que el silencio invita a hacer todo tipo de confidencias.

—Tengo un hijo —explica—, Finn. —El nombre deja en sus labios una sonrisa, mezcla de tristeza y alegría—. El sábado pasado cumplió tres años. —Por un instante su mirada se aparta de mi cara y vaga por el borde de la taza de té con la que juguetea—. Su padre…, él y yo nunca… —Ursula golpea dos veces su taza con la uña y vuelve a mirarme—. Sólo estamos Finn y yo. Fue mi madre quien llamó por teléfono. Ella se ocupa de él mientras se rueda la película. Por lo visto, el niño se ha caído.

—¿Está bien?

—Sí, tiene un esguince en la muñeca. El médico se la ha vendado. Está bien —asegura sonriendo, pero sus ojos se llenan de lágrimas—. Lo siento, no sé qué me pasa…, todo ha ido bien, no sé por qué lloro.

—Está preocupada —indico, mirándola— y aliviada.

—Sí —reconoce, y de pronto parece muy joven y frágil—. Y me siento culpable.

—¿Culpable?

—Sí —asegura, pero no entra en detalles. Saca de su bolso un pañuelo de papel y se seca los ojos—. Es fácil hablar con usted. Me recuerda a mi abuela.

—Debe de ser una mujer encantadora.

Ursula ríe.

—Sí —afirma, llevándose el pañuelo a la nariz—. Por Dios, debo de tener un aspecto terrible. Discúlpeme por molestarla con todo esto, Grace.

—Ya vuelve a disculparse. Insisto en que no lo haga.

Se oyen pasos. Ursula mira hacia la puerta y se suena la nariz.

—Al menos permítame darle las gracias. Por recibirnos, por conversar con Keira. Por escucharme.

—Me ha gustado hacerlo —declaro, y me sorprendo de que sea verdad—. No suelo recibir muchas visitas últimamente.

La puerta se abre y ella se pone de pie. Se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla.

—Volveré pronto —promete, apretándome suavemente la muñeca.

Me siento infinitamente complacida.

Borrador definitivo

Guión de la película.

Versión final, Noviembre de 1998,

Páginas 43-54

LA CASA DE RIVERTON © 1998

Autora y directora
: Ursula Ryan

SUBTITULO
: Alrededores de Passchendaele, Bélgica, octubre de 1917.

45. INTERIOR. GRANJA ABANDONADA, DE NOCHE

Anochece y llueve copiosamente. Tres jóvenes soldados con uniformes sucios buscan refugio en las ruinas de una granja en Bélgica. Han caminado todo el día tras haberse separado de su división en una frenética retirada de la línea de combate. Están cansados y desmoralizados. La granja en la que se cobijan es la misma donde se alojaron treinta días antes, de camino al frente. La familia Duchesne huyó de allí cuando el combate llegó al pueblo.

Una vela chispea en el suelo de madera desnuda, proyectando largas sombras de bordes irregulares en las paredes de la cocina abandonada. Todavía pueden apreciarse ecos de su vida anterior: una olla junto al fregadero; una fina cuerda delante de la cocina con ropa colgada; un juguete de madera.

Uno de los soldados —un australiano, perteneciente al cuerpo de infantería, de nombre FRED— se agazapa junto al hueco de la pared donde alguna vez hubo una puerta, mientras coloca su arma en un lado. A lo lejos se oye ruido de artillería. Llueve a cántaros sobre el suelo ya embarrado, desbordando las zanjas. Aparece una rata y olisquea una gran mancha en el uniforme del soldado. Es sangre, negra y putrefacta por el paso del tiempo.

En la cocina un oficial se sienta en el suelo, apoyando la pierna contra una mesa. DAVID HARTFORD lee una carta, el papel muy fino y manchado sugiere que la ha leído muchas veces. Dormido junto a su pierna estirada está el perro escuálido que los ha seguido todo el día.

El tercer hombre, ROBBIE HUNTER, surge de una de las habitaciones. Trae un gramófono, mantas y algunos discos polvorientos. Deja su carga en la mesa de la cocina y comienza a buscar en las alacenas. Al fondo de la despensa encuentra algo. Se vuelve y nos acercamos lentamente. Está más delgado. El hastío le ha dado a sus rasgos una expresión grave. Tiene ojeras. La lluvia y la caminata le han enredado el cabello. Sostiene un cigarrillo entre los labios.

DAVID
(Sin darse la vuelta)
: ¿Has encontrado algo?

ROBBIE
: Pan duro como una piedra, pero pan al fin.

DAVID
: ¿Alguna otra cosa? ¿Algo de beber?

ROBBIE tarda en responder.

ROBBIE
: Música. He encontrado música.

DAVID se vuelve y ve el gramófono. No es fácil descifrar su expresión, una combinación de placer y tristeza. Dejamos de enfocar su cara, pasamos al brazo y de allí a las manos. Los dedos de una de ellas están vendados con una venda improvisada y sucia.

DAVID
: Bueno… ¿a qué estás esperando?

ROBBIE pone un disco en el gramófono y comienza a oírse el chisporroteo del
Claro de luna
de Debussy.

ROBBIE se acerca a DAVID llevando las mantas y el pan. Camina con cuidado, afirmándose en el suelo. El desmoronamiento de la trinchera le ha dejado más heridas de las que confiesa. DAVID tiene los ojos cerrados.

ROBBIE toma una navaja de su mochila y comienza la difícil tarea de cortar el pan en porciones. Lo logra, deja una porción en el suelo, junto a DAVID. Le arroja otra a FRED, que está en la puerta. Hambriento, FRED trata de morderla.

ROBBIE, aún fumando su cigarrillo, le ofrece un poco de pan al perro, que lo huele, mira a ROBBIE y luego se va. ROBBIE se quita los zapatos y las medias húmedas. Tiene los pies sucios y con ampollas.

De pronto se oyen disparos. DAVID abre repentinamente los ojos. A través del vano de la puerta vemos el fuego de la batalla en el horizonte. El ruido es terrible. La furia de las explosiones es todo un contraste con la música de Debussy.

Volvemos a las caras de los hombres, los tres con ojos muy abiertos, el reflejo de las explosiones en sus mejillas.

Por fin ceden los disparos. Vuelve el silencio y se apagan las brillantes luces. Sus rostros retornan a la oscuridad. El disco termina.

FRED
(Aún mirando el lejano campo de batalla)
: Pobres cabrones.

DAVID
: Estarán arrastrándose por tierra de nadie. Los que quedan. Recogiendo los cuerpos.

FRED
(Temblando)
: Me hace sentir culpable no estar allí para ayudar. Y agradecido.

ROBBIE se pone de pie y va hacia la puerta.

ROBBIE
: Yo te reemplazaré. Estás cansado.

FRED
: Igual que tú. No puedo entenderlo. No has dormido durante días, desde que él
(señala a David)
te sacó de esa trinchera. Aún no comprendo cómo saliste de allí.

ROBBIE
(Rápidamente)
: Estoy bien.

FRED
(Temblando)
: Todo tuyo, compañero.

FRED se aleja y se sienta en el suelo junto a DAVID. Acomoda una de las mantas sobre sus piernas, aferrando todavía su arma contra el pecho. DAVID saca de su mochila un mazo de cartas.

DAVID
: Vamos, Fred. ¿Una partidita rápida antes de que te duermas?

FRED
: No sé decir que no al juego. Mantiene la mente ocupada.

DAVID le entrega el mazo a FRED. Señala su propia mano vendada.

DAVID
: Baraja tú.

FRED
: ¿Y él?

DAVID
: Robbie no juega. No quiere sacar el as de picas.

FRED
: ¿Qué tiene en contra del as de picas?

DAVID
(Lisa y llanamente)
: Es la carta de la muerte.

FRED suelta una carcajada. La conmoción de las semanas pasadas se manifiesta como una especie de histeria.

FRED
: ¡Bastardo supersticioso! ¿Qué tiene en contra de la muerte? Todo en el mundo está muerto. Dios está muerto. Sólo quedan los que están enterrados. Y nosotros tres.

ROBBIE está sentado junto al vano de la puerta, mirando hacia el frente. El perro se ha acercado para tenderse en el suelo junto a él.

ROBBIE
(Cita para sí mismo a William Blake)
: Sin saberlo, somos socios del Demonio.

FRED
(Escuchando sin querer)
: ¡Lo sabemos muy bien! Un hombre no tiene más que pisar esta tierra dejada de la mano de Dios para saber que el Demonio dirige este espectáculo.

Mientras DAVID y FRED siguen jugando a las cartas ROBBIE enciende otro cigarrillo y saca del bolsillo una pequeña libreta y un bolígrafo. Mientras escribe, vemos sus recuerdos de la batalla.

ROBBIE
(Voz en off)
: El mundo se ha vuelto loco. El horror se ha vuelto algo común. Hombres, mujeres y niños son masacrados a diario. Abandonados donde están, o evaporados sin dejar rastro. Un cabello, un hueso, el botón de una camisa. La civilización parece haber muerto. Porque ¿cómo puede seguir existiendo?

Se oye un ronquido. ROBBIE deja de escribir. El perro ha apoyado la cabeza en su pierna. Duerme profundamente. Mueve los párpados mientras sueña.

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