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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (21 page)

—¡Midas! —gritó en la penumbra del anochecer—. ¿Estás bien?

—¡Claro! —contestó él, abrazándose el torso y tratando de controlar el castañeteo de los dientes. Había habido un momento, allí en el mar, en que le había parecido que conectaba con su padre. La barca se deslizaba hacia el islote, donde un resplandor señalaba la posición de la cabaña.

—¡Midas! ¿Estás bien? —repitió su padre, pues quizá no lo hubiera oído la primera vez.

—¡Sí, estoy bien! ¡He llegado!

Iba hacia el coche cuando estalló en el mar la primera llamarada. Se dio la vuelta y gritó: la barca era presa del fuego. Sintió que se le helaba la sangre; echó a correr por la arena, aterrorizado, hasta la orilla. De pronto lo entendió todo. Las llamas formaban una lágrima danzarina y lanzaban una columna de humo.

—¡Papá! —gritó, y se lanzó al agua.

Las llamas se zarandeaban y dividían. Vio saltar a su padre al agua, envuelto en fuego. El silbido que produjo su cuerpo al sumergirse llegó a la playa por encima del rugido de las olas.

Capítulo 23

Esa tarde, Ida fue en taxi a casa de Midas y llamó a la puerta. Al joven le sorprendió verla.

—Hola. Si crees que me debes una disculpa... yo también creo que te la debo a ti.

—Ya. Bueno, pues... lo siento.

—¡Chócala! —Ida lo desarmó con su sonrisa—. ¿Qué, piensas invitarme a pasar, o vas a hacerme lo mismo que te hice a ti? Aquí fuera hace frío.

—Claro, claro. Qué estúpido soy —dijo Midas, dándose una palmada en la cabeza.

Ya en la cocina, Ida miró alrededor, arredrada por las paredes cubiertas de fotografías.

—Así que vives aquí.

—Pues... sí. ¿Te apetece... una taza de café?

—Sí, gracias.

Ida se sentó y se puso a mirar las imágenes. Se dio cuenta de que Midas era buen fotógrafo, de que tenía verdadero talento. Ella ya se lo había imaginado, aunque era la primera vez que veía fotografías suyas. Plasmaban esa peculiar visión que la había atraído de él nada más conocerlo. Era curioso que ya se sintiera mucho más cómoda en su compañía.

Ida rió cuando Midas le puso el café delante.

—¿Qué pasa?

—Que es negro como un pecado.

Midas dio un respingo, se apresuró hasta el fregadero, tiró un dedo de café y añadió agua caliente a fin de llenar de nuevo la taza. Se la puso delante con cuidado, y la joven se rió de la involuntaria inclinación de la cabeza de él, que le recordó a un mayordomo.

Midas sonrió tímidamente.

—Ahora que me acuerdo... —Fue hasta un armario y volvió con un plato de tartaletas de fruta—. Me las hizo Denver. Podemos comérnoslas.

El sabroso relleno y la masa que se desmigajaba fácilmente de aquellos dulces navideños le hicieron recordar las tranquilas navidades de años atrás, cuando daba largos paseos por valles nevados. Los inviernos en que iba a esquiar.

—¿Has esquiado alguna vez, Midas?

—¿Yo? No. Ni siquiera sé nadar.

—No hablarás en serio...

—No sé nadar —repitió él, asintiendo—. Cuando era pequeño lo tenía absolutamente prohibido.

—¿Por qué?

—Mi padre aseguraba que era peligroso.

—¿Y nunca te has planteado aprender, ahora que ya eres mayor?

—No me gustan las grandes masas de agua —repuso él, negando con la cabeza.

—Pero ¡Midas! —exclamó ella riendo—. ¡Si vives en una isla diminuta!

—Sí, ya sé que es una estupidez, pero... —reconoció Midas, ruborizándose—. Es por el peso. No puedo evitar pensar en el peso de las masas de agua. Y en meterte allí abajo, no poder respirar.

—¿Y pasear en barca? ¿Eso sí lo soportas? —preguntó ella, dándose cuenta de que había otra razón.

—Me las apaño para subir al ferry cuando tengo que ir al continente —replicò él, frunciendo el ceño—. Si me siento en el medio. En los barcos pequeños me cuesta más.

—Algún día te llevaré a dar un paseo en barca. Te demostraré lo divertido que puede ser. —Llevaba un tiempo pensándolo, pero no se había percatado de lo difícil que podía resultar hasta que lo dijo en voz alta: un chico que no sabía nadar y una chica con dos pesos muertos en lugar de pies en medio del océano. Supuso que tampoco era probable que llegara a montar con él en un teleférico para subir a la cima de una montaña, impresionados ambos por un paisaje interminable de gigantes cubiertos de nieve.

Las fotografías de las paredes de la cocina resultaban tranquilizadoras: aquél era el extraño pero acogedor escondite de Midas. La joven se imaginó pasando las mañanas allí, en aquel santuario, bebiendo café solo con él, en silencio.

Midas estaba recogiendo los restos de su tartaleta.

—Tengo que preguntarte una cosa, Ida.

—Pregunta.

—Es sobre tú y yo.

Ida se puso en tensión, expectante.

—¿Me dejarías...? Esto... ¿Crees que tú y yo podríamos...? Bueno, si no te importa, claro... ¿Me dejarías retratarte?

—Ay, Midas, creía que ibas a preguntarme otra cosa. No lo sé. No me apetece mucho. Últimamente estoy muy ojerosa. Quizá cuando me encuentre mejor.

Ida habría preferido que Midas no le hubiera formulado esa pregunta. Tenía sus reservas acerca de la fotografía. No quería formar parte del coro fantasmal de los fotografiados.

—Lo siento. Perdóname.

—No pasa nada. Por eso he venido a hablar contigo. Bueno, al menos era el motivo oficial.

—¿Perdona?

—Lo de encontrarme mejor —explicó ella, soltando un suspiro—. Carl dice que conoce a una mujer que puede ayudarme. Vive en la costa norte. Vamos a ir a pasar unos días con ella. Carl y yo. Y veremos si puede hacer algo por mí. Quería preguntarte si te gustaría acompañarme. Bueno, acompañarnos. Tendré que consultarlo con Carl, claro, pero estoy segura de que esa mujer tendrá sitio en su casa para los tres. Se llama Emiliana Stallows.

—¿La señora Stallows? —repitió Midas, con expresión sorprendida. Su marido era el propietario de casi toda la costa norte de la isla, pero él no sabía gran cosa de aquella mujer—. ¿Cómo va a ayudarte?

—Carl me dijo... que hubo un caso hace tiempo, de una niña a la que le pasó algo parecido. Emiliana la ayudó. —Le habría resultado muy difícil repetir la historia que le había contado Carl allí, en el refugio de la cocina de Midas. Sólo los fríos interiores de sus botas le recordaban que el asunto del cristal era real. Se encogió de hombros y se la reservó para más adelante—. Es posible que Emiliana pueda ayudarme también. Como no hemos dado con Henry...

—Hum... Qué bien, ¿no? Sí, me encantaría acompañarte. Es decir, no me encanta que tengamos que ir, pero como hemos de ir, o al menos creemos que debemos ir, me encantaría. Pero...

—No me digas que no puedes. —De pronto necesitaba que él fuera con ella, pues en realidad el viaje a casa de Emiliana Stallows parecía una cita en una residencia para enfermos desahuciados.

—Sí, sí puedo ir. Iré. Pero hay algo más. Encontré a Henry Fuwa. Tengo su dirección. Espero... que no te enfades conmigo.

—¡Midas! ¡Es estupendo! ¿Por qué iba a enfadarme? —exclamó ella, palmoteando.

—Porque... Aunque no se lo conté, creo que él adivinó... Adivinó lo que está pasándote en los pies. —Sujetó la cámara con ambas manos y se preparó para esbozar una mueca.

—Pero ¡si es lo mejor que podría pasar! ¿No lo entiendes? ¡Si Henry lo adivinó, debe de saber lo que está ocurriéndome!

—Me dijo que no podía ayudarte.

—Eso son tonterías —repuso ella, frunciendo el entrecejo—. ¿Dónde se esconde?

Capítulo 24

Las luces de la casa de Henry Fuwa estaban apagadas. Cuando Ida llamó a la puerta con el mango de su muleta, nadie contestò. Enfurruñada, volvió al coche de Midas, donde esperaron juntos cerca de una hora. Al final, ella, impaciente, levantó ambas manos y exclamó:

—¡Estoy harta! ¡Larguémonos de esta asquerosa ciénaga!

Recorrieron las carreteras del pantanal, llenas de charcos opacos. Los baches de la calzada, agrietada por las raíces, los hacían zarandearse en los asientos del coche. Hubo un momento en que a Ida le pareció ver una figura plantada en medio de la ciénaga, con un largo abrigo abrochado hasta la barbilla. Pero el abrigo era del color de la alta hierba, y en realidad los brazos sólo eran el movimiento de los juncos. Siguieron adelante. Las intensas nevadas y las lluvias otoñales habían inundado el terreno bajo donde el pantanal alcanzaba la linde del bosque. Allí, los árboles surgían del agua como monstruos marinos, cubiertos de las mismas hojas escamosas que flotaban en la superficie de los charcos y salpicaban las capas de barro helado que tenían como rehenes a las eneas. El hielo laqueaba los tocones de corteza estriada.

—¡Para! —pidió Ida de pronto al ver que uno de aquellos troncones se movía. No era un árbol partido, sino un hombre con pantalones impermeables y canguro que, con la capucha puesta, pescaba con una red pasándola por el agua a modo de cedazo—. Quédate en el coche. —Salió con cuidado y gritó desde la carretera—: ¡Hola! ¿Me oyes?

El hombre dio un respingo. Por el lustre de sus gafas y la barba que asomaba de la capucha abierta, era evidente que se trataba de Henry Fuwa.

—¡Ida Maclaird! —exclamó, y le hizo un saludo un tanto torpe.

—¡Te acuerdas de mí!

Henry fue chapoteando hacia ella, con cuidado de no inclinar demasiado la red. Ida comprobó que había pescado unos veinte cangrejos, que tenían el caparazón gris como las ostras y agitaban las pinzas.

Henry vio el coche, con Midas dentro.

—Tu amigo ya me había recordado quién eres.

—Venimos de tu casa, Henry. Confiaba en encontrarte.

—No sé si será buena idea —manifestó el hombre, que seguía mirando el coche con recelo—. Y mi casa es muy pequeña, dudo que quepamos los tres.

Aquella actitud la decepcionó. ¿Se trataba de la desconfianza que, al parecer, caracterizaba a todos los isleños, o había pasado algo entre Midas y él?

—Bueno, supongo que a Midas no le importará esperar fuera.

—Ida —dijo Fuwa en voz baja—, ¿no te lo ha dicho?

—Decirme ¿qué?

—Si quieres, puedo llevarte yo a mi casa —propuso el hombre mirando hacia el vehículo con frustración—. Tengo el coche aquí cerca. Y luego te dejaré donde me digas. Así, el pobre Midas no tendrá que esperar fuera.

Henry miró hacia arriba con admiración cuando un cisne graznó con su voz de bajo y emprendió el vuelo cerca de ellos; el batir de sus alas meció las hojas de las algas, que formaron enjambres.

—¿Qué es eso que Midas debería haberme dicho? —inquirió Ida, con un hilillo de voz que casi se perdió en la brisa.

—No es... fácil explicarlo.

La joven se encogió de hombros y se acercó al coche.

—No te preocupes —le susurró a Midas—. Puedes volver y aprovechar la tarde. Ven a echarme un vistazo dentro de un par de horas.

—Yo quiero ayudarte...

—Estás haciéndolo. Pero Henry dice que prefiere hablar conmigo a solas.

—Nos peleamos.

—Ya me lo he imaginado.

—Me dijo que no podía ayudarte.

Ella asintió.

—Vete. Nos vemos cuando hayamos terminado.

Midas no parecía muy convencido, pero se marchó, como Ida deseaba.

—Pensaba llevarme unos cuantos a casa y cocinarlos —comentó Henry mientras ponía los cangrejos pescados en un recipiente que llevaba en el maletero del coche—. Tengo muchas latas de atún, por eso no hay problema. Y de anchoas, un montón. Un momento... no serás...

—¿Vegetariana? No. Me encantan los cangrejos.

Ida se subió al coche de Henry y juntos recorrieron el pantanal. Los faros del vehículo fueron reflejándose en los charcos durante todo el trayecto hasta su casa.

—Bueno —dijo Henry mientras se descalzaba en el recibidor, sin pedirle a ella que se quitara a su vez los zapatos, pese a que los llevaba llenos de barro—. ¿Vamos al grano o charlamos antes un rato?

—Creo que será mejor charlar un poco.

—Va a ser difícil, Ida.

—Quiero pedirte disculpas. Aquel día, en el pub de Gurmton, intenté alcanzarte para pedirte disculpas por haberte ofendido. Entonces no te encontré, pero ahora me doy cuenta... Todo eso que me contaste sobre... No estabas borracho, ¿verdad?

—La ginebra suele subírseme a la cabeza —reconoció Henry, cerrando los ojos—. Pero, aunque estuviera borracho, no te mentí. Te hablé de las reses aladas después de que vieras a aquel pobre toro. Creo recordar que te dije que comen y cagan y se mueren como el resto de los seres vivos. Verás, el hecho de que algo sea... raro no implica que no esté sujeto a esas mismas pautas.

—A mí me está pasando algo raro —anunció la joven, estremeciéndose.

—Sí. Midas me lo contó.

Ida se quedó mirando el dibujo de una medusa enmarcado y colgado en la pared.

—¿Cómo están las reses aladas? —se interesó al cabo, suspirando.

—Pues... —titubeó Henry—. ¿Sabes? Es la primera vez en la vida que me alguien me lo pregunta. Están bien, gracias. —Apoyó la barbilla en una mano y se rascó la barba con aire pensativo—. ¿Te gustaría... verlas?

Henry abrió la puerta cubierta de musgo y entró con Ida en una especie de cámara estanca que olía a humedad; emocionado, respiró hondo y abrió la puerta interior que conducía al cobertizo propiamente dicho.

Un calefactor zumbaba discretamente en medio del suelo salpicado de estiércol. De las vigas del techo colgaban jaulas de pájaro y faroles vaciados. El rebaño de reses aladas volaba formando un ocho, virando sin miedo al llegar a un extremo y descendiendo brevemente en picado, como una bandada de golondrinas otoñales. El movimiento de tantas alas las envolvía en una especie de neblina brillante. En sus evoluciones, sacudían la cabeza y las patas delanteras. Algunos de los toros más grandes tenían cuernos curvados y volaban con la cabeza agachada, como si cargaran contra diminutos matadores. Las colas, finas como hebras, flotaban tras ellos por la acción de la brisa que generaban con su vuelo, que Ida percibió como un débil soplido en las mejillas, lo que la hizo reír de placer.

Después, en la casa, Henry la ayudó a sentarse en una cómoda butaca.

—¿Puedo ofrecerte una taza de té? Me temo que sólo tengo té verde.

—Será un cambio muy reconfortante. Con Midas sólo tomo café.

—Así que... estás con Crook hijo, ¿no?

—¿Crook hijo? ¿Por qué lo llamas así?

—No lo he dicho con mala intención —se excusó el hombre, esbozando una sonrisa de complicidad—. Sólo lo he llamado así para distinguirlo. Lo que pasó fue una tragedia.

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