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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (25 page)

Incómodos y en silencio, aguardaron a que la cinta se re— bobinara, mientras oían el débil runruneo del mecanismo del aparato. Los crujidos de la casa parecían un eco magnificado.

—Bueno —dijo Emiliana cuando la cinta llegó al principio con un chasquido. En la pantalla aparecieron unas franjas blancas, y de pronto una imagen temblorosa.

De pie en un campo color sepia, una chica entornaba los ojos, con una mano a modo de visera para protegerlos ilei sol veraniego. Seguramente el cielo era de un azul ultramarino el día que se habían filmado aquellas imágenes con una temblequeante cámara de mano, pero la calidad y la antigüedad de la película habían saturado el tono hacia el verde. Unos hilillos de suciedad parpadeaban sobre las secuencias.

«Muy bien, Saffron —dijo la voz de Emiliana, en la grabación, detrás de la cámara—, levántate la camiseta.»

Saffron llevaba unos pantalones cortos blancos que dejaban al descubierto sus rellenitos muslos. Tendría unos dieciocho o diecinueve años y, a juzgar por su corte de pelo, aquellas secuencias se habían filmado seis o siete años atrás. La chica se recogió la camiseta y la frunció hasta debajo de sus pequeños pechos. Ida miró con recelo a Carl, pero en ese instante él se levantó de un brinco y apretó el botón de pausa, señalando la pantalla.

—¿Lo veis? —dijo con entusiasmo—. Miradle la cintura.

Una franja que parecía una espantosa cicatriz recorría todo el abdomen de la joven, pero los detalles no podían apreciarse a causa del temblor del congelado de la imagen y de las interferencias que descendían sobre la pantalla.

—Ahora se ve mejor —dijo Carl al tiempo que apretaba de nuevo el botón.

«Aguántatela así», decía la voz de Emiliana en la grabación. La cámara, insegura, se acercaba más a Saffron.

Desde esa distancia, el vientre de Saffron parecía cubierto de manchas. Las imágenes no permitían calcular la profundidad, pero el abdomen, enrojecido, parecía un poco hundido, como si la chica estuviera conteniendo la respiración. De pronto Midas comprendió que la superficie de su vientre se había vuelto de cristal. Su abdomen era una pantalla transparente que mostraba los músculos y órganos internos, aunque en el vídeo era difícil distinguir los detalles. Ida se había tapado la boca con una mano. De pronto Midas lamentó que Carl no hubiera hecho caso a Emiliana y no les hubiera enseñado la película por la mañana, cuando la luz natural habría atenuado el dramatismo de las imágenes y quizá los habría reconfortado.

Ida se inclinó hacia delante, juntando las yemas de los dedos de una y otra mano, y con los labios fruncidos, concentrada en la pantalla. La sombra de Saffron sobre el campo de maíz formaba una estela amarillenta. Se oía el inquietante crepitar de los sonidos grabados.

Carl volvió a detener el vídeo y extrajo la cinta.

—¿Dónde está la otra, Mil? La que filmaste después de tratar a Saffron.

Emiliana la tenía sobre el regazo, pero, en lugar de dársela a Carl, fingió un bostezo y dijo:

—Estoy agotada. ¿Por qué no la vemos mañana por la mañana?

Midas se lo agradeció.

—No —se opuso Carl—. Ida quiere acabar con esto cuanto antes.

Ida, por su parte, tenía la mirada fija en la pantalla del televisor. Su expresión era indescifrable.

Carl cogió la cinta del regazo de la mujer y la introdujo en el magnetoscopio. Esperaron de nuevo a que se rebobinara; mientras, Carl tamborileaba con los dedos en la superficie del aparato. Se oyó un chasquido, y la cinta empezó a avanzar. Una vez que desaparecieron las interferencias, la imagen se fijó en una escena de interior, aunque había una ventana abierta por la que se veía un huerto de árboles frutales; era otoño, y el terreno estaba cubierto de hojas. La luz, tenue, no permitía distinguir bien a Saffron Jeuck, que estaba sentada en una mecedora junto a la ventana, con una manta de cuadros escoceses sobre el regazo. Era imposible saber dónde terminaba su cabello, recogido en un moño tenso, y dónde empezaba la sombra de su mecedora.

«¿Cómo te encuentras, Saffron?», preguntaba Emiliana en la grabación.

Saffron tardó una eternidad en desviar la mirada del margoso huerto y fijarla en la cámara. El grano de la película era demasiado grueso para definir bien sus pupilas, pero Midas supo que estaban clavadas en el objetivo. La chica no contestó a la pregunta, sino que se limitó a girar la cabeza. Midas se mordió las uñas mientras los demás miraban atentamente el vídeo. Él siempre había pensado que había un punto en que una fotografía se convertía en algo parecido a una lápida. En las fotografías de los muertos se apreciaba una distancia de la que carecían las fotografías de los vivos. Intuyo que la chica que aparecía en aquella cinta estaba muerta.

—Hum... —murmuró tímidamente—. Saffron todavía vive, ¿verdad?

—Pues claro —le espetó Carl—. ¡Chist!

En la película, Emiliana, detrás de la cámara, repetía su pregunta:

«¿Cómo te encuentras?»Saffron despegaba los labios y respondía:

«Fatal.»

«¿Puedes levantarte la blusa?»

Poco a poco, los dedos de la chica salían de debajo de la manta que tenía sobre el regazo, desabrochaban la blusa y la abrían, despacio, y entonces la cámara le enfocaba el abdomen, como en la cinta anterior.

Midas reparó inmediatamente en dos cosas. La primera, que el cristal no parecía haberse extendido ni hundido en el vientre más que en el vídeo anterior, correspondiente al verano. Y la segunda, que cada centímetro de piel visible alrededor del borde del cristal era de un rojo intenso que desentonaba con la tenue luz diurna y con la calidad de las imágenes. La chica tenía el vientre con ampollas, amoratado y, en algunos sitios, despellejado, como si la hubieran azotado.

«¿Está peor?», preguntaba Emiliana en la grabación.

«El cristal no», contestaba Saffron, y volvía a girar la cabeza hacia el huerto.

«¿Estás preparada para otra cataplasma?»Saffron respiraba hondo, pero en el momento en que expulsaba el aire, el viento entraba por la ventana abierta, y traía consigo unas hojas muertas y enroscadas que quedaban depositadas sobre la alfombra, de modo que resultaba difícil discernir si lo que se había oído era el ruido del aire al entrar en los pulmones de Saffron o sólo el susurro de la corriente. Fuera como fuese, a través de la placa de cristal del abdomen de la chica se veía cómo se le llenaban de aire los pulmones.

Y entonces la cámara de vídeo se apagaba.

Carl extrajo la cinta del magnetoscopio, pero Ida siguió con la vista fija en la pantalla. Midas reconoció esa mirada distante que tantas veces había visto en la cara de su madre.

Una mirada que indicaba que la persona estaba distraída. Sin duda, Ida debía de hallarse muy lejos, mucho antes de que empezara el visionado.

Los otros esperaron a que reaccionara. Al cabo de un iato, ella preguntó:

—¿Cataplasmas?

Emiliana carraspeó, pero, como no respondió, Carl se encargó de explicárselo:

—En realidad, todo surgió de la idea de hacerse el muerto. ¿Por qué no le cuentas en qué consistía el tratamiento que le aplicaste a Saffron, Mil?

La mujer, incapaz de disimular su abatimiento, desvió la mirada de Carl a Ida, y dijo:

—¿Y si lo dejamos para mañana?

Carl puso los ojos en blanco.

—Mañana podemos empezar a aplicar el remedio, Mil.

—Está bien. —Emiliana clavó la mirada en los platos vacíos y en las fuentes aceitosas de la cena—. Todo empezó a raíz de una sugerencia del padre de Saffron. Era amigo de un amigo mío, pero vino a verme porque, en aquella época, y regentaba un pequeño negocio de medicina alternativa. Siempre me había interesado, y Hector me ayudó a montar un propio consultorio. Mi especialidad eran los remedios para la fiebre del heno, y así fue como conocí a Saffron y a su familia. Ellos ya habían concebido la idea; sólo buscaban a alguien que pudiera ponerla en práctica.

—Tienes que explicarle lo del pájaro en el tarro —dijo Carl, dando pataditas en el suelo.

Emiliana asintió y carraspeó.

—El señor Jeuck me trajo un pájaro en un tarro. Llevaba mucho tiempo muerto, y su aspecto era horrible, porque estaba muy mal conservado. Pero tenía la cola de cristal; un hermoso abanico de plumas perfectamente dibujadas, mientras que todas las demás se habían podrido y desmenuzado.

Había comprado aquel pájaro, por el que había pagado una suma importante, a una anciana viuda de Glamsgallow, ya que constituía una prueba de que su idea podía funcionar. La viuda le había explicado que el ave había muerto porque, dada su condición, no podía alimentarse bien. Lo que le había llamado la atención al señor Jeuck era eso: el estado en que había quedado el pájaro significaba que el cristal no seguía extendiéndose después de producirse la muerte.

Midas cerró los ojos y pensó en el cadáver de cristal que Henry le había mostrado en la ciénaga.

—Pues bien, mis remedios para la alergia eran muy sencillos. A base de miel. Las abejas de las islas ayudan a curar la alergia producida por el polen de aquí. Así que... Saffron y su familia me propusieron buscar un remedio de la región, aunque, desde el momento en que la chica entró por la puerta de mi casa, supe que su aflicción era mucho peor que la alergia al polen...

—La respuesta era hacerse el muerto —la interrumpió Carl—. El método que proponían era sencillo, pero seguramente fue la idea más brillante que un hombre como Jeuck tendría en toda su vida: paralizar los tejidos que estaban en contacto con el cristal, convertirlos en tejidos muertos. Y la familia Jeuck ya había pensado cómo conseguirlo.

—¿Cómo?

—Con las medusas del archipiélago de Saint Hauda.

—Medusas —murmuró Ida.

Midas pensó en la cojera de su madre.

Carl dio una palmada y prosiguió con entusiasmo:

—Emiliana preparó unas cataplasmas de medusa, las calentó y aplicó a Saffron en la barriga. Se sometió a ese tratamiento durante todo el verano, y como habréis podido comprobar —añadió señalando la pantalla con ademán teatral— dio resultado. El tratamiento paró la extensión del cristal, lo venció con sus propias armas. Y todo gracias a Emiliana.

La mujer sonrió con nostalgia.

Ida cerró los ojos.

Los demás aguardaron.

—Parece doloroso.

—Consúltalo con la almohada —propuso Emiliana.

—No me importa que sea doloroso —replicó Ida, negando con la cabeza—. Vale la pena probarlo.

—Así me gusta —dijo Carl—. Ahora te dejo que te acuestes. Deberíamos empezar mañana por la mañana.

Esa noche, Midas tardó en conciliar el sueño. El insomnio estaba provocado, en parte, por la cama de matrimonio de la habitación de invitados, mucho más grande y blanda que el duro colchón individual en que dormía en su casa. También colaboraban los gemidos que el viento arrancaba a la casa, y el constante entrechocar de guijarros en la playa que el mar no paraba de remover. Pero sobre todo se debía a la idea de que Ida dormía en otra habitación de la casa, y a la del dolor que aquel esotérico remedio seguramente le produciría. Al pensarlo, se le debilitaban las rodillas y sus pies increíblemente parecían no responder a sus piernas.

Se tumbó sobre un costado y se quedó mirando la luz de la luna, que entraba, sesgada, por debajo de las gruesas cortinas. Se dio cuenta de que al final se había dormido cuando lo despertaron unos golpecitos en la puerta. Se incorporó con rigidez; la puerta se abrió e Ida entró cojeando y esbozando una mueca cada vez que apoyaba la muleta en el suelo. Por suerte, Emiliana y Carl descansaban en sendos dormitorios del piso de arriba, hacia el otro extremo de la casa.

—No puedo dormir —susurró Ida.

—Yo tampoco. —Midas se frotó los ojos—. Bueno, ahora mismo estaba durmiendo, pero he pasado un buen rato despierto.

—¿Has visto lo que está pasando fuera? —le preguntó Ida, que se había acercado a la ventana. El negó con la cabeza—. Levántate.

Como en aquel dormitorio hacía calor, Midas se había acostado en calzoncillos. Al reparar en ese detalle, se quedó sentado sujetando la colcha blanca sobre su escuálido torso. Ella no llevaba pijama ni camisón, sino el abrigo sobre un jersey de lana estampado.

—Miraré hacia otro lado —aseguró Ida riendo— para que puedas guardar las formas.

Él recogió la ropa que había dejado amontonada a los pies de la cama y se vistió mientras Ida descorría las cortinas. Luego se reunió con ella junto a la ventana. En la cala, la luna arrancaba destellos al agua, y bajo las suaves olas se veía danzar unas luces tenues. Midas pegó la cara al cristal y vio que aquellas luces parpadeaban como las llamas de las velas.

—Midas, ¿te acuerdas de la noche que te quedaste a dormir conmigo en casa de Carl? Oímos ulular a un búho.

—Sí, lo recuerdo.

—Me preguntaste si me apetecía salir a pasear por el bosque. Querías buscar aquel búho. Y te dije que me daba miedo tropezar. Bueno, pues... lo dije porque todavía no te conocía bien. No sabía si estaría a salvo contigo en el bosque. Ahora ya sé que cuidarías de mí. Vayamos a ver las luces.

—¿Qué dices? ¿Ahora?

—Sí. Va, ponte el abrigo.

Midas obedeció y salió de la habitación detrás de Ida. Caminaban despacio, en parte para hacer el menor ruido posible, y en parte porque a ella no le quedaba más remedio. Tuvo que sentarse y bajar los escalones con cuidado mientras Midas le llevaba la muleta.

Encontraron el camino hasta la terraza de madera, donde se apoyaron en la barandilla para contemplar la marea alta, que se movía entre las casas construidas sobre pilotes de Enghem-on-the-Water convirtiéndolas en arcas. Las vigas pintadas de colores se reflejaban débilmente en la superficie acuática, y se confundían con las débiles y múltiples luces que brillaban debajo. Un ejército de medusas había llegado dotando con la marea. Se distinguían una o dos grandes como velas, cuyos cuerpos ondulaban a sólo unos centímetros de la superficie, con tentáculos que se agitaban igual que banderines al viento. Las más pequeñas, del tamaño de dedales, tenían crestas de ventosas violeta. Había una esfera gigantesca que brillaba más que las otras y cuyo cuerpo despedía una nebulosa de luz dorada, como si se hubiera tragado un ángel.

Muy cerca de la terraza flotaba un enjambre de más de un centenar de medusas del tamaño de farolillos. Ida dio un grito ahogado al ver que una de ellas chisporroteaba y emitía una luz amarilla, como el destello de una bombilla defectuosa. Otra medusa provocó también un chispazo, éste de color rosa. Otra se iluminó a mayor profundidad, roja como un coágulo de sangre. La marea golpeaba los pilotes de Enghem Stead.

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