Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (27 page)

—Le he preguntado qué hace, joven, no quién es.

Midas se calmó lo suficiente para sentirse mojado, muerto de frío y magullado después de la caída.

—Hum... Fotos.

El hombre levantó su bastón hacia Midas y dio unos golpecitos a la cámara con el tembloroso extremo.

—Eso que lleva ahí no está nada mal.

Midas se aferró a la cámara, receloso.

—Me llamo Hector Stallows —se presentó el hombre, tendiéndole una mano.

Midas pensó que no le había entendido bien, pese a que el hombre hablaba con una dicción perfecta. Recordó el viejo cuadro de Enghem Stead y no consiguió relacionar al empresario retratado con aquel desaliñado desconocido.

—Perdone, ¿cómo dice que se llama?

—Yo también era buen fotógrafo —explicó el otro, sin contestar a la pregunta—, pero lo dejé. Creía que pasaría mi jubilación en Enghem fotografiando esto y aquello, pero empecé a desconfiar de las cámaras. Sobre todo, de las digitales. Eran unos cacharros robóticos y futiles. Un ojo mecánico con una memoria mecánica. Me recordaba a... mis errores en la forma de ver el mundo.

Midas, desconcertado, tragó saliva. Por encima de ellos, un cuervo graznó y pasó de una rama a otra meneando la cola.

—Lo siento —añadió Hector—. Salto continuamente de un pensamiento a otro. Voy demasiado rápido. No explico las cosas. Los médicos aseguran que me pasa algo, pero yo tengo la impresión de que mi mente funciona mejor ahora que en mi época de empresario. —Negó con la cabeza solemnemente y echó los hombros atrás—. Perdóneme, señor Crook. Mis divagaciones no tienen excusa.

Midas miró atrás. El cuervo tenía el pico abierto, y por él se veía un hambriento triángulo rosàceo.

—A mí me parece muy sereno, señor Stallows.

—Es usted muy amable.

—Bueno, esto... Hace un día muy bonito para salir a pasear.

—He salido a cazar una criatura —le reveló Stallows, inclinándose un poco hacia Midas.

—¿Una criatura?

—Dicen que vuelve del blanco más puro cuanto mira.

Midas tragó saliva al recordar el pajarito blanco que había fotografiado.

—¿Se imagina usted, que es fotógrafo, cómo deja el inundo a su paso? —inquirió Hector, agitando su bastón con un zumbido—. Todo es monocromo. Sólo la fuerza de la luz puede distinguir un objeto de otro.

Midas, reverente, se lo imaginó por un instante.

—¡He visto un pájaro! Con los ojos blancos —exclamó luego, y para demostrarlo levantó su cámara y mostró la fotografía.

—¡Entonces esa criatura anda cerca! —concluyó el otro, abriendo los ojos como platos. Se acercó más a la cámara, y al moverse crujieron las hojas prendidas en los pliegues de su traje—. Tiene una guarida por aquí —susurró—, en Enghem.

De pronto Midas reparó en la estatura de Hector: parecía alto como un árbol.

—Y... ¿qué hará si la encuentra?

—Cegarla.

Midas fue incapaz de contener un grito.

—Ya sé que le parece una barbaridad. Pero usted es joven, y fotógrafo. Cuando oí por primera vez las historias que contaban de esa criatura, todavía manejaba cámaras. Quería atraparla y obligarla a hacerme un jardín en blanco y negro. Me veía paseando por los bosques blancos, pisando un manto de hierba nívea. Sería como vivir y respirar en las fotografías en blanco y negro que tanto gustan a los fotógrafos. Pero esas fantasías son muy antiguas, de cuando yo era joven. Estaba al inicio de una larga carrera, en la que, según todas las opiniones, me labré un enorme éxito. Por entonces creía que uno alcanza el éxito de forma gradual. Que podías llegar a la cima mediante el trabajo. Durante muchos años tuve esa convicción. Pero de pronto, un día, me enteré de que una sola mirada puede cambiarlo todo. Y desde entonces he podido comprobarlo infinidad de veces. He tratado de entenderlo y he fracasado. Por ejemplo: bastó una mirada de otro hombre para que mi esposa dejara de estar enamorada de mí. Me desconcierta que una simple alineación de los ojos pueda causar semejante devastación. Eso lo aprendí a base de cometer errores, y mientras lo aprendía, la existencia de esa criatura, ese demonio que puede volver blanca cualquier cosa con sólo una mirada, se convirtió en algo abyecto.

A Midas le pareció injusto culpar de todo eso a un único animal.

—Supongo que ya conoce a mi mujer —continuó Stallows arañando la corteza de un árbol con la punta de su bastón—. Nadie visita Enghem a menos que ella lo invite.

—Sí. Es muy... hum...

—¿Muy qué? ¿Qué le pareció?

El tono de Hector era exigente, pero Midas no sabía qué tipo de respuesta esperaba. Tuvo la impresión de que Hector amaba a Emiliana tanto como la odiaba.

—Es... —titubeó— encantadora.

—Cierto, lo es. Añoro su encanto. No crea que le reprocho que me haya privado de él. Eso también lo aprendí estudiando a esa misteriosa criatura. En el mundo existe una astrología de los ojos. Las miradas pueden alinearse, como los planetas, y, en este caso, el eclipse resultante ensombreció a un servidor. La culpa la tiene este... —Midas, alarmado, vio cómo Hector señalaba los alrededores con el bastón, acusándolos; pero enseguida lo bajó—. ¿Sabe qué se siente al perder a alguien, Midas?

—Sí.

—¿A alguien de quien se estaba enamorado?

—No.

—¿Se ha enamorado alguna vez?

—Hum...

Hector entornó los ojos y sonrió con aire zorruno.

—¡Está enamorado! Lo lleva escrito en la frente.

Adidas miró hacia arriba, como si la afirmación de Stallows pudiera ser literal.

—Si lo está —prosiguió Hector en un tono más profundo y duro—, debería llevársela de Enghem. Debería llevársela lejos de este archipiélago. Hay algo malsano en esta tierra.

Y como si quisiera demostrarlo, hincó el bastón en el terreno y levantó un terrón. Debajo sólo había más tierra húmeda, y un gusano que se retorcía para huir de la luz.

—Creo... que quizá lo esté.

—Que quizá esté ¿qué?

Midas carraspeó.

—Enamorado —reconoció al fin.

—En ese caso, asegúrese de que se note, siempre —aconsejó Hector abriendo los brazos.

Y acto seguido, hizo una especie de saludo, se volvió y echó a andar con determinación. Midas tuvo que buscar solo el camino de regreso y se perdió varias veces. Era asombroso hasta dónde se extendía el bosque, cuando desde la casa parecía que no fuera tan grande. Lamentó no tener una madeja de cordel, como en una de las historias medio olvidadas que le contaba su padre.

Las plantas crecían hasta diferentes alturas por el terreno, irregular, y el estrecho sendero por el que iba serpenteaba entre ellas. Las ramas más gruesas de los árboles crujían como mástiles. Las raíces se extendían como brazos de mendigos.

Midas sintió alivio al ver un claro en la espesura y, más allá, la casa. Estaba llegando a la puerta principal cuando oyó que lo llamaban.

Carl Maulsen fumaba un cigarrillo junto a los escalones de la terraza. Le hizo señas y le preguntó:

—¿Qué hacías en el bosque?

—Pasear.

—Estábamos preocupados —dijo Carl tras asentir con la cabeza.

—Había una luz excelente y no podía quedarme en la cama.

Carl entornó los ojos y dio una calada al cigarrillo.

—No deberías haber salido sin avisar. Has estado horas fuera. Hemos empezado a aplicar el remedio sin ti, aunque Ida habría preferido que estuvieras.

Midas dio una patada a los guijarros. No se había dado cuenta de que se había ausentado tanto rato. Si iba a buscar a Ida ahora, tendría que explicarle su desaparición además del beso fallido.

—Lo siento.

—No es a mí a quien tienes que pedir disculpas. —Carl apagó el cigarrillo aplastándolo contra uno de los pilotes de la casa.

De pronto algo salió corriendo por detrás del edificio. Midas levantó la cabeza, asustado, y vio una liebre que cruzaba el jardín zigzagueando y se internaba el bosque.

—Te espantas fácilmente.

—No es eso. Esa liebre... me ha asustado. —Metió las manos en los bolsillos—. Aquí fuera hace mucho frío. Voy a entrar a calentarme.

—Toma, coge uno —propuso Carl, tendiéndole su cajetilla de tabaco.

Midas negó con la cabeza.

—No seas marica. Aún no hemos terminado de hablar.

Volvió a ofrecerle el cigarrillo, y Midas, que tenía los dedos azulados, cogió uno. Lo sostuvo torpemente, tratando de recordar la última vez que había fumado; seguramente había sido cuando era pequeño, cuando los matones del patio también lo llamaban marica si rechazaba un cigarrillo. Se lo puso entre los labios. Carl sacó una cerilla, la prendió y se la acercó para encenderle el cigarrillo. Midas se estremeció ante la proximidad de la llama y de la gran mano de aquel hombre.

Carl sacó un cigarrillo para él y con destreza lo encendió antes de que se apagara la cerilla.

—Quería preguntarte una cosa acerca de tu padre.

El humo del cigarrillo se convirtió en escarcha en las amígdalas de Midas.

—¿De mi padre?

—A ver si te refresco la memoria. Respecto a su trabajo. ¿Qué te parece su trabajo?

—¿Qué me parece ahora o qué me parecía antes? Cuando era muy pequeño, pensaba que mi padre era un genio, por supuesto. Era el erudito más inteligente del planeta. Pero ahora...

—Ya sé que puedo parecer impertinente, pero las ideas de tu padre siempre me influyeron mucho. —Sacudió la ceniza del cigarrillo—. De hecho, les atribuyo el nacimiento de mi carrera académica. Pero a veces tu padre era... difícil.

—Bueno, es más fácil dar la impresión de ser una persona elocuente cuando sólo tienes que demostrarlo por escrito —afirmó el joven, tras tragar saliva.

—No estoy criticándolo. —Carl dio otra calada al cigarrillo—. Te lo comento porque esa clase de dificultad es lo último que necesita Ida.

—No te entiendo.

—Tu padre tenía el cerebro académico más fino que jamás he visto. Podía diseccionar un pensamiento como un médico un cadáver. De modo que no digo que careciera de nada como persona, pero nunca vi ni el más leve sentimiento en él. Es más, ni siquiera sus trabajos, a los que tanto tiempo y tanta energía dedicaba, parecían emocionarlo ni inspirarlo lo más mínimo. La verdad es que no sé con qué se emocionaba.

—Yo creo que no se emocionaba con nada.

—Claro —coincidió Carl alzando ambas manos—. Ya veo que es demasiado duro para ti.

—Sí. Así es.

Carl cambió de postura.

—Una vez me explicó que las personalidades que una persona desarrolla a lo largo de su vida son como la ropa que uno se pone durante una jornada, según fuera para preservar la dignidad o protegerse de la intemperie. Imagínate, por ejemplo, a un hombre que se ha puesto un grueso abrigo, mitones, gorro de lana y bufanda para hacer frente a una ventisca. Su mente y su cuerpo están preparados para la tarea a que se enfrenta: caminar en medio de una tormenta de nieve. Así que si no oye, a través de las orejeras, una voz que a su espalda le suplica en susurros que no se marche, o si no nota un suave tirón en una de las capas de gruesa ropa que viste, no podemos reprochárselo. Lo que ha hecho ha sido una adaptación en detrimento de otra, sencillamente.

—Mire, yo nunca entendí las ideas de mi padre —replicó Midas, a quien empezaban a castañearle los dientes.

Carl, con aire bromista, le dio un pequeño golpe en el hombro.

—Oye, respecto a Ida... Ahora lo que necesita es concentrarse en ponerse mejor, eso es lo único que quería decirte. Y en nada más, ¿vale? No te preocupes por haberle dado un plantón como el de esta mañana, pero procura que no tenga que ocuparse de tus problemas además de los suyos.

Midas sintió como si le cayera encima una jarra de agua helada. Con los puños apretados dentro de los bolsillos y con el tono más contundente de que fue capaz, anunció que se iba adentro.

Capítulo 28

Midas debería copiar la fotografía en su ordenador a fin de aumentar el ojo del pájaro y verlo con todo detalle, pero sentado en una esquina de su cama, en casa de los Stallow, ya sabía que no se había equivocado. El ojo y el párpado eran tan blancos como la nieve. Pensó en su encuentro con Hector, que había sido raro, como irreal. Y lo más raro de todo eran las palabras que aquel hombre le había hecho pronunciar: «Creo que quizá esté enamorado.»

Se levantó y miró por la ventana. Quería volver a escapar de aquella casa. Poco antes, mientras comía con Carl y Emiliana —pescado blanco, fresco, de la cala—, Ida ni siquiera lo había mirado, y él no había sido capaz de decir una palabra a nadie. Ida parecía agotada tras la sesión matinal de cataplasmas que le habían aplicado Carl y Emiliana. Al ir hacia la mesa, caminaba aún más despacio que de costumbre, como si la muleta que Midas le había comprado y la otra, la vieja, no fueran adecuadas para ella. Después, la anfitriona había desaparecido, y Carl se había llevado a Ida a un rincón y había mantenido con ella una conversación en tono grave. Midas había fregado recordando los antebrazos de su padre cubiertos de pompas de jabón.

Luego, en aquella habitación que le habían asignado, de paredes encaladas y sábanas blancas, trató de recordar que Ida lo había invitado a acompañarla. Para que le diera apoyo moral. Pero ¿por algo más? Los labios de ella se habían acercado a los suyos, demasiado preciosos para tocarlos. Seguro que pensaba que Midas la había rechazado; él confiaba en tener otra oportunidad, para sentir esos labios y rodearle la cintura con un brazo. Podía fantasear sobre ello, pero no estaba seguro de ser capaz de aprovechar la ocasión en caso de que llegara a presentarse.

Alguien llamó a la puerta de su dormitorio. Se volvió y se peinó un poco, de pronto aterrado ante la idea de que Ida entrara para consolarlo. Si lo que había ido a decirle era que se había equivocado y que ya podía volverse a su casa... De pronto comprendió que quería aplazar ese momento el máximo tiempo posible. Se quedó inmóvil y en silencio, con la esperanza de que Ida creyera que no estaba.

Se oyó otro golpe, y entonces la puerta se abrió. Era Emiliana.

—Ah, lo siento. Como no contestabas, creí que no estabas. ¿Puedo pasar?

—Sí, claro.

Midas agachó la cabeza. De modo que Ida ni siquiera iba a emitir su veredicto en persona. Estaban en casa de Emiliana, así que tenía sentido que fuera ella quien le pidiera que se marchara de allí.

La mujer entró y cerró la puerta.

—Te he traído esto —dijo, tendiéndole una gastada bolsa de cuero, con numerosos compartimentos. Midas la cogió e inmediatamente, por su peso, adivinó qué contenía.

Other books

A Nose for Adventure by Richard Scrimger
Lady Amelia's Secret Lover by Victoria Alexander
Dirty Trick by Christine Bell
Secret Society by Tom Dolby
The Out of Office Girl by Nicola Doherty
You Belong to Me by Johanna Lindsey
Falls the Shadow by Stefanie Gaither
After the Fine Weather by Michael Gilbert
Bayou My Love: A Novel by Faulkenberry, Lauren