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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (35 page)

—¿Qué es esto? —preguntó Midas.

—Una disculpa.

En los asientos traseros había mantas y almohadas, una mochila y una maleta. Por la ventanilla emanó cierto efluvio.

—¿Has dormido aquí?

—No puedo volver a casa —dijo Carl, abriendo la puerta del pasajero—. ¿Subes? Por favor.

Midas negó con la cabeza, inclinándose un poco más para oírlo. Las otras veces que se habían visto, había hablado con voz potente y vibrante. Ahora, los silencios entre sus frases estaban llenos de la furia de la cascada.

—Me marcho. A América, quizás. Lejos de estas islas, eso seguro.

Midas guardó silencio.

—Creo que los lugares se apoderan de nosotros y nos convertimos en meros elementos del paisaje, adoptando sus rarezas y caprichos. Quizá seas demasiado joven para entenderlo, pero en el continente hay sitios a los que no puedo volver sin sentir... sin convertirme en cosas que creía haber olvidado para siempre. El campus de mi universidad, determinada playa, determinado cine. Sólo por Freya Ingmarsson. Ella fue la causa de que viniera a vivir a este archipiélago, ¿no lo entiendes? Aunque ya había muerto cuando vine aquí. Le gustaban el sol y los barcos, y este lugar no tenía nada que ver con ella. Era un buen sitio para huir de Freya. Pero me traje trocitos suyos aquí. Una herradura, una felicitación de Navidad. Intenté volver a empezar, pero me traje fragmentos suyos. Cuando Ida vino a mi casa... me recordó cuánto amaba a Freya, Midas. —Gimió y se tapó la cara con aquellas manazas de oso. Tenía los dientes manchados de nicotina, torcidos y serrados, aunque Midas los recordaba rectos y blancos.

Midas contempló la monstruosa rociada que ascendía del fondo de Wodenghyll Deep, el lago que la cascada había excavado en la roca. La rociada engullía los pequeños copos que caían.

—Eres un cobarde, Carl —le dijo, y sintió una seguridad que días atrás nunca habría imaginado. Se preguntó si sería esa sensación a lo que se refería Ida cuando hablaba de que le apetecía sentarse en una barca y flotar en aguas tranquilas. Una sensación de equilibrio semejante al de un nivel de aire apoyado en una profunda presión contenida—. Tienes demasiado miedo para admitir que el mundo no gira a tu alrededor. Crees que hasta el paisaje se halla subordinado a ti.

Con esa actitud puedes llegar muy lejos en la vida, lo sé, aunque yo nunca he tenido valor para adoptarla. La gente te respeta cuando te teme. Pero no creo que puedas ser así y estar enamorado.

A Carl le temblaban las manos cuando las apoyó en el volante.

—Yo estaba enamorado de Freya.

—Pero nadie podría afirmar que los dos lo estabais, Carl. No es lo mismo, y creo que, al final, la diferencia era que ella te temía, como todo el mundo.

Como no había nada más que decir, Midas se dio la vuelta y volvió a su coche. Tiró el ramo de flores al suelo y le pasó por encima al maniobrar para volver a casa con Ida.

Carl se quedó en su vehículo con la portezuela abierta. La rociada lo alcanzaba, y convertía el interior en una habitación húmeda y fría de una vieja casa. Él se sentía como un mueble de esa casa que estuviera pudriéndose. Miró el horizonte, la repentina caída de Wodenghyll Deep, y supo que bastaría con encender el motor y pisar el acelerador.

Imaginó el agua envolviéndolo y empujándolo hacia el fondo del lago: los remolinos, la falta de aire, la arenilla en la boca y los restos de peces. Debía elegir entre eso o seguir adelante, marcharse a otro sitio, esperar a regurgitar los sentimientos mal digeridos que guardaba en las entrañas. No podía confiar en ningún desenlace; y si él mismo se labraba un final, entonces, ¿qué? Carl no creía en el más allá, aunque lo habría necesitado cuando murió Freya. Él era demasiado fuerte.

Pero de pronto la fuerza le parecía un defecto, como había expuesto Midas. Su fortaleza lo había engañado, mientras que un pelele como aquel joven se abría camino hacia el amor y lo encontraba. Soltó una amarga carcajada, y de pronto se interrumpió.

Lo habían arruinado sus emociones, esas ansias de una mujer muerta hacía tiempo que surgían de un pozo sin fondo dentro de sí mismo, con tanta fuerza que lo mejor que Carl podía hacer era despojarse de su cuerpo. Pensó que lanzarse con el coche a Wodenghyll Force sería ir más allá de los cuerpos, a la nada donde estaba Freya. O, al menos, donde no estaba Charles Maclaird. Todavía.

Giró la llave en el contacto. El motor silbó un momento y se apagó. Volvió a intentarlo, pero no se encendía. Salió del coche, levantó el capó y aporreó el motor, pero fue en vano. Se abrochó la cremallera de la chaqueta hasta arriba y notó cómo la rociada de la cascada le traspasaba la ropa. Tenía frío. Intentó encender el motor otra vez, desesperado. Maldiciendo, cogió el teléfono móvil de la guantera y lo encendió. No tenía batería: al haber dormido en el coche, no la había recargado.

De pronto se apoderó de él una intensa rabia. Se puso a bramar; sus escupitajos se mezclaban con la rociada y con los copos de nieve; el viento se los devolvía y los estrellaba contra su cara. El clamor de su arrebato se perdió en el infinito grito de batalla de las cascadas.

Estaba decidido a volver a pie a Tinterl y agarrar al párroco de la iglesia por el cuello, o forzar la puerta de alguna casa y exigir que le facilitaran alojamiento. No le importaba recurrir a la fuerza y las amenazas si era necesario.

Echó a andar, tambaleándose ligeramente porque había empezado a soplar un fuerte viento que cada vez le lanzaba más agua helada. Siguió avanzando por la carretera, bramando, pisando los riachuelos que formaban los saltos de agua más pequeños, saltando los arroyos más profundos. Entonces calculó mal un salto y acabó con ambos pies empapados, que se le enfriaron de inmediato, lo que le hizo recordar a Ida cuando había huido de él en Enghem Stead. Estaba asqueado de sí mismo, asqueado de haber hecho cuanto había hecho. Se alegraba de que el hijo de Crook hubiera encontrado a Ida.

Un cielo de un blanco brillante le lastimó los ojos.

La carretera describía una curva. El viento le levantaba los párpados y le lanzaba ráfagas de aguanieve que se le clavaba en la cara, de modo que tenía que encorvar los hombros para protegerse de las gotitas de hielo como agujas. Siguió caminando lenta y pesadamente, resbalando en los regueros de agua helada que atravesaban la calzada. Tras otra curva, se detuvo. A su izquierda, la ladera descendía; a su derecha, ascendía en fuerte pendiente, de cuya cima había resbalado una gran placa de nieve que cubría la carretera. Respiró hondo y trató de trepar por ella, pero se le hundió el pie y cayó. Se puso a gatas, y los brazos y las piernas se le hundieron más de lo que esperaba. Cuando por fin consiguió pasar al otro lado de la placa, le castañeteaban los dientes y el vaho que expulsaba por la boca se congelaba en el aire. Se secó la humedad de la cara y trató de calcular cuánto camino quedaba por recorrer. La carretera seguía serpenteando entre peñascos y se perdía en la distancia, emborronada por la aguanieve. No se veía ni rastro de la iglesia de Tinterl, ni de ningún otro edificio.

El pánico se apoderó de él. ¿Y si se había equivocado de camino? No veía más allá del montón de nieve. Siguió tambaleándose.

La aguanieve se volvió más densa, formando una especie de muro. Hubo un momento en que le pareció que las partículas componían la figura de una mujer, con el blanco cabello agitado por el vendaval, pero aquella mujer estaba de espaldas y no supo distinguir si era Freya. La figura se desvaneció tan deprisa como había aparecido. Las extremidades se le habían vuelto rígidas e insensibles. Se percató de que no conseguiría llegar a la iglesia de Tinterl. Preguntándose si Ida notaría las piernas tan entumecidas como él las suyas, se tumbó en la nieve, en medio de la calzada.

Capítulo 37

Hacía tanto frío que se veía ascender los gases que emanaban de la turbera. El blanco lechoso del cielo se reflejaba en los canales de agua; en el arcén de la carretera había una rata muerta con la cola y las patas traseras aplastadas por la huella de un neumático.

Circulaban en silencio mientras iban dejando atrás árboles envueltos en afelpados cinturones de musgo verde, lagunas pastosas
y
pistas de turba congelada.

Daba la impresión de que cada vez que Ida olvidaba la ausencia de carne bajo sus calcetines, cada vez que olvidaba que el cristal envolvía sus piernas, alguien decidido a curarla acababa con su serenidad. Midas se había empeñado en que volvieran a visitar a Henry, aferrándose a un rayo de esperanza mientras los días, valiosos, iban agotándose.

Carl había hablado de curas y de conservación. Todo aquello que les había contado de Saffron Jeuck no eran más que tonterías. Había hablado en términos ambiguos de «contener su afección».

Se acercaban a la casa; la brisa agitaba las hojas de hiedra de los muros. Ida miró a Midas y esbozó una sonrisa; lo único que de verdad le apetecía era circular con él por paisajes infinitos.

Henry no estaba en casa.

Se asomaron a una sucia ventana y vieron que el interior de la casa estaba muy desordenado. Había libros abiertos esparcidos por el suelo del salón, entre montones de papeles.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Midas rascándose la cabeza.

Un pájaro chilló en algún lugar de la ciénaga.

—La verdad es que me alegro de que Henry no esté en casa, Midas. No quiero seguir buscando remedios.

—Pero si...

—Chist —dijo ella suavemente—. Quiero enseñarte una cosa.

Lo llevó al corral de las reses aladas. Accionó el picaporte y vio que la puerta no estaba cerrada con llave. Midas entró detrás de ella, e inmediatamente les llegó el intenso hedor a gallinero. Ida abrió la puerta interior y penetraron en la habitación de las jaulas de pájaro.

Ida apoyó una muleta contra la pared y, con la mano que le había quedado libre, cogió a Midas de la mano. Se colocó en medio del corral y le pidió que permaneciera muy quieto.

El rebaño adaptó su vuelo para girar alrededor de la pareja formando una cascada de pelo y alas que olía a moho. Ida gritó asombrada cuando un toro se posó en su cabeza y le pasó los cuernos por el cabello. Otro se posó junto al primero, y otro en el hombro de Midas, y otro, y otro más, hasta que todo el rebaño se hubo posado en sus hombros y sus cabezas; los animales resoplaban y agitaban las minúsculas testuces, sacudían las alas y piafaban con unas pezuñas del tamaño de cabezas de cerilla.

De pronto empezaron a mugir melodiosamente. Ida tiró de la mano de Midas hasta que sólo los separaron unos centímetros; las vacas tarareaban y los toros resoplaban armoniosamente. Un ternero con las alas azules, apoyado contra su madre, echó la cabeza atrás y soltó un mugido que sonó como la nota de una flauta.

—No me voy a curar —susurró Ida—. Dejémoslo.

Capítulo 38

En los mapas de las islas, las arenas del norte de Clammum-on-Drame eran una mano extendida que trataba en vano de detener los vientos del ártico. Los geólogos sostenían que esas arenas habían sido, en su día, escarpadas llanuras altas que, en tiempos antiguos, un terremoto había humillado y rebajado al nivel del mar. Como prueba, en las playas grises surgían unos bloques casi cúbicos de granito rosa, con la cara superior plana o tallados en diagonal.

Ida y Midas circulaban por la carretera elevada de cemento que atravesaba las arenas movedizas con destino a Clammum Knoll, una loma que se alzaba en el punto más septentrional de aquéllas; los neumáticos del coche dejaban huellas en la gruesa capa de arena con que el viento cubría la calzada.

Se sentaron, acurrucados uno contra otro, en lo alto de la loma, desde donde podían contemplar el mar y las relucientes playas diseccionadas por la carretera y por los canales inundados de agua salada. Unas lúgubres cigüeñas y zarapitos caminaban lentamente aquí y allá, y un cormorán graznaba encaramado en el casco de un bote roto que, como un esqueleto de ballena, se hallaba varado en la playa.

Hacia el norte se extendía un horizonte opaco. Aquélla era la primera parada del viento después de sobrevolar glaciares y masas flotantes de hielo. Ese día sólo susurraba, sin llegar a alterar la superficie del agua.

—Siempre quise ir al Polo Norte —comentó Ida señalando a lo lejos.

—Irás.

—Allí no duraría ni dos segundos.

—Eso no lo sabes.

La sal del océano secaba y anulaba las saladas lágrimas de los ojos de Ida. Recordó a su padre salando un filete de bacalao mientras tenía la mente en otra cosa, durante una de sus peores épocas. Recorrió con la mirada el infinito mar que se extendía ante sí y se preguntó cuánta sal se obtendría hirviendo toda aquella agua.

—¿Has visto alguna vez el fondo marino? —preguntó a Midas, pese a saber que la respuesta sería negativa. Quería hablar de ello para revivirlo—. Es como un mundo irreal. Hay rastros de sal que parecen fantasmas.

—Jamás he visto nada así —repuso él, negando con la cabeza y sonriendo—. Siempre me sorprende comprobar que has hecho muchas más cosas que yo.

—Pero ya me queda poco tiempo.

—No digas eso.

—Lo único que digo es que... Me encanta estar sentada a tu lado, como ahora.

El mundo estaba tan monocromático como el día que se habían conocido, y el mar, negro como el vinilo. El cormorán que estaba posado en el bote echó a volar hacia las aguas.

—Me encantaría ir en barca contigo, Midas.

—Vale.

—¿Qué has dicho? —replicó ella, que no esperaba que Midas reaccionara así.

—Digo que vale.

—Han anunciado buen tiempo para mañana —insistió Ida, antes de que Midas pudiera retractarse—. Podemos alquilar un bote e ir tan lejos como sea posible. Si el mar está en calma, hasta podría remar un poco.

—Vale —concedió él tragando saliva.

—¡Midas! ¡No sabía que dentro de ti hubiera un navegante!

—De hecho estoy muerto de miedo, pero... Han cambiado muchas cosas. Romper el libro de mi padre fue una experiencia... liberadora. Te lo debo a ti.

—Ah, ¿y quieres recompensarme?

—No. Bueno, sí, pero no con lo de remar.

—¿Entonces?

—No creo que pueda recompensarte lo suficiente.

—No seas tan serio —dijo ella poniendo los ojos en blanco.

—Es que... —Agachó la cabeza.

Ida, en broma, le dio un empujón. Midas se incorporó, dolido, y ella volvió a empujarlo. Esa vez él le devolvió el empujón, pero entonces Ida gritó y se desplomó sobre la hierba.

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