Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (33 page)

Midas tarareaba una melodía mientras la leche para preparar chocolate hervía a fuego lento en una cacerola. Esa mañana notaba el cuerpo más limpio, como si le hubieran extraído algo tóxico, pero se trataba de una sensación que nada tenía que ver con el sexo. Era, más bien, obra de algo que estaba fuera de su cuerpo, fuera del cuerpo de Ida. Una especie de colisión.

Esa mañana había tardado cinco minutos en levantarse de la cama porque no quería despertar a Ida. Su cama siempre había sido un objeto funcional donde se metía cuando tenía sueño y del que salía cuando había descansado, pero la cabeza
y
los hombros desnudos de Ida sobre las almohadas lo transformaban. La mano doblada junto a la barbilla y el pálido cabello recogido en la nuca tenían un carácter ornamental que las partes de cristal de su cuerpo, ocultas bajo las sábanas, jamás conseguirían.

Le había quitado las pilas al despertador para que el tictac no la molestara, mientras rogaba que la nieve del jardín no hiciera ruido al derretirse y caer. Un coche tocó la bocina al pasar, y a Ida le temblaron los párpados; entonces él comprendió que tarde o temprano tendría que despertar, y decidió hacer lo posible para que fuera un despertar tranquilo. De ahí que le estuviera preparando el desayuno con tanto sigilo.

Sonó el timbre de la puerta. Fastidiado por la interrupción, vertió la leche caliente, mientras se decía que seguramente sólo serían Gustav y Denver, los cuales entenderían que esa mañana necesitaba intimidad.

Abrió la puerta y encontró a Christiana tirando, nerviosa, de los puños de las mangas de su abrigo. Habían esparcido sal en la calle, y la nieve, reblandecida, daba a la calle el aspecto de una extensión de ceniza.

—Hola —la saludó Midas.

—Señor Crook, he venido a traerle unas cosas que le pertenecen. De casa de su madre.

—En casa de mi madre no hay nada mío.

La chica parecía irritada. Se dio la vuelta y volvió a su coche, mientras Midas la observaba. Al fin salió de la casa y cerró la puerta para que el frío no se colara en la casa y despertara a Ida. Metió las manos bajo las axilas.

El maletero del coche estaba lleno de cajas de cartón.

—¡No son mías! —le gritó Midas, que sabía perfectamente a quién pertenecían.

—Pero ya va siendo hora de que se las quede. Están acumulando polvo.

—Estupendo. Por mí, pueden pudrirse.

—Ahora eso es asunto suyo.

—¿Qué ha pasado? ¿A qué viene esto?

—Su madre... está haciéndose mayor, señor Crook.

—No me llame así, por favor.

—Es su nombre, ¿no? —repuso, y empezó a descargar las cajas en el suelo.

—Las destruiré.

—Me parece muy bien.

Midas alzó las manos, exasperado, pero Christiana no tardó en vaciar el maletero de cajas y volvió a meterse en el coche.

Cuando arrancó, los neumáticos dejaron surcos en la nieve semiderretida. Un par de minutos más tarde, fue hasta la calzada y empezó a trasladar las cajas a la casa.

Antes de morir, su padre había dividido en dos todas sus pertenencias, había empaquetado cuidadosamente una mitad y se había llevado la otra en la barca. Midas suponía que esas cajas debían de contener los mismos libros, revistas, diarios y documentos que habían hecho arder la barca. Sólo que pesaban muy poco. Estaban todas etiquetadas, con la fecha de embalaje escrita por su padre. Cuando hubo terminado de entrarlas, el chocolate caliente que había preparado para Ida estaba enfriándose.

Ida despertó y se desperezó. Cada vez le costaba más levantarse de la cama. Estuvo tentada de llamar a Midas para que la ayudara, pero se imaginó la escena y le pareció ridículo. Se levantó sola y, poco a poco, fue hasta el espejo.

Se levantó la camiseta como había visto hacer a Saffron Jeuck en el vídeo de Emiliana. Los rastros de piel endurecida de su barriga tenían peor aspecto esa mañana. Le habían arrugado la piel mientras dormía, dejando líneas rojas que discurrían en vertical hacia sus pechos.

Torció una pierna para examinar el parche de cristal que tenía en la parte externa de la rodilla. A través de ese parche vio unos chorritos de sangre que todavía corrían por encima del corte transversal de su rótula, y la esponjosa médula, entre morada y gris.

Se tapó la boca con las manos para estornudar, y luego tuvo que secárselas en la camiseta porque no le había dado tiempo de llegar a los pañuelos de papel. Se sintió asquerosa. Se quitó la camiseta y la tiró en el cesto de la ropa sucia de Midas. El movimiento le produjo punzadas de dolor en los costados y las axilas.

El cristal estaba extendiéndose muy deprisa. Aquella última semana había avanzado tanto que creía que, si se sentaba una hora delante del espejo, vería el proceso en que la piel iba perdiendo brillo y se volvía más y más translúcida. Las marcas brillantes que habían trazado un remolino sobre su abdomen no tardarían en rellenarse, y toda su barriga adquiriría un tono blanco opaco y un tacto gomoso. Luego la piel empezaría a volverse transparente, y poco después, los órganos internos —los riñones, los intestinos— también se cristalizarían. No quería hacer conjeturas sobre qué pasaría más adelante.

La asaltó un recuerdo de su infancia: dibujaba una espiral con pegamento en su barriga, y luego lo rociaba con un tarro entero de purpurina.

Cogió las muletas y, con esfuerzo, rodeó la cama; fue hasta la ventana y retiró los visillos. Era día de mercado en Ettinsford, y los compradores iban de un lado para otro por la nieve, entre los puestos. Un par de colegiales con
blazers
gastados compartían furtivamente un cigarrillo, observados desde detrás de un buzón de correos por dos ancianas que murmuraban misteriosamente. De pronto Ida se sintió vieja y decrépita. Soltó los visillos y se llevó las manos a la cara ocultando una mueca de dolor.

Al final, lo que la animó a recogerse el cabello, ponerse una camiseta y una falda limpias y bajar la escalera fue pensar en el hombre que estaba abajo y en la vida de aislamiento que llevaba. Ya no podía contar con Carl, y Henry Fuwa siempre había estado en lo cierto respecto a que su mal no tenía cura; por eso Ida encontraba un alivio agridulce en la soledad de aquella casita adosada. No solía haber visitas, las ventanas apenas tenían vistas y no había televisor. Allí estaban solos Midas y ella, retirados del mundo. Allí podía convertirse tranquilamente en cristal, con el amor como única distracción.

Encontró a Midas sentado a la mesa de la cocina, tapando una fotografía con la palma de la mano.

—Buenos días. No hagas como si no pasara nada, por favor.

Midas levantó la mano de la fotografía y se la mostró: era la foto de su padre, que había quitado de la pared y a la que le había agujereado la cara con un lápiz.

—Dijiste que era la única copia que tenías.

—Lo es. ¿Sabes por qué lo he hecho?

Ida no respondió.

—Para ver si me sentía mal. Y no me he sentido mal, claro.

—El pasillo está lleno de cajas.

—Son de mi padre. La asistenta de mi madre las ha traído esta mañana.

—¿De tu padre?

—Sí.

—¿Vas a decirme qué contienen?

—No lo he mirado.

—Pero Midas, suponía que...

—¿Suponías que sería tan estúpido como para mirar? —repuso él, esbozando un gesto de exasperación—. ¡Por favor, Ida! ¡Cada una de esas cajas es una puta caja de Pandora!

—Estoy segura de que eso es lo que habría dicho tu padre.

Ida confiaba en que esa comparación lo hiciera reaccionar, pero sólo consiguió acentuar la expresión de melancolía de Midas. Si no hubiera perdido la agilidad, se habría lanzado sobre él y lo habría besado apasionadamente, pero cuando hubo logrado rodear la mesa renqueando le pareció que era demasiado tarde.

—Mira —dijo cogiéndole una mano, que notó fría al tacto, y con los dedos inertes—, recuerdo que cuando murió mi madre, algunos de nuestros amigos revisaron sus cosas, para que nosotros sólo tuviéramos que enfrentarnos a las verdaderamente importantes. ¿Quieres que mire yo tus cajas? —Midas murmuró algo y se removió en la silla, con la vista clavada en el suelo de la cocina—. ¿Eso qué ha sido? ¿Un sí o un no?

—Puedes deshacerte de ellas si me prometes que no harás nada más. Pero... te vencerá la curiosidad. Las abrirás. No podrás evitar decirme qué guardan.

—Claro que podré —aseguró ella, aunque sospechaba que Midas tenía razón.

—No, Ida. Voy a dejarlas como están: cerradas. Quizá las guarde bajo llave en algún sitio. Al fin y al cabo, nunca utilizo el salón.

—Eso es ridículo.

—¿Eso crees?

—¿Por qué me hablas con brusquedad?

—Y tú, ¿por qué sacas el tema?

—O me pides disculpas, o me marcho —amenazó Ida apretando los puños.

—Lo siento. No quería ponerme así. Es que...

—¿Vas a dejarte vencer por este... por esta dichosa creencia en que las cosas jamás deben cambiar, por muy jodidas que estén? Si estás enfadado conmigo por introducir inseguridad en tu vida, puedes dejarte bigote y ponerte gafas y convertirte en ese producto de tu imaginación que crees odiar.

—Si fuera sólo producto de la imaginación, yo...

—¡No! ¡Lo único que eres es el cuerpo que está sentado en esa silla! Tu padre no está contigo, ni siquiera en espíritu. Recurres a él para no tener que responsabilizarte de las cosas que odias de ti mismo. ¡Tengo que ser franca contigo, porque no nos queda mucho tiempo!

—No seas así, Ida —pidió al fin él, tras tragar saliva—. Nosotros sí tendremos tiempo.

Ella puso los ojos en blanco.

—Espera, Ida. ¿Adónde vas? —Y corrió tras ella.

La muchacha ya estaba entre las cajas, arrancando con rabia la cinta adhesiva que sellaba la primera. Midas, mordiéndose los nudillos, la vio volcarla y vaciar su contenido sobre la alfombra.

—No puedes...

Abrió otra caja y la vació también, provocando una lluvia de polvo y cacharros.

Fue abriéndolas todas, una a una. Cuando cogió la última, vaciló un momento y dijo:

—Es tu última oportunidad.

Midas se acercó y la agarró. La agitó, pero no sonó nada. Dentro debía de estar todo muy apretujado. Arrancó la cinta adhesiva y aspiró el aire contenido. Entonces cerró los ojos y la puso boca abajo: cayeron un montón de objetos, y uno de ellos le rebotó en un pie. Miró hacia abajo y vio las gafas de repuesto de su padre, fuera de la funda.

Al ver el revoltijo de objetos esparcidos por el suelo, se preguntó qué esperaba. Un traje de chaqué, que había estado pulcramente doblado en la caja, yacía desordenado en la alfombra; todavía tenía una rosa amarilla, seca, enganchada en la solapa. Un reloj digital se había detenido a las 14.32 horas. Junto al reloj había un coche de juguete, que Midas cogió, vacilante. El metal estaba frío, y las ruedas atascadas. «Midas Crook», estaba escrito a mano con letra de niño (no la suya) en la parte inferior. Lo sostuvo en la palma, percatándose de que apenas pesaba. Aquellos objetos sólo eran vestigios de su padre. No les tenía miedo (se detuvo en esa reflexión un momento para comprobar que no lo había pasado por alto). No había libros ni documentos ni comunicados desde el más allá. Sólo... cachivaches. Miró a Ida, que sonreía orgullosa. Comprendió que él temía enfrentarse a una especie de maldición de los faraones, pero no había caído fulminado. Sonrió también. Ser valiente no era tan difícil.

No podía seguir de pie. Suspirando aliviado, se sentó en el suelo y se tumbó entre los objetos personales de su padre y el polvo acumulado.

—¿Qué piensas hacer con todo esto? —preguntó ella al cabo de un rato.

—Tirarlo por un acantilado.

Ida soltó una carcajada.

—Perdóname —se excusó él.

—¿Por qué?

—No era así como había planeado esta mañana. —Se levantó—. Y hay otra cosa.

Fue al armario que había bajo la escalera y cogió una pequeña caja fuerte. Introdujo varias combinaciones en la cerradura, vaciló, hasta acertar y abrirla por fin con expresión seria y decidida. Extrajo un libro, como si retirara una oclusión de una tubería de desagüe.

—¿Qué es?

Estaba encuadernado en cuero negro, con una cinta gris cosida en el lomo a modo de punto de lectura.

—Su mierda de libro. El borrador. Manuscrito. Lo heredé yo. —Sonrió antes de añadir—: Nunca lo he abierto.

—Genial.

Su padre despertó a media noche, con el corazón acelerado; fue al cuarto de baño y tosió inclinado sobre el lavabo. A oscuras sólo distinguió un fluido gris que resbalaba poco a poco por el desagüe, pero notó en la boca el sabor a sangre y bilis, y cuando tiró del cordón de la lámpara vio unas manchas rojas en el lavabo, salpicadas de cristales del tamaño de cabezas de alfiler.

Como no podía dormir, subió al desván con intención de acabar de cerrar y apilar sus cajas. Luego se tumbó con las manos sobre los ojos, rodeado de bolas de papel arrugado: sus emborronados intentos de redactar una explicación. Todas sus palabras estaban guardadas en el otro montón de cajas, el que se encontraba abajo, junto con sus libros y sus documentos, listos para arder. Por un instante sus labios esbozaron una sonrisa. Le gustaba la idea de haber dividido la vida en dos mitades. Su vida académica, de estudio, se había separado de la vida que estaba guardada en las cajas del desván, los restos de la experiencia y el sentimiento.

Pasó las frías manos por la superficie de su cuerpo y se palpó los huesudos brazos, la lisa calva, el pene y los testículos (y pensó en el breve esfuerzo que habían realizado para engendrar a su hijo).

Trató de preocuparse por lo que pensaría Midas de él. No pensaba preocuparse por Evaline (ella encontraría a otro hombre, sin duda, a ese que le enviaba libélulas muertas), pero por su hijo sí. Sin embargo... cada vez que lo intentaba sentía aquella afilada estrella de cristal alojada junto al diafragma, la presión de la sangre bombeada por sus venas. Entonces se asustaba y sabía qué iba a pasarle a su cuerpo.

Había investigado. No quería dejar una estatua petrificada que otros contemplarían boquiabiertos.

Al final escribió «Querido Midas», y una vez plasmadas esas dos palabras, fue como si las otras fluyeran por su brazo hasta la mano que sujetaba el bolígrafo, como si esas dos primeras fueran el tapón que mantenía a las otras encerradas.

No estaba seguro de si ese Midas al que se dirigía era su hijo, o él mismo, o una amalgama de varias generaciones. A veces se preguntaba si estaría escribiendo a Evaline, o a su amable padre, con quien había acabado llevándose tan mal. O quizá a su austera madre, o a alguien a quien jamás llegaría a conocer: a su nuera, o a los hijos de su hijo. Lo único que sabía era que, para él, escribir nunca había sido algo íntimo y personal, sino una mera exposición de teorías y críticas. Las páginas se llenaban de líneas negras que parecían caravanas de hormigas, e incluso cuando le ardía el corazón, y le pesaba como roca fundida, conseguía que las palabras siguieran fluyendo. De pronto aquel flujo cesó, pero lo que ya había escrito era exacto. Sabía que no había necesidad de corregir aquellas páginas. Cuando dejó el bolígrafo, tenía los músculos de la mano agarrotados.

Other books

Hart's Victory by Michele Dunaway
Death of a God by S. T. Haymon
Fears and Scars by Emily Krat
Miss Charity's Case by Jo Ann Ferguson
Blue Is for Nightmares by Laurie Faria Stolarz
Hell's Phoenix by Gracen Miller
No Second Chances by Marissa Farrar