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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (15 page)

Miró con rabia aquellas aguas turbias. Por segunda vez vio asomar unas encías a la superficie.

—Seguro que puede encontrar la forma de ayudarla. Usted mismo ha dicho que tiene ciertos conocimientos.

—Lo único que haría sería hacerte perder el tiempo y darle a ella esperanzas cuando en realidad no hay ninguna —replicó Henry, encogiéndose de hombros.

—Mi madre —dijo, juntando las enfangadas manos—. ¿Y mi madre? ¡Lo sé todo! Sé que ella quiere estar con usted, y lo ayudaré a estar con ella. Pero a cambio usted tendrá que ayudar a Ida.

—No puedo, Midas —aseguró el otro, cabizbajo—. ¿No lo ves? Es imposible. De hecho, es una analogía perfecta. No puedo hacer ni una cosa ni la otra.

—¿Por qué no fue a buscarla después de que mi padre muriera?

—¿Dónde estaba ella, Midas? —inquirió Henry, palideciendo.

—¡En nuestra casa! Y ahora vive en Martyr's Pitfall.

—Ella ya estaba muy lejos de todo antes de la muerte de tu padre —replicó Henry negando con la cabeza.

En un arrebato de ira, Midas agarró un puñado de tierra y lo lanzó al agua, en cuya superficie se formaron un centenar de ondas encadenadas. Cuando se imaginaba a Ida como el cuerpo que había en el fondo, su corazón se marchitaba y languidecía. Torció el gesto adoptando una sucesión de expresiones. Se volvió hacia Henry y, confuso por unos instantes, le pareció ver a aquel otro académico solitario. ¿Cómo podía rechazar la idea de ayudar a Ida? ¿Se lo había planteado, aunque sólo fuera durante una milésima de segundo?

—Y ahora, ¿qué? —preguntó.

—Ahora no podemos hacer nada, salvo consolarnos pensando que nadie puede hacer nada.

—¿Que nadie puede hacer nada? ¿Acaso piensa rendirse? ¿Incluso después de haber visto en qué va a convertirse Ida?

Se oía cantar a unos pájaros por la ciénaga; sus gritos parecían risas. La ira abandonó a Midas abruptamente, como si lo desconectaran de la corriente, en el claro que bordeaba la laguna. Se sintió frío e inanimado. Los insectos zumbaban y los juncos se estremecían.

Volvieron a casa de Henry sin hablar y separados por la distancia de un tiro de piedra. Henry se quedó plantado en la puerta de su hogar. Midas dejó en el sendero las botas de goma prestadas, y sucias de barro; subió a su coche y se alejó.

Capítulo 16

El padre de Midas estaba sentado en su estudio, inclinado sobre un libro muy grueso. Cada vez que tenía que pasar una página, se chupaba la yema de los dedos. Midas llamó a la puerta, que estaba abierta; esperó y volvió a llamar. Era un niño pequeño; el picaporte quedaba a la altura de su cabeza.

Su padre cerró lentamente los párpados y respiró hondo. Dejó caer los hombros. Su rostro adoptó una expresión de profundo cansancio.

Cuando por fin advirtió la presencia de Midas con un largo «¿Hum...?», éste sonó como el crujido de una rama en el bosque.

—Mamá está llorando.

El padre suspiró.

—¿Qué quieres decir?

—Mamá está llorando. En vuestra habitación.

—Por el amor de Dios, Midas...

—Lo siento. ¿He hecho algo malo?

—¿Le has preguntado qué le pasa?

—Dijiste que no debía entrar en vuestra habitación. Dijiste que no...

—Sí, sí. Ay, Midas. Estaba leyendo.

Se frotó el bigote con su largo dedo, y luego miró con nostalgia el libro que tenía en el regazo.

—¿No te ha visto? —preguntó.

—La puerta está cerrada.

—Ya. ¿Qué hacías escuchando?

—Mamá... Mamá lloraba muy fuerte.

En aquel libro había una fotografía. Midas se desplazó y trató de verla, pero su padre cerró el libro dejando los pulgares entre las páginas.

—¿No has llamado a la puerta?

—Sí. Pero no contesta.

Su padre se quedó mirando el libro cerrado, que no era como los que leía normalmente, sino uno enorme de anatomía, con un diagrama de una caja torácica en corte transversal en la cubierta.

—Midas.

—¿Sí?

—Dile... dile que me quedan seis páginas. Luego iré a consolarla.

El niño asintió, dejó solo a su padre y subió a la habitación. La del dormitorio de sus padres era más alta que el resto de las puertas de la casa. Parecía de piedra, pintada de azul pizarra, con arañazos y desconchados.

—¿Mamá?

Oyó un sollozo y abrió. La luz se filtraba por la rendija que separaba los gruesos visillos y trazaba una franja blanca y deslumbrante que recorría la figura materna. Estaba sentada frente a un espejo de cuerpo entero, al otro lado de la cama. Llevaba el cabello suelto, y unos finos mechones color marfil colgaban hasta los hombros de su rebeca.

En el espejo, el reflejo de la mujer sostenía una fotografía contra el vientre y la miraba fijamente. Era ella. De joven, no tan delgada, ni tan encorvada. Posando en la orilla de un río, con una mano en el cabello; encima y detrás de ella se veían unas ramas enredadas. Un reflejo que no era el suyo descompuesto en el agua. Manchas borrosas blancas en primer plano, pero no podían ser nieve porque se trataba de una escena veraniega. Flores, quizá. A Midas le pareció que tenían forma de hada.

—Hijo —dijo al verlo, sorbiéndose la nariz—, estas fotografías son de tu madre. Cuando era joven. ¿Quieres verlas?

Cogió otras de encima de la cama. En total había cinco; en todas aparecía en una pose ligeramente diferente, detrás de una configuración distinta de borrosas manchas blancas. Midas cogió una.

—Ten cuidado —le previno ella—, son las únicas que me enviaron. No tengo los negativos.

Pese a ser muy pequeño, él ya había empezado a pensar en los negativos como trampas de luz, la cual arde en un negativo como un rastro del pasado. Recuerdos hechos de luz. Una copia era algo maravilloso, pero lo que de verdad había que atesorar era el negativo. Sin ellos sólo tenías un simulacro; con ellos, Midas habría dispuesto de un fragmento del pasado materno, tan real como un mechón de pelo o una uña recuperados.

—¡Midas! —susurró ella, con los ojos como platos.

Entonces Midas comprendió enseguida lo que pasaba: se oían pasos por la escalera. Antes de que la madre pudiera reaccionar, el padre ya había entrado en el dormitorio, y por un instante los tres se quedaron pálidos e inmóviles. Entonces el padre avanzó y le arrebató las fotografías del regazo a su esposa.

Las recorrió con la mirada una y otra vez, como si fueran palabras. Luego hizo un ruido estrangulado. No había visto la fotografía que tenía el niño porque éste se la había guardado debajo de la camisa.

—Fuera, Midas. Por favor. —Cuando su hijo hubo salido, cerró la puerta. Pero el pequeño se quedó escuchando. Querida... ¿qué es esto? ¿Qué significan estas fotografías? Me dijiste que las habías destruido. Me lo aseguraste.

—Pero, querido... No importa que las tomara él. No tiene nada que ver. Se trata de mí. Yo soy estas fotografías.

Midas oyó un ruido de papel rasgado. Otra vez. Una y otra vez. Cuando se abrió la puerta, se pegó a la pared. Su padre pasó a su lado con un montón de pedazos blancos en las manos. Cuando hubo bajado, el niño se asomó por el marco de la puerta.

Su madre tenía un trozo de papel del tamaño de la uña de un pulgar en la palma de la mano. Midas vio cómo sus hombros se estremecían. Dio unos tímidos golpecitos en la puerta hasta que ella levantó la cabeza, y entonces le ofreció la fotografía que había escondido bajo la camisa.

A la mujer le temblaron los labios. Ahogó un gemido. El reparó en cómo a su madre se le dilataban las pupilas al verse en la fotografía, cómo sus lentes se ajustaban como la lente de su cámara.

—Guárdala, Midas. Para que tu padre no la encuentre jamás.

Y así lo hizo él.

Capítulo 17

El viento del norte traía nubes de tormenta que, como si fueran polvo, acabaron por teñir el cielo de gris. Henry estaba sentado en el umbral de su casa; la corriente le entraba por la boca y la nariz, y el olor a abono orgánico de la ciénaga le llegaba al estómago.

No podía ayudar a Ida. Lo sabía con las entrañas, encogidas por la frustración que esa certeza le provocaba. No podía ayudarla, y las exigencias del hijo de Crook eran injustas. De todos los sacrificios que había hecho para conseguir intimidad, el mayor había sido dar la espalda a la mujer que amaba. Así que también era injusto que su hijo hubiera aparecido, hecho un hombre, entre las protectoras brumas de la ciénaga, exigiendo ayuda y respuestas que Henry no tenía.

A lo lejos, la lluvia era una unión de lana gris entre la tierra y el cielo. No era capaz de ayudar a Ida, pero... Se tapó la cara con ambas manos. No había sido del todo sincero con Midas.

De niño, Henry había vendido su bicicleta a cambio de un juego de química. En su momento le había parecido sensato dejar atrás los juguetes infantiles en favor de un estudio maduro. Luego, por las noches, veía al niño que le había comprado la bicicleta pedaleando alegremente mientras él, con una espátula, movía unos cristales entre placas de Petri. Era como si dentro de su persona hubiera dos Henry Fuwa: el científico, que vivía en su cabeza y aspiraba a estudiar biología y anatomía; y el otro Henry Fuwa, refugiado en algún rincón de su caja torácica, que se retorcía de remordimiento al ver aquella bicicleta conducida por otro niño, y que sólo anhelaba el rítmico movimiento de los pedales, en perfecta armonía con los pies.

Años más tarde, se marchó de Osaka, con tan sólo una pequeña mochila y su intuición para levantar la piedra adecuada y encontrar un bicho escondido. Al Henry Fuwa que suspiraba por la bicicleta le daba miedo marcharse, pero el otro Henry Fuwa siempre había sabido que no tendría futuro si seguía viviendo encima del restaurante de sus padres cerca de Dotonbori, donde a diario, al despertar con el aroma a arroz al vapor, sentía que se le almidonaban los pulmones. Sabía que no se equivocaba alejándose, que necesitaba una vida de aislamiento rodeado de juncos y lirios de pantano, donde pudiera estudiar en paz y con diligencia. Sin embargo, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, le sorprendió la serenidad con que la afrontó. Entonces buscó a aquel Henry Fuwa infantil que estaba acurrucado en su pecho, con la esperanza de que él lo ayudara a expresar algo de dolor por su muerte; pero no lo encontró. La verdad es que llevaba un tiempo sin dar con él. Quizá lo hubiera perdido u olvidado durante el gran viaje a través de los océanos, en alguna terminal de aeropuerto, entre maletas sin reclamar o correo aéreo extraviado. Así que Henry no sintió nada por la muerte de la mujer que lo había criado en Osaka. Ni siquiera recordaba cómo había sido su vida con ella. En la ciénaga seguían sucediéndose los ciclos de la vida: en primavera, las flores de la mostaza creaban un cosmos amarillo que se extendía por el suelo del pantanal; el calor del verano formaba una piel viscosa que cubría las lagunas; en otoño llegaban las nubes de mosquitos y los escarabajos, con la cutícula todavía brillante y pegajosa.

Pero una tarde, tras muchos de esos ciclos, regresó aquel otro Henry Fuwa: había crecido mucho y se había vuelto insaciable. Le tendió una emboscada. Se vengó. Pudo más que él.

Se fijó en Evaline Crook.

Aquel día de verano, Henry había estado pescando anguilas río arriba. Las observaba deslizarse y retorcerse en el cubo; las fotografiaba, tomaba notas sobre su coloración y su tamaño y volvía a echarlas al agua, donde se alejaban brillando como líquidos vivos.

Hacía un día muy bonito, y Henry paseaba sin rumbo fijo por la orilla del río. Miles de jejenes y típulas, con alas recién estrenadas, saltaban de la hierba y le rodeaban los tobillos. Veía nadar en la corriente a las crías de los peces, a punto de ser engullidas por los lucios y por los glotones sapos. Siguió paseando junto al agua, y los meandros y las curvas lo condujeron a la espesura.

Y entonces la vio, sentada en la orilla con las piernas cruzadas, con un vestido de tirantes beige y un panamá con una rosa de tela cosida en el ala. Al reparar en su presencia, ella se levantó de un salto, pero no dijo nada. Era de constitución menuda y tenía las extremidades delgadas; el cabello le flotaba alrededor de la cabeza como si se encontrara bajo el agua. Sus dedos jugaban, nerviosos, con la falda del vestido: la estrujaban y la soltaban, la estrujaban otra vez y volvían a soltarla. La vio repetir una y otra vez ese movimiento hasta que recordó que era de mala educación mirar a una mujer como mirarías un nervioso mosquito o una anguila escurridiza como el mercurio. Saludó con una cabezada y pidió disculpas por sus burdos modales.

Ella rió y se presentó. Henry supo que jamás olvidaría su nombre. Le preguntó qué hacía en el bosque. Pasear, contestó ella; su familia estaba por allí cerca, dormitando en un claro. ¿Sus padres?, inquirió él, esperanzado. No. Su hijo y su marido, ambos ataviados con pantalones largos y camisas con mangas para protegerse de avispas y ortigas.

Ella rió con tristeza, y luego le devolvió la pregunta:

—¿Qué le trae por aquí?

A modo de explicación, Henry agitó el cubo de las anguilas.

Cuando ella le preguntó si le importaba que lo acompañara, Henry estuvo a punto de desmayarse. Siguió admirando cómo las motas de luz que se filtraban entre los árboles iluminaban su sombrero y sus delgados antebrazos. Ella no podía tener las manos quietas, que o bien enfatizaban sus palabras o bien jugueteaban durante los silencios. Fueron caminando por la orilla. Ella cojeaba.

De pronto, Henry dio un brusco giro de ciento ochenta grados. Estiró un brazo y le tapó la cara con el sombrero. Ella gritó y, asustada, se apartó de él de un salto.

Henry se arriesgó y giró la cabeza.

Había desaparecido.

Lo había visto arrodillado, bebiendo en el arroyo. Un basto pelaje blanco y una cabeza abombada, con la cara, plana, en el agua. Por suerte, mantenía los grandes ojos cerrados mientras bebía. Su tamaño le sorprendió casi tanto como el hecho de haberlo visto: apenas era más grande que un cordero.

Le preguntó a Evaline si ella también lo había visto. Tras recolocarse con aire vehemente el sombrero, admitió haber visto algo. Pero ¿lo había mirado a los ojos? ¿Cómo quería que lo hubiera mirado a los ojos, si tenía la cabeza agachada? Henry cruzó el arroyo de un salto hasta el lugar donde se había arrodillado aquella criatura. Los verdes tallos que asomaban del agua estaban recubiertos de ninfas de libélula, completamente desarrolladas y aferradas a la vegetación. Todas blancas como copos de nieve. Henry se sentó en el suelo y se mordió el labio inferior. Le explicó a Evaline que las ninfas tenían que ser negras, porque ese color les proporcionaba un camuflaje ideal dentro del agua, que era de donde habían salido. Una vez fuera, se sujetaban con las patas a los tallos y permanecían inmóviles mientras se les secaba la piel, preparándose para transformarse en adultos; al volverse blancas, los pájaros podrían detectarlas más fácilmente.

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