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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (14 page)

Midas tardó un instante en asimilar esa idea, pero luego, emocionado, se volvió hacia las fotografías enmarcadas que había examinado antes.

—Entonces... ¿el archipiélago de Saint Hauda es una especie de cementerio de elefantes, pero de medusas?

—Se disuelven y sólo dejan un resplandor.

—Entonces, esas luces que se ven en el agua...

—Son las muertas y las moribundas del banco, por la noche. La materia de sus cuerpos se descompone, se disuelve y libera luz. Cada partícula se convierte en una especie de polvo de estrellas, hasta que lo único que queda son esos vapores que poco a poco van perdiéndose en el mar.

Midas señaló el aro reluciente de un amarillo como el diente de león de una de las fotografías.

—Esa debía de ser enorme.

—Del tamaño de un bote de remos. Y las he visto más grandes. Al principio, ingenuo de mí, pretendía nadar con ellas para fotografiarlas. Pero su veneno puede ser letal, por supuesto. No tanto como el de otras especies, pero bastante potente en una zona concentrada. Puede dejarte cojo durante... Ay, pero tú ya sabes todo eso.

—A mi madre la picó una medusa.

Henry trasladó el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—Toma —dijo tras un incómodo silencio, abriendo un cajón y sacando un álbum de fotografías. Pasó un montón de páginas con fotos de las medusas iluminadas, hasta que llegó a unas de una playa de guijarros. Entre las piedras, moteadas, había bancos enteros de peces relucientes arrastrados por la corriente.

—No están muertos —explicó Henry—, o al menos no lo están hasta que se asfixian, una vez fuera del agua. Las medusas los dejan paralizados, y el mar los lleva hasta la orilla, como si fueran madera flotante a la deriva.

Permanecieron unos minutos de pie, uno al lado del otro, bebiéndose el té verde que Henry había preparado y mirando las fotos, hasta que Midas, que se perdía fácilmente en las imágenes, volvió a recordar la cojera de su madre. Entonces reparó en lo incómodamente cerca de él que se hallaba Henry.

El asunto de su madre flotaba entre ellos dos, tan insondable como el de las medusas. Midas vio pasar un insecto con las alas azules rozando el techo y descender hasta perderse de vista detrás de un montón de revistas con las portadas enroscadas.

El té se estaba enfriando rápidamente en la diminuta taza.

—¿Le dice algo el nombre de Ida Maclaird? ¿Una chica rubia? ¿Muy... monocromática? Muy... no sé, guapa. Lo invitó a una copa en Gurmton.

—No estará aquí, ¿verdad? —inquirió de pronto el hombre, sobresaltándose.

—Pues sí. Ha venido a Saint Hauda en busca de su ayuda.

Henry tenía los ojos muy abiertos, y las rayas de sus iris, muy finas, semejaban dagas de cobre.

—¿Te lo contó?

—Si me contó ¿qué?

—¿Qué te contó?

—Pues... que no se encuentra bien.

Henry frunció el entrecejo y se mordió los pelos del bigote.

—¿Que no se encuentra bien? ¿Y nada más?

—No.

—¿Y por eso has venido a verme? ¿No te habló sobre... ningún secreto?

—Pues... sí. Me contó algo muy secreto.

Midas miró las manos de Henry y vio que tenía turba bajo las uñas. El hombre se enjugó la frente, dijo «Te ruego que me disculpes, Crook» y se perdió rápidamente de vista. Midas lo oyó subir la escalera. Del exterior llegaba el croar de las ranas. Hizo girar la taza de porcelana en las manos, y las hojas de té orbitaron en el fondo.

Henry subió al piso de arriba para reflexionar y poner las cosas en su sitio. Se sentó en la cama y se echó la manta sobre los hombros, envolviéndose como un niño pequeño. El parentesco de Crook hijo ya era difícil de sobrellevar, pero eso de que hubiera mencionado a Ida Maclaird... ¿Qué querría la chica? Seguro que había vuelto por lo de las reses aladas. Se suponía que la ciénaga lo protegía de esa clase de intromisiones. Henry había renunciado a la sociedad a cambio de la vida sencilla que con gran esfuerzo había construido allí. La del entomólogo: el que atrapa un grillo con las manos en un campo, lo nota moverse furtivamente en busca de una vía de escape, y luego lo suelta y lo deja alejarse saltando, desconcertado, entre la hierba alta. Es decir, no quería que el grillo llamara a su puerta en busca de una explicación de su experiencia. Y sin embargo... sin embargo... Había habido una época de su vida en que deseaba algo más que ese desapego por las cosas que tan bien se le daba. Recordaba estar tumbado boca arriba en la ciénaga una noche, el verano anterior, unos días después de su encuentro con Ida. El calor había hecho ascender los gases del pantanal durante toda la jornada hasta que éstos se mezclaron con la atmósfera, dejando en el cielo azul vetas verde oscuras y marrones. Se habría quedado embobado contemplando aquel efecto de no ser porque, sin darse cuenta, estiró un brazo hacia un lado para cogerle la mano a Evaline, pero lo que agarró fue un sapo que agitó las patas contra su antebrazo hasta lograr soltarse. Henry era el único ser humano que había en varios kilómetros a la redonda. El pantanal borbotaba en todas las direcciones escupiendo moscas recién nacidas. Había tardado horas en sobreponerse a la tristeza.

Henry volvió a dejar la manta sobre la cama de mala gana y respiró hondo varias veces para serenarse. Ida... Ella sabía lo de las reses aladas, de modo que lo único que a él se le ocurría era que hubiera ido hasta allí para amenazarlo. Miró el farol de latón que había encima de su mesa y ahogó un grito al ver la puerta abierta y el interior vacío.

Midas había decidido volver a mirar las fotografías de las medusas ardiendo en el océano azul zafiro, pero no llegó a hacerlo porque lo distrajo el insecto de alas azules que había visto posarse detrás del montón de revistas. Se elevó zumbando y pasó rozándole la cara. Midas parpadeó y giró rápidamente la cabeza para seguir su trayectoria al tiempo que, instintivamente, sus manos buscaban la cámara.

No era ningún insecto, sino una vaca diminuta cuyo pelaje ondeaba ligeramente agitado por la brisa del batir de sus alas. Las patas, acabadas en pezuñas, colgaban distendidas bajo una panza redonda y una cabeza con ojos amodorrados.

Midas abrió su macuto de un tirón y sacó la cámara. El movimiento hizo que la criatura se apartara con una sacudida y volara más alto, así que él se quedó inmóvil con la cámara muy cerca de la cara. El animal se desplazó hasta uno de los farolillos de papel, en cuyo interior vacilaban las llamas de las velas. La fotografió: una silueta contra la pantalla de papel. Luego se posó junto al farolillo y agitó las alas, mostrando las marcas nacaradas de la cara interna.

De pronto, en la puerta se oyó un grito de consternación.

Henry entró tambaleándose en la estancia, sin apartar la vista de la cámara de Midas.

—¡Ti... tienes que darme la película! —farfulló—. ¡Hay que destruirla!

—No hay película —repuso Midas aferrándose cautelosamente a su cámara—. Es una cámara digital.

—Pues bórrala.

Midas negó con la cabeza.

Henry enderezó los estrechos hombros; no se le daba bien la intimidación. Despacio, como si manipulara una bomba, Midas guardó su cámara en el macuto y cerró la cremallera. La vaca se lamió el hocico.

—Por favor.

—Tiene que ayudar a Ida.

Henry asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Qué quiere de mí?

—No estoy seguro. Tiene que verla. Cree que usted sabe qué está pasándole.

—¿Qué está pasándole?

—Yo guardaré este secreto si usted también guarda el que voy a revelarle —propuso Midas, dando unas palmaditas en el macuto—. Ni siquiera puede decirle a Ida que soy yo quien se lo ha contado.

—Pe... pero... ¿tú no sabías lo de las reses aladas? ¿No ha vuelto Ida a la isla por eso?

La vaca cerró los ojos; sus infladas ijadas ascendían y descendían al ritmo de su respiración.

—Ha regresado porque sus pies están volviéndose de cristal.

Henry se apoyó en el marco de la puerta.

—Tiene que guardarlo en secreto. Me lo ha prometido.

—¿Cómo iba a contarlo? —dijo Henry, como quitándole importancia—. ¿Podemos borrar ya la foto?

—De acuerdo. —Midas la miró un segundo, reluciente en la pantalla. De todas formas, no era muy buena. La borró.

—Está bien, Midas. No sé por dónde empezar.

—Empiece por donde quiera.

—¿Has estado en el continente?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Cinco o seis.

—Quizá notaras algo diferente —prosiguió el hombre tras asentir con cautela—. Cuando volviste al archipiélago. Un gusto raro en la lengua. Cierta peculiaridad de los pájaros. Una nevada especial que traza dibujos casi matemáticos. Un animal blanco que no es albino.

—Supongo que para mí todo eso es normal —comentó Midas negando con la cabeza.

—Sí, seguramente. —Henry suspiró—. Por lo general, la gente o ha nacido aquí y está acostumbrada a esas cosas, o se marcha. No son muchos los que llegan desde otro sitio.

—Usted, por ejemplo.

—Sí, sí. Pero yo estaba muy atento. Oí una historia sobre cierto animal que podía volver blancos los objetos con sólo mirarlos. Después de verlo... ya tenía un motivo para quedarme aquí. Pero me estoy yendo por las ramas, porque a ti te interesa Ida. —Miró por la ventana el paisaje color sepia que formaban las lagunas y las charcas fangosas. Parecía exhausto, como si hubiera transcurrido una dura jornada desde que el joven entró por la puerta—. Será mejor que vengas conmigo. Tengo que enseñarte una cosa que hay en la ciénaga.

Al poco rato, las botas y los pantalones impermeables que Henry había prestado a Midas estaban cubiertos de un cieno brillante. Recorrieron un pantanal interminable donde la tierra se hallaba salpicada de nieve. El barro, helado, hacía ruido de succión al agrietarse bajo las suelas de ambos hombres. Las babosas los observaban desde la sombra con sus ojos con antenas y expresión insondable. Vieron una garza con una barba greñuda que pescaba un pez, pero echó a volar cuando se le acercaron, y se perdió agitando las pesadas alas en el cielo nublado. Midas esperaba, ansioso, cada vez que Henry se paraba para consultar su brújula o las marcas del pantanal: una roca con una corona de púas, un tronco con forma de estegosaurio.

Y entonces encontró el sitio. Explicó a Midas que lo había marcado tiempo atrás atando una cinta amarilla fosforescente a un matorral cercano, y que lo había reconocido por la cinta, pese a que ya estaba sucia.

—Es aquí —dijo señalando, con un dedo tembloroso, la laguna oscura que tenía ante sí.

—Muy bien. Y... ¿qué se supone que estoy buscando?

Henry avanzó bordeando la laguna con cuidado. Lo único que se veía era un caparazón de caracol en la superficie. Cogió una rama larga, curvada como una guadaña. El agua borboteó cuando la introdujo poco a poco y rastreó el fondo hasta que la rama se enganchó con algo. Henry se enderezó y, con el palo, sacó su hallazgo; le resbalaban un poco los pies en la orilla, cubierta de nieve fangosa.

Una cosa lisa y reluciente asomó a la superficie, pero entonces Henry dio un gruñido y el objeto volvió a sumergirse.

—Tendrás que ayudarme. Coge el palo.

Midas cogió la rama y, por el peso que se notaba en el otro extremo, comprendió que estaba atrapada bajo algo en el fondo.

Henry se metió en la laguna hasta que el agua le llegó a las rodillas.

—Ahora... ¡tira! —exclamó.

Midas tiró de la rama tratando de levantar el objeto que había en el fondo, mientras Henry forcejeaba con él desde el agua. Poco a poco consiguieron alzarlo.

Midas dio un grito ahogado.

Era un hombre. Chorreaba agua, que volvía a caer en la laguna. Y sin embargo, la luz atravesaba su torso, su elegante rostro y el intrincado sombreado del vello de su pecho. La luz salía descompuesta de su cuerpo y formaba un centenar de arcos iris sobre la laguna. Era un hombre de cristal. Tenía caracoles enganchados a la piel como verrugas, y llevaba un tocado de algas verdes. Henry hizo una mueca por el esfuerzo de alzar aquel peso y volvió a dejarlo dentro del agua. El cuerpo se sumergió como en un ritual de bautismo.

Midas se dejó caer sobre un tronco podrido, sin que le importara mojarse. Se sujetó la cabeza con las manos, que dejaron huellas de cieno en sus mejillas.

Henry salió de la laguna y se quedó mirando cómo las ondas se borraban poco a poco de la superficie.

—No hay palabras para describirlo, ¿verdad?

—¿Insinúa que eso es lo que va a pasarle a Ida?

—¿Estás diciéndome que todavía no lo habías pensado? —replicó Henry muy serio.

Midas asintió débilmente. Le dolía todo el cuerpo del esfuerzo que había hecho para llegar hasta allí.

—¿Qué hace aquí, en la ciénaga?

—Es una tumba tan buena como cualquier otra —respondió Henry encogiéndose de hombros.

—¿Lo trajo usted?

—No. Lo encontré un día que recogía huevos de sapo. No sé quién era ni cuánto tiempo lleva aquí. Podrían ser años, siglos quizá. Encontré manos de cristal en el pantano, y una pieza de cristal que parecía un glaciar en miniatura y que resultó ser la pata trasera de un zorro o un perro. Este pantano es un cementerio de cristal. Si pasaras el sedimento del fondo de estas charcas por el tamiz, hallarías partículas brillantes en la batea.

—¿Cuándo puedo traer a Ida para verle?

Midas creía que Henry aceptaría sin vacilar, pero se puso a retorcer los botones de su impermeable y dijo:

—Verás, Midas... Es que la razón por la que te he traído aquí...

Midas cerró los ojos y trató de abstraerse del hedor a azufre que se le había quedado impregnado en la nariz.

—Usted no puede curarla, ¿verdad?

—No —contestó Henry, arrancando un tallo de enea y empezando a deshacerlo en tiras—. Nadie puede curarla, porque no está enferma. No es ninguna enfermedad. El cristal ya forma parte de ella, por decirlo así. Como las uñas o el cabello.

—Entonces, ¿no puede... cortarlo, sencillamente?

—Eso no serviría de nada. Volvería a crecer.

Henry lanzó los trozos de enea a la laguna. A Midas le pareció ver un pez que ascendía hasta la superficie para comérselos.

—Lo siento, Midas —dijo el hombre, suspirando.

Algo se movió en las entrañas de Midas: unos sentimientos tectónicos que hasta ese momento jamás había percibido. De repente resopló ante la perspectiva de perder a Ida antes de que los dos hubieran siquiera...

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