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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (12 page)

Llamó por segunda vez. Dentro se oía un aspirador. Nadie abría. El viento soplaba entre las altas y débiles plantas del jardín. Eran rosales, pero, como trabajaba en la floristería Catherine's, sabía que estaban demasiado enfermos para florecer. Hacía ya unos cuantos años que su madre había dejado de cultivar rosas blancas. Acercó la oreja a la puerta y sólo oyó el murmullo del aspirador.

Recordaba a su madre, tras el primer intento de suicidio de su padre, redoblando sus esfuerzos para estrechar los lazos familiares entre ellos tres. Sentado en el salón una tarde de llovizna —él en un extremo del sofá y su padre en el otro—, le daba vueltas a su cámara mientras su padre estudiaba minuciosamente un libro inmenso de páginas amarillentas. Entonces su madre fue de puntillas hasta su marido, se inclinó con sigilo sobre su hombro y lo besó en la mejilla.

El hombre profirió un chillido y se levantó de un brinco al tiempo que se llevaba ambas manos al pecho.

—¡Evaline!

Ella rió. Llevaba un ramo de rosas blancas, envuelto de manera poco profesional. Había estado cultivándolas desde el verano anterior y había cortado las mejores para regalárselas a su marido. Mientras el padre de Midas la miraba horrorizado, ella balbuceó un poema sensiblero, muy ensayado, tartamudeando y equivocándose de versos varias veces.

—¡Feliz aniversario!

Le puso el ramo de rosas en los brazos, pero él quiso apartarse y se pinchó con una espina en la palma de la mano. Ella se estremeció y volvió a ofrecerle las flores. El las agarró, abrió un cajón, sacó unas tijeras y se puso a cortarlas hasta que la moqueta quedó cubierta por completo de pétalos blancos y la habitación colmada de aroma de rosas. Luego salió por la puerta, muy enfurruñado y chupándose el corte de la mano, y se encerró en su estudio.

En aquella época, lo que incapacitaba a Midas era la pubertad, que dejaba su valor tan devastado como el de su padre. No pudo consolar a su madre. La mujer se sentó en el sofá y se puso a gritar.

Entonces sus manos buscaron a su hijo, lo cogieron por el cabello, se deslizaron por su espalda, lo abrazaron y lo acercaron a ella. Midas notó el reseco cabello materno en la cara, oyó sus desagradables sollozos y olió su aliento. Trató de zafarse, pero ella lo sujetaba con fuerza. Para huir, tuvo que empujarla. Se levantó de un salto y se quedó un momento de pie, jadeando, mientras ella asentía violentamente con la cabeza, como si le hubiera dado un ataque epiléptico. Apretó los puños y se golpeó las rodillas. Midas se sintió culpable por no consolarla, pero el horror que le producía el contacto físico con ella era insuperable. La piel de su madre era como de cartón, y sus lágrimas, calientes. Permaneció inmóvil, con las manos cogidas sobre el corazón, como su padre.

De pronto se abrió la puerta de la casa materna, en Martyr's Pitfall, y una joven se asomó por la rendija. Midas tenía frío, estaba en el umbral y volvía a ser un adulto.

—Hola —dijo la chica escudriñando el rostro de Midas.

—Hola. He venido a ver a mi madre.

Entonces ella lo reconoció, y sus facciones se relajaron.

—¡Señor Crook! ¡Ya sabía que era usted! Me alegro mucho de verlo. Su madre salió a dar un paseo por la nieve. Le diré que ha venido a verla.

Permaneció agarrada a la puerta, y la empujó para cerrarla un poco más.

Midas metió un pie en el umbral, tan educadamente como pudo.

—Hum... Voy a entrar.

—Es que...

—Los dos sabemos que mi madre está en casa. —Se coló por la puerta discretamente, se quitó los zapatos y los dejó sobre el felpudo.

—Bueno, voy a decirle que ha venido. A ver si está disponible —anunció la joven, que parecía enojada.

Midas negó con la cabeza y recorrió el corto pasillo; pasó por encima del aspirador y abrió la puerta trasera. La joven se llevó ambas manos a la cabeza con gesto de frustración. Era la muchacha que su madre había contratado para cuidarla: le hacía la compra, le cocinaba y a veces la bañaba y secaba.

Su madre estaba sentada en una silla, junto a una ventana salediza. En la habitación sólo había una mesa con un juego de té. Fuera, el césped nevado y los pelados árboles parecían una fotografía en blanco y negro. De un comedero para pájaros colgaban unos carámbanos de hielo.

El cabello de su madre todavía conservaba algo de su antiguo rubio. Llevaba puestos unos pendientes largos de perlas y un chal color salmón que no conseguía disimular sus esqueléticos omoplatos.

—Buenas tardes, Christiana —dijo la mujer con voz ronca, y estiró un brazo hacia la mesita. Con dedos finos, escogió un terrón de azúcar moreno de un azucarero. Tenía las uñas de color beige. Dejó caer el terrón en la taza que sostenía sobre el regazo.

Midas estuvo a punto de darse la vuelta y marcharse: sentía como si la piel estuviera tensándosele. Pero entonces pensó en lo que le debía a Ida.

—No soy Christiana —dijo.

La mujer se volvió, y el cuello le hizo un ruidito.

—Hola, madre.

Con mano temblorosa, dejó la taza en la mesa, derramando un poco de té en su regazo. Pero no se dio cuenta: ya tenía otras manchas secas de té en el vestido.

—Deberías... Deberías haber llamado por teléfono. Deberías haberme dado tiempo para prepararme.

—Si te hubiera telefoneado, te habrías encargado de que no te encontrara en casa.

—¿Por qué dices eso? Habríamos ido a la playa. Habríamos pasado el día fuera. Madre mía, eres igual que tu padre.

Se volvió y miró por la ventana. Midas tuvo la impresión de que no contemplaba el paisaje nevado, ni siquiera su propio reflejo, sino sólo el cristal.

—Bueno. ¿A qué has venido?

—Te he traído los regalos de Navidad. —Abrió su macuto y sacó una bolsa de plástico con regalos envueltos en papel blanco y negro.

—Ah, claro. Ya estamos en Navidad. Me temo que este año no he comprado regalos para nadie.

—No importa. Los dejo aquí, ¿vale?

—Sí. Christiana se ocupará de ellos cuando te marches.

Con cuidado, Midas dejó los paquetes sobre la moqueta.

—Este año voy a pasar la Navidad en casa de Gustav. Denver ha crecido mucho. Estás invitada.

—¿No fuiste el año pasado?

—Voy todos los años. Lo paso bien con ellos.

—Sí, claro. —Se miró el regazo—. Ya lo pensaré.

—Vale.

—Y... ¿algo más?

—Sí, la verdad es que sí.

—¿Hum?

Midas se armó de valor. Había planeado la conversación de modo que las preguntas lo hubieran ido conduciendo poco a poco hacia la cuestión principal, con la esperanza de que así le resultara más llevadero a su madre. Jamás habían hablado de Henry Fuwa ni de los regalos que le enviaba cuando él era pequeño. Midas no había tenido ningún inconveniente en apartar ese asunto junto con todos los demás. Hasta ese momento.

—Cuando yo era pequeño, recibías paquetes. Eran regalos. Recuerdo que una vez llegó un marco con unas libélulas blancas, y otra, unas fotografías. Papá los destruía. Pero tú intentabas ocultárselos. —La mujer se incorporó, atenta como una ardilla—. ¿Por qué tratabas de esconderlos, mamá?

Ella puso otro terrón de azúcar en su té y lo removió con decisión, pero no se disolvió porque el té estaba frío.

—Dime por qué, por favor.

—¿Por qué quieres saberlo? Eso pasó hace mucho tiempo. ¿Para qué desenterrar los recuerdos?

—Hay una persona que tiene un problema.

—¿Qué significa eso? ¿Qué quieres decir?

—Dime quién te los enviaba, por favor.

Ella dejó la cucharilla y dio un sorbo de té.

—Eran bonitos, ¿verdad?

—Por favor, mamá.

—Me los enviaba tu padre.

—No. El los odiaba. Los destruía.

—Era un hombre contradictorio. Hacía cosas peores, cosas que tú no sabes. ¿Te he contado alguna vez que me robó mi vestido de novia?

—No.

—Un día vi que había desaparecido. Él lo negó, por supuesto, pero yo sé que acabó donde las libélulas.

Midas chasqueó la lengua involuntariamente.

—Entonces, ¿por qué dices que los regalos te los enviaba él?

Ella jugaba, nerviosa, con la falda del vestido. La visita de su hijo no le estaba proporcionando ninguna alegría; era como si hubiera ido a tirarle del pelo.

Al respirar, emitía un sonido parecido al del viento a través de un trozo de madera reseca.

—¿Alguna vez has tenido alguna esperanza? ¿Y la has abrigado contra todo pronóstico, hasta que cuanto hacías resultaba ridículo? —Midas no respondió—. Los elegían para mí. Eran lo que yo quería. Los escogían meticulosamente. —Se estremeció y tiró de los flecos del chal—. Olvídalo. Olvidémoslo todo. Si no me los enviaba tu padre, no debían de ser para mí. Eso habría resultado inapropiado.

En el limpio cristal de la ventana, sus respectivos reflejos parecían fantasmas, dobles transparentes.

—Tu padre. Dios mío, eres igual que él —aseguró ella, mirando a su hijo de arriba abajo.

Midas se pasó la lengua por los resecos labios.

—Mamá... Tú... Ya sé que tenías un amante.

Ella asintió con la cabeza de forma casi imperceptible. Entonces rompió a llorar, apretó los puños y se golpeó las rodillas. Midas desvió la mirada; no soportaba aquella escena. Como no había ninguna otra silla, se sentó con las piernas cruzadas en la moqueta. Recordaba haber visto llorar así a su madre cuando él iba al colegio, el día que su padre había cortado todas las rosas que ella había cultivado para él con tanto cariño. Y allí estaba Midas Crook hijo, tan incapaz de consolar a su madre como años atrás.

Su madre sollozaba. Las lágrimas trazaban surcos en la agrietada piel de sus palmas.

Midas sabía que la prueba del padre le habría hecho reaccionar de forma opuesta a como estaba haciéndolo, pero saberlo no lo obligaba a nada, y en realidad sólo lo culpaba.

De pronto, se sorprendió a sí mismo: pensó en Ida y se preguntó cómo se comportaría ella en su lugar.

Con un gran esfuerzo, se levantó del suelo y, rígido, se colocó al lado de su madre. Le puso una mano en el huesudo hombro, y la cabeza de ella, como una vieja estatua que se desmorona, se ladeó. El fino y escaso cabello de su madre le acarició la piel.

—Estaba enamorado de mí —dijo.

Midas tuvo que combatir un sentimiento que lo sorprendió: la ira. Nunca había conocido a Fuwa, pero de pronto se sintió indignado. De pie en aquella pequeña habitación de aire viciado, era evidente por qué su madre se había recluido en Martyr's Pitfall. Al morir, el padre de Midas había brindado a su mujer la oportunidad de enamorarse de Fuwa sin reservas, pero, tras dieciocho años de un matrimonio que había consumido todas sus fuerzas, ya no le quedaba nada. Lo único que podía hacer era esperar a que Fuwa fuera a rescatarla. Y no lo hizo.

—No pasa nada, mamá. Es que...

—Pues claro que te horroriza enterarte de que tenía un amante. Estás en tu pleno derecho a horrorizarte. Pero tú no sabes de la misa la media. El matrimonio es muy largo.

—No estoy horrorizado. Lo entiendo perfectamente. De hecho, yo me... alegraba por ti.

—¿Has tenido... alguna novia, Midas? —Él asintió—. ¿Cómo se llamaba?

—Natasha.

—Nunca me la presentaste.

—No duramos mucho.

—Y... ¿sentías algo por ella?

—Sí.

—Me alegro —dijo la mujer, encogiéndose en la silla—. Tu padre... no estaba hecho para el amor. O quizá el amor no estuviera hecho para él. Pero Henry sí estaba hecho para amar. De eso estoy segura.

—¿Sabes dónde se encuentra ahora?

—¡Chist! —Ella alzó ambas manos—. Lo nuestro no duró, hijo.

—¿Dónde vivía entonces?

—En el pantanal.

—¿Dónde exactamente?

—¿Por qué quieres saberlo? ¿A qué viene que te presentes aquí y me hagas estas preguntas?

Midas sintió un impulso irrefrenable de marcharse, de huir de aquella sofocante casa y de su inquilina, pero tenía presentes los pies de Ida, que le daban un motivo para quedarse.

—Yo... —contestó con voz ronca— solamente intento ayudar.

La cabeza de su madre se bamboleó de tal forma que pareció que fuera a desprenderse del cuello. Miró a su hijo inquisitivamente. El blanco de sus ojos destacaba mucho.

—¿Ayudar? Ya es demasiado tarde.

—No me refiero a ayudarte a ti —replicó él, y se sintió cruel—. Intento ayudar a otra persona.

Al oír eso, la madre se relajó.

—Una vez lo vi pescando en un sitio. Bajo un viejo puente hasta el que la carretera ya no conduce. La hiedra que cubría la piedra parecía el telón de un teatro. Y allí estaba él, con su impermeable, pescando en las aguas poco profundas con las manos desnudas. Qué hombre tan asombroso. Cogía los peces por la cola, y éstos dejaban de sacudirse porque confiaban en que los devolvería al agua.

—¿Por qué no vas a verlo?

—Hace mucho que no hablo con él.

Midas metió las manos en los bolsillos y guardó silencio, sin alejarse de su madre.

En el jardín, un gato blanco corrió por el césped nevado dejando a su paso unas huellas como hoyuelos. A Midas le latía con fuerza el corazón.

—Es una pena. Sólo es eso.

—Todo es una pena, Midas —convino su madre, asintiendo—. De mi matrimonio con tu padre nunca salió nada bueno.

Capítulo 15

Lo único que dejó su padre al morir fue un montón de cajas. Después del funeral, Midas y su madre las guardaron sin abrir, y cuando ella se mudó de casa, las cajas viajaron de un rincón oscuro del desván antiguo a un rincón oscuro del nuevo. Estaban muy bien embaladas (al fin y al cabo, su padre había sido un perfeccionista), y pasaron meses hasta que Midas o su madre tropezaron con el primero de los objetos que se le había olvidado recoger. Bajo la moqueta encontraron un dado de póquer de ballena que, en lugar de puntos, tenía los símbolos de los naipes grabados y entintados. Debajo de la cocina, la madre de Midas descubrió un mondadientes manchado, con las iniciales de su marido grabadas en letras minúsculas. Un día, cuando Midas tiró unos libros viejos a la basura, de sus páginas cayó un mapa.

Era el mapa de la isla de su padre, con anotaciones: había tantos comentarios escritos a mano, apretujados, sobre la estética del paisaje, que la carta geográfica se confundía con las palabras. Las curvas de nivel trazaban senderos entre las frases. Midas podía repasarlas con el meñique, siguiendo fragmentos de las ideas paternas:

un árbol astillado que parecía una hidra

una cañada memorable

el lago helado era un ataúd de hielo

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