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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (8 page)

—Hola, Freddy.

—Mira esto, Rarito. —Se abrió el
blazer
, y una cosa plateada destelló en su bolsillo interior. Parecía el mango de una cuchara.

—¿Qué es?

Freddy miró alrededor furtivamente, y entonces sacó una navaja automática, con la hoja plegada.

—Como en
El Padrino,
Rarito. ¿Te gusta?

—Es muy bonita.

—Ya lo creo. Bueno, ¿llevas dinero?

—No.

Freddy apretó los dientes.

—No te hagas el idiota, Rarito. Si te haces el idiota podrías tener problemas. No olvides que sé dónde vives.

Midas miraba a Freddy juguetear con la navaja. Llevaba tiritas en cuatro dedos. No había ningún bibliotecario a la vista, y los otros niños, aunque lo habían visto, tenían la nariz firmemente pegada a sus libros.

—No llevo dinero, Freddy.

—Claro que no. —Sonriendo, Freddy abrió la navaja.

—No te... miento.

—Claro que no. Como en
El Padrino
, Rarito.

Por fortuna para Midas, detrás de la sección de Historia Antigua apareció una biblioteCarla. Al ver el arma de Freddy, puso cara de espanto y empezó a abrir y cerrar la boca toqueteándose los botones de la rebeca.

Freddy suspiró y volvió a plegar la navaja.

—No pasa nada, señorita. Sólo le estaba enseñando mi nuevo juguete a Rarito. —Se levantó de la silla y miró la navaja con aflicción. La lluvia tamborileaba contra las ventanas de la biblioteca—. Pero supongo que querrá confiscármelo, ¿verdad, señorita?

Se la tendió, y la biblioteCarla la cogió rápidamente.

—¡Bueno! —exclamó la mujer, aliviada—, ¡menos mal que habéis sido responsables!

—No pasa nada, señorita —repuso Freddy sonriendo—. Me ha pillado usted con todas las de la ley.

La biblioteCarla sujetó la navaja entre el índice y el pulgar, como si pudiera contaminarla.

—Supongo que comprenderás que me veo obligada a informar de esta infracción de las normas del colegio, ¿verdad?

—Usted sólo hace su trabajo, señorita —afirmó el chico, encogiéndose de hombros. Metió las manos en los bolsillos y miró la hora en el gran reloj de la biblioteca—. ¡Vaya! Casi se ha terminado el recreo. El tiempo vuela, ¿verdad, Rarito? Nos vemos después de clase.

Midas y la biblioteCarla lo vieron marcharse con aire despreocupado. Entonces sonó el timbre.

* * *

Midas se escondió en los lavabos de la biblioteca hasta que empezaron las clases, momento en que se escapó. Se escabulló del colegio con el cuello de la chaqueta levantado; la lluvia y el viento eran tan intensos que le costó un gran esfuerzo llegar a su casa. Cuando entró, estaba completamente empapado. Llamó a su padre, pero nadie contestó. Entonces, mientras preparaba café, vio una nota enganchada en la nevera:

En el garaje. Siento el desorden.

M.

Midas dejó el café y volvió a ponerse la chaqueta, empapada. Salió por la puerta trasera, corrió por el patio y bajó por el callejón hasta el bloque de garajes de la calle. La lluvia caía oblicua, fortalecida por el viento.

La luz del garaje iluminaba el contorno de la puerta. Las gotas de lluvia tamborileaban en el metal y resonaban en las ventanas. Midas fue hacia allí chapoteando, abrió la puerta de un tirón, lo justo para caber por la abertura.

Su padre, un hombre pálido con bigote, jersey y pantalones de vestir, se hallaba en lo alto de una escalera de mano, cortando un trozo de cinta adhesiva con los dientes. Estaba enganchando bolsas de basura a una de las paredes del garaje. Tenía una pronunciada joroba, apreciable incluso estando allá arriba subido.

—¿Qué haces? —le preguntó Midas.

Su padre casi se cayó de la impresión.

—Dios mío, Midas, me has dado un susto de muerte —dijo, llevándose una mano al corazón.

Bajó apresuradamente la escalera y cerró de un puntapié una caja que contenía algún tipo de herramienta, con forma de ele y el mango negro. Midas no la vio el tiempo suficiente para identificarla, pero sí divisó una bolsa de pequeños cilindros metálicos junto a la caja.

—¿Qué haces aquí? Deberías estar en el colegio —dijo su padre, con los brazos en jarras.

—Me he escapado.

—Pero ¡Midas! —Se le acercó caminando pesadamente y lo miró de arriba abajo—. Si no te secas, vas a pillar una pulmonía. Has escogido muy mal día para escaparte. Vamos a buscar una toalla.

—¿Para qué son esas bolsas de basura?

Su padre miró por encima del hombro las bolsas negras que había en las paredes y el suelo.

—¿Esas bolsas? Pues... Vamos a buscar una toalla.

Apagó la luz del garaje. Midas abrió la puerta y volvieron a casa juntos, pisando charcos. Entraron a toda prisa por la puerta trasera.

—Una toalla, una toalla... —murmuraba su padre.

—Si quieres, te la busco.

—Estoy buscándotela yo. Toma. —Le pasó un trapo de cocina—. Vamos a ver. No puedes escaparte del colegio sin más. —Midas se pasó el trapo por el cabello—. Estarán preocupados por ti.

—No me echarán de menos.

—Claro que sí. A instituciones como ésa no se les pasa ni un detalle. Estoy seguro de que ya deben de haber llamado a la policía.

Sonó el teléfono. El padre de Midas se frotó el bigote con el índice y el pulgar.

—Deben de ser ellos —especuló—. Seguro que telefonean para informarme que te has marchado. Vamos. —Salió al pasillo y descolgó el auricular del teléfono de pared—. ¿Dígame? Sí, soy el señor Crook. ¿En qué puedo ayudarlo? Sí. Sí, me temo que sí. Conmigo, sí. Sí, desde luego. De acuerdo, buenos días. —Colgó con firmeza y suspiró—. Ponte los zapatos. Te acompañaré.

—Ya llevo los zapatos puestos.

—Ah, vale. Entonces, vámonos. El coche está en la calle. Estaba... usando el garaje.

—¿Qué hacías con esas bolsas de basura?

Su padre se palpó los bolsillos para comprobar si tenía las llaves del coche, pero se detuvo antes de abrir la puerta, con la mano sobre el picaporte.

—No te preocupes, Midas. Esta tarde podrás quitarlas.

—Pero ¿qué hacías...?

—Midas, por favor. —Abrió la puerta. Una ráfaga de lluvia lo golpeó en la cara—. Madre mía, esto parece el Diluvio Universal.

Miraron las negras nubes.

—No quiero volver al colegio. Si vuelvo, Freddy Clare me dará una paliza o me matará a puñaladas. Depende de si le devuelven su navaja.

—Ya —murmuró su padre contemplando cómo la lluvia salpicaba en los charcos.

—Lo digo en serio —insistió Midas—, y Freddy también. Está loco.

—Vamos, sube al coche. Si quieres, coge un cubo para ir achicando agua por el camino. —Rió para sí. Midas lo siguió bajo la lluvia, con el trapo en la mano, y se sentó en el lado del pasajero. El señor Crook se detuvo con las llaves a medio camino del contacto—. Si yo no me hubiera opuesto, tu madre te habría apuntado a clases de catequesis. ¿Te imaginas? —Se recostó en el asiento—. Te hice un favor. Me niego a inculcar a mi hijo la creencia dogmática en una deidad monoteísta. No, mi hijo es plenamente consciente del simbolismo de un panteón: la imposible coexistencia de una multitud de fuerzas dominantes. ¿No es así, Midas?

Si Freddy había recuperado su navaja, ¿qué notaría? ¿Una punción rápida o un dolor más prolongado? Insoportablemente lento, milímetro a milímetro...

—¿Sabes una cosa, hijo? Me alegro de que nos hayamos encontrado esta tarde. —Tamborileó con los dedos en el volante, todavía sin girar la llave en el contacto—. Esta charla sobre las clases de catequesis, y este aguacero, me han hecho pensar en el Diluvio.

La lluvia repiqueteaba ruidosamente en el parabrisas.

Su padre se puso a hablar de arcas posadas en cimas de montañas, palomas blancas como la nieve y cuervos ahogados que flotaban en el mar. Midas se hallaba absorto en sus preocupaciones. De pronto reparó en que había dejado de hablar. Agarraba el volante con ambas manos y tenía los nudillos blancos. Las gafas le habían resbalado por el puente de la nariz. Así era como se ponía cuando se emocionaba; aunque no era nada entusiasta ni alegre, muy de vez en cuando se emocionaba por algo.

Un mirlo, vapuleado por la lluvia, se posó en el capó. Se tambaleó un poco antes de saltar a la calzada y marcharse a trompicones en otra dirección.

—¡Un barco, Midas! —exclamó su padre, dando una palmada—. Una forma estupenda de hacerlo. Mucho mejor que esa tontería de las bolsas de basura.

—¿Qué significan esas bolsas de basura?

—Nada, una tontería. ¡Un barco, Midas! Dios mío, eres un estímulo excelente. Y ahora, al colegio —dijo de pronto, girando la llave en el contacto.

Midas agachó la cabeza. Llegó a la escuela a tiempo para la clase de matemáticas; de su huida sólo quedaba un trapo de cocina mojado.

Capítulo 10

Cuando Midas despertó, le dolía la cabeza y se notaba agarrotado. Se había quedado dormido en el sillón de la habitación de Ida, que estaba completamente a oscuras. Habían hablado de temas menos delicados: de libros (calcularon que él había leído uno por cada veinte leídos por ella), de actualidad (él no estaba al día de nada) y de cine (Midas confesó que no soportaba las películas: quería analizar cada fotograma como analizaría una fotografía, pero el esfuerzo lo dejaba atontado). Al final, vencidos por el cansancio, se habían quedado dormidos donde estaban.

Habían dejado las cortinas descorridas; el mundo exterior se apreciaba en forma de imprecisas capas azules, como si miraras a través de la escotilla de un submarino. Se oía una acompasada respiración que provenía del sofá cama. Midas tenía la boca seca y todavía notaba el regusto del vino blanco. Trató de volver a dormirse, pero no lo consiguió. Estiró un brazo y buscó la lámpara. Una araña subió presurosa por la pared, alejándose del débil resplandor anaranjado que de pronto había inundado la habitación. Ida estaba tumbada en la cama, tapada con una colcha de lunares plateados, y sus pies sobresalían por un extremo. Midas los contempló un rato, ensimismado. De vez en cuando, ella se sorbía la nariz y giraba la cabeza, pero sus pies no se movieron ni una sola vez.

Incluso cuando apretó los puños y los acercó al pecho, en un gesto defensivo, sus dedos de los pies permanecieron quietos como si fueran de piedra.

Igual que la luna provoca las mareas, la noche hizo que la curiosidad de Midas aumentara. Tenía la cámara guardada en su macuto, junto al sillón. La cogió y retiró la tapa del teleobjetivo; entonces, al darse cuenta de en qué estaba pensando, volvió a taparlo. Dejó la cámara en la repisa que había junto a la cama y se esforzó para no mirarla.

La cámara parecía inofensiva, pero con Ida durmiendo en la habitación también parecía extrañamente ajena a todo lo demás, un simple accesorio. Midas cogió la correa y notó la áspera trama de sus hilos. Llevaba tanto tiempo considerándola una extensión de su cuerpo, como otros habrían hecho con una silla de ruedas o unas gafas, que pensar en actuar independientemente hacía que se le tensaran los hombros y se le congelaran los dedos de los pies. Sin la guía de la cámara, estaba ciego. Contemplando los inmóviles pies de Ida, pensó que no reuniría el valor para investigarlos sin la serenidad que le confería su cámara.

Le crujieron las rodillas cuando se levantó y se acercó con sigilo a la cama.

El primer par de calcetines de Ida era de color crudo. Miró la cámara, que todavía tenía el teleobjetivo tapado. Notaba un hormigueo en los dedos. Respiró hondo y, con cuidado, puso un pulgar sobre el dedo gordo de uno de los pies de la chica. Ella no notó nada. La inesperada frialdad de Ida podía interpretarse como que no le apetecía que otra persona la tocara. Respiraba acompasadamente, con los labios separados; tenía una gotita de saliva en la comisura de la boca. Midas apretó un poco. Los calcetines eran blandos, pero el dedo gordo era duro como el diamante.

Midas retiró la mano de inmediato y se apartó de la cama. Pensó que todavía debía de estar confundido por el vino blanco que había bebido, pues lo que había tocado no tenía la consistencia de un dedo gordo.

Volvió al sillón, cogió su cámara y la sostuvo contra el pecho. Al poco rato concluyó que eran imaginaciones suyas.

Estaba casi totalmente dispuesto a convencerse de ello.

Se pasó la correa de la cámara por la cabeza, volvió junto al extremo de la cama, respiró hondo y cogió el dedo gordo del pie de Ida. Lo apretó con el índice y el pulgar hasta que no pudo negar lo duro y frío que estaba. Y no cabía duda de que ella no notaba nada. Ida murmuró algo en sueños, y Midas se metió las frías manos en los bolsillos. En el techo, la araña correteaba adelante y atrás, entrando y saliendo del haz de luz.

Cogió los extremos de los calcetines de la joven y se los deslizó suavemente hacia los tobillos. Entonces ella masculló algo, y él se quedó paralizado, pero sin apartar las manos. Ida todavía dormía profundamente. Midas le bajó los calcetines más allá del tobillo y dejó al descubierto unos centímetros de su pie.

Se quedó mirando.

Boquiabierto.

Acabó de quitarle los calcetines.

Ida tenía los dedos de los pies de cristal. De un cristal liso, transparente y brillante. Unas destellantes medias lunas de luz bordeaban cada uña y cada arruga de las articulaciones de los dedos. Vistos a través de éstos, los lunares plateados de la colcha se difuminaban y parecían vapores metálicos. La parte anterior de la planta del pie también era de cristal, pero más opaco, e iba perdiendo gradualmente su transparencia hasta que, cerca del tobillo, alcanzaba la piel, una piel mate y con un tono normal. Y sin embargo... Esos escasos centímetros de transición lo asombraron aún más que los dedos de sólido cristal. Se distinguían vagamente los huesos metatarsianos, y se volvían más precisos y de un blanco azucena cerca del inalterado tobillo, envueltos poco a poco por capas cada vez más densas de ligamentos de un rojo translúcido. En la curva del empeine se distinguían hebras de sangre, suspendidas como las manchas de pintura de las canicas. Y en algunos sitios donde la petrificación aún estaba incompleta, aparecía un lunar diminuto o un fino vello rubio.

Seguía profundamente dormida.

Los dedos de Midas avanzaron poco a poco hacia los botones de su cámara.

Cuando hubo tomado suficientes fotografías, permaneció un rato de pie con los calcetines de Ida en las manos. Intentó volver a ponérselos, pero, cuando estaba subiéndoselos, ella jadeó débilmente en sueños y él se quedó muy quieto. Aunque no la había despertado, ya no se atrevió a acabar de ponerle el calcetín. Lo dejó fruncido sobre los dedos del pie y volvió a su butaca, donde se planteó muy en serio huir de allí. Tarde o temprano, ella despertaría, vería sus calcetines y sacaría las obvias conclusiones. Midas emitió un débil gemido. Todavía estaba un poco borracho, y muy cansado. La imagen de aquellos pies no se borraba de su pensamiento; era como el recuerdo de un sueño que él sabía que estaba a punto de disolverse.

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