La chica del tambor (13 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Su nacionalidad era asimismo un enigma. Por alguna razón, Robert le creía portugués. Otro insistió en que era armenio, un superviviente del genocidio turco (había visto un documental que hablaba de eso…). Pauly, que era judío, dijo que era Uno de los Nuestros, pero Pauly siempre decía eso de todo el mundo, conque para hacerle enfadar se empeñaron en que era árabe.

Pero no le preguntaron a José de dónde era, y cuando trataban de acorralarle para que les dijera a qué se dedicaba, él contestaba únicamente que viajaba mucho pero que se había establecido recientemente. Por la manera de decirlo parecía que se hubiera jubilado.

–¿Y cuál es tu empresa? -preguntó Pauly, más valiente que los demás-. Bueno, ya sabes, ¿para quién
trabajas,
digamos?

Bien, él no creía
tener
ninguna empresa, contestaba José con prudencia y ladeándose ligeramente la gorra con gesto reflexivo. Ya no. Ahora se dedicaba a leer un poco, a pequeños negocios, había heredado un dinero hacía poco, así que técnicamente hablando era un trabajador por cuenta propia. Sí, ésa era la expresión. Trabajador por cuenta propia.

La única que no se dio por satisfecha fue Charlie:

–Tú lo que pasa es que eres un parásito, ¿verdad, José? -preguntó sonrojándose-. Unos libros, unos pocos chanchullos, patearse el dinero, y de vez en cuando una isla griega para pasarlo bien. ¿No es eso?

José aguantó la descripción con una serena sonrisa. Pero Charlie no. Charlie perdió los papeles y se pasó de rosca.

–¿Lectura? Y
qué
es lo que lees, vamos a ver. ¿Negocios? Sí, ¿de
qué
?
,
pregunto yo. Puedo preguntar, ¿no? -Su conformidad expresada en silencio no hizo más que provocarla. Él era simplemente demasiado mayor para sus mofas-. ¿De qué te lo montas tú? ¿Eres librero?

José se tomó su tiempo. Sabía y podía hacerlo. Sus períodos de larga reflexión eran ya conocidos en la familia como los «tres minutos preventivos de José».

–¿Montar,
dices? -repitió con desconcertado énfasis-.
¿Montar,
yo? Charlie, seré muchas cosas, pero ¡de caballista no tengo ni un pelo!

Acallando a gritos las risas de todos, Charlie apeló a ellos desesperadamente.

–Pero, gilipollas, ¿no veis que no se puede estar aquí, aislado de todo, y hacer
negociosa
¿Qué hace este tío? ¿Cuál es su oficio? -Charlie se dejó caer en la silla-. Joder -dijo-. ¡Qué imbéciles! -Y se rindió con el aspecto de una cincuentona exhausta, cosa que podía sucederle en un santiamén.

–¿No te parece que discutir es de lo más aburrido? -preguntó José con gran simpatía, viendo que nadie había acudido en ayuda de Charlie-. Yo diría que dinero y trabajo son las cosas de las que uno pretende huir cuando viene a Mykonos, ¿no crees, Charlie?

–Yo lo que
creo es
que ha sido como hablar con el gato de Cheshire, el de la puñetera risita -le espetó ella con rudeza.

De pronto algo se desprendió de ella como de cuajo. Se levantó, masculló entre dientes una exclamación y, reuniendo toda la fuerza necesaria para alejar de sí la incertidumbre, dio un puñetazo sobre la mesa. Era la misma a la que habían estado sentados cuando José hizo el milagro de sacar el pasaporte de Al. El mantel de plástico se deslizó y una botella vacía de limonada, que hacía las veces de trampa para avispas, fue a parar a la falda de Pauly. Charlie se lanzó a una avalancha de insultos contra José, cosa que incomodó a todo el mundo porque en presencia de José la familia procuraba contener la lengua; le acusó de ser un excéntrico de salón, de ir a la playa a lucirse y a acosar a chicas mucho más jóvenes que él. Quiso mencionar también lo de Nottingham, York y Londres, pero el tiempo la había hecho dudar de sí misma y le aterraba que pudiera hacer el ridículo, así que se lo guardó. Nadie estaba seguro de cuánto había comprendido José de esa primera andanada. Charlie hablaba con furia, atragantándose, y empleando su acento barriobajero. Si algo vieron reflejarse en la cara de José, fueron las ganas de estudiar exhaustivamente a Charlie.

–Pero ¿qué es lo que quieres saber exactamente, Charlie? -preguntó él tras su acostumbrada pausa para meditar.

–De entrada tendrás nombre, digo yo…

–José, el que me disteis vosotros.

–¿Cuál es tu verdadero nombre?

Un consternado silencio se había posado sobre el restaurante entero. Incluso quienes querían incondicionalmente a Charlie, como Pauly y Willy, notaron que su lealtad hacia ella era forzada.

–Richthoven -contestó él al fin, como si escogiera entre un amplio abanico de apellidos-. Como el aviador pero con uve. Richthoven -repitió rotundamente, como si empezara a gustarle la idea-. ¿Es que eso me convierte en una persona completamente distinta? Si soy tan inicuo como tú piensas, ¿qué razón hay para que me creas?

–Richthoven de apellido. ¿Y el nombre de pila?

Otra pausa para decidirse:

–Peter, pero prefiero José. ¿Dónde vivo? En Viena. Pero viajo a menudo. Si quieres mi dirección, te la doy. Lástima que no aparezco en el listín de teléfonos.

–Conque eres austriaco.

–Vamos, Charlie. Digamos que soy un mestizo de origen mitad europeo y mitad oriental. ¿Te bastaría con eso?

Para entonces la pandilla se había decantado abiertamente por José y asilo expresaba entre murmullos de engorro:

–Por el amor de Dios, Charlie… Venga, Chas, que no estás en Trafalgar Square… En serio, Chas.

Pero Charlie sólo tenía una alternativa: seguir hacia adelante. Estiró entonces el brazo sobre la mesa y chasqueó los dedos con fuerza bajo la nariz de José. Primero un chasquido, luego otro, haciendo que todos los camareros y clientes de la cantina volvieran la cabeza para ver el espectáculo.

–¡Pasaporte, por favor! Adelante, pasa mi frontera. Si desenterraste el de Al, es lógico que saques el tuyo ahora. Fecha de nacimiento, color de ojos, nacionalidad.
¡Dámelo!

José miró primero sus dedos estirados, que desde aquel ángulo tenían algo de impertinente. Luego vio su cara encendida, como para tranquilizarse sobre sus intenciones; y finalmente sonrió, una sonrisa que fue para Charlie como una graciosa y no apresurada danza sobre la superficie de un secreto profundo, una danza de hipótesis y omisiones tentadoras.

–Lo siento, Charlie, pero me parece que nosotros los mestizos tenemos mucho reparo (un reparo histórico, diría yo) a que un pedazo de papel pueda definir nuestra identidad. Estoy seguro de que siendo una persona progresista compartirás mi sentir…

José tomó la mano de ella en la suya y, tras doblarle los dedos con su otra mano, la devolvió a su punto de origen.

La semana siguiente, Charlie y José empezaban su viaje por Grecia. Como muchas proposiciones que acaban saliendo bien, ésta no llegó a hacerse en un sentido estricto. Completamente apartada de la pandilla, ella había adquirido el hábito de ir andando temprano hasta el pueblo, mientras aún hacía fresco, y malgastar el día en dos o tres bares tomando café griego y estudiando su papel en
Como gustéis,
que había de llevar al oeste de Inglaterra en otoño. Consciente de ser observada, Charlie alzó los ojos y allí estaba José, justo al otro lado de la calle, saliendo de la pensión donde, según había averiguado ella, vivía: Richthoven, Peter, habitación 18, solo. Era pura coincidencia, se dijo más tarde, que ella hubiera escogido sentarse en esa cantina precisamente a la hora que él se iba a la playa. Al fijarse en ella, José se acercó y se sentó a su lado.

–Lárgate -dijo ella.

Con una sonrisa, él pidió café.

–Creo que a veces tus amigos me resultan un poquito pesados -confesó él-. Siento el impulso de buscar el anonimato de las masas.

–Suele ocurrir -dijo Charlie.

Él hizo ademán de ver lo que estaba leyendo, y al poco rato ella se dio cuenta de que estaba hablando del papel de Rosalinda, prácticamente escena por escena. Salvo que era José quien hablaba por los dos.

–Ella es muchas personas a la vez, creo yo. Viendo cómo se desarrolla su personaje a lo largo de la obra, da la impresión de ser una persona en la que habita todo un regimiento de personalidades en conflicto. Es buena, es sabia, está como perdida, ve demasiado, tiene incluso cierto sentido del deber social. Creo que este papel te va de perlas, Charlie.

Ella no pudo evitar la pregunta:

–¿Has estado alguna vez en Nottingham? -Le miró a los ojos sin molestarse en sonreír.

–¿En Nottingham? Me temo que no. ¿Por qué? ¿Es que Nottingham tiene algún interés especial? ¿Por qué lo preguntas?

Charlie sentía un hormigueo en los labios.

–Verás, estuve actuando allí el mes pasado. Pensaba que tal vez me habrías visto.

–Caramba, qué interesante. ¿En qué papel te habría podido ver? ¿Qué obra representabas?

–Santa Juana.
De Bernard Shaw. Yo era Juana de Arco.

–Pero si es una de mis preferidas… Seguro que no pasa un año sin que me lea de nuevo el prólogo de
Santa Juana.
¿Vas a representarla otra vez? A lo mejor tengo oportunidad de verla.

–También actuamos en York -dijo ella sin apartar sus ojos de los de él.

–¿De veras? O sea que fuisteis de gira. Qué bien.

–¿Verdad que sí? ¿Has visitado York en alguno de tus viajes?

–Ay, me temo que no he llegado más allá de Hampstead, Londres. Pero me han dicho que York es muy bonito.

–Oh, sí, es magnífico. Sobre todo el Minster.

Charlie siguió mirando fijamente, tanto como fue capaz, aquella cara de la primera fila de butacas. Escudriñó sus ojos oscuros y la tensa piel en torno a ellos en busca del menor signo de complicidad o de risa, pero no encontró doblez ni confesión.

Es amnésico, dedujo. O lo soy yo. ¡Madre mía!

Él no la invitó a desayunar o ella se habría negado de plano. Simplemente llamó al camarero y le preguntó en griego qué había hoy de pescado fresco; con autoridad, sabiendo qué pescado era el que le gustaba a ella, alzando un brazo de director de orquesta para avisarle. Después de despedir al camarero siguió hablando de teatro con ella, como si fuera muy normal estar comiendo pescado y bebiendo vino a las nueve de la mañana de un día de verano, aunque para él pidió una coca-cola. Hablaba con conocimiento de causa. Puede que no conociera gran cosa de Inglaterra, pero demostró estar muy al corriente de la escena londinense, cosa que no había dejado entrever a nadie más de la pandilla. Y mientras él hablaba, ella tuvo esa incómoda sensación que había experimentado desde el principio estando con él: que su naturaleza externa, su presencia misma en aquel lugar, era un pretexto; que su misión era abrir una brecha a través de la cual pudiera echar mano de su otra y muy distinta naturaleza: la del ladrón. Ella le preguntó si iba a Londres a menudo. Él objetó que, aparte de Viena, no había otra ciudad en el mundo como Londres.

–En cuanto tengo una oportunidad, la cojo inmediatamente por los cabellos -afirmó él. A veces su misma manera de hablar en inglés parecía haber sido adquirida por medios deshonestos. Ella se lo imaginó robando horas a su lectura nocturna para memorizar una cantidad fija de expresiones a la semana.

–Ya ves, hace unas pocas semanas estuvimos también en Londres con
Santa Juana.

–¿En el West End? Caramba, Charlie, qué desastre. ¿Cómo es que no me enteré? ¿Cómo no fui inmediatamente a verte?

–En el
East
End -le corrigió ella lúgubremente.

Al día siguiente se encontraron de nuevo en una cantina distinta -si fue casualidad, ella no podía decirlo, pero lo dudaba por instinto- y esta vez él le preguntó como si tal cosa que cuándo pensaba empezar los ensayos de
Como gustéis, y
ella, sin otra idea que hablar de trivialidades, le respondió que no empezarían hasta octubre y conociendo la compañía tal vez ni siquiera entonces, y además no parecía que la cosa fuera a durar más de tres semanas. El Arts Council había agotado el presupuesto destinado a ellos, y hablaban de retirarles completamente la subvención para la gira. Para impresionarle, añadió ciertos adornos de cosecha propia.

–Es que, verás, nos juraron que éste sería el último espectáculo que cancelarían, que el
Guardián
nos ha apoyado muchísimo, que todo el montaje le cuesta al contribuyente como una milésima parte de un tanque del ejército, pero qué se le va a hacer.

¿En qué iba a ocupar su tiempo mientras tanto?, preguntó José con espléndido desinterés. Y lo curioso era que, como más tarde Charlie se repitió a menudo, al afirmar él que había perdido la oportunidad de verla en
Santa Juana,
afirmaba al mismo tiempo que se debían el uno al otro el recuperar el terreno perdido.

Charlie respondió despreocupadamente. Lo más seguro es que haciendo de camarera en la zona de los teatros, le dijo: o repintando el piso. ¿Por qué?

José se mostró sumamente compungido.

–Pero, Charlie, eso tiene muy poca categoría. ¿No crees que tu talento merece una ocupación mejor que la de camarera? ¿Qué me dices de la enseñanza o la política? ¿No sería más interesante para ti?

Nerviosa, Charlie se rió con bastante grosería de su ingenuidad:

–¿En Inglaterra? ¿Con el desempleo que hay? Vamos, hombre. ¿Quién me va a pagar cinco mil libras al año por destruir el orden establecido? Yo
soy subversiva,
caray
.

Él sonrió. Parecía asombrado y nada convencido. Expresó con una carcajada su cortés protesta.

–Vaya, vaya, Charlie, pero
¿qué
me dices?

Dispuesta a enfadarse, ella volvió a mirarle a los ojos, de frente, como una táctica dilatoria.

–Lo que oyes. Soy persona
non grata.

–Pero ¿a quién estás subvertiendo tú, Charlie? -objetó él muy serio-. A decir verdad, me pareces una persona de lo más ortodoxo.

Cualesquiera que fueran sus creencias aquel día en concreto, ella tuvo la incómoda corazonada de que él la arrollaría si se ponían a discutir. Para protegerse, por lo tanto, optó por aparentar cansancio de todo.

–No sigas, José, ¿vale? -le advirtió con lasitud-. Estamos en una isla griega, ¿no? De vacaciones, ¿no? Tú deja en paz mis ideas políticas y yo no me meteré con tu pasaporte.

La indirecta fue suficiente. Cuando más temía no ejercer poder alguno sobre él, quedó impresionada y sorprendida a la vez de tenerlo. Llegaron sus bebidas y mientras sorbían su limonada, él le preguntó a Charlie si había visto muchas cosas antiguas durante su estancia en Grecia. Era una pregunta de mero interés general y Charlie la contestó con una volubilidad comparable. Ella y Long Al habían ido a pasar el día a Délos para visitar el templo de Apolo, dijo ella; era lo máximo que había hecho en Grecia. Se abstuvo de contarle que Alastair, borracho, se había puesto a pelear en el barco, o que el día había resultado una tortura, o que después ella se había pasado horas en las papelerías de la ciudad, leyendo todo cuanto ponía en las guías acerca de lo poco que había visto. Pero tuvo la astuta insinuación de que él ya lo sabía. Fue al sacar él a relucir el asunto del billete de regreso a Inglaterra cuando Charlie empezó a sospechar la existencia de una intención táctica detrás de su curiosidad. José le preguntó si podía verlo, y ella, encogiéndose de hombros, lo buscó. Él lo cogió de su mano y lo hojeó a conciencia examinando todos los detalles.

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