La chica del tambor (14 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Bien, yo creo que podrías utilizarlo desde Tesalónica sin problemas -dijo él por último-. ¿Y si llamo a un amigo mío que trabaja en una agencia de viajes y le pido que te lo arregle? Así podríamos viajar los dos juntos -explicó, como si aquella fuera la solución que ambos habían estado buscando desde hacía rato.

Ella no dijo nada. Interiormente sentía como si cada componente de su personalidad estuviera en pie de guerra con el otro: la niña peleándose con la madre, la buscona con la monja. Su ropa tenía un tacto áspero contra la piel, le ardía la espalda, pero aun así no tenía nada que decir.

–He de estar en Tesalónica dentro de una semana -explicó él-. Podríamos alquilar un coche en Atenas, ver Delfos y seguir juntos hacia el norte un par de días. ¿Qué te parece? -No parecía molestarle el silencio de ella-. Si lo planeamos bien, no creo que los turistas nos causen mucha molestia, si eso es lo que te preocupa. Cuando lleguemos a Tesalónica, puedes tomar un vuelo a Londres. Y si quieres, podemos conducir los dos. Sé de buena tinta que conduces de maravilla. Serías mi invitada, naturalmente.

–Naturalmente -dijo ella.

–Bueno ¿qué me dices?

Ella recordó todas las razones que había ensayado mentalmente para cuando llegara este u otro momento parecido, y las muchas frases concisas y terminantes de las que echaba mano cuando hombres mayores le hacían proposiciones amorosas. Pensó también en Alastair, lo tedioso de estar con él en cualquier parte que no fuese en la cama y últimamente también allí, en el nuevo capítulo de su vida que se había prometido a sí misma. Pensó en la monótona senda de mezquindad y fregoteo que le esperaba en Inglaterra con ahorros gastados, y que José, casual o arteramente, le había hecho recordar. Volvió a mirarle de reojo y no vio un solo destello de súplica por ninguna parte: «¿Qué me dices?» y nada más. Recordó su cuerpo ágil y vigoroso abriendo un solitario surco en el mar: «¿Qué me dices?» otra vez. Recordó el roce de su mano y el misterioso tono de aceptación en su voz -«Ah, ya, Charlie, encantado»- y la seductora sonrisa que apenas había vuelto a sus labios desde entonces. Y recordó cuántas veces le había pasado por la cabeza que si él se dejaba ir la detonación sería ensordecedora, lo cual, se decía a sí misma, era lo que le había atraído de él por encima de todo.

–No pienso dejar que se entere la pandilla -murmuró ella hablando para su copa-. Tendrás que escamotear la verdad como sea. Se partirían el culo de risa.

A lo que él replicó bruscamente que saldría a la mañana siguiente y lo arreglaría todo:

–Claro que si prefieres dejar a tus amigos a dos velas…

Joder, claro que lo prefería, dijo ella.

En ese caso, dijo José en el mismo tono práctico, eso era lo que le proponía (si lo había preparado todo de antemano o simplemente era así de rápido, Charlie no supo decirlo. En cualquier caso, le agradecía su precisión, aunque después se dio cuenta de que ya había contado con ello):

–Tú ve con tus amigos en barco hasta El Pireo. El barco atraca a primera hora de la tarde, pero esta semana es posible que haya retrasos debido a ciertas obras en el puerto. Poco antes de llegar, les dices que te propones pasar unos días sola en tierra. Es el tipo de decisión impulsiva que te ha hecho famosa. No se lo digas demasiado pronto porque se pasarían el resto de la travesía tratando de disuadirte de ello. Y no les cuentes gran cosa porque delataría una conciencia intranquila -añadió con la autoridad de quien la posee.

–Supón que estoy sin un céntimo -dijo ella antes de pararse a pensarlo, ya que Alastair, como de costumbre, se había gastado su dinero y el de ella. Con todo, le dieron ganas de morderse la lengua, y si él le hubiera ofrecido dinero en aquel momento ella se lo habría tirado a la cara. Pero José parecía presentirlo.

–¿Saben
ellos
que estás sin un céntimo?

–Claro que no.

–Entonces creo que tu excusa sigue en pie. -Y como si aquello zanjara la cuestión, José se metió el billete de avión en un bolsillo interior de su americana.

¡Eh, devuélveme eso!, gritó ella súbitamente alarmada. Pero no -aunque le vino de un pelo-, no en voz alta.

–Una vez te hayas librado de tus amigos, toma un taxi hasta la plaza Kolokotroni. -Se lo deletreó-. El viaje te costará unas doscientas dracmas. -Esperó a saber si eso sería un problema, pero no; le quedaban aún ochocientas, aunque ella no se lo dijo. Él repitió nuevamente el nombre de la plaza para comprobar que Charlie lo hubiera memorizado. Ella disfrutaba sometiéndose a su eficiencia militar. Justo al lado de la plaza dijo él, hay un restaurante con terraza en la calle. Le dio el nombre -Diógenes- y se permitió un humorístico rodeo: hermoso nombre, comentó, uno de los mejores de la historia, el mundo necesitaba más diógenes y menos alejandros. Él la esperaría en el Diógenes. No en la calle sino dentro del restaurante, se estaba más fresco y recogido. A ver, Charlie, repite: Diógenes. Y ella, ridícula, desapasionadamente, repitió.

–Contiguo al Diógenes está el hotel París. Si por cualquier cosa me retrasara, te dejaré un mensaje en la conserjería del hotel. Pregunta por Mr. Larkos. Es un buen amigo mío. Cualquier cosa que necesites, dinero o lo que sea, enséñale esto y él te lo dará. -José le entregó una tarjeta-. ¿Te acordarás de todo? Por supuesto que sí, tú eres actriz. Puedes recordar palabras, gestos, números, colores: todo.

«Empresas Richthoven -leyó Charlie-. Exportación», seguido del número de un apartado de correos de Viena.

Al pasar junto a un quiosco, sintiéndose maravillosa y peligrosamente viva, le compró a su condenada madre un mantel de ganchillo y a su ponzoñoso sobrino, Kevin, un gorro griego con borlas. Hecho esto, escogió una docena de postales la mayoría de las cuales envió al viejo Ned Quilley, su ineficaz agente en Londres, con jocosos mensajes escritos con la intención de ponerle en un aprieto delante de las señoras estiradas que componían el personal de su oficina: «Ned, Ned -escribió en una, «no me dejes sin partes-. Y en otra, «Ned, Ned, ¿puede hundirse una mujer deshonrada?» Pero en otra decidió escribir con sobriedad, hablándole del continente. «Ya era hora de que la pequeña Chas hiciese un poquito de cultura, Ned», explicó ella, haciendo caso omiso de sus instrucciones sobre no contar demasiado. En el momento de cruzar la calle y echarlas al buzón, Charlie tuvo la sensación de que la observaban, pero al darse la vuelta fingiendo para sus adentros que iba a toparse con José, no vio más que al muchacho hippy de pelo pajizo, el que siempre andaba pegado a la familia y había presidido la partida de Alastair. Iba por la calle detrás de ella, arrastrando los brazos como un mono. Al reparar en ella, el chico levantó lentamente la mano izquierda en un gesto mesiánico. Ella devolvió el saludo y se rió. Este pobre diablo tiene un mal viaje y no puede bajar, pensó ella condescendiente, mientras echaba las postales al buzón de una en una. Creo que debería hacer algo por él.

La última postal era para Alastair y estaba llena de falsos sentimientos, pero no la leyó de cabo a rabo. Especialmente en momentos de incertidumbre o de cambio, o cuando estaba a punto de hacer algo atrevido, le iba bien pensar que su querido, inútil y borrachín Ned Quilley, que cumpliría ciento cuarenta años próximamente, era el único hombre al que había amado de verdad.

4

Kurtz y Litvak se presentaron en las oficinas de Ned Quilley en Soho un brumoso y húmedo viernes a mediodía -visita de carácter social con negocios como objetivo-, tan pronto supieron que el número de José y Charlie había empezado sin problemas. Estaban al borde de la desesperación desde la bomba de Leiden, los gruñidos de Gavron los perseguían las veinticuatro horas; en sus mentes no había otro sonido que el inexorable tictac del maltrecho reloj de Kurtz. Pero en apariencia, eran sólo dos americanos corrientes, respetables y bien diferenciados de origen centroeuropeo con sus flamantes Burberrys empapados, uno de ellos regordete, con una arrolladora manera de andar y algo de capitán de barco, y el otro larguirucho, joven y un poco insinuante, con una particular sonrisa académica. Se identificaron como Gold y Karman de la firma GK Creations Incorporated, y su papel de carta, apresuradamente preparado, lucía para demostrarlo un monograma azul y oro como un alfiler de corbata estilo años treinta. Habían concertado la cita desde la embajada pero como si fuera desde Nueva York, hablando personalmente con una de las damiselas de Quilley, y acudieron a la hora en punto como los serios hombres de negocios que no eran.

–Somos Gold y Karman -dijo Kurtz a la senil recepcionista de Quilley, Mrs. Longmore, exactamente a las doce menos dos minutos, abordándola nada más entrar de la calle-. Estamos citados con Mr. Quilley a las doce. No, gracias, querida, nos quedamos de pie. ¿Fue con usted que hablamos, por casualidad?

Con ella no, dijo Mrs. Longmore, como si estuviera hablando con un par de locos. Las citas eran competencia de una tal Mrs. Ellis.

–Desde luego que sí, querida -dijo Kurtz, impávido.

Y así era como solían operar en estos casos: más o menos oficialmente, con el rechoncho Kurtz llevando el ritmo y el flaco Litvak soplando flojito detrás de él con su ardiente sonrisa particular.

La escalera que llevaba al despacho de Ned Quilley era empinada y no tenía alfombra, y la mayoría de caballeros americanos que Mrs. Longmore había visto en sus cincuenta años de experiencia en el puesto, gustaban de hacer algún comentario irónico y tomarse un respiro en el recodo. Pero Gold no, y Karman tampoco. Aquellos dos, como ella pudo ver desde su ventanilla, subieron las escaleras a toda prisa y desaparecieron como si en la vida hubieran visto un ascensor. Debe de ser cosa del
footing, se
dijo, mientras volvía a coger su labor de punto, a cuatro libras la hora. ¿No era eso lo que hacían en Nueva York a todas horas, dar vueltas a Central Park corriendo, pobrecillos, esquivando pervertidos y perros sueltos? Había oído decir que muchos morían en el intento.

–Caballero, somos Gold y Karman -dijo Kurtz por segunda vez cuando el menudo Ned Quilley les abrió alegremente la puerta-. Yo soy Gold. -Y su manaza derecha cayó sobre la del pobre Ned-. Es un honor conocerle. Tiene usted una magnífica reputación en el oficio.

–Y yo soy Karman, señor -aclaró Litvak, mirando desde encima del hombro de Kurtz. Pero Litvak no tenía derecho a besamanos: ya se había ocupado Kurtz por los dos.

–Qué me dice usted, querido colega -protestó Ned con el encanto de su modestia eduardiana-. Santo Dios, el honor es
todo
mío. -Y les condujo hacia la alargada ventana de guillotina, la legendaria Ventana de Quilley de los días de su padre, desde donde, como decía la tradición, se sentaba uno a contemplar el mercado de Soho bebiendo el jerez del viejo Quilley y viendo cómo se movía el mundo mientras uno cerraba bonitos negocios para el viejo Quilley y su clientela. Pues Ned Quilley, a sus sesenta y dos años, seguía siendo un buen hijo. No pedía otra cosa que ver prolongarse el ameno modo de vida paterno. Ned Quilley era un hombrecillo de cabellos blancos, gentil, con algo de ayuda de cámara -como suele ocurrirle a la gente fascinada por el teatro-, un curioso defecto en un ojo, mejillas sonrosadas y aire a la vez inquieto y tardo.

–Demasiada lluvia para las putas, me temo -afirmó, agitando con decisión una mano elegante y menuda en dirección a la ventana. En opinión de Ned, la flema lo era todo en la vida-. Por norma, en esta época del año suele irles bien el negocio. Gordas, negras, amarillas, de todas las formas y tamaños imaginables. Hay una que lleva aquí más años que yo. Mi padre solía darle una libra por Navidad. Me parece que no haría gran cosa con una libra en los tiempos que corren. ¡No! ¡Claro que no!

Mientras los otros dos se reían obedientemente con él, Ned extrajo de su cuidada estantería alta un frasco de jerez, olisqueó el tapón con diligencia y llenó por la mitad tres copas de cristal mientras los otros le miraban. Enseguida se percató de que le observaban atentamente. Tuvo la sensación de que le estaban tasando, evaluando su mobiliario y el despacho. Le sobrevino una idea espantosa, algo que había tenido ya en la cabeza desde que recibiera su carta.

–Oigan, ¿no pretenderán comprarme la tienda o algo semejante, verdad? -preguntó nervioso.

Kurtz soltó una sonora y reconfortante carcajada:

–Ned, puede estar seguro de que no pretendemos comprarle nada. -Litvak se rió también.

–Bueno, menos mal -afirmó en serio, Ned, repartiendo las copas-, ¿Sabían que este tipo de operaciones están a la orden del día? A
cada
momento recibo llamadas de sujetos que no conozco de nada ofreciéndome dinero. Todas las empresas pequeñas o antiguas (casas decentes) están siendo engullidas como… en fin, como lo que sea. Es chocante. Bien, buena suerte. Y bienvenidos -afirmó, sin dejar de menear la cabeza desaprobadoramente.

Ned siguió adelante con la ceremonia de presentación. Les preguntó dónde se hospedaban y Kurtz dijo que en el Connaught y, oiga, Ned, les había encantado, se habían sentido como en casa desde el primer momento. Esto era cierto; se habían registrado expresamente en ese hotel, y Misha Gavron se iba a caer de culo en cuanto viera la factura. Ned les preguntó si habían encontrado la manera de ocupar el ocio, y Kurtz contestó que estaban disfrutando cada minuto de su estancia en Londres. Mañana salían para Munich.

–¿Munich? Dios Santo, pero ¿qué diantre van a hacer
allí
? -preguntó Ned, haciéndose el viejo que era, haciéndose el anacrónico dandy que no entiende nada-. ¡Caramba, ustedes prácticamente no se bajan del avión!

–Dinero del productor asociado -replicó Kurtz como si eso lo explicara todo.

–Mucho dinero -añadió Litvak, hablando con una voz tan suave como su sonrisa-. La escena alemana se mueve, Mr. Quilley. Y cada vez está más y más arriba.

–Oh, estoy seguro de ello. Oh, eso dicen -reconoció Ned, indignado-. Son una primera potencia, hay que admitirlo. En todo. La guerra ya está olvidada y bien barrida bajo la alfombra…

Con un misterioso instinto para actuar futilmente, Ned hizo ademán de volver a llenar las copas fingiendo no haber notado que estaban virtualmente intactas. Luego, sonrió tontamente y dejó el frasco. Era una botella de barco del siglo xviii, con una base ancha para mantenerlo en equilibrio con el balanceo del mar. Muy a menudo, cuando venía a verle algún extranjero, Ned insistía en explicar ese detalle para que se sintiera a gusto. Pero esa exagerada atención suya le contuvo, y sólo se produjo un pequeño silencio seguido de un crujir de sillas. Afuera, la lluvia se había convertido en una niebla torrencial.

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