La chica del tambor (17 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Litvak, el socio menor del gran letrado, había tomado las riendas del interrogatorio: el tono más veloz indicaba las ganas de concluir el caso.

–Dígame, Mr. Quilley, ¿guarda usted en su agencia documentos oficiales sobre todos sus clientes? ¿Archivos?

–Bien, Mrs. Ellis sí, estoy seguro -dijo Ned-. En algún lado estarán.

–¿Hace mucho que Mrs. Ellis se ocupa de ello?

–Sí, mucho. Estaba aquí ya en tiempos de mi padre.

–¿Y qué clase de información es la que guarda? ¿Cosas como honorarios, gastos, comisiones, etc.? ¿Esos archivos contienen simplemente árido papeleo comercial?

–Oh, no, por Dios. Ella guarda de todo. Los cumpleaños, las flores que les gustan, los restaurantes. En uno de los archivos se ha llegado a encontrar un zapato de baile. Los nombres de los hijos. Los perros. Recortes de prensa. Material de todo tipo.

–¿Cartas personales?

–Sí, por supuesto.

–¿De su propia mano? ¿Sus propias cartas, de años y años?

Kurtz parecía desconcertado. Así lo decían sus cejas eslavas; estaban aglomerándose en una sola y dolorida línea sobre el puente de la nariz.

–Karman, creo que Mr. Quilley nos ha dedicado ya suficiente tiempo y experiencia por hoy le dijo severamente a Litvak-. Si necesitáramos más información, estoy seguro de que Mr. Quilley nos la proporcionará más adelante. Mejor aún, si Charlie está dispuesta a hablar de todo esto con nosotros, ella misma nos dirá lo que necesitamos. Ned, ha sido un acontecimiento realmente memorable. Gracias, caballero.

Pero no era tan fácil contentar a Litvak. Tenía una tozudez de adolescente:

–Mr. Quilley no tiene secretos por parte nuestra -exclamó-. Caray, Mr. Gold. Sólo le estoy preguntando lo que el mundo sabe ya, y lo que nuestros especialistas pueden averiguar en medio segundo con su ordenador. Usted sabe que tenemos prisa. Si hay papeles, cartas suyas, sus propias palabras, circunstancias atenuantes, pruebas tal vez de un cambio de actitud, ¿por qué no hacemos que nos las enseñe Mr. Quilley? Si él no tiene inconveniente. Si lo tiene, ya es otra cuestión -añadió, lanzando una antipática indirecta.

–Karman, estoy seguro de que Ned no tiene inconveniente -dijo Kurtz con firmeza, como si aquélla no fuera la cuestión. Luego meneó la cabeza como para expresar que jamás se acostumbraría a estos jóvenes de hoy, tan impulsivos.

Había dejado de llover. Iban uno a cada lado del menudo Quilley, acompasando cuidadosamente sus ágiles pasos a los más vacilantes de él. Ned estaba atontado, afligido, acongojado por una sensación de alcohólico presagio que los húmedos humos del tráfico no conseguían disipar. Pero ¿qué diablos quieren?, se preguntaba todo el rato. Primero le ofrecen a Charlie el oro y el moro, y luego se meten con sus estúpidas ideas. Y ahora, por razones que había dejado de recordar, le proponían consultar el expediente, que no era tal expediente en absoluto, sino una colección inconexa de recuerdos, competencia exclusiva de una empleada demasiado vieja para la jubilación. Mrs. Longmore, la recepcionista, les observó al llegar, y Ned se dio cuenta por su mirada reprobadora que él se había puesto algo más que las botas durante la comida. Al diablo con ella. Kurtz insistió en que Ned subiera las escaleras delante de ellos. Desde su despacho, donde prácticamente le pusieron la pistola en el pecho, telefoneó a Mrs. Ellis para pedirle que trajese los papeles de Charlie a la sala de espera y los dejase allí.

–¿Quiere que llamemos a la puerta cuando terminemos, Mr. Quilley? -preguntó Litvak, como quien está a punto de practicar un parto.

Y lo último que Ned supo de los dos fue que estaban sentados ante la mesa redonda de palisandro de la sala de espera, rodeado por al menos seis asquerosas cajas marrones de las que utilizaba Mrs. Ellis, por cuyo aspecto se podía pensar que las habían rescatado de algún bombardeo. Como un par de recaudadores, ambos estaban absortos en las mismas sospechosas cifras, lápiz y papel a mano, y Gold, el rechoncho, con la chaqueta sacada y aquel impresentable reloj suyo puesto a su lado sobre la mesa como si estuviera calculando lo que tardaba en hacer sus abominables cálculos. Después, Quilley debió de quedarse dormido un rato. A las cinco se despertó con un sobresalto y descubrió que no había nadie en la sala de espera. Y al llamar a Mrs. Longmore por el interfono, ésta le respondió sarcásticamente que sus invitados habían preferido no molestarle.

Ned no se lo contó a Marjory enseguida.

–Ah,
ésos
-dijo cuando ella le preguntó aquella misma noche-. Dos pesados. Bah, coordinadores de reparto, creo, van camino de Munich. No hay de qué preocuparse.

–¿Judíos?

–Sí, supongo que judíos. Mucho, en realidad. -Marjory asintió como si ya lo supiera-. Pero en extremo simpáticos -dijo Ned, un poco a destiempo.

Marjory visitaba cárceles en sus horas libres, y las decepciones de Ned no tenían secreto para ella. Pero esperó su momento propicio. Bill Lochheim era el corresponsal de Ned en Nueva York y su único socio americano. Ned le telefoneó al día siguiente. El viejo Loch no había oído hablar de ellos pero informó oportunamente a Ned de lo que éste sabía ya: Gold amp; Karman eran nuevos en el oficio, tenían algunos patrocinadores, pero a los independientes se les consideraba ahora gente indeseable. A Ned no le gustó el tono de voz del viejo Loch. Daba la impresión de que alguien había estado abusando de él; Quilley no, desde luego, pues no era su estilo, sino alguien más, algún tercero en discordia a quien Loch había consultado. Quilley llegó a tener la extraña sensación de que él y el viejo Loch, de alguna manera, estaban en el mismo barco. Con asombrosa valentía, Ned llamó con algún pretexto al teléfono de Gold amp; Karman en Nueva York. El número correspondía a una dirección comercial para compañías de fuera de la ciudad: no daban información sobre sus clientes. Ahora bien, Ned no hacía otra cosa que pensar en sus dos visitantes y en la comida. Ojalá les hubiera enseñado la puerta, pensaba. Telefoneó al hotel de Munich que ellos habían mencionado y le salió un malhumorado director. Herr Gold y herr Karman habían pernoctado una noche pero habían partido a la mañana siguiente por un inesperado asunto de negocios, le dijo de mala gana (pero, entonces, ¿por qué se lo dijo?). Siempre demasiada información, pensó Ned. O demasiado poca. Y los mismos indicios de que eran un par de sujetos haciendo algo que no les convenía. Un productor alemán que Kurtz había mencionado dijo que eran «buenas personas, muy respetables, oh sí, muchísimo». Pero al preguntar Ned si habían visitado Munich recientemente y en qué proyectos estaban asociados, el productor se volvió hosco y prácticamente le colgó el teléfono.

Quedaban los colegas de Ned en el campo de los agentes artísticos. Ned les consultó a regañadientes y aparentando que la cosa no tenía importancia, haciendo preguntas poco concretas y dejando espacios en blanco por todas partes.

–El otro día conocí a un par de americanos simpatiquísimos -le confió por último a Herb Nolan, de Lomax Stars, parándose a saludarlo mientras comía en el Garrick-, Venían buscando alguna ganga para una serie televisiva de altos vuelos que están montando. Gold y no sé cuántos. ¿Les has visto tú por casualidad?

Nolan se rió.

–Fui yo el que te los mandó, muchacho. Querían saber algo de unos espantajos míos, y luego me preguntaron por Charlie, si pensaba que ella podría llegar hasta el final. Y yo se lo dije, claro que sí.

–¿Qué le dijiste?

–¡«Lo más seguro es que acabe con todos nosotros», les dije! ¿Qué te parece?

Deprimido por la mala calidad del humor de Herb Nolan, Ned no quiso saber más. Pero la misma noche, después que Marjory le sacara la inevitable confesión, decidió seguir compartiendo con ella sus preocupaciones.

–Tú no sabes la prisa que tenían -dijo-. Incluso para ser americanos, su energía era excesiva. Se portaron conmigo como dos policías. Primero uno y luego el otro. Dos malditos sabuesos, eso es lo que son -añadió cambiando de símil-. Sigo pensando que debería acudir a las autoridades.

–Pero, cariño -replicó Marjory al fin-. Por lo que cuentas, tal parece que eran
ellos
la autoridad.

–He pensado que le escribiré -afirmó Ned con convicción-. Tengo la firme intención de escribirle y de prevenirla, por si acaso. Puede que esté en un apuro.

Pero aunque lo hubiera hecho, habría llegado demasiado tarde. Menos de cuarenta y ocho horas después Charlie partía hacia Atenas para acudir a su cita con José.

De modo que lo habían conseguido una vez más; en apariencia, era una mera diversión comparada con el verdadero ataque de penetración; y terriblemente peligrosa, como Kurtz fue el primero en conceder cuando aquella misma noche informó modestamente de su triunfo a Misha Gavron. Pero, a ver, Misha, ¿qué otra cosa podíamos hacer? ¿De dónde podíamos haber sacado tal acumulación de correspondencia valiosa? Habían estado buscando afanosamente otros destinatarios de las cartas de Charlie: amigos, amigas, su condenada madre, una antigua maestra; se habían hecho pasar en un par de ocasiones por una empresa comercial interesada en adquirir los manuscritos y cartas autógrafas de la futura estrella. Hasta que, con el consentimiento a contrapelo de Gavron, Kurtz dijo hasta aquí hemos llegado. Es mejor dar un buen golpe, decretó, que muchos pequeños y peligrosos.

Por otra parte, Kurtz necesitaba cosas intangibles. Necesitaba sentir la tibieza y la textura de su presa. ¿Quién mejor que Quilley, así pues, con su larga e inocente experiencia de ella, para proporcionárselas? De modo que Kurtz se salió con la suya y golpeó a conciencia. A la mañana siguiente, tal como le había dicho a Quilley, voló a Munich, si bien la producción en que estaba metido no era del carácter que él le había hecho creer. Fue a visitar sus dos pisos francos; insufló nuevos ánimos a sus hombres. Por añadidura, concertó una agradable entrevista con el doctor Alexis: otro largo almuerzo durante el cual hablaron casi de nada importante, pues ¿qué otra cosa necesitan dos viejos amigos aparte de la presencia del otro?

Y de Munich Kurtz volaría a Atenas, continuando su marcha hacia el sur.

5

El barco llegaba a El Pireo con dos horas de retraso, y de no ser porque José se había embolsado su pasaje de avión, Charlie podría haberle plantado tranquilamente allí mismo. Pero también es posible que no lo hubiera hecho, pues bajo su apariencia exterior Charlie tenía que lidiar con una falta de independencia emocional que a menudo pasaba desapercibida a quienes estaban con ella. Por un lado, había tenido demasiado tiempo para pensar, y aun cuando se había convencido de que el fantasmal espectador de Nottingham, York y el East End londinense era otro hombre o ni siquiera un hombre, seguía oyendo en su interior una voz inquietante que no había manera de acallar. Por otro lado, revelar sus planes a la familia no había sido tan sencillo como José se lo había pintado. Lucy se había echado a llorar y le había obligado a aceptar dinero: «Mis últimos quinientos dracmas, Chas, todos para ti.» Willy y Pauly, borrachos, se habían puesto de rodillas en el muelle ante una audiencia calculada en millares de espectadores: «Chas, Chas, ¿cómo puedes hacernos esto?» Para escapar, ella había tenido que abrirse paso a golpes entre un sinfín de risitas falsas y recorrer el resto del camino con la correa de su bolso rota, la guitarra bajo el otro brazo y necias lágrimas de remordimiento inundándole la cara. Quien le salvó fue, ni más ni menos, el hippy de pelo pajizo de Mykonos, que debía haber hecho la travesía con los demás, aunque ella no le había visto. El chico, que pasaba por allí en un taxi, la hizo subir y la dejó después a Unos cincuenta metros de su destino. Era sueco y se llamaba Raoul, le dijo. Su padre estaba en Atenas en viaje de negocios. Raoul confiaba en darle un sablazo para poder comer. Charlie se sorprendió de verle tan lúcido y de que no mencionara a Jesús ni una sola vez.

El restaurante Diógenes tenía un toldo azul. Un chef de cartón grueso le indicó por señas que entrara.

Charlie sopesó lo que iba a decir: Lo siento, José, te has equivocado de sitio y de momento. Lo siento, José, ha sido un bonito sueño pero la fiesta ha terminado y Chas ha de irse a Londres, así que voy a recuperar mi pasaje y largarme.

O tal vez escogería el camino fácil y le diría que le habían ofrecido un papel.

Con sus téjanos raídos y sus botas rasguñadas que la hacían sentir como una perdida, fue dando tumbos entre las mesas de la terraza hasta que llegó a la puerta interior. En fin, se habrá marchado, se dijo: ¿quién espera dos horas hoy en día para echar un polvo? -el pasaje lo tiene el conserje de al lado-. Puede que eso me enseñe a andar cazando
play-boys
de playa por las calles de la Atenas nocturna, pensó. Para agravar las cosas, Lucy la había forzado la noche pasada a aceptar unas cuantas detestables píldoras más, que primero la habían encendido como una bombilla y después la habían dejado caer por un agujero oscuro del que todavía intentaba salir. Charlie no solía echar mano de aquellas sustancias, pero el hecho de ir de un amante a otro, como ahora empezaba a interpretarlo, la había vuelto vulnerable.

Estaba a punto de entrar en el restaurante cuando dos griegos prorrumpieron en carcajadas al verla con el bolso roto. Charlie se abalanzó hacia ellos y los insultó con furor, llamándolos cerdos sexistas. Temblorosa, empujó la puerta con el pie y entró. De repente el aire se volvió fresco, cesaron los murmullos de la acera; se encontraba en un restaurante artesonado, en penumbra, y allí en su propio rincón de oscuridad estaba San José de la Isla, sujeto odioso y conocido autor de toda su culpa y su turbación, con un café griego a mano y un libro de bolsillo abierto frente a él.

Ni me toques, le advirtió ella mentalmente al ir hacia él. No des nada por sentado. Estoy cansada y hambrienta, estoy que muerdo, y he renunciado al sexo para los próximos doscientos años.

Pero lo máximo que él le tocó fue la guitarra y el bolso roto. Y lo máximo que le dio fue un raudo y franco apretón de manos desde el otro lado del océano. Así pues, ella no pudo decir otra cosa que «Llevas una camisa de seda». Lo cual era cierto: una de color crema con gemelos dorados grandes como chapas de botella. «Pero ¿te has visto bien, José? -exclamó ella al ver el resto de la chatarra que llevaba encima-: cadena de oro, reloj de oro… ¡me doy la vuelta un momento y te buscas una protectora millonaria!» Todo lo cual brotó de Charlie en un tono medio histérico, medio agresivo, tal vez con el propósito instintivo de hacerle sentir tan incómodo respecto a su atuendo como ella se sentía del suyo propio. ¿Y qué espero yo que lleve encima?, se preguntó furiosa, ¿su maldito bañador de monje y su cantimplora?

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