La chica del tambor (21 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Tras una pausa lo bastante larga para como que ella lanzara una nueva avalancha de improperios, Kurtz sonrió ampliamente y prosiguió:

–Charlie, no me cabe duda de que tienes un montón de preguntas que hacernos, y te aseguro que las responderemos a su debido tiempo lo mejor que podamos. Mientras tanto permite que te demos al menos un par de referencias básicas. Te preguntas quiénes somos. -Esta vez no hizo ninguna pausa, pues le interesaba mucho menos estudiar el efecto de sus palabras que utilizarlas para obtener un dominio amistoso del curso de los acontecimientos y también de ella-. En primer lugar, Charlie, somos gente honrada, como ha dicho José, buenas personas. En ese sentido, como la gente buena y honrada de todo el mundo, supongo que podrías llamarnos con cierta lógica personas no sectarias, no alineadas y hondamente preocupadas, como tú, por el rumbo que está tomando el mundo. Si además añado que somos ciudadanos israelíes, confío en que no empieces a sacar espuma por la boca, o a vomitar o a saltar por la ventana, a menos que estés personalmente convencida de que Israel debería ser anegada por el mar, barrida por el napalm o entregada como un paquete de regalo tal o cual insidiosa organización árabe de las muchas que se empeñan en borrarnos del mapa. -Al notar en Charlie un secreto acobardamiento, Kurtz no perdió un segundo en arremeter contra él-. ¿Es eso lo que tú crees? -preguntó, bajando la voz-. Tal vez sí. ¿Por qué no nos dices lo que piensas al respecto? ¿Te gustaría levantarte ahora mismo? ¿Irte a casa? Tienes un pasaje de avión, si no me he informado mal. Te daremos dinero. Tú decides.

Una gélida inmovilidad descendió sobre Charlie, disimulando el caos y el momentáneo terror que sentía. Que José era judío no lo había dudado desde su abortado interrogatorio en la playa de Mykonos. Pero para ella, Israel era una confusa abstracción que le despertaba a la vez un sentimiento protector y otro hostil. Jamás se le había pasado por la cabeza que alguna vez pudiera ponérsele delante de las narices en toda su cruda realidad.

–Entonces ¿qué es esto, vamos a ver? -quiso saber ella, sin prestar oídos a la oferta de Kurtz de interrumpir un trato antes de que éste se hubiera planteado siquiera-. ¿Un destacamento de soldados? ¿Una incursión de castigo? ¿Me vais a poner los electrodos o qué? ¿Qué gran idea se os ha ocurrido?

–¿Alguna vez has conocido a un israelí? -le preguntó Kurtz.

–Que yo sepa, no.

–En general ¿tienes alguna objeción de tipo racial hacia los judíos? Judíos, judíos, y punto. ¿No te parece que olemos mal o que no sabemos comportarnos en la mesa? A ver, habla. Somos comprensivos con estas cosas.

–No digas chorradas, hombre. -Le había fallado la voz, ¿o era su oído?

–¿Dirías que te encuentras entre enemigos?

–Pero, ¿cómo se te ocurre semejante cosa? Verás, todo aquel que me secuestra es un amigo de por vida -replicó ella, y para su sorpresa se ganó una espontánea carcajada a la que todos parecían sumarse. Excepto José que seguía atareado con su lectura, como ella podía percibir por el tenue roce de las páginas.

Kurtz la acosó un poco más.

–Pues ya puedes estar tranquila por nosotros -le instó, sin abandonar su expresión radiante-. Olvidemos que estás de algún modo cautiva. ¿Puede sobrevivir Israel o debemos hacer todos las maletas y volvernos a nuestros antiguos países para empezar de cero otra vez? ¿Acaso te gustaría más si escogiéramos una parte del África Central… o de Uruguay? Egipto no, gracias, ya lo intentamos una vez y no nos salió bien. ¿O hemos de dispersarnos una vez más por los guetos de Europa y Asia a la espera del próximo pogromo? ¿Qué dices tú, Charlie?

–Yo solo quiero que dejéis en paz a esos malditos árabes, pobre gente -dijo ella, haciendo un nuevo quite.

–Estupendo. ¿Y eso cómo habría que hacerlo?

–Dejando de bombardear sus campamentos, de sacarlos de sus tierras, de arrasar sus poblados, de torturarlos.

–¿Alguna vez has mirado un mapa de Oriente Medio?

–Por supuesto que sí.

–Y al mirar ese mapa, ¿no has deseado nunca que los árabes nos dejaran en paz a nosotros? -dijo Kurtz, tan peligrosamente alegre como antes.

Y a su miedo y su confusión, vino a añadirse ahora un mero engorro, lo cual probablemente Kurtz pretendía. Frente a hechos tan evidentes, sus frívolas frases tenían una vulgaridad de colegiala. Se sentía como el tonto que sermonea al sabio.

–Yo sólo quiero paz -dijo estúpidamente, aunque, en efecto, eso era verdad. De vez en cuando se imaginaba una Palestina mágicamente restituida a aquellos que habían sido ahuyentados de allá a fin de dejar paso a unos guardianes europeos y más poderosos.

–En ese caso, ¿por qué no vuelves a echar una ojeada al mapa y te preguntas qué es lo que quiere
Israel
? -le aconsejó Kurtz, y se calló para tomarse un respiro que fue como un minuto de silencio por los seres queridos que no están esta noche con nosotros.

Y ese silencio fue más extraordinario cuanto más duraba, puesto que quien contribuyó a mantenerlo fue la propia Charlie. Ella, que minutos antes había puesto el grito en el cielo y en la tierra, no tenía de repente nada que añadir. Y fue Kurtz, no Charlie, quien rompió el hechizo con algo que sonó como unas declaraciones a la prensa preparadas de antemano.

–No estamos aquí para meternos con tus ideas, Charlie. Puede que no me creas, a estas alturas (¿por qué ibas a hacerlo?), pero nos
gustan
tus ideas políticas. En todos sus aspectos. En todas sus paradojas y su buena intención. Las respetamos tanto como las necesitamos; no nos burlamos de ellas en absoluto y confío en que a su tiempo volveremos sobre ellas y las discutiremos de un modo abierto y constructivo. Nuestras miras van dirigidas a tu natural humanidad eso es todo. Apuntamos a tu bueno, inquieto y humano corazón. A tus sentimientos. A tu sentido de lo correcto. Tenemos intención de no pedirte nada que pueda en modo alguno estar en pugna con tus serias y arraigadas preocupaciones éticas. Respecto a tus
polémicas
ideas políticas (el nombre que das a tus creencias), bien, preferiríamos dejarlas en el tintero. Tus creencias propiamente dichas (cuanto más confusas, más irracionales y
mus frustradas),
las respetamos totalmente. Teniendo esto presente, seguro que querrás quedarte un poco más con nosotros y oír cuanto tengamos que decirte. Una vez más, Charlie enmascaró su respuesta mediante un nuevo ataque:

–Si José es israelí -preguntó con aires de exigencia-, ¿qué demonios hace yendo por ahí en un cochazo árabe?

La cara de Kurtz se resquebrajó en aquel sinfín de surcos y arrugas que habían conseguido despistar tanto a Quilley.

–Es robado, Charlie -contestó alegremente, y su confesión fue seguida de otra ronda de carcajadas por parte de los muchachos, en la que Charlie estuvo tentada de participar-. Y seguro que
ahora,
querrás saber -dijo, anunciando de paso como si tal cosa que el tema palestino quedaba relegado, al menos de momento, a ese tintero del que había hablado antes- qué pintas aquí en medio y por qué te han hecho venir por la fuerza de un modo tan tortuoso como falto de ceremonia. Yo te lo diré, Charlie. La razón es que queremos ofrecerte un trabajo. Un trabajo de
actriz.

Había llegado a aguas tranquilas y su dadivosa sonrisa daba a entender que lo sabía. Ahora hablaba lema y deliberadamente, como quien anuncia el nombre de los afortunados ganadores:

–El mejor papel que hayas tenido en tu vida, el más exigente, el más difícil, seguramente el más peligroso y seguramente el más importante. Y no hablo en términos de dinero. Tendrás dinero en abundancia, eso no es problema, di tú misma la cifra. -Con su grueso antebrazo desechó toda consideración de carácter económico-. El papel que tenemos pensado para ti combina tus dotes humanas y las profesionales, Charlie. Tu talento y tu ingenio. Tu excelente memoria. Tu valentía. Pero también esa cualidad humana a la que antes me he referido. Tu calidez. Te hemos escogido a ti, Charlie, te hemos dado el papel. Estuvimos mirando muchas candidatas de multitud de países. El resultado eres tú, y es por eso que estás aquí. Entre admiradores. Todos los aquí presentes hemos visto tu trabajo, todos te admiramos. Que queden las cosas claras. Por nuestra parte no hay hostilidad de ningún tipo. Lo que hay es cariño, admiración y esperanza. Escúchanos hasta el final. Como tu amigo José ha dicho, somos buenas personas, igual que tú. Te queremos y te necesitamos. Y ahí fuera hay personas que van a necesitarte más aún que nosotros.

La voz de Kurtz había dejado un vacío. Ella había conocido actores, sólo unos pocos, cuyas voces hacían eso. Era una presencia física, se convertía en una adicción por su despiadada benevolencia, y cuando cesaba, como había sucedido ahora, le dejaba a uno desamparado. Primero es Al el que consigue un gran papel, pensó, en un instintivo arrebato de júbilo, y ahora yo. La locura de la situación seguía estando bastante clara para ella, pero eso era todo lo que podía oponer a esa sonrisa de excitación que le cosquilleaba las mejillas pugnando por salir al exterior.

–De modo que así es como hacéis vosotros el
casting,
¿eh? -dijo, otra vez en un tono escéptico-. Les dais un porrazo en la cabeza y los traéis a rastras con las esposas puestas. Para vosotros debe de ser normal…

–Charlie, nadie te está diciendo que esto sea una obra dramática en el sentido convencional -replicó tranquilamente Kurtz, dejándole a ella la iniciativa una vez más.

–De todos modos, ¿un papel en qué? -dijo ella, forcejeando aún con la sonrisa.

–Llamémoslo teatro.

Se acordó de José y de lo serio que se puso al cortar toda referencia al teatro de lo real.

–Entonces se trata de una obra -dijo ella-. ¿Por qué no hablar claro?

–En cierto modo es una obra -concedió Kurtz.

–¿Quién la escribe?

–Nosotros ponemos la trama, José hace los diálogos. Con tu colaboración, claro está.

–¿Y el público? -Hizo un ademán en dirección a las sombras-. ¿Estos chicos tan monos…?

La solemnidad de Kurtz fue tan súbita y terrible como su benevolencia. Sus manos de obrero se unieron sobre la mesa, la cabeza avanzó por encima de ellas, y ni el escéptico más impenitente habría negado la convicción que había en sus gestos:

–Charlie, ahí fuera hay gente que no verá nunca la obra, que no sabrá siquiera que ha empezado, pero que estarán en deuda contigo mientras vivan. Personas inocentes, gente por la que siempre te has preocupado, con las que has intentado comunicarte, a quien has querido ayudar. Para lo que pueda venir a partir de este momento, debes mantener esa idea en la cabeza, o te aseguro que acabarás desorientada.

Ella intentó apartar la vista. Su retórica era demasiado elevada, imparable. Deseó que el blanco hubiera sido otro cualquiera, no ella.

–¿Quién eres tú para decidir quién es inocente y quién no? -preguntó con grosería, forzándose de nuevo a contrarrestar la marea de su persuasión.

–¿Te refieres a mí como israelí, Charlie?

–Me refiero a ti -replicó ella, eludiendo el terreno peligroso.

–Yo prefiero darle un poco la vuelta a tu pregunta y decir que, a nuestro modo de ver, uno ha de ser muy culpable para que su muerte sea necesaria.

–¿Cómo quién por ejemplo? ¿Quién necesita morir? ¿Esos pobres diablos a los que matáis en la orilla occidental, o los que caen bajo las bombas en Líbano? -¿Cómo diantre se habían puesto a hablar de la muerte?, se preguntó en el momento mismo de plantear la cuestión. ¿Había empezado él?, ¿ella? Daba lo mismo. Él estaba ya sopesando su respuesta.

–Sólo quienes rompen completamente el vínculo humano, Charlie -replicó Kurtz con un énfasis sereno-, Ellos sí merecen morir.

Ella siguió replicándoles con testarudez:

–¿Hay judíos así?

–Judíos, sí. Israelíes seguramente también, pero nosotros no somos de esa clase y, afortunadamente, no es ése el problema que nos ocupa ahora.

Kurtz poseía autoridad para hablar así. Tenía esas respuestas que buscan los niños. Sabía de qué hablaba y todos los presentes, incluida Charlie, eran conscientes de ello: era un hombre que sólo comerciaba en cosas de las que tenía experiencia. Cuando preguntaba algo, es que él mismo se lo había preguntado antes. Cuando daba órdenes, es que había obedecido órdenes de otros. Cuando hablaba de la muerte, era evidente que la muerte le había pasado muy cerca, y que en cualquier momento podía cruzarse de nuevo en su camino. Y cuando optaba por hacerle una advertencia a Charlie, como ahora, estaba claro que conocía los peligros que mencionaba.

–No te confundas Charlie, nuestra obra no es de entretenimiento -le dijo con seriedad-. No hablo de bosques encantados. Cuando se apaguen las luces sobre el escenario, será de noche en la calle. Cuando los actores rían, será que están contentos, y cuando lloren será que están realmente afligidos y desconsolados. Y si salen heridos (como sin duda ocurrirá), ten por seguro que no estarán en disposición de salir corriendo cuando caiga el telón para irse a casa en el último autobús. No habrá posibilidad de escapar a las escenas más duras, ni días libre por enfermedad. Se trata de una actuación en toda regla, de principio a fin. Si eso es lo que te gusta y lo que eres capaz de hacer (como así lo creemos nosotros), entonces escucha todo lo que tenemos que decirte. De lo contrario, más vale que dejemos correr la audición ahora mismo.

Con su acento eurobostoniano, débil como una lejana señal de una emisora de onda pesquera, Shimon Litvak hizo una primera y ronca intervención:

–Charlie jamás ha rehuido la lucha, Marty -objetó en el tono de un alumno tranquilizando a su maestro-. No sólo lo
creemos,
lo sabemos a
ciencia cierta.
Todo su historial así lo refleja.

Estaban a mitad de camino, le dijo después Kurtz a Misha Gavron, durante un raro alto el fuego en sus relaciones, llegado a esta fase del proceso: una mujer que consiente en escuchar es una mujer que consiente, le dijo, y Gavron casi llegó a sonreír.

Sí, tal vez a mitad de camino, aunque, en términos del tiempo que les quedaba por delante, apenas al principio. Al insistir en la condensación, Kurtz no estaba en modo alguno insistiendo sobre las prisas. Hizo mucho hincapié en emplear un estilo elaborado, en añadir leña al fuego de la frustración de Charlie, en hacer que su impaciencia tirara de ellos como un caballo desbocado.

Nadie comprendía mejor que Kurtz lo que era poseer una naturaleza vivaz en un mundo que se arrastraba lentamente, o cómo aprovecharse de la desazón que ello causaba.

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