La chica del tambor (19 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La verja se cerró a su espalda. Había unos escalones, y después de los escalones un sendero de roca resbaladiza. Oyó que le decía que tuviera cuidado. Ella le habría rodeado con el brazo pero él la hizo pasar delante suyo diciéndole que no quería entorpecerle la vista con su cuerpo. Conque es una vista, se dijo ella. La segunda vista más preciosa del mundo. La roca debía de ser de mármol pues brillaba incluso en la oscuridad, y sus suelas de cuero resbalaban peligrosamente. Estuvo a punto de caer pero la mano de él la salvó con una velocidad y una fuerza que hacía de Al un enclenque. Se llevó un brazo al costado, haciendo que los nudillos de él le apretaran un pecho. Toca, pensó desesperadamente. Es mío, tengo otro más; el izquierdo es ligeramente más erógeno que el derecho, pero ¿qué más da? El sendero zigzagueaba, la oscuridad iba en aumento y ella la notaba caliente, como si hubiera retenido todo el calor del día. A sus pies, entre los árboles, la ciudad se perdía de vista como un planeta moribundo; encima de ella sólo parecía haber una mellada negrura formada por torres y andamies. El estrépito de la circulación cesó de repente, dejando la noche para las cigarras.

–Ahora muy despacio, por favor.

Por el tono de él supo que, fuera lo que fuese, estaba muy cerca. El sendero zigzagueó otra vez hasta desembocar en una escalinata de madera. Peldaños, un trecho plano, y peldaños otra vez. Al llegar aquí José caminó con mucha cautela, y ella siguió su ejemplo, de modo que una vez más estuvieron unidos por el recato. Codo con codo atravesaron un amplio portalón cuyas meras dimensiones le hicieron levantar la cabeza. Y al hacerlo, vio una media luna roja escurriéndose de las estrellas para ocupar su sitio entre los pilares de Partenón.

Susurró: «Dios mío.» Se sentía empequeñecida y, por un instante, absolutamente sola. Caminó lentamente, como quien avanza en dirección a un espejismo esperando que desaparezca de un momento a otro, pero éste no desapareció. Caminó a todo lo largo, buscando un sitio por donde ascender, pero en la primera escalinata un escrupuloso letrero decía «prohibido subir». Y, de súbito, sin saber por qué, estaba corriendo. Corría hacia el cielo entre cantos rodados, yendo hacia el extremo oscuro de esta ciudad fantástica, consciente sólo a medias de que José, con su camisa de seda, correteaba sin esfuerzo a su lado. Reía y hablaba a la vez; decía las cosas que por lo visto decía en la cama, lo que le venía a la cabeza, sin más. Tenía la sensación de que podía escapar a su propio cuerpo y alcanzar el cielo sin caerse. Ya a paso de marcha, llegó al parapeto y se abalanzó para mirar hacia la isla iluminada rodeada por el negro océano de la llanura ática. Al mirar atrás le vio observándola a unos cuantos pasos.

–Gracias -dijo ella por fin.

Aproximándose a él, le agarró la cabeza con ambas manos y le dio un beso en la boca, un beso que duró meses, primero sin lengua y luego apasionado, inclinando la cabeza e inspeccionando su cara mientras tanto, como para medir el efecto de su trabajo, y esta vez sí estuvieron abrazados el tiempo suficiente para que ella pudiera decir: definitivamente, sí, funciona.

–Gracias, José -repitió, pero él se había echado hacia atrás. Su cabeza se zafó del apretón de ella, sus manos le dejaron libres los brazos, devolviéndolos a sus costados. Sorprendentemente, la había dejado sin nada.

Perpleja y casi colérica, se quedó mirando aquella cara de inmóvil centinela a la luz de la luna. En su época, ella calculaba haberlos conocido de todas clases. Los gays de salón que simulaban hasta que se echaban a llorar. Los demasiado mayores para ser vírgenes, acosados por imaginarios nubarrones de impotencia. Los aspirantes a Don Juan y los folladores ficticios que se retiraban a la hora de la verdad súbitamente tímidos o conscientes. Y había habido en ella suficiente ternura de verdad para hacer de madre, de hermana o de lo otro y establecer un vínculo con todos ellos. Pero en José, mientras clavaba la vista en las ensombrecidas cuencas de sus ojos, notaba una renuncia que nunca había conocido. No era que él careciese de deseo o que le faltara capacidad. Ella era una actriz lo bastante veterana para no interpretar erróneamente la tensión y la confianza de su abrazo. Era más bien como si el objetivo de él estuviera mucho más allá de ella, y como si al contenerse intentara decirle justamente eso.

–¿Debo darte las gracias otra vez? -preguntó.

Él la siguió mirando en silencio y luego levantó la muñeca y consultó el reloj de oro a la luz de la luna.

–Creo que como nos queda muy poco tiempo lo mejor es que te enseñe algunos de los templos que hay por aquí. ¿Te importa que te dé la lata?

En el extraordinario vacío que se había abierto entre los dos, él contaba con que ella toleraría su visión de la abstinencia.

–Mira, José, quiero saberlo todo -afirmó ella, colgándose de su brazo y tirando de él como si fuera un trofeo-. Quién lo construyó, con cuánto dinero, a quién estaba dedicado y si surtió efecto. Puedes darme la lata hasta que la muerte nos separe.

A Charlie no le pasó por la cabeza que él pudiera no tener las respuestas, y estaba en lo cierto. Él la instruía, ella escuchaba; él la llevaba tranquilamente de templo en templo, y ella le seguía cogida de su brazo, pensando: seré tu hermana, tu alumna, tu lo que sea. Yo te apoyaré, pero diré que el mérito es tuyo, y si fracasas me echaré las culpas; que me aspen si no consigo sacarte esa sonrisa tuya.

–No, Charlie -replicó él con gravedad-. Propileo no era una diosa sino el pórtico de un santuario. La palabra viene de
propylon;
los griegos empleaban el plural para dar un toque de distinción a sus lugares santos.

–¿Te has aprendido todo esto por mí, José?

–Pues claro. Especialmente para ti.

–Yo también podría. Mi cabeza es como una esponja. Tendrías que verme en acción. Me basta echar una ojeada a un libro, y ya soy una experta.

Él se detuvo; ella le imitó.

–Entonces repítelo todo -dijo él.

Charlie sospechó que se burlaba de ella. Pero luego, cogiéndole de los brazos, lo hizo girar sobre sus talones y se llevó por donde habían venido, repitiéndole de camino cuanto él le había explicado.

–¿Qué? ¿Aprobada? -Estaban otra vez al final-. ¿Me toca el segundo mejor premio?

Esperaba sus famosos «tres minutos preventivos».

–No es el
sepulcro
de Agripa sino el
monumento.
Aparte de este pequeño error, yo diría que te lo sabes al pie de la letra. Enhorabuena.

En ese momento, desde muy abajo, llegó a sus oídos el sonido de tres deliberados bocinazos de coche, y ella supo que esa señal iba dirigida a él, pues al momento alzó la cabeza y pareció prestar atención al sonido, como un animal olisqueando el viento, antes de volver a mirar su reloj. La carroza se ha vuelto calabaza, pensó ella; hora de que los niños buenos estén en la cama y se cuenten unos a otros de qué diablos va todo esto.

Habían empezado ya a bajar por la colina cuando José hizo una pausa y miró hacia el melancólico Teatro de Dionisos, un desierto espacio cóncavo iluminado únicamente por la luna y los haces desperdigados de unas luces lejanas. La última mirada, pensó ella con azoramiento mientras contemplaba su negra e inmóvil silueta recortándose contra las luces de la ciudad.

–Leí en alguna parte que ningún drama auténtico puede ser jamás una manifestación privada -observó él-. Las novelas y la poesía, sí. Pero no el drama. El teatro debe tener una aplicación en la realidad. Debe ser útil. ¿Tú lo crees así?

–¿En el Instituto Femenino de Burton-on-Trent? -contestó ella entre risas- ¿Representando a Helena de Troya para los pensionistas en la función de tarde de los sábados?

–No, lo digo en serio. Dime que opinas tú.

–¿Sobre el teatro?

–Sobre su finalidad.

Su ansiedad la desconcertaba. Demasiadas cosas dependían de su respuesta.

–Sí, estoy de acuerdo -dijo incómodamente-. El teatro debería ser útil. Debería hacer más sensible a la gente. Debería, digamos, despertar la conciencia de las personas.

–¿Y ser real, por tanto? ¿Estás segura?

–Claro que estoy segura.

–Entonces, bueno -dijo él, como si en ese caso ella no hubiera de culparle.

–Bueno -repitió Charlie, jovialmente.

Estamos locos, concluyó ella. Somos un par de chalados. Los policías los saludaron cuando descendían camino de la tierra.

Primero pensó que él le estaba gastando una broma pesada. El Mercedes destacaba en solitario en mitad de la calle desierta. No lejos de allí una pareja se manoseaba sentada en un banco; por lo demás, no había nadie. Era de color oscuro, pero no negro. Estaba aparcado cerca del terraplén de césped y la placa frontal de la matrícula no quedaba a la vista. A Charlie le gustaban los Mercedes desde que sabía conducir; por la solidez de éste supuso que se trataba de un modelo hecho de encargo, y por el guarnecido, las antenas y el resto de los aditamentos, que se trataba del capricho de alguien en particular. Él la había cogido del brazo, y sólo al llegar a la altura de la portezuela del conductor pudo ella advertir que se proponía abrir el vehículo. Vio cómo introducía la llave en la cerradura y cómo saltaban los cuatro botones automáticamente, y al momento se vio conducida hasta la puerta del acompañante mientras ella preguntaba qué diantre se traía entre manos.

–¿Es que no te gusta? -preguntó él, con una frivolidad de la que sospechó inmediatamente-. ¿He de encargar otro modelo? Y creía que los coches buenos eran tu debilidad.

–¿Lo has alquilado, entonces?

–No exactamente. Nos lo han prestado para nuestro viaje.

Él le sujetaba la puerta abierta, pero ella no entró.

–¿Prestado, quién?

–Un buen amigo.

–¿Cómo se llama?

–Charlie, no seas ridícula… Herbert. Karl Herbert. ¿Qué importa el nombre? ¿Acaso prefieres las democráticas incomodidades de un Fiat griego?

–¿Dónde está mi equipaje?

–En el maletero. Dimitri lo puso ahí siguiendo instrucciones mías. ¿Quieres echar un vistazo para tranquilizarte?

–Yo no me meto ahí dentro, es una locura.

De todos modos, entró, y al momento él estaba sentado al lado suyo y ponía el coche en marcha. Llevaba guantes de conducir, guantes negros de piel con agujeritos en el dorso. Debió de tenerlos en el bolsillo y ponérselos al subir al coche. El oro de sus muñecas contrastaba con los guantes. Conducía rápido y con mucha destreza. Eso tampoco le gustó a ella, no era manera de conducir el coche de un amigo. Su puerta estaba cerrada. Él las había cerrado todas con el interruptor de cierre centralizado. Había puesto la radio y sonaba una lastimera melodía griega.

–¿Cómo se abre esta maldita ventanilla? -dijo ella.

Él apretó un botón y el cálido aire nocturno pasó sobre ella, trayéndole un aroma a resina. Pero él sólo bajó la ventanilla cinco o seis centímetros.

–¿Haces esto a menudo? -preguntó ella en voz alta-, Es uno de tus trucos, ¿no? Llevar mujeres a sitios desconocidos al doble de la velocidad del sonido.

No hubo respuesta. Estaba absorto mirando la carretera. ¿Quién es este hombre? Válgame Dios -como su condenada madre habría dicho-, ¿quién es? El coche se inundó de luz. Ella giró la cabeza y vio por la ventanilla de atrás dos faros que estaban a unos cien metros de ellos, sin ganar ni perder terreno.

–¿Son nuestros o suyos? -preguntó.

Estaba acomodándose de nuevo en su asiento cuando reparó en lo que acababa de ver. Era un blazer rojo, sobre el asiento de atrás, con botones de latón iguales que los botones de latón que había visto en Nottingham y York: y, no le importaba apostar algo, un corte a los años veinte.

Le pidió un cigarrillo.

–¿Por qué no miras en la guantera? -dijo él sin volver la cabeza.

Ella abrió el compartimiento y vio un paquete de Marlboro. Al lado mismo había una bufanda de seda y unas gafas de sol Polaroid de las caras. Sacó la bufanda y la olió: olía a agua de colonia para hombre. Cogió un cigarrillo del paquete. Con la mano enguantada, José le pasó el encendedor incandescente del salpicadero.

–Ese amiguito tuyo es un pinturero, ¿no?

–Pues sí, bastante. ¿Por qué lo preguntas?

–Ese blazer rojo de ahí atrás, ¿es tuyo o de él?

Volvió rápidamente la cabeza para mirarla, como impresionado, y enseguida siguió atento a la carretera.

–Digamos que es suyo pero que me lo ha prestado -dijo sosegadamente mientras aumentaba la velocidad del coche.

–¿También te ha prestado las gafas de sol? ¿Eh? Con la de horas que te tiras frente a las bambalinas, digo yo que te harían falta. Un poco más y subes al escenario. Tu apellido es Richthoven, ¿no?

–Sí.

–Peter, de nombre, pero tú prefieres José. Residente en Viena, pequeños negocios, algunos estudios… -Ella se detuvo pero él no dijo nada-. Un apartado de correos -insistió-. Número siete-seis-dos de la oficina central de Correos. ¿Correcto?

Vio que la cabeza de él asentía ligeramente dando la aprobación a su memoria. La aguja del velocímetro marcaba 130.

–Nacionalidad no declarada, un mestizo susceptible -prosiguió ella animadamente-. Tienes tres niños y dos esposas. Metidos en una caja… postal.

–Ni esposa, ni hijos.

–¿No? ¿Nunca? ¿O no existen en este momento?

–No existen.

–No creas que me interesa. En realidad, me gustaría que tuvieras esposa o hijos. Es sólo para definirte un poco. Cualquier cosa sirve. Las chicas somos un poco metomentodo, ya sabes.

Se dio cuenta de que aún tenía la bufanda en sus manos. La arrojó a la guantera y cerró bruscamente. La carretera era recta pero muy estrecha, el velocímetro marcaba ahora 140; ella notaba cómo se formaba el pánico en su interior y cómo batallaba con su calma artificial.

–Podrías darme alguna noticia, ¿no crees? Algo para que una se sienta en paz…

–La buena noticia es que te he mentido lo menos posible y que dentro de poco comprenderás las muchas y buenas razones de que estés con nosotros.

–¿Nosotros?
¿Quiénes? -dijo ella al punto.

Hasta entonces él era un solitario. A Charlie no le gustó nada el cambio. Se dirigían hacia la carretera principal, pero él no aminoró la marcha. Vio las luces de dos coches que venían hacia ellos y luego hubo de contener la respiración cuando él pisó el acelerador y el freno a la vez colocando el Mercedes justo en frente de los dos vehículos, lo bastante rápido para permitir que el coche de atrás hiciera otro tanto.

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