La chica del tambor (20 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–No serán armas, ¿verdad? -preguntó ella, pensando de repente en sus cicatrices-. No me digas que estás organizando por ahí algún pequeño conflicto armado. Es que no soporto las explosiones, sabes. Tengo unos tímpanos muy delicados. -Su voz, con su nueva y forzada desenvoltura, le resultaba extraña.

–No, Charlie, no es contrabando de armas.

–«No, Charlie, no es contrabando de armas.» ¿Trata de blancas?

–No, tampoco es trata de blancas.

Ella repitió también esa frase.

–Entonces sólo nos queda droga, ¿verdad? Porque los negocios serán de
algo,
digo yo. Sólo que a mí lo de las drogas tampoco me va, si te soy sincera. Long Al me hace pasar su hashish por la aduana y luego me tiro días y días hecha un asco de los nervios que he pasado. -Sin respuesta-. ¿Es algo más excelso? ¿Más noble? ¿No tiene nada que ver con todo esto? -Alargó el brazo para apagar la radio-. Oye, ¿qué tal si parases el coche? No tienes por qué llevarme a ninguna parte. Si quieres, puedes volver a Mykonos mañana y recoges a mi sustituta.

–¿Y dejarte aquí plantada? No seas ridícula.

–¡Para ya! -gritó ella-.
¡Que pares el coche, joder!

Se habían saltado un semáforo y habían torcido a la izquierda, con tal violencia que a ella se le trabó el cinturón de seguridad dejándola de golpe sin aliento. Charlie hizo ademán de tomar el volante pero el brazo de él se lo impidió antes de que lo lograra. Torcieron a la izquierda otra vez, ahora por un portalón blanco que daba a un camino particular bordeado de azaleas e hibiscos. El camino describía una curva, que recorrieron en su totalidad hasta detenerse en un trecho de grava limitado por piedras pintadas de blanco. El segundo coche aparcó detrás de ellos, bloqueando el camino de salida. Ella oyó pasos sobre la grava. La casa era una villa antigua repleta de flores rojas. Al resplandor de los faros, las flores parecían manchas de sangre fresca. En el porche brillaba una solitaria y pálida lámpara. José apagó el motor y se guardó la llave en el bolsillo. Inclinándose hacia Charlie, abrió la portezuela de su lado, permitiendo así que el rancio olor de las hortensias y el chirrido de las cigarras penetrara en el coche. José bajó pero Charlie permaneció en su asiento. No había brisa ni sensación de aire fresco, y ningún otro sonido aparte de los ágiles pasos de gente joven congregándose alrededor del coche: Dimitri, el chófer de diez años y la sonrisa de trigo sarraceno; Raoul el del cabello pajizo, el pirado por Jesucristo que viajaba en taxi y tenía un papá sueco y acaudalado dos chicas con ropa vaquera, las mismas que les habían seguido al subir a la Acrópolis y -ahora que ella podía verlas con claridad- las mismas que había visto un par de veces haraganeando por Mykonos cuando estaba mirando escaparates. Al oír que alguien estaba sacando el equipaje del maletero, Charlie salió del coche hecha una fiera:

–¡Mi guitarra! -gritó-. Deja eso ahora mismo…

Pero Raoul la tenía ya bajo el brazo, y Dimitri se había hecho cargo del bolso. Charlie estaba ya a punto de saltar sobre él cuando las dos chicas la cogieron por las muñecas y los codos, y sin esfuerzo alguno se la llevaron hacia el porche principal.

–¿Dónde está ese cabrón de José? -aulló.

Pero el cabrón de José, cumplida su misión, estaba subiendo los escalones y sin mirar atrás, como quien escapa de un accidente. Al pasar frente al coche, Charlie pudo ver la placa trasera de la matrícula a la luz del porche. No era una matrícula griega. Era árabe, con una inscripción estilo Hollywood en torno a los números y las letras «CD» de «Corps Diplomatique», en plástico, pegadas sobre la tapa del maletero justo a la izquierda del emblema de Mercedes.

6

Las dos chicas la habían acompañado al lavabo y se habían quedado impertérritas allí mientras ella lo utilizaba. Una rubia y otra morena, las dos deseadas y con órdenes de ser amables con la chica nueva. Calzaban zapatos de suela blanda, llevaban la camisa por fuera del pantalón tejano, la habían dominado sin esfuerzo cuando por dos veces trató de echárseles encima, y cuando las insultó le habían sonreído con la remota dulzura de los sordomudos.

–Yo soy Rachel -le confió la morena sin resuello, durante una breve tregua-. Y ésta es Rose. Rachel… Rose, ¿te das cuenta? Nos llaman las dos Erres.

Rachel era la guapa. Tenía un gracioso acento del norte de Inglaterra y unos ojos vivaces, y era el trasero de Rachel el que había hecho parar a Yanuka en la frontera. Rose era alta y nervuda, con el pelo rubio encrespado y una pulcritud de atleta, pero cuando abría las manos, sus palmas eran como palas de hacha enastada en sus delgadas muñecas.

–Estarás bien, Charlie, no te apures -le aseguró Rose, con un árido acento que podía haber sido de Sudáfrica.

–Ya lo estaba antes -dijo Charlie al hacer otro vano intento de zurrarlas.

Del lavabo la llevaron a un dormitorio de la planta baja y le dieron un peine, un cepillo y un vaso de té adelgazante, sin leche, y ella se sentó en la cama a beberlo mientras blasfemaba con temblorosa furia, intentado recuperar el ritmo correcto de su respiración. «actriz indigente secuestrada», masculló. «¿Cuál es el rescate, chicas, mi saldo en descubierto?» Pero ellas se limitaron a sonreírle con más simpatía, situadas una a cada lado de ella, listos los brazos para subirla a cuestas por la gran escalera. Al llegar al primer rellano, Charlie volvió a golpearlas, esta vez con el puño cerrado y con furia, pero sólo consiguió verse tendida de espaldas en el suelo mirando la bóveda de vidrio de colores que coronaba el hueco de la escalera, y que, al captar la luz de la luna como un prisma, la descomponía en un mosaico de oro pálido y rosa.

–Sólo quería romperos la nariz -le explicó a Rachel, pero la respuesta de ésta fue una mirada de radiante comprensión.

La casa era antigua. Olía a gato y a su condenada madre. Estaba repleta de muebles griegos estilo Imperio de mala calidad, y por todas partes colgaban desvaídas cortinas de terciopelo y arañas de latón. Pero limpia como un hospital suizo o inclinada como una cubierta de barco, le habría dado la misma rabia, ni más ni menos. Una jardinera agrietada del segundo rellano le recordó a su madre otra vez: se vio de pequeña sentada a la vera de su madre vistiendo un peto de pana y desvainando guisantes en un invernadero rebosante de araucarias. Pero a fe suya que no recordaba, ni recordaría más adelante, ninguna casa que poseyera un invernadero, como no fuese la primera que tuvieron, en Branksome, cerca de Bournemouth, cuando ella tenía tres años.

Se acercaron a una puerta de doble hoja. Rachel la empujó y Charlie se vio ante una cavernosa habitación superior. En mitad de la misma, sentadas a una mesa, había dos figuras, una ancha y grande y otra encorvada y muy flaca, ambas vestidas de marrón y gris apagados y, desde aquella distancia, fantasmales. Vio sobre la mesa papeles esparcidos a los que una luz que colgaba del centro del techo daba un exagerado relieve, y algo le hizo intuir que eran recortes de prensa. Rose y Rachel habían retrocedido como si no fueran dignas del lugar. Rachel le dio un empujón en la rabadilla y dijo, «Vamos, entra», y Charlie se vio recorriendo los últimos veinte pasos ella sola, con la sensación de ser un feo ratón mecánico al que acaban de dar cuerda para que corra solo. Monta un numerito, pensó. Cógete la barriga, finge una apendicitis. Grita. Su entrada fue la señal para que los dos hombres se pusieran en pie de un salto, simultáneamente. El flaco permaneció junto a la mesa, pero el más corpulento avanzó resueltamente hacia Charlie y su brazo derecho se apoderó de ella en una envolvente pinza de cangrejo, y sacudiéndoselo antes de que ella pudiera impedirlo.

–¡Charlie, nos alegra tenerte entre nosotros sana y salva! -exclamó Kurtz en una rápida parrafada de felicitación, como si ella hubiera arrostrado mil y un peligros para llegar adonde estaba ahora-.
Mi
nombre, Charlie -ella seguía con la mano apresada en su potente apretón, y la intimidad de sus dos pieles era opuesta a todo lo que ella había esperado-,
mi
nombre a falta de algo mejor es Marty, y cuando Dios terminó de hacerme a

le quedaron un par de piezas sueltas y entonces creó a Mike, aquí presente, a modo de ocurrencia tardía, conque te presento a Mike. A Mr. Richthoven, por usar su bandera de conveniencia (José, como tú le llamas), bueno, ya le conoces, creo que prácticamente tú misma le bautizaste así, ¿me equivoco?

Él debía de haber entrado sin que ella se diera cuenta. Al darse la vuelta para mirar, vio a José disponiendo unos papeles sobre una mesita plegable aparte de todos lo demás. Sobre la mesa había una pequeña lámpara de lectura cuyo resplandor, parecido al de una vela, rozaba su cara cuando él se inclinaba.

–Ahora sí que podría bautizarle a ese cabrón -dijo ella.

Se le ocurrió echársele encima como había hecho con Rachel, tres zancadas y un buen manotazo antes de que pudieran detenerla, pero sabía que no lo iba a conseguir, así que, se contentó con una avalancha de obscenidades que José se limitó a escuchar con un aire de lejano recogimiento. Llevaba un jersey fino de color marrón; la camisa de seda de director de banda y los gemelos dorados grandes como chapas habían desaparecido para siempre.

–Te aconsejo que suspendas toda opinión y toda palabrota hasta que oigas lo que estos dos señores tienen que decirte -dijo él sin levantar la cabeza, enfrascado en sus boletines-. Estás entre buenas personas, yo diría que mejores que las que estás acostumbrada a tratar. Tienes mucho que aprender y, si eres afortunada, mucho que hacer. Conserva tu energía -le aconsejó, diciéndolo como para sus adentros. Y continuó atareado con sus papeles.

A él le importa un bledo, pensó ella amargamente. Ya ha soltado su carga, y esa carga era yo. Los dos hombres seguían de pie junto a la mesa esperando a que ella se sentara, lo cual ya de por sí era cosa de locos. Cosa de locos ser cortés con una chica a la que acabas de secuestrar, cosa de locos sermonearla sobre la bondad, cosa de locos sentarte a conferenciar con tus captores después de haber tomado un té y haberte arreglado el maquillaje. Aun así, se sentó, Kurtz y Litvak hicieron lo mismo.

–¿Quién tiene las cartas? -dijo ella jocosamente mientras apartaba con sus nudillos una lágrima perdida. Reparó en un arañado maletín marrón que había en el suelo, entre ellos dos, abierto, pero no lo suficiente para poder ver lo que guardaba en su interior. Y, efectivamente, los papeles de encima de la mesa eran recortes de prensa, y aunque Mike procedía ya a guardarlos en una carpeta, ella no tuvo dificultad para ver que se referían a ella y a su carrera profesional.

–Estáis seguros de haber cogido a la chica adecuada, ¿verdad? -dijo resueltamente. Estaba dirigiéndose a Litvak, creyendo erróneamente que era el más sugestionable en función de su escuálida figura. Pero en el fondo le daba igual a quien hablar mientras pudiera mantenerse a flote-. Claro que si buscáis a los tres enmascarados que dieron el golpe al banco de la Cincuenta y dos, se fueron por el otro lado. Yo era la espectadora inocente que parió antes de hora.

–¡Pues claro que hemos cogido a la chica adecuada, Charlie! -exclamó Kurtz satisfecho, alzando a un tiempo los dos brazos de la mesa. Miró entonces a Litvak, luego a José, una benigna pero dura mirada de prudencia, y al momento se puso a hablar con la fuerza animal que tanto había avasallado a Quilley y a Alexis y a muchos otros inverosímiles colaboradores a lo largo de su extraordinaria carrera: el mismo y jugoso acento euroamericano; los mismos gestos de su brazo-hacha.

Pero Charlie era actriz, y su instinto profesional nunca la había engañado. Ni el torrente verbal de Kurtz ni su propia perplejidad ante el daño de que era objeto mitigaron la múltiple percepción que tenía de lo que estaba pasando en la habitación. Estamos en escena, pensó; nosotros y ellos, actores y público. Mientras los jóvenes centinelas se refugiaban en la penumbra del perímetro, ella casi pudo oír cómo los recién llegados se acercaban de puntillas a sus asientos del otro lado del telón. El decorado, ahora que se dedicó a examinarlo, parecía la alcoba de un tirano depuesto; sus captores, los revolucionarios que le habían derrocado. Detrás de la ancha frente paternal de Kurtz, cuando éste se sentó de cara a ella, Charlie distinguió la sombra de polvo de un desaparecido testero estampada en la escayola que se iba desmoronando. Detrás del escuálido Litvak colgaba un espejo dorado con volutas estratégicamente situado para satisfacción de amantes separados. Las desnudas tablas del suelo proporcionaban un eco de escenarios y palcos de teatro; la luz cenital acentuaba las oquedades en los rostros de los dos hombres y el poco lustre de sus atuendos partisanos. En vez de su flamante traje de Madison Avenue -aunque Charlie carecía de ese punto de referencia-, Kurtz lucía ahora una deforme sahariana militar con oscuras manchas de sudor en las axilas y una hilera de bolígrafos de color metálico metidos en el bolsillo abrochado; mientras Litvak, el intelectual del partido, prefería una camisa caqui de manga corta de donde asomaban unos brazos como ramitas descortezadas. Pero a ella le bastó con mirarlos a los dos para reconocer que tenían mucho en común con José. Están entrenados para las mismas cosas, pensó, comparten las mismas ideas y prácticas. Sobre la mesa, delante de Kurtz, estaba su reloj. A Charlie le trajo a la memoria la cantimplora de José.

Dos puertaventanas daban a la parte frontal de la casa. Otras dos tenían vistas a la parte de atrás. Las puertas que daban a las alas estaban también cerradas, y si a ella se le hubiera ocurrido por un momento intentar la huida, ahora sabía que era inútil, pues aunque los centinelas fingían una languidez de taller, había reconocido ya en ellos -tenía motivos- la alerta permanente de los profesionales. Más allá de los centinelas, en lo más recóndito del decorado, brillaban cuatro tiras de matar mosquitos que asemejaban mechas lentas despidiendo un olor almizcleño. Y detrás de ella, la lamparita de lectura de José… pese a todo, o tal vez por ello, la única luz agradable.

De todo esto fue consciente antes de que la sonora voz de Kurtz inundara la habitación con sus frases tortuosamente impulsivas. Si Charlie no había adivinado ya que le esperaba una larga noche, aquella voz implacable y contundente se lo dijo claramente.

–Lo que pretendemos, Charlie, lo que deseamos, es definirnos un poco, presentarnos, y aunque aquí a nadie le gusta demasiado pedir disculpas, queremos decirte que lo sentimos. Ciertas cosas hay que hacerlas. Nosotros hicimos un par de ellas y éste es el resultado. Perdón, saludos y bienvenida otra vez. Hola.

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