La chica del tambor (22 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Al poco de llegar ella, cuando aún estaba asustada, él le había ofrecido su amistad: un padre para la amante de José. Poco después, le había brindado la respuesta a todos los desajustados componentes de su vida hasta ese momento. Había apelado a la actriz que había en ella, a la mártir, a la aventura; había adulado a la hija y exaltado a la aspirante. Le había dispensado una rápida ojeada a esa nueva familia a la que tal vez le convenía sumarse, sabiendo que en el fondo, como la mayoría de los rebeldes, ella sólo buscaba una mejor avenencia. Y por encima de todo, al colmarla de semejantes ventajas, la había enriquecido, cosa que, como la propia Charlie había proclamado siempre a los cuatro vientos, era el primer paso para el servilismo.

–Bien, Charlie, así pues, lo que te proponemos -dijo Kurtz en voz más pausada y cordial- es una audición sin límite de tiempo, una ristra de preguntas que te invitamos a responder con toda sinceridad, aunque de momento hayas de quedarte a dos velas sobre el propósito de las mismas.

Hizo una pausa, pero ella no dijo nada, y en su silencio había ya una sumisión tácita.

–Te pedimos que no evalúes nada, que nunca intentes salvar la distancia que te separa de nosotros, que nunca pretendas complacernos o gratificarnos de ningún modo. Muchas cosas que tú podrías considerar negativas en tu vida, nosotros las veríamos de manera muy distinta. No trates de sacar conclusiones por nosotros. -Una breve estocada con el brazo afianzó esta amistosa advertencia-. Pregunta. ¿Qué pasa (ya sea ahora o más adelante) si el uno o el otro decide saltar del coche en marcha? Deja que intente responder yo, Charlie.

–No te prives, Mart -le aconsejó ella y, poniendo los codos sobre la mesa, apoyó el mentón en las manos y le sonrió con una mirada que pretendía transmitir una ofuscada incredulidad.

–Gracias, Charlie, y ahora escucha con atención, por favor. Según el momento en que tú o nosotros queramos dejarlo correr, según el grado de tus conocimientos llegado el caso y de la evaluación que hayamos hecho de ti, tenemos dos caminos a seguir. El primero consiste en sacarte una promesa solemne, dañe dinero y enviarte a Inglaterra. Un apretón de manos, confianza mutua, buenos amigos, y cierto grado de vigilancia por nuestra parte para asegurarnos de que cumples el pacto. ¿Me sigues?

Ella bajó la mirada a la mesa, en parte para eludir sus escrutadores ojos y en parte para ocultar su creciente excitación. Pues ésa era otra de las cosas con que contaba Kurtz, algo que muchos profesionales del espionaje olvidan con demasiada facilidad: para los no iniciados, el mundo de lo secreto es en sí mismo apasionante. Basta con girar alrededor de su eje para que los pusilánimes queden atrapados en su núcleo.

–Segunda posibilidad: un poco más abrupta, pero no terrible. Te ponemos en cuarentena. Nos gustas, sí, pero tememos haber llegado a un punto en que podrías comprometer nuestro proyecto, en que el papel que te proponemos no puede ya representarse, digamos, en ningún otro sitio mientras tú estés en libertad de hablar de ello.

Charlie sabía sin necesidad de mirar que él le ofrecía su bonachona sonrisa, sugiriendo que tal fragilidad por parte de ella sería perfectamente humana.

–Y qué podemos hacer llegado ese caso, Charlie -prosiguió Kurtz-, pues alquilar una bonita casa en cualquier sitio (en una playa, por ejemplo, un sitio agradable, donde tú quieras), proporcionarte compañía, gente como la que ves aquí. Gente simpática pero capaz. Inventamos alguna razón para tu ausencia, algo que se ajuste a tu volátil reputación, como una temporada de misticismo en Oriente.

Sus gruesos dedos habían encontrado el viejo reloj que había, sobre la mesa. Sin mirarlo, Kurtz lo levantó y lo acercó unos centímetros. Necesitada también de cierta actividad, Charlie cogió un lápiz y se puso a hacer garabatos en el cuaderno que tenía delante.

–Una vez terminada la cuarentena, no te abandonamos: nada de eso. Ponemos en orden tus cosas, te damos una bolsa de dinero, nos mantenemos en contacto contigo, nos aseguramos de que no cometas ninguna imprudencia, y tan pronto sea posible y seguro te ayudamos a reanudar tu carrera y recuperar tus amistades. Eso sería lo peor que puede ocurrir, Charlie, y si te lo digo es sólo porque podrías estar abrigando la loca idea de que diciendo «no», ahora o más adelante, despiertes un buen día muerta en un río con un par de botas de hormigón en los pies. No es así como hacemos las cosas. Y menos aún con los amigos.

Ella seguía garabateando. Después de cerrar una circunferencia con su lápiz, dibujó una limpia flecha en diagonal en la parte superior para hacer el símbolo masculino. Había hojeado un libro de psicología popular que utilizaba este signo. De pronto, como quien se enfada por haber sido interrumpido, José habló; pero su voz, pese a toda su severidad, tuvo en ella un emotivo y cálido efecto.

–Charlie, no te bastará con hacer el papel de testigo taciturno. Estamos hablando de tu propio futuro, un futuro de peligros. ¿Piensas quedarte sentada y permitir que dispongan de él prácticamente sin consultarte? Esto es un encargo, ¿entiendes? ¡Vamos, Charlie!

Ella dibujó otra circunferencia. Había escuchado a Kurtz hasta el final, incluidas todas las indirectas. Podría haber repetido una a una todas sus frases, tal como había hecho en la Acrópolis con José. Estaba tan despierta y con los sentidos tan agudos como nunca en su vida, pero su astucia instintiva le decía «disimula, niégate».

–¿Y cuánto va a durar el espectáculo, Mart? -preguntó con voz mortecina, como si José no hubiera abierto la boca.

Kurtz planteó la pregunta en otras palabras:

–Bueno, supongo que quieres decir qué pasará cuando termine el trabajo. ¿Es eso?

Charlie estuvo magnífica en su papel de mujer indómita. Dejando a un lado su lápiz, dio una palmada en la mesa y dijo:

–¡No, coño! ¡No es eso! Quiero decir cuánto va a durar y qué pasa con la gira de otoño de
Como gustéis.

Kurtz no dejó entrever el triunfo que para él significaba esa objeción tan práctica.

–Mira, Charlie -dijo muy serio-, tu proyecto de gira no se verá afectado en modo alguno. Nosotros esperamos que puedas cumplir con tus compromisos, siempre que la subvención se haga efectiva. En cuanto a la duración, tu implicación en este proyecto podría llevarte seis semanas o dos años, aunque realmente no esperamos que sea tanto. Lo que queremos oírte decir es si piensas seguir con esta audición hasta el final o si prefieres volver a tu monótona y segura existencia en Inglaterra. ¿Cuál es tu decisión?

Era un falso punto culminante lo que Kurtz le planteaba. Quería darle la sensación de conquista así como de sumisión. De que era ella quien escogía. Charlie llevaba una cazadora tejana, y uno de los botones metálicos estaba un poco flojo; por la mañana, al ponerse la chaqueta, había tomado nota de que lo cosería durante el viaje en el barco, pero enseguida lo había olvidado con la excitación que siguió a su encuentro con José. Cogiendo ahora el botón, empezó a comprobar la resistencia del hilo. Era el centro de atención. Todas las miradas estaban fijas en ella, desde la mesa, desde las sombras, desde detrás de ella. Podía notar la tirantez en todos los cuerpos, en el de José también, y oír ese tenso rechinar del público cuando está atrapado por la escena. Notaba la firmeza de sus propósitos y también la de su propio poder sobre ellos; ¿dirá que sí, dirá que no?

–José -dijo, sin volver la cabeza.

–Sí, Charlie.

Sin girarse, tuvo sin embargo clara conciencia de que desde su islote iluminado él estaba atendiendo a su respuesta con más ansiedad que todos los demás.

–¿Conque era eso, no, nuestra romántica gira por Grecia? ¿Delphi y todos esos segundos lugares más bonitos?

–Nuestro viaje hacia el norte no se verá afectado en modo alguno -contestó José, parodiando ligeramente la fraseología de Kurtz.

–¿Ni siquiera aplazado?

–En realidad, yo diría que es inminente.

El hilo se rompió, el botón quedó sobre la palma de su mano. Charlie lo arrojó a la mesa y vio cómo daba vueltas y se posaba. Cara o cruz, pensó ella, jugando contra ellos. Que suden un poco. Dejó escapar el aliento como si se apartara el flequillo.

–Entonces me quedaré para la audición, ¿no crees? -le dijo a Kurtz con negligencia, mirando fijamente el botón-. No tengo absolutamente nada que perder -añadió, y al momento deseó no haberlo dicho. A veces se enfadaba consigo misma por llevar las cosas demasiado lejos por el puro placer de hacer un mutis efectista-: Nada que no haya perdido ya, al menos -dijo.

Telón, pensó; aplaude, José, por favor, y veremos qué dice mañana la crítica. Pero no hubo aclamación, así que cogió un lápiz y para variar dibujó un símbolo femenino, mientras Kurtz, tal vez sin darse cuenta de ello, trasladaba su reloj a un nuevo y mejor emplazamiento.

Una cosa es lentitud y otra concentración. Kurtz no se relajó ni un segundo; y no le dejó a Charlie espacio para respirar mientras la sugestionaba, engatusaba, arrullaba y hacía despertar, y mediante el máximo esfuerzo de su dinámico espíritu se amarraba a ella en esa asociación teatral que empezaba a brotar entre los dos. En su departamento se decía que sólo Dios y unos pocos en Jerusalén sabían donde había aprendido Kurtz todo aquel repertorio: la hipnotizante intensidad, la forzadísima prosa americanizada, el instinto, las artimañas de abogado. Su rostro ajado ya elogioso, ya desconsoladamente incrédulo, ya radiante para darle a ella seguridad, se volvió poco a poco un verdadero público en sí mismo, de forma que toda la actuación de Charlie se dirigía a ganarse su aprobación desesperantemente encubierta y la de nadie más. Incluso se había olvidado de José, relegado hasta una próxima vida.

Las primeras preguntas de Kurtz fueron intencionadamente dispersas e inofensivas. Era, se dijo Charlie, como si Kurtz tuviera un formulario en blanco sujeto con un imperdible a su mente y ella, sin poder verlo, estuviera rellenando los espacios. Nombre completo de tu madre, Charlie. Fecha y lugar de nacimiento de tu padre, si lo sabes, Charlie. Profesión de tu abuelo; no, Charlie, por parte de padre. Seguido, sin razón aparente, por la dirección de una tía materna, que era seguido a su vez por arcanos pormenores acerca de la educación de su padre. Ninguna de estas primeras preguntas se refería directamente a ella, ni era ésa tampoco la intención de Kurtz. Charlie era el tema prohibido que él evitaba escrupulosamente. El objetivo oculto tras esta primera salva a quemarropa no era sonsacar información, sino ocultar en ella la obediencia, el sí señor, no señor del aula de colegio, de lo que dependerían futuras sesiones. Charlie, por su parte, dejándose llevar por el prurito profesional, trabajaba poco a poco por dentro, actuaba, obedecía y reaccionaba con creciente docilidad. ¿Acaso no había hecho otro tanto un centenar de veces para directores y productores?, ¿acaso no había hecho uso de la más inofensiva conversación para darles una muestra de su categoría? Razón de más, sometida al hipnótico estímulo de Kurtz, para hacerlo ahora.

–¿Heidi? -repitió Kurtz-. ¿Cómo que
Heidi
? Menudo nombrecito para una hermana mayor inglesa, ¿no?

–Para Heidi no, desde luego -replicó ella, muy animada, y se ganó al momento las risas de los muchachos ocultos en las sombras. Heidi, porque sus padres estuvieron en Suiza de luna de miel, explicó; y en Suiza fue donde concibieron a Heidi-. Entre
edelweiss
-añadió, con un suspiro-. En la postura del misionero.

–¿Y eso de
Charmian
? -preguntó Marty cuando por fin se aquietaron las carcajadas.

Charlie subió el tono de voz para atrapar las espesas inflexiones de su condenada madre:

–Charmian es el nombre por el que nos decidimos, con la mirada puesta en halagar sobremanera a nuestro rico y lejano primo de ese mismo nombre.

–¿Dio resultado? -preguntó Kurtz mientras inclinaba la cabeza para oír algo que Litvak estaba intentando decirle.

–Todavía no -contestó juguetonamente Charlie, todavía con la suntuosa entonación de su madre-. Ya sabes que papá falleció, pero el primo Charmian, ay, aún ha de ir a hacerle compañía.

Sólo mediante estos y muchos otros inofensivos rodeos progresaban hacia el tema de Charlie, propiamente dicho.

–Libra -murmuró Kurtz con satisfacción al garabatear su fecha de nacimiento.

Meticulosa pero rápidamente, le hizo dar un apresurado repaso a su primera infancia -internados, casas, nombres de primeras amistades y ponies-, y Charlie le respondió de la misma manera, ampliamente, a veces con humor, siempre con buena disposición, iluminada su excelente memoria por el fulgor de la atención de Kurtz y por su creciente necesidad de estar en buenas relaciones con él. De los colegios y la infancia, nada más natural -aunque Kurtz se lo tomó con gran apocamiento- que pasar a la dolorosa historia de la ruina de su padre, que Charlie explicó con sereno pero emotivo detalle, desde la brutal irrupción de la noticia hasta el trauma del proceso, la sentencia y el encarcelamiento. De vez en cuando, eso sí, su voz se atascaba ligeramente, su mirada se hundía a veces en el estudio de sus manos, que tan expresivamente actuaban bajo la luz cenital; y entonces se le ocurría una vistosa frase en que se burlaba levemente de sí misma para echarlo todo a rodar.

–Si hubiéramos sido clase obrera, las cosas nos habrían ido bien -dijo en un momento dado, sonriendo con sagacidad e impotencia-. Te despiden, te vuelves superfluo, las fuerzas del capital van en contra tuya; pero es la vida, la realidad, sabes qué terreno pisas. Pero no éramos de clase obrera. Éramos nosotros; los ganadores. Y de golpe y porrazo nos pasan al bando de los que pierden.

–Mala suerte -dijo Kurtz, sacudiendo una sola vez su ancha cabeza.

Rastreando en el pasado, Kurtz sondeó en busca de hechos: fecha y lugar del proceso, Charlie; duración exacta de la condena, Charlie; nombres de los abogados si los recordaba. No se acordaba, pero si podía ayudarle lo hacía gustosa, y Litvak iba anotando sus respuestas, dejando a Kurtz las manos libres para prestarle a ella toda su benévola atención. Ya no se oían risas. Era como si la banda sonora hubiera enmudecido totalmente a excepción de su voz y la de Marty. Ni un crujido, ni una tos, ni un solo arrastrar de pies por ninguna parte. Charlie tenía la sensación de que en toda su vida ningún grupo de personas había sido tan atento y había apreciado tanto su actuación. Ellos me comprenden, pensó. Ellos saben lo que es llevar una vida de nómada; que te abandonen a tus propios recursos cuando las circunstancias te son desfavorables. Luego, a una callada orden de José, las luces se apagaron y hubieron de esperar todos juntos sin un solo ruido en la tensa oscuridad de un ataque aéreo, tan aprensiva Charlie como los demás, hasta que José avisó de que había pasado el peligro y Kurtz reanudó su paciente interrogatorio. ¿Había oído José realmente algo, o acaso era una manera de recordarle a ella que era aceptada en el grupo? En cualquier caso el efecto sobre Charlie fue el mismo: durante aquellos pocos segundos ella fue su compañera de conspiración sin pensar para nada en salvarse.

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