La chica del tambor (54 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Charlie abrió su bolso y le entregó la pequeña radio despertador. Él cogió el modelo original, que estaba sobre una mesa, y lo metió en el bolso de ella.

–Oh, desde luego -dijo él, mientras cerraba el bolso-. A partir de ahora nuestra relación carece de intermediario, si me permites la expresión.

–¿Qué tal lo he hecho? -preguntó Charlie, y se sentó-. Creo que no ha habido nadie igual desde la Bernhardt.

–Mejor aún. Según Marty, es lo mejor que ha ocurrido desde que Moisés bajó del Sinaí. O desde que subió, no sé. Si quisieras, podrías dejarlo ahora mismo con todos los honores. Es mucho lo que te deben. Muchísimo.

Siempre se refiere a
ellos,
pensó Charlie, nunca a
nosotros.

–¿Y según José?

–Son peces gordos, sabes. Pequeños peces gordos que están en el ajo. Los enterados, Charlie.

–¿He conseguido engañarlos?

Él se sentó a su lado. Para estar cerca, pero no la tocó.

–Puesto que sigues con vida, hay que suponer que de momento sí.

–Vamos -dijo ella.

Sobre la mesa había un pequeño magnetófono. Charlie lo puso en marcha. Sin más preámbulos, como el viejo matrimonio en que se habían convertido, pasaron al interrogatorio. Aunque los de la furgoneta de Litvak habían escuchado toda su conversación de la noche anterior a través del pequeño transmisor astutamente instalado en el bolso de Charlie, aún quedaba por extraer y cribar convenientemente el oro puro de cuanto ella había percibido por su cuenta.

18

El joven vivaz que se presentó en la embajada israelí en Londres llevaba un chaquetón de piel y unas gafas anticuadas y dijo llamarse Meadows. Su coche era un inmaculado Rover verde con el motor trucado. Kurtz se sentó delante para hacerle compañía, mientras Litvak se instalaba detrás, de muy mal humor. Kurtz se mostró apocado y un tanto ruin, cosa que solía sucederle en presencia de sus superiores coloniales.

–Acaba usted de aterrizar, ¿no es cierto, señor? -preguntó frívolamente Meadows.

–Ayer, sin ir más lejos -dijo Kurtz, quien llevaba en Londres una semana.

–Lástima que no nos avisara, señor. El jefe podría haberle facilitado las cosas en el aeropuerto.

–Ah, bueno, verá, Mr. Meadows, ¡no teníamos mucho que declarar! -objetó Kurtz, y ambos se echaron a reír satisfechos de que todo marchara tan bien. Desde el asiento de atrás, Litvak se rió también, pero sin convicción.

Fueron a toda velocidad hasta Aylesbury, sin reducir la marcha al pasar por calles muy estrechas. Llegaron a una entrada de piedra arenisca dominada por unos gallos también de piedra. Un letrero rojo y azul anunciaba «n.º 3 tlsu»; una barrera de madera les impedía el paso. Meadows dejó a Kurtz y Litvak mientras se dirigía a la caseta, desde cuya ventana les observaban unos ojos oscuros. No pasaban coches; no se oía rechinar a ningún tractor. No parecía haber muchos seres vivos en las cercanías.

–El sitio no está mal -dijo Kurtz en hebreo, mientras esperaban.

–Muy bonito -concedió Litvak, dedicándoselo a un probable micrófono-. Y una gente estupenda.

–De primera -dijo Kurtz-. No hay duda de que son auténticos profesionales.

Volvió Meadows, se alzó la barrera y durante un rato sorprendentemente largo serpentearon por los inquietantes parques de la Inglaterra paramilitar; en lugar de caballos pura sangre paciendo tranquilamente, centinelas de uniforme azul y botas altas, había, medio sepultadas en la tierra, unas casas bajas de ladrillo y sin ventanas. Pasaron junto a una pista americana y a una pista privada de aterrizaje marcada con conos color naranja. Tendidos de orilla a orilla de un arroyo había unos puentes de cuerda.

–Es un sueño -dijo cortésmente Kurtz-. Una preciosidad, Mr. Meadows. Ojalá pudiéramos tener todo esto en nuestro país.

–Muchas gracias -dijo Meadows.

La casa había sido vieja en tiempos, pero los vándalos del ministerio le habían pintado la fachada de un azul barco de guerra, y alineado todos los maceteros en estricta oblicua izquierda. Un segundo joven que esperaba a la entrada les condujo rápidamente por una reluciente escalera de pino encerado.

–Me llamo Lawson -explicó casi sin aliento, como si llegaran tarde, y acto seguido llamó briosamente con los nudillos a una puerta de doble hoja. Desde dentro una voz gruñó «¡Adelante!».

–Es Mr. Raphael, señor -anunció Lawson-. De Jerusalén. Me temo que han tenido problemas con el tráfico, señor.

El comandante en funciones Picton siguió sentado ante su mesa el tiempo suficiente como para resultar grosero. Luego cogió un bolígrafo y, arqueando las cejas en señal de disgusto, puso su firma al pie de una carta. Alzando la vista, clavó en Kurtz una mirada desvaída. Después se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de embestir y se puso lentamente en pie hasta quedar en posición de firmes.

–Buenos días tenga usted, Mr. Raphael -dijo, y a continuación sonrió escuetamente, como si las sonrisas no estuvieran de moda.

Era un sujeto grande de raza aria, con el pelo ondulado y partido por una raya que parecía una cuchillada. Era corpulento, grueso de cara y agresivo, con los labios siempre prietos y mirada de pendenciero. Su sintaxis era típica de policía de rango superior, mala y melindrosa, y sus modales una imitación de los de un caballero, aunque podía intercambiar ambas cosas sin previo aviso cuando le daba la gana. Llevaba un pañuelo sucio remetido en la manga izquierda, y una corbata con gruesas coronas de oro para que quedase claro que se codeaba con lo mejor de lo mejor. Era un especialista autodidacta en antiterrorismo, «parte soldado, parte polizonte y parte malhechor», como gustaba de decir, y pertenecía a una generación famosa en su oficio. Había perseguido al comunismo en Malasia, al Mau Mau en Kenia, a los judíos en Palestina, a los árabes en Adén y a los irlandeses por todas partes. Había puesto bombas siendo miembro de los Trucial Oman Scouts; en Chipre se le escapó Grivas por los mismísimos pelos, y cuando se emborrachaba solía comentarlo con pena… ¡pero que nadie osara tenerle lástima! Había sido el segundo de a bordo, muchas veces pero raramente el primero, pues tenía cosillas que ocultar además de lo de Chipre.

–¿Qué tal le va a Misha Gavron? -inquirió, al tiempo que escogía un botón del teléfono y lo apretaba con tanta fuerza como si quisiera estropearlo.

–¡Misha está estupendamente! -dijo Kurtz con entusiasmo, y preguntó a su vez por el jefe de Picton, pero a éste no le interesaba lo que Kurtz tuviera que decir, y menos si se trataba de su superior.

Encima del escritorio descansaba en lugar destacado una pitillera de plata bruñida con las firmas de otros compañeros de armas grabadas en la tapa. Picton la abrió y se la ofreció a Kurtz, aunque sólo fuera para que éste pudiese apreciar cómo brillaba. Pero Kurtz dijo que no fumaba. Picton devolvió la pitillera a su sitio como si se tratara de una pieza de museo. Llamaron a la puerta y aparecieron dos hombres, uno de gris y otro de tweed. El de gris era un galés cuarentón tipo peso gallo con señales de zarpas en la mandíbula inferior. «Mi inspector jefe», lo presentó Picton.

–Debo admitir que nunca he estado en Jerusalén -anunció el inspector jefe, poniéndose de puntillas al tiempo que se tiraba de los faldones de la americana, como si quisiera estirarse unos centímetros-. A mi mujer le encantaría pasar la Navidad en Belén, pero a mí que no me quiten Cardiff, ¡no señor!

El del traje de
tweed
resultó ser el capitán Malcolm, un hombre que poseía la clase por la que Picton suspiraba a veces y odiaba siempre.

Malcolm era cortés sin pasarse, y ésa era su mejor arma.

–Es un honor conocerle, señor -dijo en confianza y con toda sinceridad, y le tendió la mano antes de que Kurtz pensara hacerlo.

Pero cuando le llegó el turno a Litvak, el capitán no pareció comprender su apellido:

–¿Cómo dice, muchacho? -le preguntó.

–Levene -repitió Litvak no tan quedamente-. Tengo la suerte de estar a las órdenes de Mr. Raphael.

Había una mesa larga dispuesta para reuniones, pero sobre ella no se veían fotografías: ni retrato de esposa enmarcado ni el de la reina de Inglaterra en kodachrome. Las ventanas de guillotina daban a un patio vacío. La única sorpresa era el persistente olor a aceite caliente, como si acabara de pasar un submarino.

–Bueno, ¿qué tal si dispara usted de una vez, Mr… -la pausa fue realmente exagerada- Raphael, ¿no es eso? -dijo Picton.

Como mínimo, la frase era curiosamente oportuna. Al abrir Kurtz su maletín y empezar a distribuir expedientes, toda la sala se estremeció por la prolongada explosión de una carga debidamente controlada.

–Una vez conocí a un tal Raphael -dijo Picton mientras abría la cubierta de su expediente como quien va a echar una primera ojeada al menú-. Le tuvimos de comandante una temporada. Un tipo joven. Ya no recuerdo dónde fue. No sería usted, ¿verdad?

Con una sonrisa de circunstancias, Kurtz lamentó no ser aquella persona con suerte.

–¿No guarda ningún parentesco? También se llamaba Raphael, como el pintor ese… -Picton pasó un par de páginas-, En fin, nunca se sabe, ¿no es cierto?

La clemencia de Kurtz era sobrenatural. Ni siquiera Litvak, que conocía los múltiples matices de su personalidad, pudo haber predicho semejante contención de santo en su jefe. Su endemoniada bravuconería había desaparecido por completo, siendo sustituida por la sonrisa servil del desvalido. Incluso su voz, al menos al principio, adquirió un tono apocado, como de disculpa.

–«Mesterbein» -dijo el inspector jefe-. ¿Es así como se pronuncia?

El capitán Malcolm, ansioso por mostrar sus dotes para los idiomas, terció:

–Sí, Jack, se dice «Mesterbein».

–Los detalles personales están en la separata de la izquierda, caballeros -dijo Kurtz con indulgencia, y esperó a que buscaran un poco en sus expedientes respectivos-. Comandante, necesitamos su garantía formal respecto al empleo y distribución de estos papeles.

–¿Por escrito? -preguntó Picton, alzando ligeramente su rubia cabeza.

Kurtz le dedicó una sonrisa desdeñosa.

–La palabra de un oficial británico será suficiente para Misha Gavron -dijo, mientras seguía esperando.

–Entonces, de acuerdo -dijo Picton, sin poder evitar un arrebol de cólera.

Kurtz pasó rápidamente al asunto menos contencioso de Anton Mesterbein.

–El padre es un suizo conservador, comandante, propietario de una hermosa villa a orillas del lago. No se le conoce otro objetivo que el de ganar dinero. La madre es una librepensadora de la izquierda radical que pasa la mitad del año en París, donde tiene un salón, y es muy popular entre la comunidad árabe…

–¿Le suena a usted, Malcolm? -interrumpió Picton.

–Pues sí, un poco, señor.

–El joven Anton, el hijo, es un acaudalado hombre de leyes -prosiguió Kurtz-. Ha estudiado ciencias políticas en París y filosofía en Berlín. Estudió un año en Berkeley, derecho y políticas, un semestre en Roma, y cuatro años en Zurich, donde obtuvo el doctorado
cum laude.

–Un intelectual, vaya -dijo Picton, como podría haber dicho un leproso.

Kurtz dio por buena la descripción.

–Podríamos decir que el señor Mesterbein ha salido políticamente a la madre y económicamente al padre.

Picton lanzó la risotada de un hombre sin sentido del humor. Kurtz hizo una pausa.

–La fotografía que tienen delante fue tomada en París, pero el señor Mesterbein ejerce en Ginebra. Se trata, de hecho, de una asesoría, situada en el centro de la ciudad y dedicada a tercermundistas, obreros inmigrantes y estudiantes radicales con problemas. También son clientes suyos diversas organizaciones progresistas que andan escasas de dinero. -Kurtz pasó página e invitó a su público a hacer otro tanto. Llevaba unas gafas gruesas sobre la punta de la nariz que le daban la apariencia gris de un empleado de banca.

–¿Se ha fijado bien, Jack? -le preguntó Picton al inspector jefe.

–Hasta en el carnet de identidad, señor.

–¿Quién es la rubia que está bebiendo con él, señor?

–preguntó el capitán Malcolm.

Pero Kurtz tenía un ritmo propio, y, pese a sus dóciles modales, Malcolm no iba a ser quien le hiciera perder el compás.

–El pasado mes de noviembre -continuó Kurtz-, el señor Mesterbein asistió en Berlín Oriental a una conferencia de unos autodenominados Abogados por la Justicia, en la que la delegación palestina disfrutó de una exagerada participación. Claro que en esto quizá no soy objetivo -añadió con paciente jovialidad, pero nadie se rió-. En abril, respondiendo a una invitación que se le había formulado a tal efecto en dicha reunión, Mesterbein realizó la primera visita, que nosotros sepamos, a Beirut para presentar sus respetos a dos de las organizaciones militantes más activas de allí.

–Conque buscando clientes, ¿eh? -preguntó Picton.

Al decir esto, Picton cerró el puño derecho y mandó un directo al aire. Liberada de este modo su mano, garabateó algo en su bloc. Luego arrancó la hojita y se la pasó al afable Malcolm, quien abandonó la habitación dedicando a todos una sonrisa.

–Volviendo de esa misma visita a Beirut -prosiguió Kurtz-, el señor Mesterbein se detuvo en Estambul, ciudad en la que mantuvo conversaciones con ciertos activistas clandestinos turcos entre cuyas metas se cuenta la aniquilación del sionismo.

–Qué chicos más ambiciosos, caramba -dijo Picton.

Y esta vez, ya que el chiste era de Picton, todo el mundo se echó a reír, salvo Litvak.

Malcolm regresó de hacer su recado con sorprendente celeridad.

–No es como para regocijarse, que digamos -murmuró sedosamente, y tras haberle devuelto el papelito a Picton, sonrió a Litvak y volvió a ocupar su asiento. Pero Litvak parecía haberse quedado dormido. Tenía la barbilla apoyada en sus largas manos y la cabeza ostensivamente inclinada sobre su expediente sin abrir. Gracias a las manos, su expresión no era visible.

–¿Les ha contado algo de esto a los suizos? -preguntó Picton, dejando a un lado el papelito de Malcolm.

–Todavía no hemos informado a los suizos, comandante -reconoció Kurtz en un tono que daba a entender que eso sería un problema.

–Yo creía que usted y los suizos hacían buenas migas -objetó Picton.

–Desde luego que hacemos buenas migas. Sin embargo, el señor Mesterbein cuenta con una serie de clientes que residen en su mayoría en la República Federal de Alemania, cosa que nos pone en una situación de lo más embarazosa.

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