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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (51 page)

Charlie pasó a examinarse la otra ceja, con sumo cuidado, como si aquella ceja fuera lo más importante del mundo.

–¿Quién es el admirador, Chas? -preguntó una pastorcilla que estaba en el lavabo contiguo. Acababa de salir de la escuela y tenía una mentalidad de quinceañera.

Charlie contempló críticamente su obra, arqueando las cejas en el espejo.

–Habrán costado una pasta, ¿verdad, Charlie? -dijo la pastorcilla.

–¿Verdad, Chas? -repitió Charlie.

¡Es él!

¡Noticias suyas!

Pero ¿por qué no ha venido? ¿Cómo es que la nota no la ha escrito él?

No te fíes de nadie, le había advertido Michel. Y sobre todo desconfía de quienes afirmen conocerme.

Es una trampa. Han sido esos cerdos. Han descubierto lo de mi viaje por Yugoslavia. Me están utilizando para atrapar a mi amante.

¡Michel, Michel! ¡Mi vida, mi amor: dime qué puedo hacer!

–Rosalinda
-
oyó que la llamaban-. Pero ¿dónde se ha metido Charlie? Vamos, Charlie, por el amor de Dios.

En el pasillo, un grupo de nadadores con toallas al cuello miraban sin expresión a la pelirroja que salía del vestuario de chicas envuelta en una raída vestimenta isabelina.

Interpretó más o menos su papel. Llegó incluso a actuar. En el entreacto, un tipo frailuno a quien llamaban Hermano Mycroft y que ejercía de director, le preguntó mirándola de un modo extraño si podría «contenerse un poquito», y ella mansamente le prometió que lo procuraría. Pero apenas le escuchaba: estaba muy ocupada intentando ver un blazer rojo en las primeras filas.

Fue en vano.

Sí vio otras caras (las de Rachel y Dimitri, por ejemplo) pero no las reconoció. No ha venido, pensó desesperada. Es una trampa de la policía.

Se cambió rápidamente en el vestuario, se puso el pañuelo blanco en la cabeza y se quedó allí hasta que el conserje la echó. En el vestíbulo, de pie en mitad del vestíbulo como un fantasma de blanca cabeza entre los atletas que se disponían a marchar, siguió esperando con las orquídeas apretadas contra el pecho. Una señora entrada en años le preguntó si las había cultivado ella. Un colegial le pidió un autógrafo. La pastorcilla le tiró de la manga y le dijo:

–¡Santo Dios, Chas, la fiesta! ¡Val te está buscando por todas partes!

La puerta delantera del polideportivo se cerró a su espalda y Charlie se encontró en mitad de la noche y bajo un recio vendaval que barría el asfalto y a punto estuvo de derribarla. Llegó hasta el coche tambaleándose, lo abrió, dejó las flores en el asiento delantero y cerró la puerta haciendo fuerza. El encendido no funcionó a la primera, pero, cuando lo hizo, el motor saltó hacia adelante como un caballo desbocado. Mientras se dirigía a toda prisa hacia la avenida, vio por el retrovisor los faros de un coche que la siguió a una distancia regular hasta que llegó a la pensión.

Aparcó y oyó el viento batiendo sobre las hortensias. Se arrebujó en su abrigo y protegiendo con él las orquídeas corrió hasta la puerta. Contó dos veces los cuatro peldaños que había: una al subirlos corriendo y la otra mientras estaba en recepción, jadeando, cuando alguien los subió detrás de ella con decisión y agilidad. No había huéspedes, ni en el salón ni en el vestíbulo. El único superviviente era Humphrey, un chico gordo salido de una novela de Dickens y que hacía de portero de noche.

–La seis no, Humph -dijo ella alegremente cuando él buscó a tientas su llave-, la dieciséis. Vamos, cielo. Está en la hilera de arriba. Ah, y también hay una carta de amor, no sea que se la des a otra.

Cogió la carta confiando en que fuera de Michel, pero dejó aflorar un gesto de sorprendida desilusión al comprobar que era de su hermana: «Que tengas suerte en la representación de esta noche»; imaginó que José le decía al oído: «Estamos contigo» pero tan flojito que ella apenas lo oía.

La puerta del vestíbulo se abrió y se cerró tras ella. Unos pies de hombre se le acercaban por la alfombra. Charlie echó un rápido vistazo para ver si se trataba de Michel. Pero no lo era, y la frustración volvió a asomar a su rostro. Era alguien del mundo exterior, que de nada le servía; un muchacho flaco y peligrosamente apacible, con ojos oscuros de hijo bueno. Vestía una larga gabardina con hembrillas de militar que daban anchura a sus espaldas de civil, y una corbata marrón a juego con los ojos que hacían juego con la gabardina. Y unos zapatos marrones de puntera achaparrada con repunte doble. No era un representante de la justicia, se dijo, sino alguien a quien ésta se le había negado; un muchacho de cuarenta años con gabardina, privado de justicia desde muy pequeño.

–¿Señorita Charlie?

Y una boca menuda y regordeta sobre un pálido mentón.

–Le traigo saludos de nuestro común amigo, Michel.

Charlie había endurecido sus facciones como quien se prepara para recibir un castigo.

–¿Qué, Michel? -dijo, y vio cómo él no se inmutaba, cosa que a ella le inspiró una repentina quietud, la quietud con la que contemplamos un cuadro, una escultura o un policía inmóvil en su puesto.

–Michel de Nottingham, Miss Charlie. -Un afligido acento suizo, vagamente acusador; la voz hirsuta, como si la justicia fuera un asunto confidencial-. Michel me ha pedido que le trajera unas orquídeas y que la llevase a cenar en su lugar. Ha insistido en que usted debía acompañarme. Se lo ruego. Soy un buen amigo de Michel. Vamos.

¿Amigo tú?, pensó Charlie. Michel jamás confiaría su puñetera vida a un amigo como tú. Pero dejó que su furia reflejase su respuesta.

–Asumo asimismo la responsabilidad de representar legalmente a Michel, Miss Charlie. A Michel se le debe toda la protección que puede darle la ley. Vámonos ya, por favor.

El gesto le costó un gran esfuerzo pero le salía del alma. Las orquídeas eran horrorosamente pesadas y le costó devolvérselas con un gesto de rechazo. Pero lo consiguió; sacó fuerzas de flaqueza y encontró también el exacto tono desapacible con que pronunciar estas palabras:

–Se ha equivocado de obra. No conozco a ningún Michel de Nottingham, ni de ninguna otra parte. Ni tampoco nos conocimos en Montecarlo el verano pasado. Lo ha hecho muy bien, pero ya estoy cansada de todos ustedes.

Al volverse hacia el mostrador para coger la llave, se dio cuenta de que Humphrey, el portero, se dirigía a ella como si aquélla fuera una gran ocasión. Temblaba de pies a cabeza mientras sostenía en el aire un lápiz sobre un grueso libro de registro.

–Oiga -resolló indignado con aquel fuerte acento del norte-, ¿a qué hora me ha dicho que quería el té por la mañana, señorita?

–A las nueve en punto, ni un segundo antes -dijo Charlie andando pesadamente hacia las escaleras.

–¿Periódico, señorita? -dijo Humphrey.

Se volvió y le miró con furia.

–Maldita sea -susurró.

Humphrey estaba muy excitado y parecía pensar que sólo gesticulando podría despertarla de su sopor.

–¡El periódico de la mañana! ¡Para leer! ¿Cuál prefiere?

–El
Times,
querido -dijo ella.

Humphrey se sumió en una apática satisfacción.

–El
Telegraph
-escribió, diciéndolo en voz alta-. El
Times
sólo viene por encargo.

Charlie había empezado la lenta ascensión a la gran escalera camino de la histórica oscuridad del descansillo.

–¡Señorita!

Como vuelvas a llamarme así, pensó Charlie, soy capaz de darte de bofetadas en ese imberbe careto de suizo que tienes. No había dado tres pasos cuando él volvió a hablar. Realmente no había esperado tanto empeño en aquel joven emisario.

–Michel se alegrará mucho de saber que Rosalinda se ha puesto su pulsera. ¡Y si no me equivoco, la lleva ahora mismo! ¿O se trata de un regalo de otro caballero?

Primero su cabeza, y luego todo el cuerpo, se volvieron para mirarle desde arriba. Ahora sostenía las orquídeas en el brazo izquierdo mientras el derecho le colgaba inerte como una manga vacía.

–He dicho que se marche. Largo. Por favor, ¿vale?

Pero su voz dejaba traslucir que se resistía a pesar suyo.

–Michel me ha ordenado que le compre langosta fresca y una botella de Boutaris. Blanco y frío, me ha dicho. Tengo más mensajes de él. Se enfadará mucho cuando le diga que ha rechazado su hospitalidad.

Aquello era demasiado. El hombre era como su ángel malo reclamando el alma que ella había ofrecido con tanto descuido. Tanto si mentía como si era un policía o un vulgar atracador, ella le habría seguido al mismísimo infierno si él podía llevarla hasta Michel. Giró en redondo y empezó a bajar las escaleras.

–Humphrey -dijo, lanzando su llave sobre el mostrador. Luego cogió un lápiz y escribió el nombre «Cathy» en el bloc que Humphrey tenía delante-. Es una americana, ¿entendido? Amiga mía. Si llama, le dices que me he ido con una docena de amantes. Dile que a lo mejor mañana paso a buscarla para comer. ¿Entendido? -repitió.

Arrancó el pedazo de papel, se lo metió a Humphrey en el bolsillo de la pechera y le dio un beso distraído mientras Mesterbein seguía allí, mirando con el disimulado resentimiento de un amante que espera a la mujer con quien piensa pasar la noche. Al llegar al porche, Mesterbein encendió una pulcra linterna suiza y entonces ella vio la pegatina amarilla de Hertz en el parabrisas de su coche. El hombre abrió la portezuela y dijo «Por favor», pero Charlie siguió andando hasta su Fiat, montó, lo puso en marcha y esperó. Para conducir, según pudo ver cuando él la adelantó, llevaba una boina negra hundida como un gorro de baño, pero con las orejas fuera.

Avanzaron en lenta caravana debido a los trechos de niebla espesa o, tal vez, porque así conducía siempre el tal Mesterbein, pues iba con la espalda tiesa como los conductores habitualmente prudentes. Subieron una cuesta y enfilaron hacia el norte por unos brezales desiertos. La niebla despejó al fin, y aparecieron postes de telégrafo que destacaban contra el cielo nocturno como agujas hincadas en él. Una luna rota como las de Grecia asomó brevemente de las nubes antes de ser tragada otra vez. Al llegar a un cruce, Mesterbein se detuvo para consultar un mapa. Finalmente indicó que debían seguir hacia la izquierda, primero con el intermitente y luego con la mano. Sí, Anton, mensaje recibido. Le siguió colina abajo y luego atravesaron un pueblo; Charlie bajó la ventanilla y dejó que el olor salino del mar penetrara en el coche. La brusca irrupción del aire le hizo suspirar. Pasaron después bajo un deshilachado estandarte donde se leía «East West Timesharer Chalets Ltd.» y enfilaron una carretera nueva y angosta que, entre dunas, llevaba a una mina de estaño en ruinas situada en la misma línea del horizonte, con un cartel que decía «Visite Cornualles». A ambos lados había bungalows a oscuras. Mesterbein aparcó; ella lo hizo detrás dejando el coche en marcha puesta debido a la pendiente. Otra vez ronca el freno de mano, pensó; tendré que llevárselo a Eustace. El hombre salió del coche; ella le imitó y cerró el suyo con llave. El viento había cesado; se hallaban en el lado de sotavento de la península. Chillaban gaviotas que volaban muy bajo, como si hubieran perdido algo de valor en tierra. Linterna en mano, Mesterbein hizo ademán de cogerla del brazo para conducirla.

–Déjeme en paz -dijo ella.

El hombre empujó una verja chirriante. Delante de ellos se encendió una luz. Un corto sendero de cemento, una puerta azul con la inscripción «Naufragio». Mesterbein tenía ya la llave lista. Abrió la puerta, entró y luego se apartó para dejarla pasar, como un agente de la propiedad enseñando el sitio a un cliente en potencia. No había porche. Ella entró y vio que se hallaban en un salón de estar. Percibió el olor a colada húmeda y vio manchas de moho que salpicaban el techo. Había una mujer alta y rubia con un traje de pana azul tratando de insertar una moneda en una estufa eléctrica. Al verles, echó un rápido vistazo alrededor y luego se puso en pie al tiempo que se apartaba un mechón de largos cabellos dorados.

–¡Anton! ¡Pero qué maravilla! ¡Si me has traído a Charlie! Charlie, bienvenida. Y bienvenida por partida doble, si me haces el favor de enseñarme cómo funciona este trasto. -Agarrando a Charlie de los hombros, la besó entusiasmada en ambas mejillas-. Oye, Charlie, en serio, el Shakespeare de esta noche te ha salido redondo. ¿No es cierto, Anton? Una maravilla, de veras. Yo soy Helga, ¿de acuerdo? -queriendo decir: para mí los nombres son un juego-. Helga, ¿vale? Tú eres Charlie, y yo Helga.

Tenía ojos grises y vivaces que, al igual que los de Mesterbein, desprendían una peligrosa inocencia. Con ellos miraba un mundo complejo con simplicidad de militante. Ser auténtico equivale a no dejarse domar, pensó Charlie citando una carta de Michel. Siento, luego actúo.

Desde un rincón, Mesterbein brindó su tardía respuesta a la pregunta de Helga. Trataba de ensartar su gabardina en un colgador.

–Ha estado impresionante, desde luego -dijo.

Helga seguía con sus manos posadas en Charlie, rozándole ligeramente el cuello con los pulgares.

–¿Es difícil aprenderse un texto tan largo, Charlie? -preguntó, mirándola vivamente a la cara.

–Para mí no es problema -respondió Charlie, y se apartó.

–Entonces aprendes rápido, ¿eh? -Le cogió una mano y le puso en la palma una moneda de cincuenta peniques-. A ver. Enséñame a hacer funcionar este fantástico invento inglés.

Charlie se agachó frente a la estufa eléctrica, giró la palanca hacia un lado, introdujo la moneda, giró hacia el otro lado y dejó que la moneda cayera produciendo un sonido metálico. Al encenderse, la estufa dejó oír un gemido de protesta.

–¡De fábula! ¡Eres increíble, Charlie! Ya ves, esto es típico en mí. Soy una nulidad para los aparatos -aclaró inmediatamente Helga, como si se tratara de un rasgo personal que toda nueva amistad debía conocer-. Como estoy en contra de toda posesión, yo no poseo nada, y así no hay modo de saber cómo funcionan las cosas. Anton me servirá amablemente de traductor: yo creo en
Sein, nicht Haben.
-Sonaba como una orden dictada por una autócrata de guardería infantil. Su inglés era bastante bueno y no necesitaba la ayuda de él-. ¿Has leído a Erich Fromm, Charlie?

–Él cree en el ser bondadoso -dijo Mesterbein con voz lóbrega, mirándolas a las dos-. En eso se basa toda la ética de Fräulein Helga. Cree en la bondad esencial, así como en la preponderancia de la naturaleza sobre la ciencia. Y yo también -añadió como deseoso de interponerse entre ellas.

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