La chica del tambor (47 page)

Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Pero si es un niño… -musitó, y miró acusadoramente a José-. Exageraste en tu descripción. Es un crío.

Al no recibir respuesta, siguió con las cartas suyas a Michel, cogiéndolas con cautela como si en ellas estuviera la solución a un gran enigma. «Cuadernos de colegio», dijo en alto con una estúpida sonrisa, al echarles un primer vistazo, y lo decía porque, gracias a los archivos del pobre Ned Quilley, el viejo georgiano había sido capaz no sólo de reproducir los gustos exóticos de Charlie en materia de papel (el reverso de una carta de restaurante, una factura, el papel con membrete de los hoteles, teatros y casas de huéspedes que jalonaban sus giras), sino que, para su cada vez más pronunciado temor, había sabido captar las espontáneas variantes de su escritura, desde los infantiles trazos de la tristeza inicial a los de la ardiente enamorada; desde las buenas noches garabateadas por la actriz fatigada tras la doble función y con ganas de hallar un poco de consuelo, hasta la nítida caligrafía seudoerudita de la revolucionaria que se preocupaba por redactar un prolijo pasaje de Trotsky, pero que se dejaba un acento aquí y otro allá.

Gracias a León, su prosa no era menos exacta; de hecho, Charlie no dejó de ruborizarse al comprobar la perfección con que habían sabido imitar sus extravagantes hipérboles, sus incursiones en razonamientos seudo-filosóficos, su imperiosa y violenta furia contra el actual gobierno conservador. A diferencia de Michel, sus referencias al sexo eran gráficas y explícitas; a sus padres, insultantes; a su niñez, iracundas y resentidas. Allí estaban la Charlie visionaria, la Charlie víctima y Charlie la fulana de armas tomar. Allí estaba también lo que según José era «la árabe que llevas dentro», la Charlie enamorada de su propia retórica y cuyas ideas acerca de la verdad venían inspiradas menos por lo que había ocurrido que por lo que debería haber ocurrido. Y cuando hubo terminado de leer todas las cartas, reunió los dos montoncitos y las volvió a leer por orden cronológico sosteniéndose la cabeza entre las manos: sus cinco cartas a su amado, sus respuestas a las preguntas de él y las evasivas de él ante sus preguntas.

–Gracias, José -dijo al fin sin levantar la cabeza-. Muchas gracias, hombre. Si me prestas esa pistola que compartimos, salgo un momento a pegarme un tiro.

Kurtz estaba ya riéndose, aunque nadie más compartía su júbilo:

–Vamos, Charlie, creo que no eres nada justa con nuestro amigo José. Esto ha sido fruto de un trabajo de equipo, de muchos cerebros trabajando en lo mismo.

Kurtz le pidió una última cosa: los sobres, querida. Los tenía allí mismo, no estaban franqueados ni tenían matasellos, y aún no había metido las cartas dentro para que Michel las sacara después cumpliendo con el ritual de la apertura. Si Charlie era tan amable… Era sólo por las huellas dactilares, le aclaró; primero las tuyas, querida, luego las de los empleados de correos que las clasifican, y por último las de Michel. Pero había otro detalle: la saliva de la tapa de los sobres tenía que ser también la de Charlie, y lo mismo la de los sellos, por si a alguien se le ocurría verificar el grupo sanguíneo, pues no olvides que cuentan con gente muy buena y muy inteligente, tal como tu magnífica actuación nos confirmó ayer noche.

Charlie recordaría el paternal abrazo de Kurtz, pues en aquel momento pareció tan inevitable y necesario como la paternidad. De su despedida de José, sin embargo, no guardaría ningún recuerdo concreto. Sí, en cambio, de cuando le dieron las órdenes; del regreso clandestino a Salzburgo también, hora y media en la trasera de la tronada furgoneta de Dimitri y silencio absoluto a partir del anochecer. Y recordaría también la llegada a Londres, sintiéndose más sola que nunca; y el olor a tristeza inglesa que la había recibido ya incluso en la pista de aterrizaje, trayéndole a la memoria los motivos por los cuales había adoptado sus primeras posturas radicales: la perniciosa indolencia de la autoridad, la desesperación de los oprimidos. Los mozos de equipaje estaban en huelga de celo y también había huelga del ferrocarril; los lavabos de señoras eran una imagen carcelaria. Pasó la aduana sin contratiempo y, como de costumbre, el aburrido funcionario la paró para hacerle preguntas, con la diferencia de que esta vez Charlie pensó si no tendría alguna otra razón aparte las ganas de charlar.

Llegar a tu país es como salir al extranjero, pensó al ponerse en la desanimada cola del autobús. ¿Y si lo mandamos todo al cuerno y empezamos de cero?

15

El motel se llamaba Romanz y estaba situado en medio de pinos en un promontorio junto a la
autobahn.
Lo habían construido hacía doce meses para enamorados con mentalidad medieval, de ahí los claustros de cemento graneados, los mosquetes de plástico y las luces de neón de colorines. Kurtz ocupaba el último bungalow de la fila, el que tenía una ventana con vidriera emplomada y celosía con vistas al carril que iba en dirección oeste. Eran las dos de la madrugada, una hora en la que Kurtz se desenvolvía de maravilla. Se había duchado y afeitado, había preparado café en la cafetera electrónica y cogido una Coca-Cola del frigorífico con paneles de madera de teca, y el resto del tiempo había hecho lo que estaba haciendo ahora: sentarse en mangas de camisa ante una pequeña mesaescritorio con todas las luces apagadas y unos prismáticos a mano y contemplar los faros de los coches colándose entre los árboles camino de Munich. A esa hora había poco tráfico, un promedio de cinco vehículos por minuto que, con la lluvia, tenían tendencia a agruparse.

El día había sido muy largo, lo mismo que la noche (para quien contara las noches), pero Kurtz estaba convencido de que la cabeza se enturbia con la fatiga y que cinco horas de sueño le bastan a cualquiera (a él le parecían incluso demasiadas). En cualquier caso, había sido un día muy largo que no había empezado realmente hasta que Charlie abandonó la ciudad. Habían tenido que despejar los pisos de la ciudad olímpica, y Kurtz en persona había supervisado la operación, pues sabía que con ello daba a los muchachos un estímulo adicional al recordarles su gran meticulosidad. Había habido que dejar las cartas en el apartamento de Yanuka, cosa que también había controlado Kurtz. Desde su puesto de vigilancia al otro lado de la calle, había podido ver cómo los observadores entraban en el piso, y se había quedado allí para halagarles a su regreso y asegurarles que pronto se vería recompensada su prolongada y heroica vigilia.

–¿Qué le ha pasado a Yanuka? -había preguntado Lenny, displicente-. Ese chico tiene futuro, Marty. Que no se te olvide.

La respuesta de Kurtz tuvo un tono oracular:

–Mira, Lenny, ese chico tiene futuro, sí, pero no con nosotros.

Shimon Litvak estaba detrás de Kurtz, sentado en el borde de la cama de matrimonio. Se había despojado del chorreante impermeable, dejándolo en el suelo, a sus pies. Parecía defraudado y furioso. Becker estaba apartado de los otros dos, ocupando una exquisita silla de dormitorio y rodeado de su propio círculo de luz como en la casa de Atenas. La soledad era la misma, pero aun así compartía aquella tensa atmósfera de vigilancia previa a la batalla.

–La chica no sabe nada -comunicó Litvak indignado, a la espalda de Kurtz-. Es una imbécil. -La voz le había temblado un poco al levantarla-. Es holandesa, se llama Larsen, cree que Yanuka se fijó en ella cuando vivía en un piso de Frankfurt con la comuna en que estaba, pero dice que no está segura porque ha tenido tantos amores que no se acuerda bien. Yanuka se la llevó de viaje a varios sitios, le enseñó, pero mal, a disparar y se la pasó al hermanito para su solaz. De eso sí se acuerda. Para la vida sexual de Khalil recurrieron a estratagemas como no usar el mismo sitio dos veces, cosa que ella encontró «enrolladísima». Entretanto les hizo de chófer, puso un par de bombas, robó unos cuantos pasaportes, etc. Por pura amistad, porque es anarquista. Porque es una imbécil.

–Ya, el reposo del guerrero -dijo Kurtz pensativo, hablando menos con Litvak que con su propio reflejo en la vidriera.

–Confiesa lo de Godesberg, y lo de Zurich a medias. Si nos dieras tiempo confesaría lo de Zurich del todo, pero lo de Amberes no.

–¿Y Leiden? -preguntó Kurtz, y también Kurtz parecía tener un nudo en la garganta, de manera que a Becker pudo parecerle, desde donde se encontraba, que los otros dos padecían la misma afección de garganta, como si tuvieran pólipos en las cuerdas.

–De Leiden, un no rotundo -contestó Litvak-. Que no y que no. Y otra vez que no. En ese momento ella estaba de vacaciones con sus padres en Sylt. ¿Dónde queda Sylt?

–En una isla al norte de Alemania -dijo Becker, pero Litvak le miró furioso como sospechando haber sido insultado.

–Es lenta de cojones -se lamentó Litvak, dirigiéndose una vez más a Kurtz-. Ha empezado a cantar a mediodía, y a media tarde ya se estaba retractando de todo. «¿Yo? ¡Mentira! ¡Yo nunca he dicho eso!» Le buscamos el sitio exacto en la grabación, se lo ponemos, y ella sigue afirmando que la cinta está trucada y se pone a escupirnos. Es una holandesa tozuda, y está como una cabra.

–Comprendo -dijo Kurtz.

Pero Litvak necesitaba algo más que comprensión.

–Si la pegamos, se enfada todavía más y se pone terca. Si dejamos de pegarle, recupera fuerzas, se pone más tozuda si cabe y empieza a mentarnos la madre.

Kurtz se dio la vuelta hasta quedar mirando a Becker (caso de que hubiera estado mirando a alguien).

–La chica regatea -continuó Litvak en el mismo tono de estridente queja-. Como somos judíos, regatea. «Si os digo hasta aquí, me dejáis con vida, ¿vale? Si os digo hasta allá, me soltáis, ¿vale?» ¿Y el héroe qué opina? -inquirió volviéndose de repente hacia Becker-. ¿Tendré que hechizarla y hacer que se vuelva loca por mí?

Kurtz miraba su reloj y lo que había más allá.

–Sepa lo que sepa esa chica, ya es historia -comentó-. Ahora sólo importa lo que hagamos con ella. Y cuándo. -Pero hablaba como quien sabe que tiene la última palabra-. ¿Qué tal va la ficción, Gadi? -le preguntó a Becker.

–Todo encaja -afirmó Becker-. Rossino la utilizó un par de días en Viena, la llevó en coche hacia el sur y le entregó las llaves del coche. Cierto en los tres casos. La chica fue en coche hasta Munich y se reunió con Yanuka. Falso, pero son las dos únicas personas que lo saben.

Litvak asumió codiciosamente el relato de la historia:

–Se encontraron en Ottobrunn, un pueblecito al sudeste de la ciudad. De ahí se fueron a algún sitio e hicieron el amor. El dónde no importa. No hace falta reconstruirlo todo. Pongamos que lo hicieron en el coche. Ella dice que no tiene manías. Eso sí, lo que más le gusta es hacerlo con los luchadores, como los llama ella. A lo mejor alquilaron un cuarto y el propietario estaba demasiado asustado para dar ningún paso. Lagunas así son normales; el adversario espera encontrarlas.

–¿Y esta noche? -dijo Kurtz, lanzando una ojeada a la ventana-. ¿Ahora…?

A Litvak no le gustaba que le atosigaran a preguntas.

–Pues ahora están en el coche, camino de Munich… para hacer el amor. O para hacer un trabajito y esconder el resto de los explosivos. ¿Cómo vamos a saberlo? ¿Para qué dar tantas explicaciones…?

–Sí, pero ¿dónde está ella en este momento? -preguntó Kurtz, recopilando detalles mientras seguía cavilando-. Me refiero en la realidad.

–Pues en la furgoneta -dijo Litvak.

–¿Y dónde está la furgoneta?

–Aparcada en el arcén, junto al Mercedes. Cuando tú lo digas, traspasamos a la chica.

–¿Y Yanuka?

–También en la furgoneta. Es la última noche que pasan juntos. Les hemos dado tranquilizantes a los dos, como habíamos quedado.

Kurtz cogió otra vez los prismáticos, miró un momento por ellos y volvió a dejarlos en la mesa. Después juntó las manos y frunció el ceño.

–Dime qué otro sistema hay -propuso, dirigiéndose por la posición de su cabeza a Gadi Becker-. La mandamos a su país en avión, la dejamos en el desierto de Negev y la encerramos. Y luego, ¿qué? Se preguntarán qué ha sido de ella. Viendo que ha desaparecido, pensarán lo peor. Pensarán que se ha rajado o que la ha detenido Alexis… O los sionistas. En fin, creerán que su operación corre peligro. No hay duda de que dirán: «Disolved el equipo; todo el mundo a casa.» -Y añadió a modo de resumen-: Han de tener la certeza de que nadie, a excepción de Dios y de Yanuka, puede descubrirla. Han de saber que está tan muerta como Yanuka. ¿No estás de acuerdo, Gadi, o debo entender por tu expresión que tienes una idea mejor?

Kurtz se limitó a esperar, pero Litvak seguía mirando a Becker con hostilidad, como si le acusara. Tal vez sospechaba de su inocencia en un momento en que necesitaba que compartiera la culpa con él.

–No -dijo Becker, pasado un siglo. Pero su rostro, como había advertido Kurtz, mostraba la dureza de una forzada lealtad.

Y de pronto, Litvak se metió con él hablándole de un modo tan tirante y brusco que sus palabras fueron como si le saltara encima:

–¿No?
-repitió-. ¿No qué? ¿No hay operación? ¿Qué significa
no
?

–No,
de que no hay alternativa -respondió Becker, tomándose su tiempo-. Si perdonamos a la holandesa, ellos nunca aceptarán a Charlie. Estando viva, la señorita Larsen es tan peligrosa como Yanuka. Si seguimos adelante, hay que hacerlo ahora.

–Si
seguimos -repitió Litvak con desdén.

Kurtz volvió a poner orden con otra pregunta.

–¿Esa chica no puede darnos nombres que nos sirvan? -preguntó a Litvak como queriendo una respuesta afirmativa-. ¿Nada con lo que podamos seguir una pista? ¿Alguna razón para retenerla?

Litvak se encogió largamente de hombros.

–Conoce a una alemana que se llama Edda. Sólo la ha visto una vez. Detrás de Edda hay otra chica, una voz que la llamó desde París por teléfono. Detrás de la voz está Khalil, pero Khalil no va por ahí regalando tarjetas de visita. Esa chica es una imbécil -repitió-. Va tan drogada que te colocas sólo de estar a su lado.

–Entonces estamos en un callejón sin salida -dijo Kurtz.

Litvak estaba ya abrochándose el impermeable cuando dijo:

–Eso mismo, un callejón sin salida. -Esbozó una abatida sonrisa, pero no fue hacia la puerta. Parecía estar esperando la orden para hacerlo.

Kurtz tenía una última pregunta que formular:

–¿Cuántos años tiene?

–Cumplirá veintiuno la semana que viene. ¿Y eso?

Other books

Duende by E. E. Ottoman
Commencement by Sullivan, J. Courtney
Most Rebellious Debutante by Abbott, Karen
Bunker by Andrea Maria Schenkel
A Reason to Kill by Michael Kerr
Black Marsden by Wilson Harris